Padre Juan Carlos Ceriani: DOMINGO DE SEXAGÉSIMA

 

 

DOMINGO DE SEXAGÉSIMA

Y como hubiese concurrido un crecido número de pueblo, y acudiesen solícitos a Él de las ciudades, les dijo por semejanza: Salió el que siembra, a sembrar su simiente. Y al sembrarla, una parte cayó junto al camino y fue hollada, y la comieron las aves del cielo. Y otra cayó sobre piedra: y cuando fue nacida, se secó, porque no tenía humedad. Y otra cayó entre espinas, y las espinas que nacieron con ella la ahogaron. Y otra cayó en buena tierra: y nació, y dio fruto a ciento por uno. Dicho esto, comenzó a decir en alta voz: Quien tiene oídos para oír, oiga. Sus discípulos le preguntaban qué parábola era ésta. Él les dijo: A vosotros es dado el saber el misterio del reino de Dios, mas a los otros por parábolas; para que viendo no vean y oyendo no entiendan. Es, pues, esta parábola: La simiente es la palabra de Dios. Y los que están junto al camino, son aquéllos que la oyen; mas luego viene el diablo, y quita la palabra del corazón de ellos, porque no se salven creyendo. Mas los que sobre la piedra, son los que reciben con gozo la palabra, cuando la oyeron; y éstos no tienen raíces; porque a tiempo creen, y en el tiempo de la tentación vuelven atrás. Y la que cayó entre espinas, estos son los que la oyeron, pero después en lo sucesivo quedan ahogados de los afanes, y de las riquezas, y deleites de esta vida, y no llevan fruto. Mas la que cayó en buena tierra; estos son, los que oyendo la palabra con corazón bueno y muy sano, la retienen, y llevan fruto con paciencia.

Antes de explicar esta parábola, Jesús da la razón de su pedagogía, dado que hay dos clases de hombres con respecto al Reino de Dios.

Unos, protervos, que no quieren reconocer los títulos que Cristo exhibe de su misión mesiánica, aferrándose al equivocado concepto de un reino material y glorioso en la tierra; éstos no merecen se les expliquen los misterios del Reino de Dios.

Otros, en cambio, como los Apóstoles, creen en la legación de Jesús, y a éstos explicará claramente su pensamiento.

Los judíos conservaban la fe en el Mesías; si hubieran creído en la misión de Jesús, aquella fe se hubiese desarrollado en el don mayor de su entrada en la Iglesia; pero hasta aquella gracia primera les será inútil.

En cambio, los discípulos de Jesús pasarán de aquella fe a la abundancia del Reino de Dios.

Esta razón del cambio en su pedagogía, Jesucristo la sintetiza en estas tremendas palabras: Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven; y oyendo no oyen, ni entienden. Ven con los ojos de su imaginación y de su entendimiento el contenido material de la parábola, y oyen con sus oídos las cosas indicadas en su descripción; pero no penetran su profundo sentido. Es la pena que ha merecido su incredulidad: si no han creído en la doctrina, confirmada con tantos milagros, menos creerían las profecías del Reino de Dios que en las parábolas se encierran. Es el terrible castigo del pecado contra el Espíritu Santo.

Mas a los discípulos, que han sido dóciles a sus enseñanzas, les trata Jesús con predilección especial, abriéndoles de par en par los misterios del Reino de Dios. Es para ellos el comienzo de la bienaventuranza: Mas dichosos vuestros ojos, que ven, y vuestros oídos, que oyen.

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Tampoco los discípulos habían entendido la parábola del sembrador. Después de la digresión, en que les ha respondido a su pregunta del porqué de la predicación por parábolas, va a desentrañarles la del sembrador, como le piden.

El que siembra, siembra la palabra. Así queda definido el protagonista de la acción: es un sembrador de palabras, un maestro, un adoctrinador, con misión para ello.

Luego define la naturaleza de la palabra sembrada: La simiente es la Palabra de Dios. Es la que Dios, por medio de la revelación, se ha dignado comunicar a los hombres; la que Cristo anuncia, y la que confió a sus apóstoles, la que sus sucesores anuncian al pueblo.

Ahora bien, siendo la semilla siempre la misma, de las condiciones del suelo dependerá el fruto. Es decir, hay diferentes clases de almas respecto de la religión, de la fe…:

los que fallan en la fe

los que responden bien

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Entre aquellos que fallan en la fe, hay tres clases: los frívolos, los flojos y los furiosos.

1ª) Los frívolos, superficiales, pueriles, distraídos, divertidos, botarates, no desarrollados, atrofiados.

Son los señalados por el camino en el que cae la semilla, aquellos que reciben la palabra de Dios… pero en cuyo corazón no ha podido penetrar la divina palabra. La semilla no germina; ni siquiera ha podido penetrar la divina Palabra: cae sobre el camino y es hollada.

La fe ni siquiera puede prender en estas almas, porque la fe pertenece al dominio de lo serio, de lo profundo, y estas almas son superficiales, no tienen peso ni sujeto. No tienen ambiente para la vida de la fe. En ellos lo religioso está atrofiado, y el demonio tiene poco trabajo.

Esta clase de almas es la más común hoy en día; se trata del mediocre, del cual Ernest Hello ha realizado una incomparable descripción:

“El hombre superior eleva la frente para admirar y para adorar; el hombre mediocre eleva la frente para burlarse; le parece ridículo todo lo que está por encima de él, y lo infinito le parece vacío.

El hombre mediocre es mucho peor de lo que él cree y de lo que los demás creen, porque su frialdad encubre su malignidad. Comete infamias pequeñas que, de puro pequeñas, parecen no ser infamias. Pica con alfileres y se regocija cuando ve manar sangre, mientras que aún al asesino le da miedo la sangre que vierte. El hombre mediocre nunca tiene miedo. Se siente apoyado en la multitud de aquellos que se le parecen.

El hombre mediocre no siente la grandeza, ni la miseria, ni el Ser, ni la nada. Es que no se arroba ni se precipita por lo inmenso.

El rasgo característico, absolutamente característico del hombre mediocre, es su deferencia por la opinión pública. No afirma jamás, siempre repite. Sus admiraciones son prudentes, sus entusiasmos son oficiales. Admite algunas veces un principio, pero si tú llegas a las consecuencias de ese principio te dirá que exageras. Si la palabra exageración no existiera, el mediocre la inventaría.

El mediocre sólo tiene una pasión: el odio a lo bello. Quizás repita con frecuencia una verdad trivial en tono asimismo trivial. Expresa tú la misma verdad con esplendor y te maldecirá, pues habrá encontrado lo bello, que es su personal enemigo.

Al mediocre, toda afirmación categórica le parece insolente, pues excluye la propuesta contraria. Pero si alguien es un poco amigo y un poco enemigo de todas las cosas, lo considerará sabio y reservado, le admirará la delicadeza de pensamiento, le elogiará el talento de las transacciones y de los matices.

Para escapar a la censura de intolerante, hecha por el mediocre a todos los que piensan con firmeza, sería necesario refugiarse en la duda absoluta; e incluso en tal caso, sería preciso no llamar a la duda por su nombre. Por eso, se expresa en términos de opinión modesta, que respeta los derechos de la opinión opuesta, toma aires de decir alguna cosa y no dice cosa alguna. Es preciso añadir a cada frase una paráfrasis azucarada: “parece que”, “yo osaría decir que”, “si es licito expresarse así”.

El mediocre dice que hay algo de bueno y de malo en todas las cosas, que es preciso no ser absoluto en los juicios. Si alguien afirma con fuerza la verdad, el mediocre lo acusará de exceso de confianza en sí mismo. Él, que tiene tanto orgullo, no sabe lo que es el orgullo. Él es modesto y orgulloso, dócil frente a los revolucionarios, como Voltaire, y rebelde contra la Iglesia Católica. Su lema es el grito de Joab: “Soy audaz sólo contra Dios”.

Si el hombre naturalmente mediocre se hace seriamente cristiano, cesa absolutamente de ser mediocre. El hombre que ama lo absoluto no puede ser mediocre”.

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2ª) Los flojos, tibios o dubitantes, en los cuales la semilla cae sobre piedra, donde no tiene mucha tierra; y apenas nacida, cuando sale el sol, se quema y se seca porque no tiene humedad ni raíz. La semilla germina, pero la planta se quema pronto.

Estos hombres reciben la fe, son capaces de lo religioso, de moverse en el plano religioso, incluso practican algún bien; pero no quieren sufrir, y la fe no echa raíces en su corazón y se les seca pronto; al tiempo de la tentación, al sobrevenir la tribulación y la persecución por la palabra, al punto se escandalizan, y vuelven atrás, abandonando sus buenos propósitos.

Como no quieren obrar conforme a la fe, y la fe sin obras es una fe muerta, lo religioso dura poco en estas almas.

Cuatro son las causas de esta triste realidad: tierra escasa, sol abrasador, poca humedad y no tienen raíz.

El miedo al sufrimiento suprime la fe en estos hombres. Ellos entienden de religión y ven claramente lo que la religión les exige y dónde y por dónde los quiere llevar… y por eso abandonan… Cuando se presenta la tentación, retroceden, dejan la fe.

Con éstos el demonio tiene más trabajo, pero la cosecha es más abundante… no queda vida espiritual, sólo rocas.

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3ª) Los furiosos, enardecidos o desesperados, representados por la semilla que cae entre espinas que, al nacer junto con ella, la ahogan, y no da fruto.

La planta se asfixia. La fe existe, tienen fe, pero cubierta y convertida en fermento de acción mundana y desesperación, de agitación.

Son hombres religiosos, pero cuya mística está desviada, aprisionada por una pasión y un falso ideal: éstos son los que oyeron la palabra, pero como andan en afanes de este siglo, en riquezas y placeres de la vida, se ahoga y no reporta fruto.

Están sofocados por las preocupaciones terrenales. De allí nace el desasosiego espiritual y la angustia, acompañado de un activismo malsano.

¡Aquí hay vida!, pero natural, humana… cardos y espinas. Lo demoníaco es inmediato.

¡Cuántos jóvenes hemos visto enrolados en movimientos revolucionarios, los guerrilleros y las hordas verdes, inspirados por una religiosidad temporal, un mesianismo demoníaco!

Otros ejemplos históricos son Lutero y todos los sectarios; pero también hoy en día los carismáticos.

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Están también aquellos que responden bien a la fe, que retienen la Palabra de Dios y dan su fruto con paciencia, longanimidad, constancia y perseverancia.

Entre ellos hay también tres clases: cayó en tierra buena, y nació, y dio fruto, uno el treinta, otro el sesenta, otro el ciento por uno, como dice San Marcos, según la proporción de sus buenas disposiciones.

1ª) Los penitentes, de piedad mediocre e intermitente.

En ellos, el pecado mortal es más o menos combatido; pero pactan con el pecado venial y a veces lo cometen deliberadamente; abandonando fácilmente la oración.

2ª) Los piadosos, cuya piedad es sostenida e incluso fervorosa.

Ellos jamás cometen un pecado mortal; difícilmente cometen un pecado venial plenamente deliberado; son fieles a la oración.

3ª) Los perfectos, que tienen una fe total y cuyos actos la manifiestan.

Ellos jamás cometen un pecado deliberado, ni mortal, ni venial; combaten incluso las imperfecciones; tienen una fidelidad exquisita a la oración. Poseen un corazón magnánimo.

“Frente al mediocre, Ernest Hello nos dice que el hombre superior, incesantemente atormentado, desgarrado por la oposición entre lo ideal y lo real, siente mejor que nadie la grandeza y la miseria humana. Siéntese llamado con más fuerza hacia el fin ideal, que es nuestro fin, el fin de todos, y, sin embargo, más mortalmente dañado por la antigua caducidad de nuestra pobre naturaleza. Nos comunica estos dos sentimientos que él experimenta, encendiendo en nosotros el amor del Ser y despertando incesantemente la conciencia de nuestra nada”.

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Como conclusión práctica, nuestro corazón tiene que ser tierra buena, que reciba con amor toda semilla de Palabra de Dios: lecturas, sermones, consejos, ejemplos, inspiraciones.

Tierra humedecida por la gracia de Dios que la penetre sin resistencias.

Tierra soleada por el amor de Dios; labrada y abonada con el cuidado perseverante.

Tierra vigilada de todo ladrón que pudiera arrebatar el fruto.

Tierra guardada de todos los enemigos de dentro, representados por las rocas y las espinas (la vanidad, la codicia, las malas concupiscencias, las resistencias, el endurecimiento, los excesivos cuidados).

Tierra protegida contra los enemigos de fuera, el mundo y el demonio, figurados por las aves del cielo.

El que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto con paciencia, y produce uno ciento, otro sesenta, otro treinta por uno…

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Para Aristóteles, las tres vidas típicas del hombre son la vida pueril, la vida política y la vida especulativa. Para él, la primera que tiene por fin el placer; la segunda el honor y la gloria; la tercera la contemplación; como si dijéramos la vida del divertido; la vida del hombre de acción; la vida del sabio.

Con el cristianismo, tenemos que la vida estética es la dominada por el placer; la vida ética está bajo el signo de la lucha y la victoria; la vida religiosa es la regida por el sufrimiento.

El estadio estético

La vida estética es la de los que viven en la superficie de las cosas; es la vida dominada por el placer, aunque sea el placer estético. Es la vida en el plano de las sensaciones, de las imágenes, del sentimentalismo, la vida tanguera. No es que no tengan razón y raciocinio; pero la razón está rebajada de plano.

Es muy de notar que se puede ser muy religioso, muy devoto, y también muy moral, muy correcto, y vivir en el plano estético. Plano estético no designa solamente al libertino vulgar, al simple atolondrado o al farrista trivial: es una categoría filosófica que tiene valor universal.

El vivir en el plano estético trae el establecerse en las apariencias, en la exterioridad; el atolondramiento, la tilinguería, la irresponsabilidad, la amoralidad, la botaratería, la estulticia, el sentimentalismo, la guaranguería… Para curarlas hay que subir al plano moral, por medio de un salto.

El estadio ético

La vida ética es la que está polarizada a la lucha y la Victoria, a la gloria, dice Aristóteles.

El hombre ético es el que está poseído por el sentimiento de justicia y orden: el hombre adherido a la moral.

Para Aristóteles, el gran estadista es el tipo de esta vida; que por eso la llama «vida política»; es una gran vida, pero que no es la superior.

El gran estadista es el hombre de la pasión ética, de la lucha, de la victoria en el campo de la moral, es decir, en el campo del alma de los hombres, las multitudes y las naciones.

Es un hombre de costumbres estrictas o al menos correctas, de ideas conservadoras, de sentimientos moderados; no propenso al éxtasis, más bien propenso a la solemnidad. Es el hombre intachable, por lo menos nadie ha podido nunca poner una tacha en él; ni él permitirá que nadie se la ponga; tiene el sentimiento y el cuidado de su honor; justamente por eso Aristóteles pone a la Gloria como el fin de esta clase de vida. Para él, las palabras vicio y virtud tienen una validez terrible; el honor no es una palabra huera.

El honor: llegará un momento difícil en su vida (que él hará todo lo posible para que no llegue, pero que puede llegar), y él abandonará su puesto para no ensuciar su honor.

Este tipo es el que constituye —es decir, debería constituir— la media de la vida humana, el tejido general de la sociedad, o en último caso, lo que llaman las clases dirigentes.

En suma, los que deben dirigir, necesitan de la moral.

El estadio religioso

Es para Aristóteles la vida contemplativa, y está bajo el signo de la contemplación; Kierkegaard dice, duramente, que está bajo el signo del sufrimiento.

Si Kierkegaard dijo que lo religioso está bajo el signo del sufrimiento, no dijo como el pérfido apóstata Renán, que «la verdad es triste», ni la tristeza de Kierkegaard es la desesperación de Lutero.

Si la religión está bajo el signo del sufrimiento, quiere decir que el hombre que está en el plano religioso es el hombre que ha mirado de una vez por todas cara a cara a la vida —y también a la muerte—; y habiendo aceptado la vida, y habiendo aceptado la muerte, se ha puesto de un golpe en el centro de la realidad, y se ha puesto en relación de inmediatez con lo divino.

Al hombre religioso este mundo le aparece como un espectáculo —lo mismo que al hombre estético.

La vida le aparece como una lucha —lo mismo que al hombre ético.

Pero le aparece como una lucha sin victoria —es decir, como un sufrimiento, y en eso se diferencia de los otros dos.

Además, él se siente débil, en tanto que los otros se sienten sólidos y seguros; se sienten en un mundo sólido, en tierra firme; él está en equilibrio inestable. Cae cada dos por tres en un abismo, del cual sale braceando duramente; pero cuando sale a la superficie, se da cuenta que las olas en que vive son la realidad de la vida; y que la tierra firme de los otros es pura apariencia.

Por lo cual puede contemplar esos dos mundos de los otros —el mundo de lo sensible y el mundo de la moral— con un poco de «humor».

Y esto, y nada más, es la «tristeza cristiana». El que está en relación directa con Dios está en relación con una cosa más grande que el hombre: una cosa tremenda.

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¡Atención!, pues, porque el Divino Sembrador sigue esparciendo su semilla… Y esta debe caer en buena tierra; es decir, aquellos que, oyendo la palabra con corazón bueno y muy sano, la retienen y llevan fruto con paciencia…