SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO
Y Juan, al oír en su prisión las obras de Cristo, le envió a preguntar por medio de sus discípulos: “¿Eres Tú «el que ha de venir», o debemos esperar a otro?” Jesús les respondió y dijo: “Id y anunciad a Juan lo que oís y veis: Ciegos ven, cojos andan, leprosos son curados, sordos oyen, muertos resucitan, y pobres son evangelizados; ¡y bienaventurado el que no se escandalizare de Mí!” Y cuando ellos se retiraron, Jesús se puso a decir a las multitudes a propósito de Juan: “¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Acaso una caña sacudida por el viento? Y si no, ¿qué fuisteis a ver? ¿Un hombre ataviado con vestidos lujosos? Pero los que llevan vestidos lujosos están en las casas de los reyes. Entonces, ¿qué salisteis a ver?, ¿un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Éste es de quien está escrito: «He ahí que Yo envío a mi mensajero que te preceda, el cual preparará tu camino delante de ti».”
La sagrada liturgia nos presenta esta semana una impresionante personificación del Adviento: San Juan el Bautista. Aún entre cadenas, prosigue su labor de Precursor; trabaja por la causa de Jesús y se esfuerza por conducir a Él a todos los que ha logrado reunir en torno suyo. Por eso escoge a dos de ellos y los envía a Nuestro Señor. Éstos deberán interrogarle: “¿Eres Tú «el que ha de venir», o debemos esperar a otro?”
La pregunta equivalía a discernir si Jesús es el Cristo, el Mesías. ¡He aquí el gran interrogante de los discípulos de San Juan, del pueblo de Israel, de toda la humanidad! Y Jesús da su respuesta, clara, dictada por la plena conciencia de su divina misión: Sí, yo soy, responde, no con palabras, sino con obras; y agrega: “Id y anunciad a Juan lo que oís y veis”, como si les dijese: Todo lo que los Profetas han predicho sobre el Mesías prometido, yo lo hago. Así pues, juzgad por vosotros mismos si soy el Cristo anunciado, o si debéis esperar a otro.
Los cuestionamientos de los discípulos de San Juan Bautista y la respuesta de Nuestro Señor, no sólo no han perdido su actualidad, sino que ellos sirven de incentivo en los tiempos en que nos toca vivir… Tiempos apocalípticos…, escatológicos…; tiempos en que pululan falsos profetas…, en que un sinnúmero de pretendidas apariciones y revelaciones oscurecen aún más la situación…
Jesucristo es el que había venir…, y no es cuestión de esperar a otro… Vino; cumplió con su misión; regresó al Padre; y desde allí ha de volver para juzgar a los vivos y a los muertos… Por eso, distintos interrogantes se plantean hoy en día a los que esperan a Nuestro Señor y no a otro… La pregunta ya no gira en torno de la Persona de Nuestro adorable Redentor, que vendrá en Gloria y Majestad, sino alrededor de las circunstancias de su Parusía o Segunda Venida.
Ahora bien, la Epístola que se lee en la Misa de este día, tomada de la Carta de San Pablo a los Romanos, nos dice que todo lo que se ha escrito ha sido para nuestra instrucción; a fin de que por la paciencia y por la consolación que se saca de las Escrituras, conservemos una esperanza firme de ver la verificación de todo lo que se ha predicho.
La consolación que se saca de las Escrituras… Otro tanto debemos decir de la Tradición… En Ellas nos habla el mismo Dios, cuya Palabra es el fundamento inquebrantable de nuestra esperanza, porque está llena de promesas. Es en Ellas donde debemos buscar el fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza.
Pasemos, pues, a los interrogantes alrededor de las circunstancias de la Parusía o Segunda Venida de Nuestro Señor.
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San Juan Bautista mandó preguntar a Jesús: “¿Eres Tú «el que ha de venir», o debemos esperar a otro?”, y Él respondió por medio de los “signos anunciados por los Profetas”. Ahora bien, ¿se puede afirmar que habrá “señales” que permitan discernir la proximidad de la Parusía? ¡Sí!, ¡claro que sí! Concretizando, entre esos signos, ¿habrá algunos que den a conocer el estado de la Fe y la situación de la Iglesia en esos momentos? ¿Qué nos dicen la Sagrada Escritura y la Tradición al respecto?
Hay tres signos claros: una apostasía general, la conversión parcial de los judíos y un dominio universal de las dos Bestias, el Anticristo y el Falso Profeta.
Entre otros textos de la Sagrada Escritura, los principales son los siguientes (para no alargarme demasiado, salvo estricta necesidad, no transcribiré las citas):
II Tesalonicenses, II: 1-12
San Lucas, XVIII: 8
Profeta Daniel, II, VII y IX
Apocalipsis, XIII, XVII, XVIII y XIX
San Mateo, XXIV: 15-25
San Marcos XIII
San Lucas, XVII: 26-28; XXI
II San Pedro, III: 3-4
I Timoteo, IV: 1
II Timoteo, IV:3-4
San Judas, 17-23
I San Juan, II: 18-28
II San Juan: 7-11
Romanos, IX, X, especialmente XI: 11-32
I Corintios, X: 1-13:
Profeta Oseas, I: 10; III: 4-5
Profeta Malaquías, IV: 5-6.
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Abordando ya el tema propuesto, sabemos que Dios ha querido que los destinos de la Santa Iglesia de su divino Hijo fuesen trazados de antemano en las Sagradas Escrituras, como lo habían sido los de su Hijo mismo, con la diferencia de que los detalles de la Pasión de Nuestro Señor se encuentran consignados prolija y minuciosamente, mientras que los pormenores de la Pasión de la Iglesia no aparecen, contentándose con señalar la substancia de la misma.
Nos basta con saber que la Iglesia, como debe ser semejante en todo a Nuestro Señor, en los últimos tiempos sufrirá una prueba suprema que será una verdadera Pasión.
El tema del fin de los tiempos ha sido agitado desde el comienzo de la Iglesia. Sobre este punto, San Pablo había dado preciosas enseñanzas a los cristianos de Tesalónica; y como, a pesar de sus instrucciones orales, los espíritus seguían inquietos por causa de predicciones y rumores sin fundamento, les dirigió una segunda carta, muy grave, para calmar esas inquietudes.
Así, el fin de los tiempos no llegará sin que antes se revele un hombre espantosamente malvado e impío, que San Pablo califica llamándolo el hombre del pecado, el hijo de la perdición. Y éste, a su vez, no se manifestará sino después de una apostasía general, la que tendrá lugar después de la desaparición de un obstáculo providencial.
La apostasía a la que se refiere San Pablo no es una defección parcial; porque dice, de manera absoluta, la apostasía. Se trata, por lo tanto, de la apostasía en masa de las sociedades cristianas, que social y civilmente renegarán de su bautismo. Sólo esta apostasía hará posible la manifestación y la dominación del enemigo personal de Jesucristo, el Anticristo.
Respecto de esta apostasía en los últimos tiempos, los exégetas y los teólogos plantean cuestiones y responden a las objeciones que se suscitan. Por ejemplo, San Roberto Bellarmino decía que no hace falta que la nota de catolicidad esté siempre en todos los pueblos al mismo tiempo, sino que basta que sea sucesivamente; y que, aunque esté en una sola provincia, va a seguir siendo Católica de hecho. El Cardenal Billot responde que lo que dice San Roberto sólo puede darse en los últimos tiempos: “si esta opinión tiene algún fundamento, no sería otro sino aquél que se lee sobre los últimos tiempos y en la persecución del Anticristo”.
Según esto, las notas de la Iglesia (la catolicidad es una de las cuatro) son para los tiempos normales, y no para los últimos tiempos; en esos tiempos la Iglesia podría ser reducida a una sola provincia…
Esta apreciación queda respaldada por la autoridad de San Agustín, Doctor de la Iglesia que, al comentar las las señales que precederán a la Segunda Venida de Nuestro Señor, escribe al Obispo Hesiquio:
“Cuando se obscurezca el sol, y la luna no dé su fulgor, y las estrellas caigan del cielo, y las fuerzas de los cielos se estremezcan, la Iglesia no aparecerá (Ecclesia non apparebit). La perseguirán los impíos, sobremanera crueles, los cuales, desechado todo temor, sonriéndoles la felicidad del mundo, dirán: paz y seguridad. Entonces caerán las estrellas del cielo y se estremecerán sus fuerzas, porque muchos que parecían resplandecer por la gracia, se rendirán a los perseguidores, y caerán, e incluso se estremecerán los más seguros en la fe”.
Ecclesia non apparebit… La Iglesia no aparecerá, no será visible, estará eclipsada…
San Agustín no dice que la Iglesia dejará de existir; simplemente dice que ella se oscurecerá, a punto tal de no ser visible, de la misma manera que el sol o la luna se oscurecen durante un eclipse, y en su lugar aparece, se ve, otro astro. Sin embargo, mientras el astro eclipsado no se ve, no aparece, sigue existiendo igual que antes.
Esta interpretación de las palabras proféticas de nuestro Señor por parte del gran Doctor de Hipona es muy consoladora para nosotros en estos tiempos difíciles y confusos, pues confirma que la Iglesia puede estar eclipsada, pero, no por ello, dejar de existir…
Un siglo antes, San Victorino mártir, Obispo de Pettau, redactó un comentario sobre el capítulo XI del Apocalipsis. En él escribió, comentando el Día del Señor: “Esto sucederá en los últimos tiempos, cuando la Iglesia haya sido quitada de en medio”.
Por su parte, el Cardenal Manning nos asegura que “los Santos Padres, tanto de Oriente como de Occidente, tanto los griegos como los de la Iglesia latina, todos ellos por unanimidad, dicen que, durante el reinado del Anticristo, el Santo Sacrificio del Altar cesará; y que entonces la Iglesia se dispersará, será impulsada a ir al desierto, y será por un tiempo, como era en el principio, invisible, oculta en las catacumbas, las cuevas, las montañas, los escondrijos. Durante un tiempo será barrida, por así decirlo, de la faz de la tierra”.
Pues bien, Nuestro Señor Jesucristo vio declinar la fe en el mundo, contempló a las sociedades rechazar la fe como importuna, las vislumbró ponerse directamente bajo el poder del diablo y de sus satélites… y profetizó, mediante una acuciante e ineludible interpelación: Cuando viniere el Hijo del hombre, ¿os parece que hallará fe sobre la tierra?
El futuro gran Cardenal Pie, en noviembre de 1859, con ocasión de la solemnidad de la recepción de las reliquias de San Emiliano, se expresó de este modo:
“A medida que el mundo se aproxime de su término, los malvados y los seductores tendrán cada vez más la ventaja. No se encontrará casi ya la fe sobre la tierra, es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas las instituciones terrestres. Los mismos creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias. La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con Dios, dada por San Pablo como una señal precursora del final, irán consumándose de día en día. La Iglesia, sociedad ciertamente siempre visible, será llevada cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas. Finalmente, habrá para la Iglesia de la tierra como una verdadera derrota: «se dará a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos». La insolencia del mal llegará a su cima”.
Recordemos el comentario de Monseñor Straubinger respecto del Libro del Apocalipsis: “Llama la atención de los expositores el hecho de que, no obstante la coincidencia de la escatología apocalíptica con la del Evangelio y de las Epístolas, y haber escrito San Juan 30 años más tarde, no haya referencias expresas al Nuevo Testamento ni a las instituciones eclesiásticas nacidas de él, ni a los presbíteros, obispos o diáconos de la Iglesia, cosa que confirma sin duda su carácter estrictamente escatológico”.
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San Pablo Apóstol habla de un obstáculo que se opone a la aparición del hombre de pecado: Sólo falta que el que lo detiene ahora, dice, desaparezca de en medio.
Por este obstáculo que detiene, los más antiguos Padres griegos y latinos entendieron casi unánimemente el Imperio Romano. Por consiguiente, explican a San Pablo del siguiente modo: Mientras subsista el Imperio Romano, el Anticristo no aparecerá.
Santo Tomás comenta de este modo: “Entiéndase la apostasía o separación del Imperio Romano, al que todo el mundo estaba sometido. Mas ¿cómo puede ser esto, siendo ya pasadas muchas centurias desde que los Gentiles se apartaron del Imperio Romano y, eso no obstante, no ha venido aún el Anticristo? Digamos que el Imperio Romano aún sigue en pie, mas mudada su condición de temporal en espiritual, como dice San León Papa en un sermón sobre los Apóstoles. Por consiguiente, la separación del Imperio Romano ha de entenderse, no sólo en el orden temporal, sino también en el espiritual, es a saber, de la fe católica de la Iglesia Romana. Y ésta es una señal muy a propósito, porque, así como Cristo vino cuando el Imperio Romano señoreaba sobre todas las naciones, así por el contrario la señal del Anticristo es la separación de él o apostasía”.
Resumiendo, Santo Tomás enseña que antes de la manifestación y la dominación del Anticristo se dará la apostasía de la fe católica de la Iglesia Romana, que todo el mundo recibirá.
Para quienes Monseñor Lefebvre es un argumento de autoridad, sabemos que en octubre de 1987 él escribió: “Hemos llegado, yo pienso, al tiempo de las tinieblas. Debemos releer la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, que nos anuncia y nos describe, sin indicación de duración, la llegada de la apostasía y de una cierta destrucción. Es necesario que un obstáculo desparezca. Los Padres de la Iglesia han pensado que el obstáculo era el imperio romano. Ahora bien, el imperio romano ha sido disuelto y el Anticristo no ha venido. No se trata, pues, del poder temporal de Roma, sino del poder romano espiritual, el que ha sucedido al poder romano temporal. Para Santo Tomás de Aquino se trata del poder romano espiritual, que no es otro que el poder del Papa. Yo pienso que verdaderamente vivimos el tiempo de la preparación a la venida del Anticristo. Es la apostasía, es el desmoronamiento de Nuestro Señor Jesucristo, la nivelación de la Iglesia en igualdad con las falsas religiones”.
Y poco antes, en una de las Conferencias durante el Retiro Sacerdotal, el 4 de septiembre de 1987, expresó: “Roma ha perdido la fe, mis queridos amigos. Roma está en la apostasía. Estas no son simples palabras, no son palabras vacías las que digo. Es la verdad. Roma está en la apostasía. Ya no podemos tener confianza en ese mundo, salió de la Iglesia, salieron de la Iglesia, salen de la Iglesia. Es seguro, seguro, seguro”.
Por lo tanto, este desprecio de la verdad tendrá como consecuencia la revelación del hombre de pecado. Y por él se producirá una seducción de iniquidad, una eficacia de error, como anuncia San Pablo, que castigará a los hombres por haber rechazado y odiado la Verdad: “por no haber aceptado el amor de la verdad a fin de salvarse, Dios les enviará una eficacia de error, con que crean a la mentira”.
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Comenzará entonces una crisis terrible para la Iglesia de Dios, pues el Anticristo, después de llegar a la cumbre del poder, hará la guerra a los santos y prevalecerá contra ellos.
Monseñor Lefebvre dijo en su Homilía del 29 de junio de 1987: “Roma está en las tinieblas del error. Nos es imposible negarlo. No es un combate humano. Estamos en la lucha con Satanás. Debemos ser conscientes de este combate dramático, apocalíptico en el cual vivimos y no minimizarlo. En la medida en que lo minimizamos, nuestro ardor para el combate disminuye. Nos volvemos más débiles y no nos atrevemos a declarar más la Verdad. La apostasía anunciada por la Escritura llega. La llegada del Anticristo se acerca. Es de una evidente claridad”.
Y en su Sermón del 19 de noviembre de 1989 insistió: “Sabemos muy bien que el objetivo de las sectas masónicas es la creación de un gobierno mundial con los ideales masónicos, es decir los derechos del hombre, la igualdad, la fraternidad y la libertad, comprendidas en un sentido anticristiano, contra Nuestro Señor. Esos ideales serían defendidos por un gobierno mundial que establecería una especie de socialismo para uso de todos los países y, a continuación, un congreso de las religiones, que las abarcaría a todas, incluida la católica, y que estaría al servicio del gobierno mundial, como los ortodoxos rusos están al servicio del gobierno de los Soviets. Habría dos congresos: el político universal, que dirigiría el mundo; y el congreso de las religiones, que iría en socorro de este gobierno mundial, y que estaría, evidentemente, a sueldo de este gobierno”.
Las Santas Escrituras, que entran en tantos detalles sobre el hombre del pecado, el Anticristo, nos dan a conocer a un agente misterioso de seducción, que le someterá la tierra. Este agente, a la vez uno y múltiple, es, según San Gregorio Magno, una especie de cuerpo docente que propagará por todas partes las doctrinas perversas de la Revolución.
A estos doctores impíos les damos, con San Gregorio Magno, el nombre de predicadores del Anticristo. Tendrán la apariencia del Cordero; simularán las máximas evangélicas de paz, de concordia, de libertad, de fraternidad humana; pero, bajo estas apariencias, propagarán el ateísmo más desvergonzado. Tendrán la apariencia del Cordero; se presentarán como agentes de persuasión, respetuosos hacia todas las conciencias; pero luego harán morir en los tormentos a quienes se nieguen a escucharlos.
Obligarán a todos los hombres, bajo pena de muerte, a adorar la imagen del Anticristo. Los obligarán a llevar, en la mano derecha o en la frente, el número de la Bestia. Y todo el que no tenga este número, no podrá ni comprar ni vender, se encontrará, por este solo hecho, fuera de la ley, fuera de la sociedad y merecedor de muerte.
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San Gregorio Magno, en sus luminosos comentarios sobre Job, abre las más profundas perspectivas sobre toda la historia de la Iglesia. Ésta, dice muchas veces el gran Papa, hacia el término de su peregrinación, será privada de todo poder temporal; incluso se tratará de quitarle todo punto de apoyo sobre la tierra. Pero va más lejos, y declara que será despojada del brillo mismo que proviene de los dones sobrenaturales: “Se retirará el poder de los milagros, será quitada la gracia de las curaciones, desaparecerá la profecía, se callarán las enseñanzas de la doctrina. En ese estado humillado de la Iglesia crecerá la recompensa de los buenos, que se aferrarán a ella únicamente con miras a los bienes celestiales”.
A pesar del espantoso escándalo de esos tiempos de perdición, no hay que pensar que los pequeños y los débiles necesariamente se perderán. El camino de salvación seguirá estando abierto, y la salvación será posible para todos. La Iglesia tendrá medios de preservación proporcionados a la magnitud del peligro.
Las Escrituras no nos dan ninguna indicación sobre esos medios de preservación; mas nosotros podemos formular sin temeridad algunas conjeturas.
La Iglesia se acordará del aviso dado por Nuestro Señor para los tiempos de la toma y destrucción de Jerusalén, y aplicable, según el parecer de los intérpretes, a la última persecución: “Cuando viereis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, estar en el lugar santo (¡el que lee, entienda!), entonces los que estén en la Judea huyan a los montes”.
Pensemos en lo sucedido en las luchas de los vandeanos, cristeros y católicos españoles…; no olvidemos los mártires de la iglesia del silencio durante el régimen diabólico bolchevique…
En conformidad con estas instrucciones del Salvador, la Iglesia salvará a los pequeños de su rebaño por medio de la fuga; Ella les preparará refugios inaccesibles, donde los colmillos de la Bestia no los alcanzarán.
Jamás se habrá visto al mal tan desencadenado; y al mismo tiempo más contenido en la mano de Dios. La Iglesia, como Nuestro Señor, será entregada sin defensa a los verdugos que la crucificarán en todos sus miembros; pero no se les permitirá romperle los huesos, que son los elegidos, como tampoco se les permitió romper los del Cordero Pascual extendido sobre la cruz.
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Pues bien, en estos mismos tiempos resulta inútil pretender disimular que el Señor permite que su Iglesia sea sometida a una dura prueba. Son innumerables los hechos que hacen tocar con el dedo, sean las carencias de la autoridad jerárquica, sea el poder asombroso de las autoridades paralelas, sean los sacrilegios en el culto, sean las herejías y blasfemias en la ideológica enseñanza…
La falsa iglesia, que se presenta entre nosotros desde el curioso concilio Vaticano II como la iglesia oficial, se aparta sensiblemente, año tras año, de la Iglesia fundada por Jesucristo.
La falsa iglesia post-conciliar se opone cada vez más a la Santa Iglesia.
Por las innovaciones más extrañas, tanto en la constitución jerárquica como en la enseñanza, tanto en el culto como en las costumbres, la pseudo-iglesia-oficializada se opone cada vez más a la Iglesia verdadera, la Iglesia de Cristo, la Iglesia Católica.
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En aquellos últimos tiempos tendrá lugar la conversión de los judíos, presentada como fruto de la predicación del Profeta Elías.
Por una inversión misteriosa, la raza elegida, la raza bendita entre todas, mereció ser reprobada. Su desaprobación, sin embargo, no es definitiva. Después de haber quedado durante largo tiempo sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin altar, los hijos de Israel buscarán al Señor su Dios; y eso se hará al fin de los tiempos.
San Pablo ve en la reprobación de los judíos la causa ocasional de la vocación de los Gentiles. Luego añade: “No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio: el endurecimiento ha venido sobre una parte de Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado; y de esta manera todo Israel será salvo”.
La plenitud de los gentiles significa un número prodigioso de gentiles que Dios ha resuelto llamar a la fe antes de la conversión de los judíos, con lo cual terminará lo que Jesús llama el tiempo de los gentiles, es decir, los siglos destinados para su conversión llegarán a su fin y entonces habrá sonado la hora para los judíos.
La impresión que dejan los capítulos X y XI de la Carta de San Pablo a los Romanos es la de que, aparte un pequeño resto, Dios ha rechazado al pueblo judío incrédulo y rebelde, buscándose otro, compuesto en su mayoría de gentiles.
Como había peligro de engreimiento por parte de los gentiles, con desprecio hacia los judíos, el Apóstol presenta una exposición completa del problema, poniendo las cosas en su punto y ofreciéndonos una visión de conjunto del maravilloso plan divino.
Su razonamiento es el siguiente: Dios no ha rechazado a su pueblo, pues muchos judíos han abrazado la fe, y si otros se han endurecido en su incredulidad, ese endurecimiento no es definitivo, sino que entra en los planes de Dios en orden a facilitar la conversión de los gentiles. De este modo, una vez que haya entrado en la Iglesia la plenitud de las naciones, también Israel se convertirá.
Breve, pero terminantemente, San Jerónimo sentencia: “Por el delito de los judíos la salud pasó a los gentiles; por la incredulidad de los gentiles volverá a los judíos”.
Es necesario leer y meditar la enseñanza de San Pablo en su Primera Carta a los Corintios, X: 1-13, donde el adjetivo todos se repite cinco veces para acentuar que, aunque todo Israel recibió aquellas bendiciones, sólo un pequeño número entró en la tierra prometida:
“No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos debajo de la nube, y todos pasaron por el mar; y todos en orden a Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar; y todos comieron el mismo manjar espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual, puesto que bebían de una piedra espiritual que les iba siguiendo, y la piedra era Cristo. Con todo, la mayor parte de ellos no agradó a Dios, pues fueron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron como figuras para nosotros; a fin de que no codiciemos lo malo como ellos codiciaron. No seáis, pues, idólatras, como algunos de ellos, según está escrito: «Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantaron para danzar». No cometamos, pues, fornicación, como algunos de ellos la cometieron y cayeron en un solo día veintitrés mil. No tentemos, pues, al Señor, como algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. No murmuréis, pues, como algunos de ellos murmuraron y perecieron a manos del Exterminador. Todo esto les sucedió a ellos en figura, y fue escrito para amonestación de nosotros, para quienes ha venido el fin de las edades”.
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Concluyamos:
Podemos preguntarnos por qué los escritores sagrados han descrito tan minuciosamente las peripecias de este drama, cuando sólo ocupará algunos pocos años.
Es que será la conclusión de toda la historia de la Iglesia y del género humano; y hará resaltar, con un brillo supremo, el carácter divino de la Iglesia.
Por otra parte, todas estas profecías tienen el fin incontestable de fortalecer el alma de los fieles creyentes en los días de la gran prueba. Todas las sacudidas, todos los miedos, todas las seducciones que entonces los asaltarán, puesto que han sido predichos con tanta exactitud, formarán entonces otros tantos argumentos en favor de la fe combatida y proscrita. La fe se afianzará en ellos, precisamente por medio de lo que debería destruirla.
Pero nosotros mismos tenemos que sacar abundantes frutos de la consideración de estos acontecimientos extraños y temibles. Después de haber hablado de ellos, Nuestro Señor dijo a sus discípulos: “Velad, pues, orando en todo tiempo, a fin de merecer el evitar todos estos males venideros, y manteneros en pie ante el Hijo del hombre”.
Tengamos bien en cuenta que “todo esto fue escrito para amonestación de nosotros, para quienes ha venido el fin de las edades”…
Así, pues, el anuncio de estos acontecimientos es un solemne aviso al mundo: “Velad y orad para no caer en la tentación”. No sabéis cuándo sucederán estas cosas: velad y orad, para que no os tomen por sorpresa. Sabéis que desde ahora la seducción opera en las almas, que el misterio de iniquidad realiza su obra, que la fe es reputada como un oprobio; velad y orad, para conservar la fe. Llegó la hora de la noche, la hora del poder de las tinieblas: velad para que vuestra lámpara no se apague, orad para que el torpor y el sueño no os venzan.
Más bien levantad vuestras cabezas al Cielo; porque la hora de la redención se acerca, porque las primeras luces del alba ya clarean las tinieblas de la noche…
“¿Eres Tú «el que ha de venir», o debemos esperar a otro?” Jesús les respondió y dijo: “Id y anunciad a Juan lo que oís y veis”…
Nota: Debido a la importancia del tema y para no extender aún más el texto, el mismo tendrá un Complemento, que lleva por título: Aplicación de una conocida semejanza.