Padre Juan Carlos Ceriani: DOMINGO DE PASION

 

LA CRUCIFIXIÓN Y MUERTE

Vamos a consagrar los sermones de los Tiempos litúrgicos de Cuaresma y Pasión a una serie de Conferencias Cuaresmales, cuyo temario es el siguiente:

Primer Domingo de Cuaresma = La agonía y la oración en Getsemaní.

Segundo Domingo de Cuaresma = El proceso religioso contra Nuestro Señor.

Tercer Domingo de Cuaresma = El proceso civil contra Nuestro Señor.

Cuarto Domingo de Cuaresma = La Vía Dolorosa hasta el Calvario.

Domingo de Pasión = La crucifixión y muerte de Nuestro Señor.

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Llegados al Calvario y habiéndole despojado de sus vestiduras, le dieron a beber vino mezclado con mirra y hiel; pero, habiéndolo gustado, no lo tomó.

Consideremos la crueldad de los verdugos, pues en general daban buen vino para confortar; aquí, para atormentar allí donde no llegaron los azotes, le dan vino con hiel y mirra.

Él lo gustó, pero no lo tomó, para padecer sin ser confortado. De este modo expió los pecados de gula e inmortificación.

Los verdugos le tendieron sobre la cruz para enclavarlo en ella. Se hizo entonces un profundo silencio; con los ojos fijos en el ajusticiado, cada uno quería oír sus gritos y saciarse en sus dolores.

Un ayudante estira uno de los brazos con la palma de la mano hacia arriba. El verdugo toma un clavo, un largo clavo de unos 12 centímetros, puntiagudo, cuadrado, cuya parte más gruesa hacia la cabeza es de ocho milímetros de ancho; y descargando recios golpes de martillo, lo hundió completamente en las carnes y madero hasta atravesarlos.

La sangre brotó abundante, los nervios se contrajeron; Jesús con los ojos anegados en lágrimas, lanzó un profundo suspiro.

Jesús no se ha quejado, su rostro se ha contraído horriblemente; su pulgar, con un movimiento violento, imperioso, se puso en oposición dentro de la palma: su nervio mediano ha sido tocado. Ha experimentado un dolor indecible, fulgurante, que se desparramó por todos los dedos, se propagó como un rayo de fuego hasta el hombro y estalló en su cerebro. La herida de los troncos nerviosos es el dolor más insoportable que un hombre pueda experimentar; casi siempre produce pérdida de conocimiento.

El nervio quedó solamente parcialmente destruido; la herida del tronco nervioso permaneció en contacto con el clavo y sobre él, constantemente, cuando el cuerpo esté suspendido, quedó tenso como una cuerda de violín sobre el puente, y vibró a cada sacudida, a cada movimiento, despertando un horrible dolor durante tres horas.

El otro brazo es jalado por el ayudante, los mismos gestos se repiten, los mismos dolores. Pero esta vez, pensemos bien, Él sabe lo que le espera.

Varón de dolores…

Ya está fijo sobre el patíbulo. ¡Vamos, de pie! El verdugo y su ayudante empuñan las extremidades del palo y haciéndolo caminar hacia atrás lo pegan al poste. Jalando sobre sus dos manos clavadas, estiran los brazos y con gran habilidad enganchan el patíbulo en lo alto del estípite… pensemos en los nervios medianos…

El cuerpo baja unos 25 cm., tirando sobre los brazos que se alargan y se ponen oblicuos. Los hombros, heridos por los azotes y por la carga de la Cruz, han frotado dolorosamente sobre la áspera madera; la nuca, que estaba más alta que el patíbulo, ha chocado contra él al bajar; las puntas aceradas del casquete de espinas han desgarrado más profundamente el cráneo; su pobre cabeza se inclina hacia adelante, porque el espesor de la corona le impide reposar sobre el madero, y cada vez que se endereza le aumentan las punzaduras.

El cuerpo pendiente está sostenido solamente por los clavos plantados en las manos; así podría quedar sin ningún otro apoyo. Pero la regla es fijar los pies. Para esto se doblan las rodillas y se ponen los pies planos sobre la madera del tronco. Se pone el pie izquierdo plano sobre la cruz, y de un golpe con el martillo el clavo se hunde en su parte media. El verdugo lleva el pie izquierdo delante del derecho, que el ayudante sostiene plano, y de un segundo golpe perfora el pie. Después con fuertes golpes se introduce el clavo en la madera.

Cuando apareció así, entre el cielo y la tierra, un clamor salvaje se levantó de todas partes; era el pueblo que lanzaba maldiciones al crucificado, como estaba escrito: ¡Maldito sea el criminal suspendido en la cruz!

Cristo está levantado en su Cruz: Sacerdote y Hostia; Doctor y Maestro; Rey; destruye el pecado, vence al demonio y al mundo, triunfa sobre la muerte: muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró nuestra vida, dice el Prefacio de Pascua.

Los dos ladrones crucificados con él, fueron colocados, uno a su derecha y otro a su izquierda, a fin de que se cumpliera otra profecía: Ha sido asimilado a los más viles malhechores.

Mientras que el populacho insultaba a los reos, los cuatro verdugos, fatigados de su trabajo, se sentaron al pie de la cruz del Salvador para repartirse sus vestidos como la ley se los permitía.

Los dividieron en cuatro partes para tener cada uno la suya; pero siendo la túnica inconsútil o sin costura, resolvieron, por propio interés dejarla intacta y que la suerte decidiera a cuál de ellos pertenecería.

Ignoraban que con esto daban a la letra cumplimiento a las palabras que un profeta pone en boca del Mesías: Se repartieron mis vestidos y sobre mi túnica, echaron suertes.

Los jefes del Sanedrín versados en las Escrituras, habrían debido recordar los divinos oráculos al verlos cumplirse a sus propios ojos; pero el gozo del odio satisfecho, ahogaba en ellos todo recuerdo y todo humano sentimiento.

 

Un incidente bastante extraño vino a perturbar aquella criminal alegría. Se vio de improviso que los soldados colocaban en lo alto de la cruz un rótulo dictado por el mismo Pilato en estos términos: Jesús de Nazaret, rey de los judíos.

En pocas palabras, esta inscripción contenía una injuria sangrienta dirigida a los fariseos. Para vengarse de aquel pueblo que lo había obligado a condenar a un inocente, el gobernador hacía pregonar que el criminal juzgado por ellos digno del suplicio de los esclavos, era nada menos que su Rey.

Pilato, a pesar de todas las protestas de los judíos, consagra la realeza de Jesús con escritura pública y una proclama solemne.

Y escribe las palabras que Dios le dicta, cuyo misterio no entiende.

Y a fin de que todos los extranjeros que invadían entonces a Jerusalén pudieran, saborear la amarga ironía, se leía dicha inscripción en tres idiomas diferentes: hebreo, griego y latín.

Es significativo y admirable que la realeza de Jesús haya quedado consignada en el habla hebrea, que es el idioma del pueblo de Dios; en el lenguaje griego, que es el idioma de los filósofos y los sabios; y en la lengua latina, que es el idioma del imperio y del mundo, el lenguaje de conquistadores y políticos.

Encolerizados a la vista de aquel rótulo, los jefes del pueblo despacharon un mensajero; a Pilato para manifestarle el ultraje que se hacía a la nación y pedirle que modificara la inscripción en esta forma: Jesús de Nazaret, quien se llama rey de los judíos.

Pero Pilato respondió bruscamente: Quod scripsi, scripsi. Dice bien: Lo escrito, escrito. Sus órdenes han de ser irrevocables porque están en ejecución de un juicio inmutable del Todopoderoso.

En esta circunstancia, Pilato profetizó como antes lo había hecho Caifás. Éste declaró que un hombre debía morir por todo el pueblo, y Pilato proclama en todas las lenguas del mundo que el Crucificado del Gólgota es este hombre, el Redentor, el Mesías, el Rey que debe dominar a todos los pueblos, Judíos, Griegos y Romanos.

La mala voluntad de Pilato exasperó a los judíos; y no pudiendo quitar aquel cartel que daba a Jesús su título de Rey, resolvieron convertirlo en nuevo motivo de escarnio y de blasfemia.

Los sacerdotes y escribas daban el ejemplo: Ha salvado a otros, decían burlándose, que se salve a sí mismo

Que este mesías, que este rey de Israel descienda de la cruz y entonces creeremos en él…

Se llamaba Dios y se proclamaba el Hijo de Dios, que venga Dios a librarlo…

El pueblo, alentado por las blasfemias de sus jefes, las repetía agregando groseros insultos.

Pasaban y volvían a pasar frente a la cruz grupos enfurecidos y clamaban moviendo la cabeza: Tú que destruyes el templo y lo reedificas en tres días, baja de la cruz y sálvate, si puedes… Si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz…

Los soldados mismos que, de ordinario, ejecutan su consigna en silencio, acabaron por tomar parte en este desbordamiento de injurias. Acercándose al Crucificado, le ofrecían vinagre para refrigerarlo y le decían: Si eres el rey de los judíos, sálvate, pues…

No era, por cierto, bajando de la Cruz cómo el Hijo de Dios debía consolidar su reino, sino muriendo en ella para cumplir su misión de Redentor y de Salvador.

Por esta razón, al oír aquellas provocaciones sacrílegas, sólo experimentó un sentimiento más vivo de amor.

Sus ojos inundados en lágrimas se detuvieron un momento sobre aquellos judíos delirantes y por primera vez desde su llegada al Calvario, salió de sus labios una palabra: Padre mío, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

No solamente pedía gracia para aquellos grandes culpables, sino que disculpaba, por decirlo así, sus crímenes y blasfemias atribuyéndolos a ignorancia.

En efecto, ignoraban su divinidad, lo que hacía en parte menos criminal a esa horda de deicidas.

Excusa nuestra ignorancia: manifiesta su caridad y misericordia, para movernos a confianza.

 

Y acaba de comenzar el suplicio. Después de un momento, un fenómeno extraño se produce: los músculos de sus brazos se ponen rígidos por contractura, que se irá acentuando. Sus músculos están tensos y salientes, sus dedos se encorvan en garra… ¡calambres!

Ahora los muslos y las piernas toman el mismo aspecto: las mismas masas musculares salientes y monstruosas, rígidas, los dedos se encorvan. Se diría que es un herido atacado de tétanos. Es lo que los médicos llaman tetania, cuando los calambres se generalizan. Los músculos del vientre se ponen rígidos, después los del cuello y por último los respiratorios. Su respiración se hace corta y superficial. Las costillas, ya elevadas por la tracción de los brazos, se han elevado todavía más; el epigastrio se deprime y también las salientes de arriba de las clavículas. El aire entra silbando, pero no sale casi nada, inspira un poco, pero no puede espirar. Se asfixia.

Con un esfuerzo sobrehumano toma apoyo sobre el clavo de sus pies, las rodillas se extienden poco a poco y el cuerpo sube aliviando la tracción de los brazos, que era de más de 90 kilos sobra cada mano (en los brazos quedaron dos regueros de sangre, formando un ángulo de 5 grados = 65 grados en la posición de reposo, 70 graos cuando se erguía para espirar). Entonces los fenómenos disminuyen, la tetania mejora, los músculos se aflojan, la respiración se hace un poco mejor, los pulmones se despejan.

Pero al cabo de unos instantes su cuerpo comienza a descender otra vez… y la tetania lo hostiga nuevamente. Y cada vez cada quiere hablar o respirar, tiene que enderezarse, apoyándose sobre los pies y enderezando sus brazos. Todo repercute en los nervios medianos de sus manos.

 

 

Excitado por las irrisiones e insultos que la multitud lanzaba contra Jesús, uno de los ladrones crucificados a su lado, volvió la cabeza hacia Él y comenzó a su vez a blasfemar. Tienen razón, exclamó; si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y sálvanos también a nosotros.

 Mas su compañero, tranquilo y resignado, le reprochó su conducta: ¿Ni aun tú temes a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros, en verdad, estamos en él justamente, porque recibimos el pago de lo que hicimos; más éste ningún mal ha hecho.

Pronunciando estas palabras, el ladrón sintió que una gran transformación se operaba en su alma. Bajo la acción de una luz interior, se abrieron sus ojos y comprendió que Jesús era el Hijo de Dios que moría por la redención del género humano. Un arrepentimiento lleno de amor, penetró en su corazón e hiso bajar las lágrimas a sus ojos.

Lleno de confianza dijo a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando entres en tu reino.

Y en el acto oyó esta respuesta de la infinita misericordia: Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso, es decir, en el Seno de Abraham, donde los justos esperaban a Aquel que debía abrirles las puertas del Cielo.

Consideremos las inmensas riquezas e infinitos tesoros de su liberalidad y misericordia, de su bondad y caridad.

 

 

Mientras que los príncipes de los sacerdotes, los doctores, los soldados y el populacho se burlaban de la dignidad real de Jesús y se deleitaban en sus dolores, un nuevo espectáculo vino de repente a infundir el espanto entre aquellos deicidas.

Hacia el mediodía, cuando el sol brillaba en todo su esplendor, el cielo hasta entonces claro y sereno, comenzó a ponerse sombrío y amenazante. Nubes, cada vez más espesas, cubrieron el disco del sol y poco a poco las tinieblas se esparcieron por el Gólgota, por la ciudad de Jerusalén y por toda la tierra.

Era la noche misteriosa profetizada por Amós: En aquel día, el sol se apagará en la mitad de su carrera, y las tinieblas invadirán el mundo en medio de la más viva luz.

De esta manera respondía Dios a las insolentes provocaciones de los judíos: el sol se ocultaba para no ver su crimen; la naturaleza toda se cubría con fúnebre velo para llorar la muerte del Criador.

De estas tinieblas predichas por Amós y atestiguadas por los Evangelistas, hacen mención los historiadores profanos.

Thallus, liberto de Tiberio, dice que en su época una horrible oscuridad cubrió el universo entero.

Phlegón, liberto de Adriano, escribió cien años después que hubo en esa época un eclipse de sol tan completo, como nadie lo vio semejante.

Ahora bien, encontrándose la luna en su plenilunio, un eclipse de sol era imposible.

Después de haber dicho que el sol se oscureció en la mitad de su carrera, Tertuliano añadió: tenéis en vuestros archivos el relato de este suceso.

El mártir San Luciano confesaba al juez la divinidad de Jesucristo: Os cito por testigo al sol mismo que, al ver el crimen de los deicidas, ocultó su luz en la mitad del día. Registrad vuestros anales y encontraréis que en tiempo de Pilato, mientras el Cristo sufría, el sol desapareció y el día fue interrumpido por las tinieblas.

Tinieblas evidentemente milagrosas. A la vista de este fenómeno inexplicable, San Dionisio, el Areopagita, exclamó: O la divinidad sufre, o la máquina del mundo se desorganiza.

 

Al instante mismo, callaron los blasfemos, helados de pavor; un silencio de muerte reinó en el Calvario. La multitud, desatinada, huyó temblando; los mismos jefes del pueblo, creyendo ver en todo aquello los signos de la venganza divina, desaparecieron unos en pos de otros. Sólo quedaron en el monte los soldados encargados de la guarda de los ajusticiados, el centurión que los mandaba, algunos grupos aislados que deploraban de corazón el gran crimen cometido por la nación y las Santas Mujeres que acompañaban a la Virgen María.

Apartadas estas hasta entonces por los soldados, pudieron ya acercarse a la cruz.

A la tenue luz del cielo enlutado, se veía el cuerpo lívido de Jesús y su rostro contraído por el dolor. Sus ojos estaban fijos en el cielo: sus labios entreabiertos murmuraban una oración.

Cerca de María, Madre de Jesús, se encontraban Juan el discípulo amado, María de Cleofás y Salomé esposa del Zebedeo.

María Magdalena, abismada en su dolor, se había arrojado al pie de la cruz y a ella se mantenía abrazada derramando un torrente de lágrimas.

Jesús inclinó su mirada divina sobre estos privilegiados de su Corazón. Sus ojos se encontraron con los de su Madre, que le miraban sin cesar; y en ellos vio su martirio interior y cómo la espada de dolor profetizada por el anciano del templo, penetraba hasta lo más íntimo de su alma.

La juzgó digna de cooperar a la obra de la Redención, así como había cooperado al misterio de su Encarnación; y no contento con darse a sí mismo, llevó la bondad al extremo de darnos su Madre.

Lloraba Juan al pie de la cruz. Lloraba a su buen Maestro; y aunque no le faltaban todavía sus padres, se creía huérfano sin Jesús, el Dios de su corazón.

Jesús no pudo ver sin enternecerse las lágrimas del apóstol mezcladas a las lágrimas de María.

Dirigiéndose a la divina Virgen, le dijo: Mujer, he ahí a tu hijo.

Este hijo, que María daba a luz en medio de sus lágrimas, representaba a la humanidad entera rescatada por la Sangre divina.

Jesús lo entregaba a la nueva Eva, encargándole comunicar la vida a todos aquellos a quienes la primera había dado la muerte; y desde entonces María sintió dilatarse su Corazón y llenarse del amor más misericordioso para con todos los hijos de los hombres.

Jesús se dirigió entonces a Juan, y mostrándole con los ojos a la Virgen desolada, le dijo: He ahí a tu Madre. Y desde aquel día Juan la amó y la sirvió como a su propia madre.

También desde ése día, todos aquellos que Jesús ha iluminado con su gracia, han comprendido que para ser verdaderos miembros de Jesús crucificado, es necesario nacer de esta Madre espiritual creada por el Salvador en el Calvario.

Consideremos la caridad de Jesús, atendiendo a las obras de piedad y de misericordia: se ocupa de su Madre como Hijo, y de discípulo como Maestro.

Contemplemos, de paso, la aflicción de Nuestra Señora, su Maternidad espiritual, su Corredención.

 

 

Después de este don supremo de su amor, pareció Jesús aislarse de la tierra.

Se hizo en torno suyo un silencio aterrador que se prolongó por tres horas.

Los guardias, espantados, iban y venían entre las, tinieblas sin decir, palabra. El centurión, inmóvil delante de la cruz, parecía querer penetrar hasta el fondo del alma de este singular ajusticiado.

Con los ojos fijos en el celo, Jesús oraba a su Padre, ofreciendo por todos sus invisibles sufrimientos, sus ignominias, la Sangre que vertían sus heridas y la muerte que iba a poner término a su martirio.

Súbitamente palideció su rostro y una espantosa agonía oprimió su Corazón: se vio solo, cargado de crímenes, maldito de los hombres, expirando en un patíbulo entre dos malhechores…

Proscrito de la tierra, su alma busca el Cielo; pero, con más viveza que en Getsemaní, experimentó la indecible amargura del abandono más completo. La justicia de Dios hacía sentir todo su peso sobre la víctima de expiación, sin que un Ángel del cielo viniera a consolarla en el momento supremo.

Hacia la hora de nona, se escapó de su Corazón despedazado este clamor de angustia:  Eli, Eli, ¿lamma Sabachtani?, lo que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?

Son las primeras palabras del Salmo 21, en que David refiere anticipadamente los dolores y agonía del Hombre-Dios.

El desamparo. El Padre lo deja padecer solo; la divinidad desamparó a la humanidad.

 

Entre tanto, comenzaban a desaparecer las tinieblas.

Algunos judíos que habían permanecido en el Calvario, se atrevieron a burlarse nuevamente de su víctima moribunda: Llama a Elías; veamos si Elías viene a librarle.

Jesús sentía en aquel instante esa sed devoradora que causa el más horrible tormento de los crucificados. Sus entrañas estaban abrasadas, su lengua reseca.

Sabiendo que todas las cosas estaban ya cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, mi lengua está pegada al paladar, dijo: Tengo sed.

Terrible sed física… imagen y figura de la sed espiritual: sed insaciable de obedecer, sed de padecer por nuestro amor, sed de la salvación de las almas.

Había allí un vaso lleno de vinagre, y corriendo uno de los soldados, empapó una esponja en vinagre y poniendo alrededor de un hisopo la esponja empapada de vinagre, se la aplicaron a la boca, quien sorbió algunas gotas para dar cumplimiento a la profecía de David: Me han abrevado con vinagre para saciar mi sed.

Había bebido hasta la hez el cáliz del dolor, cumplido en todo la voluntad de su Padre, realizado las profecías, expiado los pecados del género humano: Todo está consumado, dijo.

A esta palabra solemne, se pudo notar que el cuerpo de Jesús se ponía más lívido, que su cabeza coronada de espinas caía más pesadamente sobre el pecho, que sus labios perdían el color, que se apagaban sus ojos.

Iba a exhalar el último suspiro, cuando de repente, levantando la cabeza, clamó con gran voz, de manera tan vigorosa que todos los asistentes quedaron helados de espanto.

No era el gemido plañidero del moribundo, sino el grito de triunfo de un Dios que dice a la tierra: Yo muero porque quiero.

Sus labios benditos se abrieron por última vez y exclamaron: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

E inclinando la cabeza, entregó su espíritu, expiró.

El cáliz está vacío, la misión está cumplida.

Tenemos así las circunstancias más o menos predisponentes del suplicio más terrible que haya imaginado la malicia humana.

Causas por medio de las cuales Jesús quiso morir, porque como lo predijo Isaías: Oblatus est quia ipse voluit.

Murió por su voluntad, cuando Él quiso. Su cabeza se ha inclinado lentamente, derecha, hacia adelante, con su mentón sobre el esternón. Su rostro sosegado, sobre el cual ha reaparecido su serenidad, a pesar de tan horrorosos estigmas, está iluminado por la majestad muy dulce de Dios, que está allí.

Jesús ha muerto… Pontífices, doctores, ancianos del pueblo, escribas y fariseos, vosotros creéis que su reino ha concluido, cuando, al contrario, fue entonces que comenzó.

Esta Cruz en la que le habéis enclavado, se convirtió desde entonces en el trono del gran Rey. A sus pies vendrán a arrodillarse todos los pueblos de la tierra, como Él mismo lo ha predicho: Cuando fuere levantado entre el cielo y la tierra, todo lo atraeré hacia mí.

 

En el momento mismo en que Jesús rindió el último suspiro, una revolución súbita trastornó toda la naturaleza.

El último grito del Dios moribundo resonó hasta en los abismos.

Comenzó a temblar la tierra como si la mano del Criador dejara de mantenerla en equilibrio; se hendieron las rocas a causa de espantosos sacudimientos, y la roca misma del Calvario sobre la que se levantaba la cruz del Salvador se abrió violentamente hasta su base.

En el valle de Josafat se abrieron algunas tumbas; muchos muertos resucitaron y aparecieron envueltos en sus largos sudarios en las calles de Jerusalén llevando a todas partes el espanto y la consternación.

Dios obligaba a todos, vivos y muertos, a proclamar la divinidad de su Hijo.

En el templo, el terror era mayor todavía.

Los sacerdotes que terminaban la inmolación de las víctimas, se detuvieron sobrecogidos hasta el fondo del alma, mientras que el pueblo mudo de pavor esperaba el fin del extraño cataclismo.

De repente, un ruido siniestro se deja oír del lado del Santo de los Santos; todas las miradas se dirigen al velo de jacinto, de púrpura y de escarlata que cierra la entrada del impenetrable santuario donde el Señor se manifestaba una vez al año al sumo sacerdote; y he aquí que el velo misterioso se rasga con estrépito de alto a bajo, rompiendo así la Antigua Alianza para dar lugar a la Nueva.

Sacerdotes, cesad en la inmolación de las víctimas figurativas; la sola víctima agradable al Señor, vosotros la habéis inmolado en el Calvario.

Pueblo de Israel, escuchad la profecía de Daniel: Al cabo de las sesenta y dos semanas será muerto el Ungido y no será más. Y el pueblo de un príncipe que ha de venir, destruirá la ciudad y el Santuario; mas su fin será en una inundación; y hasta el fin habrá guerra y las devastaciones decretadas.

Sacerdotes y doctores, las sesenta y nueve semanas han transcurrido ya; en presencia de ese velo del santuario desgarrado, confesad que habéis crucificado al Mesías, al Hijo de Dios.

 

En medio de estas escenas aterradoras, un silencio profundo reinaba en el Calvario; silencio interrumpido de vez en cuando por los gritos desgarradores de los dos ladrones ajusticiados.

Después de la muerte de Jesús, las Santas Mujeres se habían mantenido algo apartadas en compañía de María

Sólo el centurión, inmóvil en medio de sus soldados, no podía apartar sus ojos del divino Crucificado. El último grito lanzado por Jesús resonaba todavía en sus oídos; la vista de los prodigios obrados en su muerte acabó de trastornar su corazón. Dirigiéndose a todos los que estaban en el Calvario, exclamó glorificando a Dios: Verdaderamente este hombre era justo; verdaderamente era Hijo de Dios«.

Y los que estaban custodiando a Jesús, y todo el gentío que asistía a este espectáculo, tuvieron gran temor, y decían: En verdad que éste era Hijo de Dios, y se volvían, dándose golpes en los pechos.

 

Esta misma exclamación resonó en el fondo de los infiernos. Cuando Jesús rindió el, último suspiro, Satanás comprendió su error. Había sublevado a la sinagoga contra el justo; y este justo es el Hijo de Dios. En su furor insensato, había cooperado a esta muerte que comunicaba al género humano la vida; y trabajado, sin saberlo, por la redención de estos hijos de Adán que él creía para siempre sus esclavos.

Es el Hijo de Dios, exclamaba en su desesperación; y yo le he ayudado a realizar sus designios.

En este momento mismo pudo ver el Alma de Jesús, separada de su Cuerpo, descender a los Limbos misteriosos donde los hijos de Dios lo esperaban desde largos siglos.

Allí se encontraban los Patriarcas y los Profetas: Adán, Noé, Abraham, Moisés, David, todos los Justos que habían deseado la venida del Salvador y puesto en Él su esperanza.

A su entrada en el Limbo de los Justos, fue acogido Jesús con el clamor triunfal que en aquel momento resonaba al pie de la Cruz y, en los infiernos: Es él, es el Hijo de Dios, es el Redentor que viene a anunciarnos nuestra próxima libertad.