Padre Juan Carlos Ceriani: CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

 

 

LA VÍA DOLOROSA

Continuamos con los sermones de los Tiempos litúrgicos de Cuaresma y Pasión a modo de Conferencias Cuaresmales, cuyo temario es el siguiente:

Primer Domingo de Cuaresma = La agonía y la oración en Getsemaní.

Segundo Domingo de Cuaresma = El proceso religioso contra Nuestro Señor.

Tercer Domingo de Cuaresma = El proceso civil contra Nuestro Señor.

Cuarto Domingo de Cuaresma = La Vía Dolorosa hasta el Calvario.

Domingo de Pasión = La crucifixión y muerte de Nuestro Señor.

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Contemplaremos ahora el Camino al Calvario. Vamos a recorrer las primeras diez Estaciones del Via Crucis tal como la Tradición nos lo ha entregado.

La crucifixión debía verificarse en el Gólgota, fuera del recinto urbano.

La vía del Gólgota se llama con propiedad la Vía Dolorosa, ya que Jesús pudo decir al recorrerla: Vosotros los que pasáis por este camino, ved si hay dolor semejante a mi dolor.

Se puede también llamarla, con no menos razón, Vía Triunfal, pues ella ha visto pasar armado de su glorioso estandarte, a un vencedor más grande que los Césares al subir al Capitolio.

La humanidad jamás olvidará el camino del Gólgota. De todas partes del mundo, los discípulos de Jesús se reunirán en Jerusalén para seguir, paso a paso, la senda que ha recorrido el Maestro, mezclar lágrimas de amor a las gotas de su Sangre adorable y meditar los memorables episodios que han marcado las etapas de esa Vía, ya para siempre sagrada.

Y de no poder trasladarse a Jerusalén, lo recorrerán en sus capillas, iglesias o basílicas, conforme al tradicional Ejercicio del Via Crucis.

I).- Jesús es condenado a muerte:

Ya hemos asistido a la sentencia de muerte contra Jesús. Esta sentencia, como hemos visto, fue injusta y cruel.

Injusta, porque el reo fue reconocido inocente, sin que se le pudiese probar nada de cuanto fue acusado; y, además, porque fue portada por respeto humano.

Cruel, porque fue librado a la envidia y al odio de los fariseos, sin compasión ni misericordia.

Nuestro Señor aceptó esta sentencia con devoción y espíritu de religión.

En todas las naciones civilizadas, se deja transcurrir un tiempo más o menos largo entre la sentencia y la ejecución de los reos condenados a muerte.

Los romanos concedían hasta diez días de plazo; según las leyes judaicas las ejecuciones debían tener lugar después de la caída del sol.

Pero estaba visto que, tratándose de Jesús, todas las leyes de la humanidad serían violadas, a fin de que todos comprendieran que un odio satánico perseguía a la santa víctima.

Apenas proferida la sentencia, Pilato entregó a Jesús a la rabia de los príncipes de los sacerdotes, quienes decidieron fuera llevado sin tardanza al lugar del suplicio.

Les pareció peligroso diferir la crucifixión hasta después de las solemnidades pascuales: ¿quién sabe si aquellas turbas desenfrenadas, después de haber pedido con frenesí la muerte de Cristo, no volverían a entonar ocho días más tarde el hosanna en su honor?

Además, en lugar de llamar a aquellos salvajes al respeto a la ley, el mismo Pilato estaba ansioso de llegar al término haciendo desaparecer cuanto antes en el secreto de la tumba la víctima de su criminal cobardía.

Desde el tribunal, Jesús fue conducido al pretorio para los preparativos del suplicio.

Cuatro verdugos le arrancaron el jirón de púrpura pegado a su cuerpo ensangrentado y le cubrieron de nuevo con sus vestidos ordinarios, prodigándole toda suerte de injurias.

Le dejaron en la cabeza la corona de espinas a fin de provocar con esta alusión a su realeza los insultos y burlas del populacho.

Para envilecerle más aún, los príncipes de los sacerdotes sacaron de la prisión a dos ladrones condenados a muerte para exhibirlos al público y crucificarlos al lado de Jesús.

II).- Jesús carga con la Cruz:

Esta cruz sería lo primero que vio el Salvador luego que salió, y en ella reconoció las armas de su victoria, el cetro de su reino, el trono de su majestad, el tribunal de su clemencia y la llave con que había de abrir las puertas del Cielo.

Dice el himno: Vexilla regis prodeunt; fulget Crucis mysterium, qua vita mortem pertulit, et morte vitam protulit. Las banderas del rey se enarbolan; resplandece el misterio de la cruz, en la cual la vida padeció muerte, y con la muerte nos dio vida.

La Cruz está lista; Él mismo carga el madero sobre el hombro derecho. La abrazó el Señor de buena gana, viendo y considerando las maravillas que había de obrar por medio de ella; y cargó sobre sus hombros la carga de nuestros pecados…

Dirá San Andrés al divisar su cruz: Dios te salve, Cruz preciosa, tan deseada por mí durante tantos años; amada con gran solicitud, buscada con empeño.

Era este un peso abrumador para Jesús, agotado como estaba ya por la pérdida de sangre, la fatiga y los dolores, sobre todo después de aquella horrible flagelación.

Se la impusieron bruscamente sobre sus hombros; aquella cruz símbolo de la infamia en la cual morían los esclavos, los ladrones, los asesinos, los falsarios.

En lugar de quejarse, Jesús recibió con amor aquel patíbulo de ignominia, convertido para Él desde ese día en el madero más precioso, el madero redentor del mundo, el trofeo de la más brillante de las victorias, el cetro del Rey de los reyes.

Sus espaldas están cubiertas de heridas, que se abrirán, se ensancharán y se profundizarán a cada paso. Sobre su túnica se formará una enorme mancha de sangre, que irá agrandándose y se extenderá a todo el dorso.

Los dos ladrones, colocados a ambos lados de Jesucristo, fueron igualmente cargados con su cruz.

Terminados estos preparativos, los tres reos conducidos por los verdugos, llegaron a la plaza donde debía formarse el cortejo.

Una multitud inmensa los recibió dando gritos de muerte y mostrando con el dedo, entre afrentosas burlas, al rey coronado de espinas, al Mesías entre dos ladrones.

La trompeta dio la señal de partida y el ejército de deicidas se puso en marcha hacia el Calvario.

Gólgota equivale a cráneo o calvaria, y era llamada así una prominencia rocosa, fuera de las murallas de la ciudad, que tenía forma de calavera.

Una tradición cristiana, recogida de otra hebrea, supone que Adán fue enterrado en el Calvario.

De este modo se unen las fuentes de la muerte a la fuente de la vida. No sin providencia de Dios vino a morir el segundo Adán donde estaba enterrado el primero; y se dio principio a la vida donde estaba el cuerpo del que fue origen de nuestra muerte.

La Sangre del Hijo de Dios regó aquella cabeza que, por serlo del género humano, comunicó a todos los hijos de los hombres la culpa que había de ser purificada con esta Sangre Preciosísima.

Dice el Prefacio de la Santa Cruz: … Has constituido en el leño de la Cruz nuestra Redención, para que aquel que venció en un madero, en un madero fuese vencido, y que de allí donde salió la muerte saliese la vida.

Y la Liturgia en el famoso Introito agrega: Nos autem gloriari oportet in Cruce Domini Nostri Iesu Christi, in quo est salus, vita et resurrectio nostra.

III).- Jesús cae por primera vez:

El cortejo se pone en marcha: delante iba el Pregonero, que proclamaba y publicaba que aquella sentencia la mandaba ejecutar Poncio Pilato en aquel hombre porque era blasfemo contra Dios y traidor contra el César, y porque tenía alborotado a todo el pueblo con sus embustes y mentiras.

Seguían los soldados y gente de guerra con sus armas, encargados de mantener el orden y facilitar el pasaje del cortejo.

Después de éstos iban los verdugos y ministros ejecutores, con los clavos, barrenas, sogas, martillos y demás instrumentos necesarios.

Al final iban los ajusticiados, que eran tres, dos ladrones y, después de ellos, como más insigne, el Salvador con su Cruz sobre los hombros, rodeados por los sayones.

Seguían después los sacerdotes, los ancianos y letrados, los escribas y fariseos, muy alegres de la victoria que habían alcanzado, y por último muchedumbre de pueblo.

El recorrido era de unos 600 metros, pero por un camino lleno de dificultades, por entre medio de las callejuelas de Jerusalén.

Y la marcha comienza. Descalzo, por las calles tortuosas, sembradas de guijarros. Los soldados jalan de las cuerdas. Jesús penosamente pone un pie delante del otro, y a menudo tropieza, y cae sobre sus rodillas, que pronto no son más que una llaga… y siempre esa viga en equilibrio sobre el hombro, al que lesiona con sus asperezas y que penetra allí con viva fuerza.

Consideremos la gran afrenta y la enorme aflicción de Jesús. Él carga con nuestros pecados.

Inundado de sudor, devorado por la sed, jadeante el pecho, sostenía con una mano la Cruz sobre sus hombros y levantaba con la otra el largo manto que embarazaba su marcha.

Sus ensangrentados cabellos caían en desorden bajo las espinas que laceraban su frente; sus mejillas y barba manchadas de sangre de tal manera le desfiguraban, que era imposible reconocerle.

Los verdugos le sujetaban con dos cuerdas atadas a la cintura y se divertían en fatigarle, ya tirándolo con violencia; ya golpeándole para apresurar su marcha.

Como cordero inocente que se lleva al matadero, Jesús soportaba estas crueldades sin dejar escapar una sola queja y en su magullado rostro cada uno podía leer la expresión más sublime del amor y de la conformidad con la divina voluntad.

En torno de Él se agrupaban sus encarnizados enemigos, los príncipes de los sacerdotes, los jefes del pueblo, aquellos fariseos tantas veces reducidos al silencio por el gran Profeta, felices ahora con poder arrojar sobre Él las olas desbordadas de su implacable odio.

Uno en pos de otro, se aproximaban a Jesús, llenándolo de invectivas, burlándose de sus predicaciones y de sus milagros.

Desde el palacio de Pilato el siniestro cortejo descendió de la colina del templo por una calle estrecha con dirección al oeste, hasta llegar a una calle más ancha que, a doscientos pasos de distancia, corre hacia el mediodía.

Antes de llegar al punto de unión de estas dos calles, Jesús, abrumado bajo el peso de su carga, cayó penosamente en el camino.

Se detuvo un momento el cortejo para levantarlo, lo que dio ocasión a los verdugos para maltratarle de nuevo y a los fariseos para dirigir sus sarcasmos a ese extraño taumaturgo que hacía andar a los paralíticos y Él mismo no podía mantenerse en pie.

Con la ayuda de los soldados, Jesús volvió por fin a tomar su Cruz y prosiguió su camino.

Recordemos nuestro primer pecado… Cuando un alma pierde por primera vez la vida sobrenatural, cada vez que un cristiano escoge el pecado, se renueva la primera caída.

Esta primera caída de Jesús no nos conmueve demasiado: al fin y al cabo, no murió en ella. Esta es la reflexión que nos hacemos ante las faltas que llamamos leves, ligeras…

IV).- Jesús encuentra a su Santísima Madre:

Apenas había andado cincuenta pasos por la gran calle de Efraín, cuando el más desgarrador de los espectáculos vino a conmover los corazones todavía capaces de compasión.

Su Madre quería verlo por la última vez y darle el postrer adiós.

La noche y la mañana habían sido para Ella de agonías mortales. A cada instante, Juan, el discípulo amado, dejaba la multitud para ir a dar cuenta a la pobre Madre de las escenas que se sucedían hora tras hora: el juicio del Sanedrín, los interrogatorios de Pilato y Herodes y, por fin, la condenación a muerte.

Acompañada de Magdalena y demás santas mujeres, acudió con presteza a la plaza del pretorio, oyó las vociferaciones de la turba y presenció aquel horrendo espectáculo en que Pilato presentaba ante el pueblo a su Hijo ensangrentado y coronado de espinas.

Con el corazón despedazado y los ojos anegados en lágrimas, tomó entonces la resolución heroica de acompañar a Jesús al Gólgota y sufrir con Él el tremendo martirio.

Cuando el cortejo se puso en movimiento, María siguió una calle paralela y fue a esperar a su Hijo a la avenida de Efraín.

Se había puesto la Santísima Virgen en lugar acomodado para ver a su Hijo y recibir este encuentro que tanto dolor le había de costar.

Cuando de lejos vio las armas y oyó las voces de los que hacían levantar al que había caído; cuando escuchó los delitos que pregonaban contra su Hijo, ¿cómo pudo ser que no atravesase un cuchillo de agudo dolor las entrañas de la Madre?

Mas cuando se fue acercando y pudo contemplarle de más cerca, ¿qué sentimientos habrán embargado su Corazón, cuando nosotros no nos atreveríamos a mirar al rostro a un ajusticiado desconocido, que con toda justicia es llevado al suplicio?

El encuentro fue para Ella un momento de indecible amargura.

Después de haber visto pasar a los soldados y auxiliares de los verdugos llevando clavos y martillos, divisó entre los dos ladrones a Jesús con la Cruz a cuestas.

Al ver aquel rostro lívido, aquellos ojos inyectados de sangre, aquellos labios descoloridos y secos, el primer impulso de la pobre Madre fue precipitarse hacia su Hijo con los brazos abiertos; pero los verdugos la rechazaron con violencia.

Jesús se detuvo un momento; sus ojos se encontraron con los de su Madre; y con esta mirada, llena de inefable ternura, le hizo comprender que Él sabía lo que pasaba en su Corazón y cuán íntima parte tomaba Ella en sus dolores.

¡Oh vosotros todos!, los que pasáis por el camino: considerad y ved si hay dolor semejante a mi dolor.

¡Con qué esfuerzo miró la Virgen a su Hijo, que iba tan desfigurado y atormentado! Pero le miró de cerca, y el Hijo la miró a Ella. Y los ojos de ambos se encontraron, y quedó atravesado el Corazón de cada uno con los dolores y los sentimientos del otro.

No se dijeron palabra, porque el dolor era tan crecido que había anudado sus gargantas. Pero los que se aman, con los ojos se hablan y se dan a entender los corazones.

El Hijo comprendió en esos ojos: la admiración del alma de su Madre al ver la alteza majestad de Dios tratada con tanta impiedad; el agudísimo dolor de aquel Corazón de Madre; el agradecimiento humilde con que María agradecía la Redención del género humano; el reconocimiento por la parte tan rica que a Ella le cabía; aquella voluntad tan resignada, tan sujeta y conforme con la del Eterno Padre. Vio todo esto y no pudo dejar de consolarse.

La Madre reconoció en su Hijo el amor tan encendido para con Dios y para con los hombres; la voluntad tan conforme al mandamiento divino; el esfuerzo y alegría de su Corazón con que iba a padecer por los hombres; vio la redención del mundo, la renovación del género humano, la abundancia de gracias y los inestimables premios de gloria y de vida eterna que había de resultar de aquella muerte temporal de su Hijo. Y con esta visión creció en el conocimiento de aquella obra, de modo que no se pudo contener y siguió a su Hijo hasta la cima del Calvario para estar al pie de la Cruz, para ofrecer junto con Él su sacrificio.

Destaquemos un aspecto de este encuentro doloroso: la presencia de la Virgen Santísima en la obra de nuestra redención. María ha querido hallarse en el camino que conduce a su Hijo a la muerte…, en el camino que lleva a sus hijos a la vida.

Era necesario que Nuestra Señora estuviera allí: aceptando la Encarnación, aceptó también la Redención: el fiat de la Anunciación implica el fiat de la Pasión.

Hasta el fin del mundo, por todas partes donde esté la Cruz de Jesús, también estará su Madre.

Pero meditemos en el hecho de que nosotros mismos somos la causa de este doble sufrimiento, y digámosle: Madre, si no hubiese pecado, no habrías tenido este encuentro y no habrías conocido este dolor. Madre, Refugio de los pecadores, concédeme la gracia de no pecar más.

V).- El Cireneo:

Pronto, sin embargo, entre soldados y turbamulta precipitándose unos sobre otros, pusieron fin a aquella escena desgarradora.

Veinte pasos más adelante, dejaron la calle Efraín, para tomar la que conducía directamente al Gólgota. Apenas había marchado Jesús algunos instantes por esta nueva vía terriblemente escarpada, cuando una palidez mortal cubrió su rostro, se doblaron sus rodillas y a pesar de sus esfuerzos, le fue imposible seguir adelante.

Consideremos la gran fatiga de Jesús.

Viéndolo próximo a sucumbir y temiendo verse privados del placer de contemplar su agonía en la Cruz, los fariseos rogaron al centurión romano que buscara un hombre que ayudase al reo a llevar su carga. Por orden del oficial, los soldados detuvieron a un granjero que volvía del campo, llamado Simón el Cireneo, y le obligaron a llevar la Cruz con Jesús.

Nuestro Señor quiso participar la Cruz: Si alguno quiere venir en pos de Mí, tome su cruz de cada día y sígame.

En la ceremonia del Bautismo quince veces se trazó sobre nosotros este signo: desde el comienzo de su vida, el cristiano va cargado con la Cruz.

Todos tenemos horror natural a la Cruz; pero todos debemos llevarla… Hay diversas maneras de portar la Cruz…

Jesús no olvidó este acto de caridad: hizo del Cireneo un discípulo ferviente y de sus dos hijos, Alejandro y Rufo, apóstoles de la verdadera fe.

VI).- La Verónica:

Habían andado como doscientos pasos por esta calle espaciosa, hermoseada por grandes y vistosos edificios. Sus moradores miraban con indiferencia o desprecio a los criminales conducidos al suplicio, cuando, de improviso, una mujer de aspecto distinguido salió precipitadamente de una casa situada a la izquierda del camino.

Sin timidez a los soldados, que intentaban impedirle el paso, se acercó al divino Maestro, contempló su semblante desfigurado, cubierto de esputos y llagas sangrientas…

El Profeta nos dice que Jesús no tenía ninguna apariencia humana en su Pasión. La Verónica, sin embargo, supo reconocer en Él a su Maestro y a su Señor; y tomando el finísimo velo que cubría su propia frente, enjugó con él el rostro de la santa víctima.

Quizá no ha sido la única en desear hacer lo que hizo; entre la multitud, más de uno, sin duda, hubiera querido hacerlo. Pero para realizarlo, ¡cuántas dificultades hay que vencer! Ella tuvo valor…

Pero lo que más conmueve en esta escena es el gesto delicado de esta mujer para enjugar el divino rostro ultrajado; para limpiar la sangre, el polvo, el sudor, los salivazos y las lágrimas. Puso en ello tanto amor, tanta piedad… ¡Qué contraste con la brutalidad que la rodea!

Esta mujer ha tenido su recompensa por haber querido demostrarle a Jesús su amor. Le dio Jesús las gracias con una mirada y continuó su camino; pero, ¿cuál no sería, la sorpresa de aquella mujer cuando, de vuelta a su casa, vio en el velo de que se había servido impreso el divino rostro del Salvador, aquel rostro triste y lívido, verdadero retrato del dolor?

Ha quedado el semblante de Jesús, su rostro divino, impreso en los tres dobleces del blanco lienzo.

Esta historia de la mujer Verónica se tiene por tradición y es digna de fe. Una de estas imágenes se guarda y expone en Roma, otra en Jaén, España, y otra dicen que está en Jerusalén.

Una tradición identifica a la Verónica, heroína de la caridad, con la hemorroísa. Su nombre era Berenice. El nombre de Verónica procede del latín y del griego, y significa verdadera imagen; y alude a la Santa Faz que el Señor dejó impresa en el lienzo con que le limpió tan devota y agradecida mujer.

Cuando Saulo perseguía a la Iglesia naciente, Santa Verónica dejó la Palestina, llevando consigo su precioso tesoro. Es una de las grandes reliquias cuya manifestación se hace todos los años en San Pedro de Roma.

VII).- Segunda caída:

Sólo faltaban cerca de cien pasos para llegar a la Puerta Judiciaria, así llamada, porque por ella pasaban los condenados a pena capital para subir al Gólgota.

En este camino pedregoso, la subida se hace con dificultad. A pesar de los esfuerzos del Cireneo para ayudarle, Jesús cayó de nuevo bajo el peso de la Cruz.

Esta segunda caída fue más dolorosa que la primera: se acumulaba la fatiga, era mayor la debilidad, la angustia moral aumentaba.

Jesús se levantó con gran trabajo y se acercó a la puerta; allí, en una columna de piedra, llamada Columna de la infamia, estaba fijado el texto de la sentencia condenatoria. El Salvador pudo leer, de paso, que iba a morir por haber sublevado al pueblo contra el César y usurpado el título de Mesías.

Los fariseos no dejaron de mostrarle con el dedo la odiosa inscripción que recordaba sus acusaciones.

Jesús se encontraba ya al pie del Gólgota.

VIII).- Jesús consuela a las mujeres:

No obstante la prohibición de llorar durante el tránsito de los condenados a muerte, un grupo de valerosas mujeres, al ver a Jesús, no pudo menos de prorrumpir en gritos y lamentos. Muchas llevaban niños en sus brazos y estos lloraban junto con sus madres.

Movido a compasión al pensar en las calamidades próximas a descargarse sobre la ingrata Jerusalén, Jesús, se enterneció a la vista de aquellas afligidas mujeres; y volviéndose a ellas les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre Mí, antes llorad sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos. Porque vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no dieron de mamar. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque, si en el árbol verde hacen esto, en el seco, ¿qué se hará?

Les enseñó el modo en que debían llorar con más perfección. Jesús no prohíbe llorar su Pasión, sino el mal modo: llorándola naturalmente, como miseria humana, y olvidando la causa por la cual padece.

Además, la consigna que les da será para ellas un testamento recogido de sus labios divinos: el Jesús al que aman se va al triunfo; para ellas no queda más que vivir de forma que puedan un día participar de su gloria.

Aquellas mujeres que habían seguido a Cristo en las horas de triunfo, lloran ahora ante su fracaso. Pero Él sabe muy bien que la desgracia no está en el sufrimiento. A pesar de su aspecto despreciable, es siempre el Rey de la gloria. La desgracia está en que sean excluidas de la gracia de Dios tantas almas llamadas a la vida divina.

Seis días antes, desde la altura del Monte de los Olivos, Jesús lloraba por Jerusalén y predecía su ruina; hoy, cuando esta ciudad culpable pone el colmo a sus crímenes, el Salvador anuncia solemnemente su reprobación y la espantosa catástrofe que pondrá fin a sus destinos.

IX).- Tercera caída:

Los jefes del pueblo, al oír esta profecía, habrían debido temblar de espanto; pero, cegados y endurecidos como los demonios, se irritaron por las terribles advertencias que aquel condenado a muerte pronunciaba contra la ciudad santa.

Excitados por ellos, los verdugos descargaron sobre Jesús repetidos golpes, de manera que, tratado como bestia de carga, rendido de fatiga, cayó por tercera vez sobre las piedras del camino antes de llegar a la cima del Calvario.

Esta caída representa las recaídas en el pecado y las tentaciones de desaliento y desánimo.

Jesús se levanta y camina hasta el Calvario. Aquel que perseverase hasta el fin, será salvo.

X).- Jesús es despojado de sus vestiduras:

En estos instantes, la multitud venida de todas partes estrechaba sus filas alrededor del montículo para saborear los últimos sufrimientos del ajusticiado y aplaudir su muerte.

La hora sexta del día va a sonar, el momento es, entre todos, solemne: la gran tragedia a que asisten los Ángeles, los hombres y los demonios, la tragedia del Hombre-Dios toca a su desenlace.

Cuando un condenado a muerte llegaba al Gólgota, era costumbre presentarle una bebida generosa para saciar su sed y reanimar sus fuerzas. Mujeres caritativas se encargaban de prepararla y los verdugos la ofrecían a los criminales antes de la ejecución.

Se entregó, pues, a los soldados una pócima compuesta de vino y mirra; pero Jesús la tocó ligeramente con la extremidad de los labios como para saborear su amargura y rehusó beberla a pesar de la ardiente sed que lo devoraba. La inocente víctima no quería mitigación alguna en sus dolores.

A la hora de sexta comenzó la sangrienta ejecución, los cuatro verdugos despojaron a Jesús de sus vestidos.

Como su túnica estaba completamente adherida a su cuerpo desgarrado, se la arrancaron con tanta violencia que todas las llagas se abrieron nuevamente; y el Salvador apareció cubierto de una púrpura verdaderamente real: la púrpura de su propia Sangre.

Este desprendimiento fue atroz. ¿Hemos quitado alguna vez un vendaje puesto sobre una gran herida contusa y desecada? Si es así, podemos saber un poco de lo que se está hablando.

Cada hilo de tela está adherido a la superficie llagada y, cuando se despega, se arrancan algunas de las terminaciones nerviosas, puestas al descubierto en la herida. Estos tirones dolorosos se suman y se multiplican; cada uno aumenta para el siguiente la sensibilidad del sistema nervioso.

Las heridas del dorso, de los muslos y de las pantorrillas se incrustan de tierra y de arenillas.

Pero mayor fue la pena del Señor por esta vergüenza y desnudez que padeció en lugar tan público, al mediodía y en presencia de tanta muchedumbre de gente, que le herían más con los ojos que le miraban que si le atravesaran con los clavos.

Adán, una vez vencido, buscó vestidos con que cubrir su desnudez (símbolo de la pérdida de la gracia). Jesús subió desnudo a la Cruz (símbolo del despojo de las cosas terrenales y pecaminosas) para recuperar la vestidura blanca de la gracia con la cual cubrirnos.

La meseta de rocas sobre la cual debía tener lugar la crucifixión, se eleva a doscientos pasos de la Puerta Judiciaria.

En hebreo se la llama Gólgota, esto es, Calvario o Sitio del Cráneo.

Este nombre le fue dado según las tradiciones, para perpetuar un gran recuerdo.

Tres mil años antes de Jesús, un hombre agobiado bajo el peso de los años y de los sufrimientos, expiraba en este monte solitario; era Adán, padre del género humano. Desterrado del Paraíso, había vivido nueve siglos en las lágrimas y la penitencia. Le había sido preciso comer el pan con el sudor de su frente, sufrir las torturas de la enfermedad, apagar a fuerza de austeridades el fuego de las pasiones que ardía en su alma, llorar por hijos culpables que se degollaban en luchas fratricidas y oír resonar siempre a sus oídos la palabra vengadora de Dios: ¡Adán, morirás de muerte, porque has pecado!

No obstante, jamás vino la desesperación a turbar el alma del pobre desterrado. En sus momentos de congoja recordaba que, al arrojarlo del Paraíso, Dios le había prometido que uno de sus descendientes lo redimiría, y con él a toda su raza.

Por esto, durante los largos siglos de su existencia, no cesaba de inculcar a sus hijos la esperanza en un futuro Redentor.

Y cuando vio alzarse ante él el espectro de la muerte, adoró la justicia de Dios y se durmió apaciblemente, saludando por la última vez al Libertador que debía rescatar a sus hijos de la tiranía de Satanás y abrir las puertas del Cielo cerradas por su pecado.

Los hijos de Adán enterraron su cadáver en los flancos de la montaña y abrieron una cavidad en la roca que la dominaba para colocar en ella su cabeza patriarcal.

Esta roca fue llamada Gólgota, sitio en que reposa el cráneo del primer hombre.

Aquí fue precisamente, sobre esta misma roca, a donde los verdugos arrastraron a Jesús, el nuevo Adán, a fin de mezclar la Sangre divina de la expiación, con las cenizas del viejo pecador que infectó en su fuente todas las generaciones humanas.

Un árbol, el árbol del orgullo y de la voluptuosidad, había perdido al mundo… Jesús llegó al Calvario llevando sobre sus hombros otro árbol, el madero de la ignominia y del martirio, la Santa Cruz…

Dice el Himno del tiempo de Pasión: De parentis protoplasti fraude factor condolens, quando pomi noxialis morte morsu corruit, ipse lignum tunc notavit, damna ligni ut solveret (Condolido el Creador por el engaño de Adán que, al morder del fruto dañino, incurrió en la muerte, Él mismo designó el madero que repararía los daños que había causado el primer árbol)

He aquí por qué el Cordero de Dios, que había tomado a su cargo expiar los pecados de toda su raza, sería tratado como Él quiso, es decir, sin compasión.

Que nuestra compasión nos valga participar de los frutos de la Redención.

Jesús quiere sufrir; hubiera podido salvarnos sin sufrir…

Jesús esconde su divinidad…; podría destruir a sus enemigos y no lo hace…; deja padecer crudelísimamente a su sacratísima humanidad…

Es por mí que Jesús sufre…, padece todo esto por mis pecados…

Entonces, ¿qué haré yo por Cristo? ¿Qué debo hacer y padecer yo por Él?