P. CERIANI: SERMÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE PASCUA

TERCER DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA

En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos: Dentro de poco ya no me veréis; mas poco después me volveréis a ver, porque me voy al Padre. Al oír esto, algunos de los discípulos, se decían unos a otros: ¿Qué nos querrá decir con esto: Dentro de poco no me veréis; mas poco después me volveréis a ver, porque voy al Padre? Decían pues: ¿qué poco de tiempo es este de que habla? No entendemos lo que quiere decirnos. Conoció Jesús que deseaban preguntarle, y les dijo: Vosotros estáis tratando y preguntándoos unos a otros, por qué os he dicho: Dentro de poco ya no me veréis; mas poco después me volveréis a ver. En verdad, en verdad os digo, que vosotros lloraréis y plañiréis, mientras el mundo se regocijará; os contristaréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, en los dolores del parto, está poseída de tristeza porque le vino su hora; mas una vez que ha dado a luz al infante, ya no se acuerda de su angustia, por el gozo que tiene de haber dado un hombre al mundo. Así vosotros al presente, a la verdad, padecéis tristeza; pero yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se bañará en gozo, y nadie os quitará vuestro gozo.

El Evangelio de este Tercer Domingo de Pascua está tomado del admirable Discurso de Nuestro Señor a sus Apóstoles después de la Última Cena, pocas horas antes de su inmolación por nuestra salvación.

Junto con el Sermón de la Montaña, este Discurso es el resumen del Evangelio, el compendio de toda la doctrina de Nuestro Señor; revela en él todo su Corazón; es, por así decirlo, su Testamento.

Después de haber dado a los Apóstoles las más conmovedoras enseñanzas y la formal y reiterada seguridad del envío del Espíritu Santo, Jesucristo acentúa el anuncio de su próxima partida, a fin de preparar a los Apóstoles para la separación; pero, al mismo tiempo, les da la seguridad de su Resurrección, para protegerlos del desánimo.

Por lo tanto, este Evangelio es una lección preciosa para nosotros, porque nos advierte a estar dispuestos a sufrir con paciencia las penas y las aflicciones de esta vida; y nos hace esperar, a cambio, las alegrías y las bienaventuranzas prometidas.

Las misteriosas palabras Dentro de poco ya no me veréis; mas poco después me volveréis a ver, porque me voy al Padre son susceptibles de dos significados:

– uno, más restringido, relativo únicamente a los Apóstoles;

– el otro, más extenso, aplicándose en conjunto a los Apóstoles y a los fieles de todos los tiempos.

En el primer significado, las palabras del Salvador se relacionan con su Pasión, su Sepultura y su Resurrección. Esta expresión, modicum, todavía un poco de tiempo, designa, por lo tanto, sólo un pequeño número de horas o días; es decir, unas horas más, y seré crucificado, muerto y sepultado, y dejarán de verme. Pero, al tercer día, resucitaré, y me volveréis a ver con una alegría sin igual.

En la segunda acepción, significa también que, después de la Ascensión, los Apóstoles ya no verán a Nuestro Señor; pero, que después de su muerte, lo volverán a ver y lo disfrutarán por la eternidad.

En esta segunda significación, pero tomada ya alegóricamente, moralmente, estas mismas palabras se pueden aplicar a todos los fieles de todos los tiempos; y nos recuerdan que la duración de esta vida, por larga que sea, es muy pequeña, mínima, en comparación con la eternidad.

Todavía un poco de tiempo, es el de la vida presente, donde sólo se ve a través de los velos misteriosos de la fe, donde son bienaventurados los que no ven y creen; es el tiempo de las persecuciones, de las aflicciones, de los sufrimientos…

Y un poco más de tiempo, y me volveréis a ver, será el tiempo de la eternidad, donde veremos a Dios, donde no habrá más lágrimas, ni tristeza, sino un gozo inefable, que nadie nos podrá quitar.

¡Qué tontos somos! Hacemos mil planes para este ratito de ahora, y no pensamos en hacer algo que nos pueda servir para la eternidad.

Porque me voy al Padre… Jesús se va… Por eso, por un lado, los Apóstoles pronto dejarán de verlo; y, por otro lado, pronto lo contemplarán también en una nueva forma, primero después de su Resurrección, luego en su gloria en el Cielo.

Es, por tanto, una palabra de consuelo, ya que muestra que la muerte no tendrá dominio sobre Él; es el anuncio de su próxima Resurrección, seguida de su admirable Ascensión.

Va a su Padre para gozar con Él de la gloria merecida por su Pasión; va para reinar eternamente con Él y preparar un lugar en el Cielo para sus amigos, para los que habrán trabajado y sufrido por su amor.

¡Qué motivo de confianza y de alegría para los Apóstoles y para nosotros!

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Los Apóstoles no entendían el lenguaje misterioso del Salvador y se decían unos a otros: ¿Qué nos querrá decir con esto… No sabemos lo que dice.

Esta palabra, modicum, todavía un poco, los inquieta y los desconcierta. Esta ausencia y este regreso que se aproximan son para ellos enigmas: si deben verlo, ¿cómo es que se va?; y, si se va, ¿cómo le verán?

Jesús, que todo lo sabe, percibía que querían interrogarlo; y, como buen padre, lleno de ternura por sus hijos, se anticipa a su petición, mostrándoles así, al mismo tiempo y una vez más, su poder y su bondad.

Explica su pensamiento, si bien no lo suficiente como para satisfacer su curiosidad; sí, al menos, con la suficiente claridad como para calmar sus aprensiones y consolarlos: En verdad, en verdad os digo, que vosotros lloraréis y plañiréis, mientras el mundo se regocijará; os contristaréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo.

Nuestro Señor no especifica la duración de este poco de tiempo, repetido dos veces y que tanto intrigaba a los Apóstoles; pero determina y describe bastante claramente los dos períodos señalados: les anuncia que una gran tristeza llenará sus corazones, pero que será seguida por la más viva alegría.

Así, al mismo tiempo que los prepara para el dolor, les ofrece de antemano el consuelo que seguirá.

En efecto, a la muerte del Salvador, los judíos se regocijaron y se felicitaron de haber sido librados de aquel a quien se atrevían llamar seductor; y, mientras tanto, los Apóstoles y los fieles amigos de Jesús estaban sumergidos en el dolor y el llanto. Pero pronto cambiaron los papeles: los Apóstoles fueron plenamente consolados por la gloriosa Resurrección y triunfante Ascensión de su divino Maestro, así como por la maravillosa venida del Espíritu Santo.

Jesús quiere también que comprendan (y comprendamos…) que la vida aquí abajo es un tiempo de pruebas y tribulaciones, mientras que los mundanos sólo sueñan con placeres; pero que sus fieles seguidores pronto estarán en el gozo y bienaventuranza.

Este concepto del Salvador es apto para todos los fieles, porque es a través de las lágrimas y de las aflicciones del tiempo que debemos caminar hacia los gozos eternos. Lo propio de los verdaderos cristianos es sufrir en este lugar de exilio, llevar aquí su cruz en seguimiento del divino Maestro, gemir y llorar por las miserias propias y ajenas.

Mientras los justos lloran así, el mundo se abandona a su gozosa locura y se divierte; porque sólo se deleita en las vanidades del tiempo presente, sin esperar ninguno de los regocijos de la otra vida, que están reservados para los amigos de Dios.

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¿Qué simboliza la parábola de Nuestro Señor de la mujer en los dolores del parto? Esta comparación, tomada de la vida doméstica, nos describe maravillosamente la rápida transformación del dolor de los Apóstoles en la alegría más viva.

En efecto, la mujer está condenada a dar a luz con dolor, es el fruto directo de la culpa original. Pero, cuando ve en sus brazos al niño que acaba de traer al mundo, experimenta una alegría indecible, está feliz y orgullosa; y su felicidad presente, su noble título de madre, la hace arrojar el velo del olvido sobre sus pasados sufrimientos, por los cuales debía conquistar su dignidad presente.

Esta mujer es la figura de la Iglesia y de las almas apostólicas, que dan a luz a los fieles, a los elegidos, en el sufrimiento y, mediante un cuidado forzado, los forman a imagen de Jesucristo; y que se alegran de haber dado así nuevos hijos a Dios, especialmente cuando ven estas almas, nacidas y santificadas con tanta dificultad, nacer a la vida bienaventurada y eterna.

Esta comparación de Nuestro Señor cuadra también a todos los verdaderos cristianos: están continuamente, en esta tierra, en los trabajos de parto, para purificarse, regenerarse, transformarse, para tener en ellos la vida plena y perfecta, semejante a la de su divino Modelo.

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Aplicándose esta comparación a Él mismo y a los Apóstoles, el Salvador añade con amor: Así vosotros al presente, a la verdad, padecéis tristeza (como en dolores de parto, porque ha llegado el tiempo de mi Pasión); pero yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se bañará en gozo, y nadie os quitará vuestro gozo.

En efecto, cuando después de su gloriosa Resurrección, Jesucristo se mostró a sus Apóstoles con los signos de la inmortalidad, sus discípulos se llenaron de un gozo extremo, que nadie les pudo quitar, a pesar de sufrir poco después persecuciones, tormentos y la muerte por su divino Maestro; pero, sostenidos por la esperanza de resucitar con Él y volverlo a ver en el Cielo, se regocijaban en Él, considerando como una gloria y una dicha el sufrir por su amor.

Así es con todos los justos; lo que los sostiene y alienta en medio de las pruebas y persecuciones que les toca pasar aquí abajo, es el pensamiento del Cielo, donde Dios los albergará por la eternidad, donde sus lágrimas serán enjugadas, y donde no conocerán más la muerte, ni el llanto, ni el gemido, ni el dolor.

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¡Qué predicción! ¡y cómo se iba a realizar para los Apóstoles! Efectivamente, iban a llorar y gemir por la muerte de su divino Maestro; luego, después de su Ascensión, debían soportar toda clase de trabajos, persecuciones y hasta la muerte por su amor.

Pero estas palabras del Salvador también se dirigen a todos nosotros.

La ley del sufrimiento es una ley general, promulgada desde el paraíso terrenal para todos los hijos de Adán, como castigo por el pecado original. Además, todos somos pecadores y, como tales, debemos sufrir en espíritu de expiación.

Y, sobre todo, como discípulos de Jesucristo, debemos llevar tras Él la cruz, ley justa y eminentemente salutífera y santificadora, a condición de que la usemos bien.

Tengamos en cuenta que todas las pruebas y aflicciones que nos suceden, nos vienen de Dios, que las quiere o las permite, pero siempre para nuestro mayor bien. Así es; y lo hace para instruirnos, para probarnos y para purificarnos.

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El mundo necio, invirtiendo el orden de las cosas, considera bienaventurados a sus seguidores; y, por el contrario, muy dignos de lástima a los fieles del Salvador; y, sin embargo, el destino de los verdaderos cristianos es el único realmente valioso, ya que sólo a ellos les pertenecerá el gozo y la felicidad eternos.

Pero, incluso esta vida mundana, que consiste en no privarse de nada aquí abajo, en procurarse todos los placeres posibles, este gozo de lo mundano nunca es completo, pues las pasiones humanas son insaciables. Y se sigue que, no estando satisfechas, nunca dejan descansar al desdichado, a quien tiranizan y lo reducen a una esclavitud perpetua.

La voluntad, la razón, el afecto tendrán que abdicar tarde o temprano, si el interés de la pasión lo exige.

Además, estas alegrías, engañosas y efímeras, van acompañadas ordinariamente de muchas angustias, temores y preocupaciones.

¡Y cuán desastrosas y peligrosas son estas alegrías para el alma, e incluso para el cuerpo! Muy a menudo terminan en vergüenza, en deshonra; causan mil dolores y a veces son origen de enfermedades deplorables.

Y, después de la muerte, todas las alegrías, todos los placeres de lo mundano se convertirán en lágrimas y crujir de dientes.

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En cambio, la tristeza sobrenatural de los discípulos de Jesucristo consiste en una vida de renuncia, de abnegación, de penitencia, en un cuidado continuo de evitar el pecado, de luchar contra el demonio, el mundo y la carne, de resistir a sus pasiones, rechazar todas las satisfacciones prohibidas o peligrosas, tomar y llevar su cruz siguiendo las huellas de Nuestro Señor, en una palabra, llevar una vida dolorosa para la naturaleza y verdaderamente crucificada.

Sin embargo, esta tristeza según Dios tiene su compensación; porque, para con las almas generosas y fervientes, Dios se muestra y comporta con una generosidad admirable y divina.

Dice San Juan Crisóstomo: Mientras que la tristeza según el mundo es estéril y lleva a la desgracia a quien la experimenta, la tristeza según Dios supera a todas las alegrías de la tierra y no deja arrepentimientos.

Finalmente, estos dolores se cambiarán en alegría; porque todas las penas, las cruces, los sufrimientos, están inscritos en el libro de la vida…, y la recompensa será proporcionada a su número, a su duración y al amor con que los habremos sostenido…

No busquemos conciliar dos cosas absolutamente opuestas e incompatibles: el servicio de Dios, que exige una vida cristiana, y el amor al mundo, que lleva a una vida de disipación.

Nadie puede servir a dos señores, dijo Nuestro Señor; démosle gracias por esta seria advertencia y por las preciosas y saludables lecciones que nos está dando hoy.

Recordemos las promesas de nuestro bautismo, renunciemos de todo corazón a Satanás, a sus pompas, a sus obras, es decir, al pecado y a todas las diversiones del mundo.

Sigamos a Jesús, Él tiene palabras de vida eterna; Él puede y quiere salvarnos, mientras que el mundo, como el demonio, quiere y sólo puede destruirnos.

Lloremos y suframos con Jesús; pronto cambiará nuestra tristeza en alegría; y esta alegría nadie nos la podrá arrebatar y ella será eterna.