II. SOBRE LA OREJA SAJADA DE MALCO, LA FUGA DE LOS DISCÍPULOS Y LA CAPTURA
DE CRISTO
La fuga de los discípulos
Fácilmente se ve en este pasaje qué difícil es la virtud de la paciencia. Muchos son los que pueden enfrentarse con valentía a una muerte cierta con la condición de que puedan devolver los golpes de los atacantes, dando rienda suelta a sus pasiones e hiriendo al enemigo. Mas sufrir sin lo que pudiera ser el alivio de una posible venganza, arrostrar la muerte con tal paciencia que no sólo no se devuelvan los golpes, sino que ni si-quiera se rechacen con palabras airadas, es, os lo aseguro, tal cumbre sublime de heroica virtud que ni los Apóstoles tuvieron fuerzas para ascenderla. Fueron, ciertamente, admirables en su promesa de ir a la muerte con Cristo antes que abandonarle; y la mantuvieron, en algún sentido, porque estaban dispuestos a morir con la condición de que pudieran morir peleando. Así lo mostró Pedro con obras al golpear a Maleo. Pero cuando nuestro Señor les negó el primero para luchar y defenderse, «le abandonaron todos y huyeron».
Alguna vez me he preguntado si, cuando Cristo dejó de orar y fue a donde estaban los Apóstoles, encontrándolos dormidos, se dirigió a ambos grupos o sólo a aquellos Apóstoles que Él había deseado estuviesen más cerca suyo. Al considerar ahora las palabras del evangelista, «Todos le abandonaron y huyeron», ya no dudo de que todos por igual se durmieron. Despiertos y rezando deberían haber estado para no caer en la tentación, como Cristo les mandó; y, al dormirse, dieron una oportunidad al tentador de debilitar sus voluntades con una atolondrada modorra que les inclinó más a buscar los extremos, luchar o huir, que a soportarlo todo con paciencia. Por esta razón le abandonaron todos y huyeron, cumpliéndose la palabra de Cristo: «Esta noche todos os escandalizaréis de mí», y también lo que predijo el profeta: […]* «Heriré al pastor y se descarriarán las ovejas».
«Le seguía un joven, envuelto solamente con un lienzo sobre su cuerpo, y desprendiéndose de él, escapó desnudo». Quién era este adolescente es algo que nunca se ha sabido con absoluta certeza. Algunos piensan que era Santiago, al que llamaban hermano del Señor y distinguido con el sobrenombre de «Justo». Dicen otros que era Juan Evangelista, a quien el Señor amó siempre con predilección, y que debía ser entonces muy joven, pues llegó a vivir muchos años después de la muerte de Cristo (según Jerónimo murió sesenta y ocho años después de la pasión del Señor). No faltan autores antiguos que afirman que este adolescente no era uno de los Apóstoles, sino uno de los servidores en la casa donde Cristo había celebrado aquella noche la Pascua. Personalmente, me siento más inclinado a aceptar esta opinión. Aparte de que no me parece vero-símil que un Apóstol llevara por todo vestido un simple lienzo, y además, tan mal sujeto que pudiera desprenderse de repente, el contexto y los hechos de la historia, junto con las mismas palabras del relato, me llevan a opinar así.
Entre los que piensan que el joven era uno de los Apóstoles, la mayoría se inclina por Juan; mas no me parece a mí probable por las propias palabras de Juan: «Seguían a Jesús, Simón Pedro y otro discípulo que era conocido del pontífice, y así, entró con Jesús en el atrio del pontífice. Pero Pedro se quedó en la puerta. Salió, pues, el otro discípulo, el conocido del pontífice, y habló con la portera y consiguió que Pedro entrara». Los que dicen que era el santo evangelista quien siguió a Cristo y huyó al ser hecho prisionero, tienen que hacer frente a una dificultad en su argumento, y es ésta: el he-cho de que el joven arrojó la sábana y escapó desnudo. En efecto, parece esto no concordar bien con lo que sigue, es decir, que Juan entró en el atrio del sumo sacer-dote, introdujo a Pedro y siguió a Cristo en todo momento hasta el lugar de la Crucifixión, permaneciendo junto al Crucificado con la amadísima Madre de Cristo (junto a la Cruz, un hombre virginal y una Virgen purísima), y que cuando Cristo se la encomendó, la aceptó como Madre allí mismo. No cabe ninguna duda de que, en todo este tiempo y en esos distintos lugares, Juan iba vestido. Era discípulo de Cristo, no uno de la secta de los cínicos. Por lo tanto, aunque tenía sentido común para no evitar la desnudez del cuerpo cuando las circunstancias así lo pidieran o la necesidad lo exigiera, sin embargo, difícil se me hace pensar que su pudor le permitiera ir desnudo en público, a la vista de todos y sin razón alguna. Esos autores salen de la dificultad diciendo que, en algún momento, fue a otro sitio y consiguió vestidos.
No discuto que no fuera posible, pero no me parece verosímil, sobre todo, cuando veo en este pasaje que siguió a Cristo con Pedro en todo momento y que entró junto con Jesús en la residencia de Anás, suegro del pontífice.
Hay, además, otro detalle que me inclina a estar con los que piensan que el joven no era uno de los Apóstoles, sino uno de los siervos. Me refiero a la relación que establece el evangelista Marcos entre los Apóstoles que se dieron a la fuga y el joven que quedó atrás; pues dice: «Entonces, sus discípulos todos le abandonaron y huyeron. Pero un joven le seguía.» No dice que «algunos» huyeron, sino «todos», y que la persona que se quedó siguiendo a Cristo no era ninguno de los Apóstoles (porque todos huyeron), sino adolescentem quem-dam, «cierto joven», es decir, un desconocido cuyo nombre Marcos ignoraba y juzgó no hacía falta mencionar.
Así las cosas, imaginaría yo los hechos de esta manera. Este muchacho, movido previamente por la fama de Cristo y al que acababa de conocer personalmente (pues servía a Cristo en la mesa con los discípulos), fue tocado por el soplo del Espíritu, sintiendo de inmediato el impulso de la caridad.
Movido así a una verdadera piedad, siguió a Cristo cuando éste salió de la casa, acabada la cena, y continuó siguiéndole a cierta distancia, más lejos quizás que los Apóstoles, pero, con todo, junto a ellos. Y con ellos permaneció hasta que, al aproximarse la muchedumbre, se perdió entre ella. Más tarde, cuando el terror hizo que todos los Apóstoles escaparan de las manos de los soldados, este muchacho se atrevió a permanecer allí, tanto más confiado porque sabía que nadie era consciente del amor que sentía por Cristo. Mas, ¡qué difícil es disimular el amor que tenemos hacia alguien! Aunque se había entremezclado con quienes odiaban a Cristo, su porte y su expresión le traicionaron, dando claramente a entender que estaba a favor de Cristo, ahora abandonado por los otros, y que le seguiría, no para perseguirle y entregarle, sino como quien le sigue para entregarse a Él. Al ver la turba que los discípulos habían huido, y sólo este joven se atrevía a seguir a Cristo, rápidamente se echaron sobre él y le atraparon.
Y este hecho me hace pensar que también pretendieron capturar a todos los Apóstoles, y únicamente la sorpresa se lo impidió para que no quedara sin cumplir el mandato de Cristo: «Dejad que éstos se vayan.» Es-tas palabras de Cristo se referían principalmente a los Apóstoles que Él había elegido, pero no las limitó a ellos: quiso en su bondad extenderlas a quien, sin haber sido llamado, le había seguido por su propia cuenta introduciéndose en la santa compañía de los Apóstoles. Mostraba Cristo su oculto poder, al mismo tiempo que aparecía la imbecilidad de la turba, porque no sólo no pudieron prender a los once, sino que ni siquiera pudieron retener entre todos a este muchacho, al que ya tenían atrapado y que estaba -puede uno imaginarse- -completamente rodeado. «Le cogieron, mas él, arrojando el lienzo, escapó desnudo de entre ellos.»
Tampoco dudo lo más mínimo que este muchacho que siguió a Cristo aquella noche y que no pudo ser apartado de Él sino por la fuerza de la violencia en el último momento y después que todos los Apóstoles habían huido, volvió después, en la primera ocasión que tuvo, a la grey de Cristo y vive ahora con Cristo en la gloria sempiterna. A Dios pido y de Dios espero que también nosotros vivamos allí algún día con este muchacho. Él mismo nos dirá quién era, y conoceremos con gran gozo y satisfacción muchos otros detalles de las cosas que ocurrieron aquella noche y que no se recogen en la Escritura.
Mientras tanto, y para hacer más fácil y seguro el camino que allí conduce, no será de poco provecho recoger los consejos espirituales que se desprenden de la fuga de los Apóstoles antes de poder ser capturados y de la fuga de este joven después de haber sido capturado. Serán como provisiones para el camino. Advierten los antiguos Padres de la Iglesia una y otra vez, para que no confiemos tanto en nuestras propias fuerzas, que no nos pongamos, voluntariamente y sin necesidad alguna, en peligro de pecado. Si alguien se encontrara en una situación en que parece ser muy posible que sea arrastrado por la fuerza hasta ofender a Dios, debe hacer lo que hicieron los Apóstoles: huyendo evitaron ser atrapados. No digo esto como si se hubiera de alabar la fuga de los Apóstoles; Cristo la permitió a causa de su debilidad y, Él mismo, lejos de alabarla, había predicho que esa noche sería ocasión de pecado y escándalo.
De todos modos, si sentimos que nuestro ánimo no es lo suficientemente fuerte, imitemos su huida siempre que podamos huir del peligro de pecado sin caer en el pecado. Ahora bien, si alguien escapa cuando Dios le manda permanecer y afrontar el peligro con con-fianza, bien por razón de su propia salvación o por la de aquéllos que le han sido encomendados a su cuidado, ese tal se comporta, sin ninguna duda, muy in-sensatamente. Pero, ¿y si lo hace para salvar la vida? También, porque ¿Qué puede ser más disparatado y necio que el preferir un breve tiempo de dolor y desgracia a una eternidad de felicidad? Si huye por salvar la vida, al pensar que si no lo hace puede ser forzado a ofender a Dios, se comporta no sólo mal, sino insensatamente. Enorme es el crimen de quien abandona su puesto, y si a esto añade la desesperación, resulta tan grave como pasarse al enemigo. Pues, ¿Quién puede pensar algo peor que desesperar de la ayuda de Dios, y escapando, entregar al enemigo el puesto que Dios os había asignado para guardar? ¿Qué locura mayor que buscar evitar un pecado meramente posible (si uno permanece en su sitio), mientras se comete con toda seguridad un pe-cado al escapar? Cuando la huida no encierra ofensa a Dios, el plan más seguro, ciertamente, es darse prisa por escapar, en lugar de retrasarlo tanto que sea atrapado y caiga en peligro de cometer un pecado horrendo. Fácil es, cuando se puede, escapar a tiempo; difícil y peligroso es luchar.
Desprendimiento y perseverancia
Enseña también este muchacho con su ejemplo qué tipo de hombre puede resistir más tiempo, con menos peligro y escapar fácilmente de manos de sus enemigos, si éstos hubieran llegado a capturarle. En efecto, aunque este muchacho fue el que más resistió siguiendo a Cristo durante un trecho hasta que le prendieron, sin embargo, y gracias a que no iba vestido con muchos y variados vestidos, sino que llevaba tan sólo un simple lienzo, ni siquiera bien sujeto, sino echado sin mayor cuidado sobre su cuerpo, de tal modo que fácilmente podría desprenderse de él, pudo, en un momento, arrojar la prenda en manos de sus perseguidores y huir de ellos desnudo. Llevándose el meollo, les dejó con la cáscara.
¿Qué significa esto para nosotros? Qué otra cosa puede significar sino ésta: que así como un hombre barrigón, hecho torpe y lento por el peso de la tripa, o un hombre que lleva consigo una pesada carga de ropajes y vestidos, difícilmente está en condiciones de correr con rapidez, de la misma manera el hombre con un cinto de bolsas repletas de dinero, muy difícilmente podrá escapar cuando caigan súbitamente sobre él las angustias y los pesares. Ni podrá correr muy de prisa o ir muy lejos si los vestidos que lleva, aunque sean ligeros, están tan atados y apretados que no puede respirar con comodidad. Con más facilidad podrá escapar el que, aunque lleve muchos ropajes, puede desprenderse de ellos en un momento, que otro hombre que lleve muy pocos, pero tan apretadamente atados que ha de arrastrarlos consigo dondequiera que vaya.
Se ven hombres (más raramente de lo que me gustaría, pero se les ve todavía, gracias a Dios) extraordinariamente ricos que preferirían perder todo cuanto poseen antes que ofender a Dios por el pecado. Tienen muchos vestidos, pero no están estrechamente «apegados», y así, cuando el peligro les lleva a huir lo hacen con toda facilidad, simplemente arrojando los vestidos.
Se ve también a otros -más de los que uno quisiera– que tienen cosas y vestidos de muy poca calidad, pero que, sin embargo, tan apegados se encuentran a esas sus pobres riquezas, que más fácilmente se les podría arrancar la piel de su cuerpo que separarlos de sus posesiones. Un hombre así haría mejor en darse a la fuga con tiempo, pues, en cuanto alguien le coja por la vestimenta, preferirá morir antes que abandonar la túnica.
En fin, aprendemos del ejemplo de este muchacho que hemos de estar siempre preparados ante las contrariedades y dificultades que se presentan de improviso y que pueden hacer necesaria la huida; nos enseña, sin duda, que para estar preparados no es bueno estar car-gado con muchos vestidos, ni tan apretujados y abrochados a uno solo que, cuando la ocasión lo urja, nos sea casi imposible arrojar la tela y escapar desnudos.
Si desea alguien seguir investigando un poco más podrá ver que lo que este joven hizo encierra otra lección todavía más profunda. Porque el cuerpo es como el vestido del alma; en un sentido, se pone el alma su cuerpo al entrar en el mundo y se separa de él al dejar este mundo y morir. Así como los vestidos valen mu-cho menos que el cuerpo, así el alma es mucho más preciosa que el cuerpo. Tan loco de atar estaría quien diera su alma para salvar la vida corporal como quien optara por perder el cuerpo y la vida antes que perder el manto. Así habló Cristo del cuerpo: «¿No vale más el cuerpo que el vestido?»89, pero cuánto más dijo del alma: «¿De qué te sirve ganar el universo entero si pierdes tu alma? ¿Qué dará el hombre a cambio de su alma? Pero a vosotros os digo, amigos míos, no temáis a los que matan el cuerpo y, después, no pueden hacer nada más. Yo os mostraré a quién habéis de temer. Temed a aquel que, después de quitar la vida, puede arrojar al infierno. A éste, os repito, habéis de temer».
Nos advierte además el ejemplo de este muchacho qué tipo de vestido debe ser el cuerpo para el alma cuando nos enfrentemos a tales pruebas. No ha de ser corpulento y gordinflón por causa del desenfreno, ni tampoco debilucho y flojo a causa de una vida disoluta, sino fino y esbelto como un mantel, con la grasa gastada y apurada por el ayuno. No estaremos así tan apegados que no podamos deshacernos de él, de buena gana, si la causa de Dios lo exige. Aquel joven, atrapado por esos miserables y antes de ser forzado a decir o hacer algo que pudiera ofender el honor de Cristo, abandonó su túnica y escapó desnudo de sus garras. No está de más recordar que, mucho tiempo antes, otro joven se había comportado de manera similar. En efecto, el santo e inocente patriarca José dejó a la posteridad un ejemplo singular, enseñando que hay que huir del peligro contra la castidad con la misma prontitud y decisión con que uno escapa de un intento de asesinato.
Era José varón de hermoso semblante y de porte esbelto. La mujer de Putifar, en cuya casa era José jefe de los siervos, puso en él sus ojos y cayó perdidamente enamorada. Tal era el furor y el frenesí de su deseo que no sólo llegó a ofrecerse ella misma al joven desvergonzadamente, con sus iradas y palabras, tentándole para vencer su aversión, sino que cuando este muchacho la rechazó, se agarró ella a sus vestidos ofreciendo el vergonzoso espectáculo de una mujer pre-tendiendo a un hombre por la fuerza. Antes hubiera muerto José que cometer pecado tan abominable. Sabía bien los peligros de entablar combate con las fuer-zas de Venus, y no desconocía que la más segura victoria consiste en huir. De esta manera, abandonó José su manto en manos de la adúltera y se dio inmediatamente a la fuga.
Como decía, para evitar caer en pecado hemos de arrojar no sólo la túnica o la camisa o cualquier otro vestido del cuerpo, sino hasta el mismo cuerpo, que es el vestido del alma. Si al pecar pretendemos salvar el cuerpo, en realidad, lo perdemos, y con él perdemos también el alma. Por el contrario, si soportamos con paciencia y por amor de Dios la pérdida del cuerpo, nos ocurrirá entonces lo que ocurre con la serpiente: que muda su vieja piel (llamada, me parece, senecta) a fuerza de frotar y restregar entre zarzas y abrojos, y, abandonándola en los matorrales, aparece de nuevo re-juvenecida y resplandeciente. Si seguimos el consejo de Cristo y nos hacemos astutos y prudentes como las serpientes, dejaremos nuestros cuerpos envejecidos sobre la tierra, desgastados entre las espinas de la tribulación padecida por amor, y seremos llevados al cielo, los cuerpos relucientes y en plena juventud, para jamás sentir los efectos de la vejez.
La captura de Cristo
«Se acercaron y echaron manos sobre Jesús. La tropa de soldados y el tribuno y los servidores de los judíos prendieron a Jesús y le ataron; de allí lo llevaron primero a casa de Anás, porque era suegro de Caifás, que era pontífice aquel año. Caifás había aconsejado a los judíos que convenía que un hombre muriese por el pueblo. Y se reunieron así todos: sacerdotes, escribas, fariseos y ancianos».
No están de acuerdo los estudiosos sobre el momento en que por primera vez pusieron manos sobre Cristo. Los evangelistas concuerdan en el hecho, pero hay variaciones en la manera de relatarlo (uno lo anticipa, otro vuelve atrás para contar un detalle omitido). Entre los comentadores, unos siguen una opinión; otros, una diferente, sin que ninguno impugne la ver-dad de la historia ni niegue que una opinión distinta de la suya pueda ser la más correcta.
En efecto, Mateo y Marcos cuentan lo sucedido en un orden que hace lícito suponer que echaron mano a Jesús inmediatamente después del beso de Judas. Esta opinión la siguen bien conocidos doctores de la Iglesia, y también la aprueba aquel hombre egregio que fue Jean Gerson en su obra Monotessaron (obra que yo he seguido, generalmente, al enumerar los sucesos de la Pasión en este libro).
Sin embargo, en este pasaje no sigo a Gerson, sino a otros autores, célebres también, que, apoyados en los relatos de Lucas y Juan, mantienen que sólo después de que Judas hubo besado a Jesús y regresado con la cohorte y los judíos, después de que Cristo hiciera con su sola voz que la cohorte se postrara de rodillas, y la oreja del siervo del sumo sacerdote fue mutilada y restaurada; después de haber prohibido luchar a los Apóstoles, y haber sido Pedro amonestado porque ya había empezado a luchar; después de dirigirse Cristo a los magistrados judíos presentes y haberles anunciado que tenían ahora permiso para hacer lo que antes no habían podido hacer; después de haber escapado los Apóstoles; después de haber sido aquel joven capturado, y no haber podido ser retenido, salvándose gracias a la aceptación de su desnudez, sólo entonces, después de todas estas cosas, echaron mano sobre Jesús.