Padre Juan Carlos Ceriani: PRIMER DOMINGO DE PASCUA

 

PRIMER DOMINGO DE PASCUA

Desde el comienzo, el Libro del Apocalipsis se expresa en términos claros y firmes:

Bienaventurado el que lee y los que escuchan las palabras de esta profecía y guardan las cosas escritas en ella, pues el momento está cerca.

A causa de la bienaventuranza aquí expresada, el escrito de San Juan, juntamente con el Evangelio, era en tiempos de fe viva un libro de cabecera de los cristianos.

La Santa Liturgia lo pone en los labios y el corazón de los sacerdotes y religiosos, obligados al rezo del Santo Oficio, durante la tercera semana de Pascua.

Para formarse una idea de la veneración en que era tenido por la Iglesia, bastará saber lo que el IV Concilio de Toledo ordenó en el año 633: «La autoridad de muchos concilios y los decretos sinodales de los santos Pontífices romanos prescriben que el Libro del Apocalipsis es de Juan el Evangelista, y determinaron que debe ser recibido entre los Libros divinos; pero muchos son los que no aceptan su autoridad y tienen a menos predicarlo en la Iglesia de Dios. Si alguno, desde hoy en adelante, o no lo reconociera, o no lo predicara en la Iglesia durante el tiempo de las Misas, desde Pascua a Pentecostés, tendrá sentencia de excomunión».

Por lo dicho, y tal como lo hice en 2013, durante los cinco Domingos de Pascua de este año predicaré sobre este Libro Canónico.

Como podrá comprobarse, mi finalidad al hacerlo es mostrar que el Apocalipsis, lejos de ser un libro aterrador, ofrece una literatura consoladora, que confirma nuestra Esperanza en la Fe y la Caridad.

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La Segunda Parte del Apocalipsis trata sobre las visiones proféticas, que comenzarán en el capítulo sexto con la apertura de los Sellos; y abarca casi todo el cuerpo del libro, del capítulo cuarto al vigesimosegundo.

La idea central de esta Segunda Parte es el misterio del Reino de Dios, que se manifestará al toque de la Séptima Trompeta.

Cuando comienza a realizarse este misterio, el diablo prepara una gran persecución, que terminará con el juicio de los perseguidores y la venida del Reino de mil años; acabado el cual, el diablo vuelve de nuevo a hacer la guerra a los Santos; pero es vencido por Cristo, y entonces tiene lugar el Juicio Final y las Bodas del Cordero.

El Profeta nos presenta, primeramente, en los capítulos cuatro y cinco, el escenario, o sea la Corte del Cielo, desde donde Dios Padre y el Cordero Redentor dominan todos los sucesos de la historia.

San Juan, antes de comenzar a hablar de las cosas futuras, tiene, pues, una visión, en la cual ve el Cielo; y allí ve un trono sobre el cual estaba sentado el Señor omnipotente, rodeado de toda su Corte Celeste. Después ve también en el mismo Cielo al Cordero Redentor, que toma en su mano la guía de la historia, que va a ser revelada a Juan.

Antes o después de las pruebas y de las sanciones, casi siempre tiene lugar una visión para reconfortar. Esto sólo bastaría para infundir confianza, robustecer nuestra esperanza y animarnos en el combate que debemos sostener en la Inhóspita Trinchera.

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La visión del Dios Omnipotente y su Corte nos hace ver el trono de la majestad divina, el lugar de las decisiones divinas. Contemplemos este magnífico cuadro, rebosante de esplendor.

La segunda visión que tuvo San Juan se abre, pues, con «la gloria de Dios», o sea el Trono de la Deidad rodeado de símbolos mayestáticos.

El escenario terrenal ahora cambia a un escenario celestial; porque, para poder entender la profecía, uno necesita la perspectiva divina, ver los acontecimientos tal como Dios los ve…

Esta visión constituye como un prólogo o introducción para el resto del libro; y ella permanece como trasfondo durante todo el curso de la profecía, marcando su carácter: son los sucesos del mundo a la luz del gobierno divino.

Antes de presenciar en las visiones los terribles juicios venideros que acontecerían en la tierra, era necesario que San Juan vislumbrara el trono de Dios en el Cielo; él necesitaba (y nosotros también) una perspectiva celestial para poder soportar las escenas devastadoras que habían de sucederse.

Este es el objeto central de todo el libro, es el fondo de toda la acción que toma lugar en la tierra y en el Cielo. El propósito de mostrar un Trono es declarar que habrá un Juicio.

El libro empieza y termina con un trono. Pronto, este Trono Celestial va a sacudir los inestables poderes terrenales; como dice el Profeta Daniel, desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre.

El Trono de Dios es, no lo olvidemos, el punto central alrededor del cual giran todos los pormenores de las visiones. Es el origen de toda autoridad y poder.

San Juan es transportado en espíritu al Cielo, en donde permanecerá hasta el capítulo diez; allí contemplará las cosas celestiales y el anuncio de los sucesos futuros que tendrán lugar sobre la tierra.

Pero antes de entrar oye una voz, la voz de Cristo revelador que aquí va a hacer de guía de Juan. Hasta ese momento, Jesucristo le ha mostrado cosas que son; de ahora en adelante le va a mostrar las cosas que han de acaecer en el futuro. Estas serán de gran importancia para la Iglesia y para el mundo. Por eso, el vidente de Patmos ha de poner la mayor atención posible a lo que viere y oyere:

Después de estas cosas tuve una visión, y vi una puerta abierta en el cielo, y la voz, aquella primera que había oído como de trompeta, me hablaba y decía: Sube acá y te mostraré las cosas que han de acaecer después de éstas.

Al entrar en el Cielo, lo primero que ve Juan es un trono, y a uno que está sentado en ese trono:

Al instante fui arrebatado en espíritu y vi un trono erigido en el cielo, y Uno sentado en el trono. El que estaba sentado era de aspecto semejante al jaspe y al sardónico; y un arco iris alrededor del trono, de aspecto semejante a la esmeralda.

La descripción que nos ofrece San Juan de la corte de Dios recuerda las visiones de los Profetas Isaías, Ezequiel y Daniel; es relativamente sobria y llena de grandeza y de significación. Dios aparece como el Señor del universo y de los siglos.

En el Cielo, desde donde son dirigidos todos los sucesos del universo, Juan verá cómo el Señor Dios omnipotente confiere al Cordero el poder de su reino.

Sin embargo, San Juan evita el nombrar y el describir en forma humana a Aquél que está sentado sobre el trono, el cual habita en una luz inaccesible, y al que nadie ha visto ni puede ver. El autor sagrado tiene conciencia de ver solamente figuras de realidades invisibles.

San Juan trata de explicar la belleza de aquel Ser. Lo que el Apóstol describe no es a Dios mismo, sino su fulgor, su esplendor, porque a Él no se le puede describir. En la visión se le representa como rodeado de lustre resplandeciente, simbolizando la santidad de Dios.

San Juan, para indicar misteriosamente la divina presencia, recurre al resplandor de piedras preciosas y del arco iris.

Le rodea un arco iris, como una aureola luminosa, indicando que Él es misericordioso aun en medio del juicio. Aunque Él va a purificar al mundo por medio de los terribles azotes de la tribulación, no lo va a destruir, sino que va a prepararlo para la venida de su Hijo.

En el Génesis, el arco iris aparece después del diluvio universal; pero en el Apocalipsis aparece antes de una tempestad, para asegurar a todos que el juicio está bajo el absoluto control de Aquel que se ha dispuesto a juzgar al mundo rebelde.

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Los reyes de la tierra solían tener un consejo de ancianos que les asistían en el gobierno del reino. Pues bien, al Rey del Cielo y de la tierra no le podía faltar este elemento de ornato —aunque en realidad, como Dios sapientísimo, no necesite de su consejo— para dar realce a la majestad de su corte. Los veinticuatro ancianos forman como un senado de honor que rodea el trono de Dios:

Vi veinticuatro tronos alrededor del trono, y sentados en los tronos a veinticuatro Ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro sobre sus cabezas.

Se discute entre los autores quiénes sean estos ancianos. Para unos, serían hombres glorificados o Santos del Antiguo Testamento. Para otros, habría que identificarlos con los doce Patriarcas y los doce Apóstoles, que simbolizarían al Antiguo y Nuevo Testamento, los representantes y reyes de la historia religiosa del mundo. Otros ven en el número veinticuatro un número simbólico, que estaría inspirado en las veinticuatro clases sacerdotales que servían en el templo.

Sin embargo, teniendo en cuenta que en esta primera parte de la visión Dios se presenta simplemente como Creador, parecería más conforme con el contexto ver en los veinticuatro ancianos Ángeles a quienes Dios ha confiado el gobierno de los tiempos.

Están sentados en sus tronos, vestidos de blanco y con una corona de oro sobre sus cabezas. Todo esto simboliza su poder y su gran dignidad. Las vestiduras blancas significan el triunfo y la pureza. Las coronas simbolizan su autoridad y la parte que toman en el gobierno del mundo. Son ancianos por su gobierno secular. Se los verá asociarse sin cesar a los sucesos de la tierra y al progreso del Reino de Dios.

No sólo los veinticuatro ancianos dan realce a la majestad de Dios, sino que también la naturaleza contribuye a esto con truenos y relámpagos, como en la teofanía del Sinaí:

Del trono salían relámpagos, voces y truenos; delante del trono había siete lámparas de fuego encendidas, que son los siete Espíritus de Dios. Delante del trono como un mar de vidrio, semejante al cristal.

Los truenos y relámpagos son la imagen tradicional de la voz y de la acción ad extra de Dios, sobre todo en las teofanías. Simbolizan, al mismo tiempo, el poder terrible que Dios tiene, y que manifestará castigando a los transgresores de su ley y a sus enemigos.

Las siete lámparas de fuego, que son los siete espíritus de Dios, son expresiones para designar al Espíritu Santo. De este modo, San Juan contempla a la Trinidad beatísima: junto al Padre, sentado sobre el trono, están Jesucristo, el Cordero, y el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es único, pero se presenta como múltiple por la abundancia de sus dones. Las siete lámparas y los siete espíritus simbolizan los siete Dones del Espíritu Santo, que comunica a los hombres y por medio de ellos se da a conocer.

Delante del trono ve el profeta como un mar de vidrio semejante al cristal. Es evidentemente el firmamento tal como lo imagina la literatura apocalíptica: el mar sobre el firmamento forma como el alfombrado del templo celeste sobre el cual reposa el trono de Dios; y este asombroso alfombrado del Cielo es como de vidrio, material muy estimado en la antigüedad.

El mar de vidrio produce un fuerte reflejo de la gloria de Dios. Este mar celestial no está agitado, ni turbio, todo lo contario, indica solidez, transparencia, estabilidad, tanto de la santidad de Dios, que nunca cambia, como la de sus juicios.

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San Juan ve, además, en medio del trono y en rededor de él cuatro vivientes:

En medio del trono, y en torno al trono, cuatro Vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primer Viviente era semejante a un león; el segundo Viviente, semejante a un becerro; el tercer Viviente con rostro como de hombre; el cuarto viviente semejante a un águila que vuela. Los cuatro Vivientes tienen cada uno seis alas, están llenos de ojos todo alrededor y por dentro, y repiten sin descanso día y noche: Santo, Santo, Santo, el Señor Dios, el Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir.

Cada uno estaría colocado al pie de cada una de las cuatro caras del trono, mirando hacia los cuatro puntos cardinales.

Estos cuatro vivientes del Apocalipsis representan los cuatro reyes del reino animal: el león, rey de las fieras; el toro, rey de los ganados; el águila, rey de las aves, y el hombre, rey de la creación. La figura debajo la cual se exhiben sugiere que representan lo que hay de más noble, de más fuerte, de más sabio y de más rápido en el conjunto de la creación.

La tradición cristiana se ha servido de estos cuatro vivientes, que sostienen y transportan el trono de Dios para simbolizar a los cuatro Evangelistas, que forman la cuadriga de Jesucristo.

San Mateo es designado por el hombre, por empezar su evangelio con la genealogía humana de Cristo.

San Marcos es representado por el león, ya que empieza su evangelio con aquella frase: «Voz de quien grita en el desierto»; y en el desierto es el león el que ruge.

San Lucas es simbolizado por el toro, porque su evangelio empieza con la historia del sacerdote Zacarías. Y el sacerdote del Antiguo Testamento era el que sacrificaba los toros para los sacrificios del templo de Jerusalén.

San Juan es significado por el águila. La razón de esto está en que desde el prólogo de su Evangelio se remonta con vuelo de águila hasta las alturas de la misma Divinidad.

Los Vivientes aparecen como seres celestiales, semejantes a aquellos que vieron los Profetas como Serafines y Querubines. Los innumerables ojos significan su sabiduría; las alas la prontitud con que cumplen la voluntad de Dios.

Los cuatro Vivientes estaban llenos de ojos por delante y por detrás. Los ojos son para ver, luego estos vivientes deben de tener algún oficio en el gobierno del mundo; el número cuatro responde a las cuatro partes del mundo, como sucede frecuentemente en el Apocalipsis. Además, todo el contexto nos inclina a creer que los cuatro vivientes son seres de los cuales Dios se sirve para el gobierno de la creación y que le dan gloria en nombre de ella.

Los cuatro vivientes tienen seis alas, como los serafines de Isaías; y, de igual modo que estos, no cesan ni de día ni de noche de ensalzar la santidad del Señor Dios todopoderoso.

Repiten sin descanso día y noche: Santo, Santo, Santo…

Aquí se encuentra la primera de veinte alabanzas proclamadas por distintos grupos angélicos durante el desarrollo de la profecía.

La triple aclamación a la Santidad Divina —el Trisagio— quiere poner de relieve la trascendencia divina, separada de todo lo contaminado y de toda maldad. La triple repetición de Santo es una manera de expresar el superlativo, muy propia de la lengua hebrea. Santo, Santo, Santo equivale, por lo tanto, a santísimo o supersantísimo.

Los misteriosos vivientes aclaman, pues, la Santidad de Dios y, al mismo tiempo, su omnipotencia y eternidad. Por eso no cesaban de repetir: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios todopoderoso, el que era, el que es y el que viene.

Tenemos aquí una magnífica alabanza a la divinidad, a la omnipotencia y a la eternidad de Dios. A ella corresponde el Sanctus que nosotros cantamos en la Santa Misa, pues la Liturgia de la Iglesia es, en efecto, una participación terrestre de la Liturgia Celeste.

Y cada vez que los Vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono y vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro Ancianos se postran ante el que está sentado en el trono y adoran al que vive por los siglos de los siglos, y deponen sus coronas delante del trono diciendo: Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado todas las cosas; por tu voluntad tuvieron ser y fueron creadas.

Las coronas simbolizan el poder de gobernar el mundo; el deponerlas es un signo de sumisión y vasallaje.

A estos signos de respeto y adoración añaden los ancianos su propio himno litúrgico: Digno eres, Señor, de recibir la gloria, el honor y el poder…

Esta doxología desarrolla el tema de la gloria de Dios en las obras de la creación. Dios es digno de que le alabemos, porque posee todas las perfecciones posibles y su bondad se extiende al universo entero. Ha creado todas las cosas y por su voluntad existen, de ahí que sea justo que le den gloria y honor y reconozcan su dominio soberano sobre toda la creación.

En resumen, la creación entera aclama al Dios creador y conservador de todas las cosas.

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En el capítulo séptimo del Profeta Daniel se ve establecerse este mismo Consejo o Tribunal para los mismos fines.

¿Qué vio el Profeta Daniel en los tiempos de la mayor prepotencia de la cuarta bestia, es decir, en los tiempos en que el Anticristo hacía en el mundo impunemente los mayores estragos, en que perseguía furiosamente al verdadero cristianismo, a los Santos y los vencía?

Lo que vio fue, que se pusieron tronos como para jueces, que iban luego a juzgar aquella causa, y poner el remedio más pronto y oportuno a tantos males, dando inmediatamente la sentencia final, cuya ejecución se le mostró también al Profeta.

La sentencia fue esta: que la cuarta bestia y todo lo que en ella se comprende, muriese con muerte violenta, sin remedio ni apelación; que su cuerpo (no ciertamente físico, sino moral, compuesto de innumerables individuos) se disolviese del todo, pereciese todo, y fuese todo entregado a las llamas.

Que a las otras tres bestias, cuyos individuos no se habían agregado a la cuarta, y hecho un cuerpo con ella, se les quitase solamente la potestad, que hasta entonces habían tenido, mas no la vida, concediéndoles aún algún espacio.

Dada esta sentencia irrevocable y antes de su ejecución, dice el Profeta Daniel que vio venir en las nubes del cielo una persona admirable, que parecía Hijo de Hombre —Jesucristo Redentor, el Cordero inmolado por los pecados del mundo—, el cual, entrando en aquella venerable asamblea, se avanzó hasta el mismo trono de Dios, ante cuya presencia fue presentado, y allí recibió solemnemente de mano de Dios mismo la potestad, el honor y el reino; y que, en consecuencia de esta investidura, le servirán en adelante todos los pueblos, tribus y lenguas, como a su único y legítimo soberano.

Todo esto, que allí se anuncia con tanta claridad, se verificará alguna vez…

Dios mediante, lo contemplaremos el próximo Domingo, Segundo de Pascua, Domingo del Buen Pastor, de Jesucristo Redentor, el Cordero inmolado por los pecados del mundo…

Mientras tanto, recordemos lo que reza el Prefacio de Pascua:

En verdad es digno y justo, equitativo y saludable que, en todo tiempo, Señor, te alabemos, pero principalmente con mayor magnificencia en este tiempo glorioso en que Jesucristo, nuestra Pascua, fue inmolado. Porque Él es el verdadero Cordero que ha quitado los pecados del mundo. El cual muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando reparó nuestra vida.