P. CERIANI: SERMÓN PARA LA DOMÍNICA TERCERA DE CUARESMA

DOMINGO TERCERO DE CUARESMA

Estaba Jesús expulsando un demonio, y aquel era mudo. Sucedió que cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: Por Belzebub, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios. Otros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo. Pero él, conociendo sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado y, casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino? Porque decís que yo expulso los demonios por Belzebub. Si yo expulso los demonios por Belzebub, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: «Me volveré a mi casa, de donde salí.» Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio. Sucedió que estando él diciendo estas cosas alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: ¡Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él dijo: Bienaventurados más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan.

Nos encontramos en el Tercer Domingo de Cuaresma, y al acercarse la gran fiesta de la Pascua, la Iglesia, como una tierna madre, se preocupa por preparar bien a sus hijos para ella.

Sobre todo, mira con dolor y piedad a quienes han tenido la desgracia de caer bajo la tiranía espiritual del demonio, nuestro más cruel enemigo.

Por eso nos hace leer este Evangelio, queriendo recordarnos con cuánto cuidado debemos trabajar para escapar del imperio de Satanás, y luego animarnos a velar mejor por nosotros mismos, para no volver a recaer en poder de este terrible amo.

El pobre infeliz del relato evangélico estaba poseído por el demonio, haciéndolo ciego (según San Mateo), mudo (según San Lucas), y sordo (según San Juan Crisóstomo, Teofilacto y otros).

Esta frase, el demonio era mudo, identifica al demonio y al poseído, haciéndolos una sola persona moral, que correspondía completamente a la realidad.

San Lucas, hablando de este modo, indica que la enfermedad curada por Nuestro Señor en la presente circunstancia, no provenía de un defecto del organismo, sino que era el resultado de una posesión diabólica. Además, tan pronto como el demonio fue expulsado, este hombre ciego y enmudecido recuperó la vista y el habla.

La condición de este pobre hombre era, en verdad, muy triste. Es una figura, tanto más notable cuanto más lamentable, del estado en que quedan reducidas muchas almas, a quienes el demonio tiene cautivas por la triple cadena de las malas pasiones, del pecado, y de los hábitos depravados.

Primero los ciega, privándolos de los pensamientos saludables de la presencia de Dios y de los fines últimos, haciéndoles ver el mal bajo las apariencias más engañosas de bien, como lo hizo con Eva.

Además, en cuanto los ha conducido al mal, los vuelve sordos y mudos: sordos, ya no escuchan las advertencias, ni los reproches de Dios, ni los remordimientos de la conciencia; mudos, no tienen más que aversión a la oración, y tal vergüenza de su pecado que no se atreven a confesarlo, o lo confiesan mal.

¡Qué desgracia para estas pobres almas!; sólo Jesús puede sanarlas y librarlas de tan cruel esclavitud, como vemos que lo hizo con el poseído del Evangelio.

Así vemos que cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo. Y explica San Jerónimo: “Se realizaron tres milagros al mismo tiempo en este mismo hombre: estaba poseído y es librado del demonio, era ciego y ve, era mudo y habla. Estos milagros se renuevan cada día, espiritualmente, a favor de los pecadores. Cuando uno de ellos se convierte (siendo expulsado de su corazón el demonio del que se había hecho dueño), recibe ante todo la luz de la fe; entonces su boca, que estaba muda, se abre para publicar las alabanzas del Señor”.

Las posesiones corporales son espantosas, es verdad; sin embargo, son relativamente raras, no siempre prueban la pérdida de la gracia y la amistad de Dios, y pueden ser sólo una prueba.

Pero, ¡cuánto más numerosas, y más temibles y deplorables son las posesiones espirituales, consecuencia inmediata e inevitable de todo pecado mortal! Pues el diablo, entonces, hace que el alma pierda todo: la gracia, las virtudes, los méritos y los derechos a la gloria eterna.

¡Ay!, si Dios, en su justicia vengativa, quisiera castigar cada uno de nuestros pecados mortales, o incluso las simples faltas veniales, con la posesión corporal, como algunas veces lo ha permitido, ¡cuánto cuidado tendríamos de evitarlos! Temamos, pues, y huyamos con cuidado de toda prevaricación, ya que la posesión espiritual a la que nos exponemos es mil veces más espantosa y más peligrosa.

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Las reacciones de los testigos presentes a la realización de este milagro de Jesús fueron de tres clases, animados por disposiciones muy diversas: Las gentes se admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: Por Belzebub, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios. Otros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo.

Los primeros eran aquellas multitudes que seguían a Jesús, la gente sencilla y sin prejuicios, que juzgaba según su sentido común, según la rectitud natural de su corazón. Admiraron el poder y la divina beneficencia de Jesús.

Los segundos eran los escribas y los fariseos, los eruditos y los grandes; cegados por la pasión de los celos y del odio, querían arrebatar, a toda costa, a los primeros esta buena y favorable opinión de Jesús y estas preciosas semillas de la verdadera fe.

Para este propósito, verdaderamente infernal, hicieron del Hijo de Dios, por una horrible blasfemia, un ministro de Satanás; asociaron la luz con las tinieblas, y se atrevieron a decir que Jesús sólo pudo realizar este milagro por obra del mismo demonio.

El carácter de todos los espíritus envidiosos, mentirosos y calumniadores, celosos de la virtud y del bien obrado por los ministros y buenos servidores de Jesucristo, buscar sólo denigrarlos y hacerlos odiosos. Se escandalizan de las cosas que tienen más posibilidades de edificarlos; y, al no poder negar el bien realizado, se esfuerzan por inculpar la manera en que se hace y la razón o motivo por el cual se hace.

Los terceros eran también doctores y escépticos, que, sin llegar tan lejos como los anteriores, permanecían insensibles e incrédulos. Para paliar y excusar su mala fe y tratar de sorprender a Jesús en falta, le pidieron otro milagro, una señal en el cielo.

Tal es todavía el carácter de los incrédulos en nuestros días: atribuyen a causas naturales los signos, las señales e incluso los milagros que no pueden negar, pero que, a priori, declaran imposibles como tales; y piden a Dios, con orgullo, que presente o haga otros prodigios a su gusto, en las condiciones y en las circunstancias precisas que a ellos les plazca determinar.

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A la multitud Jesús no dijo nada, pues eran dóciles.

Los terceros, suficientemente audaces como para desafiar a Dios, recibieron poco después su respuesta: Esta generación es una generación perversa; ella pide una señal; y no se le dará otra sino la señal del profeta Jonás.

También se les podría haber recordado la respuesta de Abraham al mal rico: Si no escuchan a Moisés ni a los Profetas, tampoco creerán, aunque alguno resucite de entre los muertos.

Pero a los últimos, que lo calumniaban y cuyo lenguaje podía escandalizar al pueblo, Jesús les dio una respuesta que, si bien no logró convertirlos, por su animosidad y su insensibilidad, al menos confundió su arrogancia y salvaguardó la fe de la multitud.

Notemos, ante todo, con San Beda el Venerable, que “Jesús respondió, no a sus palabras, sino a sus pensamientos, para que fueran inducidos a creer en el poder divino de Aquel que así penetró en el secreto de los corazones».

Luego les opuso algunos argumentos perentorios:

En primer lugar, el principio de unión y concordia, como elemento esencial de la fuerza y estabilidad de las cosas. Es una de esas máximas universales, fundadas en la rectitud natural de nuestra razón, y que ningún sofisma puede invalidar o contradecir gravemente: “la concordia hace prosperar las cosas pequeñas, la discordia hace que las cosas grandes se derrumben».

Ahora bien, dice Jesús, a la luz de este principio indiscutible, es claro que todo reino dividido contra sí mismo por disensiones intestinas será arruinado; infaliblemente toda ciudad o casa donde haya discordia perecerá. Por lo tanto, si Satanás lucha contra Satanás, si, según vosotros, Belzebub me imparte su poder para expulsar a sus súbditos, debéis concluir, oh judíos, que el reino de Satanás está dividido internamente, que Satanás mismo está labrando su propia ruina. ¿Cómo, entonces, permanecerá su reino? Vuestra imputación es absurda.

Luego les pregunta, “¿por quién los expulsan vuestros hijos?». Obviamente, lo hacen con el mismo poder que yo. Por lo tanto, calumniando en mí lo que aprobáis y respetáis en ellos, sois injustos; y, por eso, ellos mismos serán vuestros jueces y os condenarán por sofistas y falsarios.

Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios, es decir, si es por la virtud de Dios que los expulso, se sigue que derroco el imperio de Satán y que el Mesías, el esperado por vosotros desde hace tanto tiempo, ha llegado por fin para establecer el de Dios.

Una fuerza exterior, la mía, prevalece sobre la del diablo y contra él; y, en consecuencia, nuevamente sois inexcusables por no creer en mí y en mi misión divina.

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Sigue un tercer argumento del Salvador para probar que, lejos de actuar como ministro de Satanás, es por el contrario su adversario, más fuerte que él, y que vino a arruinar su poder y arrebatarle su presa.

Nuestro Señor da su razonamiento en forma de parábola o alegoría, para impactar más a su audiencia: Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos.

Este hombre fuerte y bien armado era el demonio que, desde el pecado de Adán, ejercía una autoridad casi absoluta sobre los hombres.

Sus armas son todas sus artimañas y los espíritus malignos, con toda clase de pecados.

Su casa, su corte, es el mundo, la tierra entera, donde dominó casi como amo indiscutible hasta la venida del Salvador; así como había creído tener derecho a ofrecérselo, al precio de un acto de adoración, como vimos hace quince días, en la tercera tentación en el desierto.

Satán realmente había usurpado el imperio del mundo; no sólo había reducido a los hombres a la esclavitud del pecado, despojándolos así de sus derechos y de sus legítimas esperanzas como hijos de Dios; sino que, además, había hundido de mil maneras a la sociedad en la degradación, entregándola a la corrupción de la moral, a las tinieblas intelectuales, a las miserias sociales y a todas las crueldades que acompañan a la corrupción.

Todavía hay más: en lugar de la verdad, había puesto el error como principio; y se había hecho rendir un culto manchado de vilezas y abominaciones sin nombre.

Este más fuerte que surge, más poderoso que el demonio, no puede ser Beelzebub, porque habría una contradicción.

Es el Mesías prometido y esperado, es Cristo, descendido del Cielo para vencerlo, y quitarle las armas y los despojos; es decir, volviendo contra sí mismo a aquellos a quienes mantuvo en la esclavitud y a quienes usó como instrumentos para sembrar el mal y el desorden por doquier.

Fue así como el divino y todopoderoso Redentor liberó a Magdalena la pecadora, a Mateo el publicano, a Saulo el perseguidor, a Agustín el maniqueo, y una infinidad de otros, que se convirtieron en vasos de elección e intrépidos campeones de Jesús contra Satán.

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A continuación, Jesús proporciona una prueba más, que se deriva de la anterior, por la cual demuestra que no tiene conexión con Belzebub: El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama…

Es como si dijese que las obras del maestro y las del ministro deben ser semejantes; sin embargo, mis obras son todas diferentes de las de Satanás: él conduce a las almas al mal y las destruye; yo las libero y las guardo. Ya que nuestras obras son opuestas, ¿cómo podríamos estar de acuerdo? ¿Cómo, pues, el que no coopera con mi obra, sino que la combate y busca arruinarla, se pondrá de acuerdo conmigo para expulsar al demonio?

Los judíos se negaron a comprender esta grave sentencia de Nuestro Señor y, sin duda, en su interior se reirían y mofarían de la amenaza velada bajo las palabras: el que no recoge conmigo, desparrama

La lucha, en realidad, el formidable duelo es, pues, entre Jesucristo y Satanás; pero también el resultado final debe unirnos para siempre a uno u otro, debemos elegir entre los dos; no hay término medio, no hay neutralidad posible.

Entendamos bien esto: si no estamos con el Señor, en su redil, si no hacemos su obra, estamos contra Él, somos del rebaño desdichado de Satanás, hacemos sus obras, y corremos el peligro de perdernos para siempre.

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Finalmente, Nuestro Señor aporta un quinto y último argumento, también dado en forma de alegoría, por el cual replica la acusación de sus enemigos y les prueba que ellos mismos están poseídos por el diablo.

Esta parábola tiene una doble aplicación y también concierne a judíos y pecadores.

Los judíos primero: habían sido librados, por la Ley, de la tiranía del diablo, y éste, expulsado de la nación escogida, se habían refugiado entre los gentiles.

Luego, por la práctica de supersticiones paganas, se habían entregado nuevamente al poder de Satanás, y el exilio de Babilonia había sido tanto su castigo como su salvación.

Purificados, pues, por sus sufrimientos y vueltos a su patria, abrieron más tarde la puerta al demonio por su terquedad, su insensibilidad, su malicia y, sobre todo, por el espantoso crimen que tejían en la sombra y del que pronto tuvieron que hacerse culpables crucificando a su verdadero Mesías.

De modo que se han convertido en los más feroces enemigos de Dios, los partidarios de Satanás en el mundo y, desde su deicidio, su condición es peor que al principio.

En cuanto a los pecadores, esta palabra es nuevamente la lamentable historia de una multitud de almas, lo suficientemente desafortunadas como para resistir a la gracia.

El espíritu impuro salió de ellas cuando, en el santo Bautismo, renunciaron a Satanás, a sus pompas, a sus obras, y así se convirtieron en hijos de Dios; o cuando, habiendo caído en pecado mortal, en el santo tribunal de la Penitencia, recobraron la gracia y la amistad de Dios, aborreciendo y confesando sus pecados.

Estas almas, así liberadas, vivían en paz; pero el demonio, furioso y celoso, no descansó hasta que las ha reconquistado. Aprovechando la negligencia y la tibieza en que se entregan con demasiada frecuencia, tomó otros siete espíritus más malos que él, es decir, crea ocasiones peligrosas, vuelve a llamar amigos perversos, aviva malas pasiones, hábitos depravados, como el orgullo o la ambición, la impureza, el juego, la embriaguez, etc.; y, por medio de todos sus ministros, vuelve a ser dueño de su presa y recupera la posesión de estas pobres almas. Y su estado, desde entonces, se vuelve peor que antes…

Así como las recaídas en la enfermedad son mucho más peligrosas para el cuerpo, las recaídas en el pecado son mucho más peligrosas para el alma; y quién dirá cuán aterradoras y desastrosas son sus consecuencias: Dios más alejado, la inclinación al mal fortalecida, la virtud de la gracia disminuida, nuevos obstáculos presentados a la conversión…

San Pedro, en su Segunda Epístola, afirma: Cada cual es esclavo del que lo ha dominado. Porque si los que se desligaron de las contaminaciones del mundo desde que conocieron al Señor y Salvador Jesucristo se dejan de nuevo enredar en ellas y son vencidos, su postrer estado ha venido a ser peor que el primero. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia que renegar, después de conocerlo, el santo mandato que les fue transmitido. En ellos se ha cumplido lo que expresa con verdad el dicho: “Un perro que vuelve a lo que vomitó” y “una puerca lavada que va a revolcarse en el fango”.

¡A cuántas almas se pueden aplicar estas terribles palabras del Príncipe de los Apóstoles!

Se puede decir lo mismo para las familias, para la Sociedad Cristiana, hoy pervertida por la Revolución Anticristiana, y para los fieles de la Tradición que regresan al vómito de la iglesia conciliar…

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¿Cuál es la malicia del pecado de recaída?

Es claro que se trata de una odiosa ingratitud hacia Dios.

Es un desprecio ultrajante; porque el reincidente atestigua que prefiere a Dios una satisfacción vil.

Es una perfidia; pues el pecador hizo protestas de fidelidad.

Además, aumenta la gravedad del pecado, porque se comete con mayor conocimiento y mayor y más criminal abuso de la gracia.

¿Y cuáles son sus peligros?

En primer lugar, la recaída hace temer que la confesión anterior no haya sido sincera.

Además, despoja al alma de las infinitas bendiciones que la absolución le había hecho recobrar.

También dificulta la conversión; porque la recaída trae consigo el hábito del pecado.

Finalmente, ella deleita al demonio, que cuida bien de guardar su presa, para que no se le escape otra vez.

Prestemos, pues, atención a las palabras finales de Nuestro Señor y pongámoslas en práctica: Bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios y la guardan…