PADRE JUAN CARLOS CERIANI: NAVIDAD – MISA DE MEDIANOCHE

La Natividad de Nuestro Señor Jesucristo

MISA DE MEDIANOCHE

En aquel tiempo salió un edicto de César Augusto, ordenando que se inscribiera todo el orbe. Esta primera inscripción fue hecha siendo Cirino gobernador de Siria. Y fueron todos a inscribirse, cada cual en su ciudad. Y subió José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, porque era de la casa y familia de David, para inscribirse con María, su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta. Y sucedió que, estando ellos allí, se cumplieron los días de dar a luz. Y dio a luz a su Hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada. Y había unos pastores en la misma tierra, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre el ganado. Y he aquí que el Ángel del Señor vino a ellos, y la claridad de Dios les cercó de resplandor, y tuvieron gran temor. Mas el Ángel les dijo: No temáis, porque os voy a dar una gran noticia, que será de gran gozo para todo el pueblo: es que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, el Salvador, que es Cristo, el Señor. Y ésta será la señal para vosotros: hallaréis al Niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre. Y súbitamente apareció con el Ángel una gran multitud del ejército celeste, alabando a Dios, y diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

Desde el tiempo del Papa San Gregorio Magno (+ 604), la Iglesia Romana celebra en el día de Navidad tres Misas: la primera, durante la noche, en Santa María la Mayor; la segunda, al rayar el alba, en Santa Anastasia, la Iglesia de la Resurrección; la tercera, ya de día, otra vez en Santa María la Mayor, aunque antiguamente era en San Pedro.

Sobre la Misa de la Medianoche se cierne todavía la misteriosa obscuridad del Adviento. La humanidad, anhelante y esperanzada, continúa luchando contra las tinieblas de la noche. Los Ángeles, luminosos, revolotean ya sobre la tierra, recordando y saboreando aquel saludo de uno de ellos a la Virgen de Nazareth: Angelus domini nuntiavit Mariae, et concepit de Spiritu Sancto…

María Santísima concibió del Espíritu Santo Lo que se ha engendrado en Ella procede de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que la cubrió con su sombra… Estamos en presencia de la más sublime concepción que jamás haya existido.

Ante ella enmudecen el entendimiento y la experiencia humanos. Sólo la fe puede contemplar el prodigio realizado en el seno purísimo de la Virgen María, y confesar en consecuencia: Fue concebido del Espíritu Santo. ¡Bendita Tú eres entre todas las mujeres…!

La Santísima Virgen María renunció voluntariamente a la generación humana y, por eso, obtuvo la gracia de concebir al mismo Hijo de Dios.

De la substancia de la Virgen Purísima formó el Espíritu Santo el Cuerpo del Hijo de Dios encarnado. El Señor ha contemplado la humildad de su esclava… El Omnipotente ha realizado grandes cosas en Ella. ¡Bienaventurada la esclava del Señor!

Ahora bien, María Santísima concibió al Hijo de Dios para dárnoslo a nosotros. Ella lo ha concebido y llevado amorosamente en sus entrañas durante nueve meses para nosotros, para nuestro mayor bien. ¡Todo lo sufrió alegremente, a trueque de darnos la salud, al Salvador! ¡Así es cómo nos ama! ¡Tan vivo es su anhelo de hacernos partícipes de su propia felicidad!

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Contemplemos, con los ojos corporales, esta escena en su viva y palpitante realidad y verdad. Un Niño, envuelto en pañales, reclinado sobre un pesebre; fuera de la ciudad, en un establo. A su lado, en sublime adoración y cumpliendo sus deberes de madre, la Virgen Santísima, que acaba de darlo a luz. Y con ambos, también en religioso silencio y en arrobada contemplación, el Buen San José.

¡Oh Noche de paz, oh santa Noche! Contemplemos al Niño, pobre, recostado sobre la dura paja, privado de toda comodidad, porque su propio pueblo, los de su misma familia no han querido darle alojamiento. Él vino a los suyos, pero los suyos no quisieron recibirle…

Contemplemos, ahora, con los ojos de la fe… En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios. Y el Verbo era Dios… Vida… Luz… Y el Verbo se hizo carne Y nosotros hemos contemplado su gloria, la gloria del Unigénito, del Padre, lleno de gracia y de verdad.

María se nos presenta hoy como la fúlgida puerta por la cual penetra el Hijo de Dios en el mundo, como Salvador, para abrirnos a todos las puertas del Paraíso. Ella ha concebido del Espíritu Santo. Lo que se ha engendrado en su seno, procede de Dios, no de un hombre.

Él, el concebido por la Virgen del Espíritu Santo, libertará a su pueblo de sus pecados. Acerquémonos a María, al sagrario en que Él está sentado como en su trono. Creamos… Esperemos… Supliquemos: Muéstranos, danos a Jesús, Fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!

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Navidad es la gran manifestación de la gloria del Señor. Esta gloria brilla con luz vivísima en su virginal Nacimiento, también en el júbilo de los Ángeles, pero asimismo en la pequeñez y debilidad del Niño… Gloria in excelsis Deo…

Este Niño es aquel de quien hablaron los Profetas del Antiguo Testamento, predestinado para ser el vencedor del pecado y de la muerte…, para ser el Rey del universo.

Al fin de los tiempos volverá a aparecer otra vez con toda la plenitud de su majestad y de su gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos. Entonces todos contemplarán su gloria…

Los impíos, contra su voluntad, tendrán que someterse a su poder…

Nosotros, entreguémonos desde ahora a Jesucristo, con una sincera, profunda y absoluta fe; confesemos que es Dios y Hombre, Salvador, Rey, Señor y Juez al mismo tiempo. Dejemos que brille en nuestra alma su gloria, la gloria del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

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Dios envió a su Hijo sujeto a la Ley…. Le envió, para salvar a los que permanecíamos bajo la Ley, y para hacernos sus hijos adoptivos. Navidad es el misterio del amor, de la sabiduría, de la justicia y de la misericordia divinas. Nosotros éramos esclavos, yacíamos aherrojados en cadenas y estábamos sujetos al ignominioso servicio del mundo, de la carne, de la sensualidad, del pecado, de Satanás.

Y ¿qué hace Dios? Envía a su propio y amado Hijo y le hace esclavo, para libertarnos a nosotros. Le sujeta a la ley humana del nacimiento y desarrollo corporales, a todas las necesidades y esclavitudes de nuestra existencia, a la ley del dolor y de la muerte, lo mismo que si fuera un pecador como nosotros. Le sujeta, sobre todo, a la Ley de Moisés, dada al pecador, al terco y caprichoso pueblo de Israel. Le ata, le encadena, le oprime bajo el peso de sus prescripciones.

Y Él, aunque es el Hijo de Dios, se somete voluntaria y gozosamente a la Ley, a la sujeción, a la esclavitud. Se hace esclavo, para libertarnos a nosotros de nuestra esclavitud. ¡Él, el Señor! ¿Quién hubiera podido imaginar canje parecido? ¿Quién iba a imaginarse este amor, esta generosidad del Verbo divino? Deja su trono de Rey celestial, y se encadena a una Ley que ha sido creada para hombres pecadores… Y esto lo hace, precisamente, para romper nuestras cadenas…

¿Hemos reflexionado bien sobre ello? Para salvarnos y hacernos sus hijos adoptivos… Es decir, para libertarnos completamente de nuestra esclavitud… No cabe libertad más perfecta, pues ella nos hace, además, participantes de la gloria del Hijo de Dios recién nacido.

Ha hecho todavía mucho más: nos ha levantado, nos ha sublimado a una nueva esfera, a un nuevo orden. A todos los que le recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.

¡He aquí una redención, una liberación como sólo el amor, la sabiduría y la omnipotencia de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pueden concebirla, decretarla y realizarla! ¡He aquí una humanidad nueva, creada por el Hijo de Dios encarnado, por el Niño de Navidad!

Este Niño, esclavo de la Ley, es, al mismo tiempo, el Rey universal. En sus tiernas manecitas sostiene un cetro: el cetro del mundo. El Hijo de Dios humanado se somete a la Ley para librarnos a nosotros de la esclavitud legal y para elevarnos, con su real y soberano poder, por encima de las leyes creadas para la naturaleza pecadora…, para llevarnos hasta el mundo de la luz, donde sólo reina su espíritu, el Espíritu Santo.

Aunque esclavo de la Ley, Cristo es superior a todas las leyes. Por eso, puede elevarnos a nosotros, por encima de la ley de la naturaleza pecadora, a la real libertad de los hijos de Dios, de la santa espiritualidad, de la unión divina.

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¡Hijos de Dios! Por el Santo Bautismo y por la Sagrada Comunión se renueva en nosotros lo mismo que se realiza eternamente en el seno de la Divinidad, donde el Padre engendra virginalmente a su Hijo Unigénito. Se repite lo que se realizó una vez en el portal de Belén, en el Jordán, sobre el Tabor, y aun todos los días y en todo momento en el Sagrario de nuestros templos, donde el Padre exclama: Hijo mío eres tú.

También a nosotros nos dice: Hijo mío eres tú. Nosotros hemos sido trasladados al reino del amado Hijo; hemos sido hechos partícipes del nombre, de la dignidad, de las riquezas, de los tesoros, de la herencia y de la alegría de su divino Hijo. Hemos sido hechos herederos de Dios y coherederos de Cristo, hermanos del Niño de Belén…

Él es Hijo de Dios por naturaleza y por nacimiento; nosotros lo somos por graciosa adopción del Padre.

¡Tal es el alegre mensaje que nos trae el Niño del pesebre!

En nosotros, hijos de Dios, vive y obra el Espíritu del divino Niño, del hijo de Dios, el Espíritu de Cristo, el mismo Espíritu que llena, anima y vivifica toda la existencia de Jesús.

Él nos impulsa también a nosotros a que, como Jesús y con Jesús, vayamos al Padre, nos entreguemos a Él y le hablemos con filial confianza, con filial veneración, con agradecido y filial amor.

¡Sepamos apreciar esta dignidad! ¡Sigamos fiel y constantemente a nuestro Hermano mayor! Marchemos con Él por el camino que Él nos ha señalado: por el camino de la obediencia hasta la muerte, por el camino de la entrega total al Padre, por el camino del amor a la pobreza, a la humildad, a la cruz.

Es el único camino que lleva al cielo.

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Arrodillémonos, pues, a los pies del pesebre, agradecidos, llenos de fe, en actitud de profunda adoración, y reflexionemos hondamente sobre el misterio de la humillación de Dios.

Demos gracias a Dios Padre, por su Hijo, en el Espíritu Santo, porque, por la mucha caridad con que nos amó, se compadeció de nosotros y, cuando estábamos muertos en el pecado, nos volvió a la vida en Cristo, haciéndonos en Él nuevas criaturas.

Despojémonos, pues, del hombre viejo, con todos sus actos. Hechos partícipes de la vida de Cristo, renunciemos a todas las obras de la carne.

¡Reconoce, oh cristiano, tu dignidad! Hecho consorte de la divina naturaleza, no quieras, con tus malas acciones, tornar a tu primitiva vileza. ¡Acuérdate de que eres miembro del Cuerpo Místico, cuya Cabeza es Cristo!

En la Iglesia, en los bautizados existe, como en Cristo, una doble vida. La que prevalece en Cristo es su vida divina. También en nosotros debe llevar el cetro la vida sobrenatural, la vida de la gracia, de la fe, de la divina esperanza, del santo amor a Dios, del amor a la pureza, a la obediencia y sumisión a Cristo.

Nuestra vida natural, humana, nuestra razón, nuestra voluntad, nuestras ambiciones, nuestros instintos, nuestras pasiones deben estar plenamente sometidas a nuestra vida divina; deben servirla como criados.

El ínfimo grado de esta vida sobrenatural vale infinitamente más que toda la ciencia, que todo el talento, que todas las honras y riquezas humanas… Es infinitamente más apreciable que la salud y que las fuerzas naturales.

Esto exige el cercenamiento radical de nuestro sentido mundano, de nuestra prudencia carnal, de todo deseo, de toda acción y de todo sentimiento puramente humano, egoísta.

El hombre nuevo debe resucitar en nosotros conforme al Hijo de Dios humanado: debe reproducir, debe continuar en sí mismo la vida divina, la vida de Cristo.

¡Oh vida cristiana, qué sublime eres!

Durante el día de hoy arrimémonos, silenciosos y llenos de profunda veneración, a María Santísima, a la Virgen Madre, y supliquémosle: ¡Danos, oh Virgen María, a Jesús, al Salvador!