DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA
El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia la hora tercia y al ver a otros que estaban en la plaza parados, les dijo: “Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo.” Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo. Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dice: “¿Por qué estáis aquí todo el día ociosos?” Dícenle: “Es que nadie nos ha contratado.” Díceles: “Id también vosotros a la viña.” Al atardecer, dice el dueño de la viña a su administrador: “Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros.” Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. Al venir los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también cobraron un denario cada uno. Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, diciendo: “Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor.” Pero él contestó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?” Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos.
Al comenzar el tiempo de Septuagésima, que abarca las tres semanas que preceden inmediatamente a la Cuaresma, consideremos esta parábola evangélica del dueño de la vid y su manera de distribuir los salarios.
Del mismo modo que este propietario se había ligado por un compromiso con los obreros de la primera hora, así Dios se comprometió con su pueblo; el cual, a su vez, se ligó recíprocamente a la fidelidad y firmó su contrato con conocimiento de causa, a pesar de todas las inclemencias y todas las vicisitudes.
La parte leal y noble de Israel rogó, sufrió, perseveró bajo los rayos ardientes de un sol de mediodía; como los obreros de la primera hora, observó el contrato de alianza que obligaba a las dos partes.
Y Dios cumplió todos sus compromisos: sensible a las súplicas constantes de este pueblo, el Señor le envía el Mesías, conforme a la imagen trazada en sus menores detalles por las predicciones de los Profetas.
Una misión privilegiada correspondía a Israel, que, si lo hubiese querido, hubiese podido pasar a ser el primogénito del segundo nacimiento espiritual, el primero entre sus pares, en medio de las naciones.
Mientras tanto, Dios, como propietario legítimo de la vid, no negaba a los obreros de la primera hora el salario prometido; al contrario, lo daba íntegramente, sin restarle nada. Pero se complacía, al mismo tiempo, en pagar la misma suma a los obreros de la tarde, como era su derecho, y nadie podía objetar o limitar su generosidad.
Israel pretendió limitar a sus personas la capacidad infinita del amor de Dios; hacer del Omnipotente una especie de deudor-esclavo, reclamando para sí, no sólo los favores prometidos, sino también su poder, su voluntad y hasta esta libertad de hacer el bien a su manera. Por monstruosa que pueda parecer tal presunción, era esto exactamente lo que pretendía Israel…
Dios no podía encontrar sino arrogante e insolente esta postura de los criados y criaturas que buscaban subvertir el orden, queriendo imponer a su Creador y Señor su voluntad y sus pretendidos derechos del hombre o del pueblo.
Esta actitud merecía un castigo. El fracaso de Israel fue lamentable… Y seguirá siendo un ejemplo espantoso para todos los tiempos de cuán miserable es el hombre cuando quiere jugar al acreedor y al comerciante con Dios, en vez de abandonarse humildemente a la misericordia divina en el sentimiento de su indignidad y en el de la ignominia de sus pretendidos méritos y créditos.
Y así será hasta el cumplimiento del tiempo de las naciones…
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Pero, atención, porque Jesucristo, el Mesías, ha reprobado a su pueblo; y esto tiene gran importancia y resuelve una dificultad tremenda en la lectura de las Sagradas Escrituras; porque Dios había hecho a los hebreos promesas grandiosas que, aparentemente, no cumplió… ¿Qué pasó?
En el Profeta Malaquías está la clave del misterio: el Profeta reprende y amenaza la corrupción religiosa, que desembocará en el fariseísmo; y amenaza con la ruptura del pacto de Leví y con hacerse un nuevo y más digno sacerdocio.
Las promesas divinas eran condicionadas, y los judíos quebraron el Pacto. Pero los planes divinos no se quiebran nunca, y sus promesas son sin arrepentimiento. Jesucristo declaró solemnemente la ruptura del Pacto divino con la Sinagoga; todas las amenazas divinas contenidas en los Profetas cayeron sobre Israel; pero su conversión y triunfo fueron aplazados para el fin de los tiempos.
Al final de la profecía de Malaquías surge una promesa, que no es condicionada, sino absoluta; es la promesa de la restauración de Israel en la Parusía: He aquí que os enviaré al profeta Elías, antes que venga el día grande y tremendo de Yahvé. Él convertirá el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres; no sea que Yo viniendo hiera la tierra con el anatema.
La labor de Elías en el día grande y tremendo consistirá en llevar a sus contemporáneos a la piedad de los días antiguos y a la imitación de los padres y patriarcas.
Toda esta historia encierra una lección gravísima para el cristiano. El cristianismo tiene las promesas infalibles de Cristo; y en esas promesas, falseándolas, algunos se ensoberbecen o se adormecen… Pero la Sinagoga también tenía esas promesas…, y ya hemos visto lo que le aconteció…
Por eso es digna de ser meditada la conclusión de la parábola de este domingo: Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno? Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos.
Los últimos serán primeros y los primeros, últimos: su sentido es que los primeros en ingresar en el Reino deberían haber sido los judíos; mas, por negligencia y culpabilidad, vendrán a ser los últimos, mientras que los gentiles serán de hecho los primeros en su ingreso en la Iglesia.
San Pablo explica claramente todo esto en los capítulos 10 y 11 de su Carta a los Romanos. El Apóstol llega al final del análisis que viene haciendo sobre la culpabilidad de Israel. Con una serie de interrogantes debidamente enlazados, y con abundantes citas de textos bíblicos, va señalando que Dios ha ofrecido a los judíos todo lo necesario para que pudiesen conocer el Evangelio, y que, si no han creído, la culpa está toda de su parte.
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San Pablo deja en claro que, salvo un pequeño resto, Dios ha rechazado al pueblo judío incrédulo y rebelde, buscándose otro, compuesto en su mayoría de gentiles.
Pero como había peligro de engreimiento por parte de éstos últimos, con desprecio hacia los primeros, el Apóstol pone las cosas en su punto y ofrece una visión de conjunto del maravilloso plan divino.
Su razonamiento es el siguiente: Dios no ha rechazado a su pueblo, pues muchos judíos han abrazado la fe; y si otros se han endurecido en su incredulidad, ese endurecimiento no es definitivo, sino que entra en los planes de Dios en orden a facilitar la conversión de los gentiles; de modo que, una vez que haya entrado en la Iglesia la plenitud de las naciones, también Israel se convertirá.
La primera afirmación de Pablo es que no todos los judíos han quedado fuera de la salud revelada en el Evangelio, pues él mismo, que tiene conciencia de su elección como cristiano y aun de su misión como apóstol, es judío. Y es que, para constituir el núcleo de la nueva Iglesia, Dios se ha reservado un resto. no por sus obras, sino en virtud de una elección graciosa de Dios.
Del resto escogido, núcleo de la nueva Iglesia, pasa el Apóstol a tratar de los judíos que han quedado fuera, que son la inmensa mayoría. Estos no lograron lo que buscaban, y se han encallecido en su incredulidad, tal como estaba predicho en la Sagrada Escritura.
La idea de San Pablo es clara. Trata de señalar que, no obstante la transparencia con que se presentó Jesucristo con su predicación y sus milagros, ellos ni vieron ni entendieron.
A continuación, el Apóstol nos ofrece una de las páginas más maravillosas de sus escritos. Es un texto de altísima teología de la historia, mirando los hechos desde el elevado plano que su condición de Apóstol, iluminado por Dios, le permitía hacerlo.
Gira todo en torno a la caída de Israel, que en su inmensa mayoría ha quedado fuera de la Iglesia.
Para San Pablo, esa caída de Israel no es algo aislado, sin entronque en los planes salvadores de Dios, sino que está enderezada a facilitar la conversión de los gentiles, de modo que, una vez convertidos éstos, también Israel se convertirá.
Con esto llegamos a la razón última de todo: aparecerá claro que lo mismo para gentiles que para judíos la salvación es puro don de la misericordia divina.
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En cuanto a que esa conversión haya de llegar, San Pablo es categórico. Claramente lo insinúa primero y lo afirma luego de modo explícito.
Lo que nos descubre el Apóstol es consecuencia de la fidelidad de Dios a sus promesas para con los judíos, «amados a causa de los padres», no obstante su incredulidad presente.
Hay como una doble actitud de Dios para con ellos: de una parte, «enemigos» a causa de su postura respecto del Evangelio; pero, de otra parte, «amados» a causa de pertenecer al pueblo elegido.
Dos comparaciones sumamente expresivas, «raíz – ramas” y «primicias – masa», han servido al Apóstol para hacer resaltar esta última idea y, al mismo tiempo, inculcar humildad a los gentiles convertidos, en peligro de atribuirse la exclusividad de nuevos elegidos, con desprecio hacia los judíos, ramas desgajadas del viejo tronco y aparentemente montón de leña seca.
Para el Apóstol, Israel es como un olivo, cuyas raíces son los antiguos patriarcas y cuyas ramas son todos los judíos, que reciben su savia de aquella raíz santa, que son sus progenitores.
Cierto que algunas ramas han sido desgajadas a causa de su incredulidad; pero incluso las ramas desgajadas conservan cierta vinculación al tronco, y bastará que remuevan el obstáculo por el que fueron desgajadas para que, sin violencia alguna, vuelvan a ocupar su puesto en el propio olivo.
Muy otra es la condición de los gentiles. Son éstos como ramas de olivo silvestre o acebuche injertadas por pura misericordia divina en el tronco judaico; que no se engrían, pues, contra los judíos, pues si Dios no perdonó a las ramas naturales, tampoco a ellos los perdonará, de no permanecer fieles, y si pudo injertar ramas silvestres en olivo legítimo, más fácilmente podrá devolver a su propio olivo ramas desgajadas.
En el mismo sentido habrá de entenderse la otra comparación de «primicias – masa», que San Pablo no desarrolla, pues alude al mismo objeto.
La imagen está tomada de una costumbre muy conocida en Israel, es a saber, la de ofrecer a Dios las primicias de una cosa, con lo que el resto se consideraba ya en cierto modo santificado. Esas primicias son los antiguos Patriarcas, que recibieron las bendiciones de Dios, comunicando cierta santidad a la masa toda de sus descendientes.
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¿Afirma algo San Pablo sobre el tiempo en que tendrá lugar esa conversión de los judíos?
La respuesta no es fácil.
Hay dos frases que parecen aludir a este punto, pero demasiado vagas para que podamos sacar conclusiones concretas.
Una frase dice: «si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su integración sino resurrección de entre los muertos?«
Y la otra expresa que «el endurecimiento vino a una parte de Israel hasta que entrase la plenitud de las naciones, y entonces todo Israel será salvo».
En cuanto a la primera frase, hay bastantes autores que interpretan esa «resurrección de entre los muertos» como alusiva a la primera resurrección, con que se coronará la obra redentora de Cristo; y que tendrá lugar en la Parusía.
Por lo que respecta a la segunda frase, esa “plenitud” o totalidad se ha de entender de las naciones en general, no de todos y cada uno de los individuos, y no se trataría de plenitud o totalidad absoluta, sino sólo moral.
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El sentido de los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos, es, por lo tanto, que los primeros en ingresar en el reino deberían haber sido los judíos; mas, por negligencia y culpabilidad, vendrían a ser los últimos, mientras que los gentiles vendrían a ser de hecho los primeros en su ingreso en la Iglesia.
Importa mucho comprender bien este paso del Evangelio. Fijémonos, por de pronto, en las circunstancias en que el Salvador pronunció esta parábola y el fin instructivo que directamente se propone. Se trataba de advertir a los judíos que se acercaba el día en que desaparecería la Ley Mosaica, para dar lugar a la Ley Cristiana, y disponerlos a aceptar de buen grado la idea de que los gentiles iban a ser llamados a hacer alianza con Dios.
La viña de que se trata es la Iglesia en sus diversos esbozos desde el principio del mundo hasta que Dios mismo vino a habitar entre los hombres, y crear en forma visible y permanente la sociedad de los que en Él creen.
Las más estupendas misericordias se reservaron a este período durante el cual la salvación había de extenderse a los gentiles por la predicación de los Apóstoles. En este postrer misterio Jesucristo se propone confundir el orgullo judaico.
Notemos las repugnancias que fariseos y doctores de la ley mostraban viendo que se extendía la adopción a las naciones, por las querellas egoístas que dirigen al padre de familias los obreros convocados a primera hora.
Esta obstinación será sancionada como merece. Israel, que trabajaba antes que los gentiles, será rechazado por la dureza de su corazón; y los gentiles, que eran los últimos, llegan a ser los primeros, siendo hechos miembros de la Iglesia católica, Esposa del Hijo de Dios.
La Sinagoga interpretó alegóricamente todas las Profecías que anunciaban el aspecto humilde de la Venida del Mesías, y pasó por alto aquellas que enunciaban la ceguera que amenazaba a Israel, acomodando así las Profecías a su «gloriosa tradición». Así condujo al pueblo judío a aquella espantosa impiedad y apostasía, que lo llevó a rechazar y crucificar a Jesús, Rey de los Judíos.
El misterio de la Venida de Cristo ha sido siempre una dificultad grandísima en la interpretación de las Profecías: queda siempre la difícil tarea de separar bien los elementos de la palabra profética que se refieren a la Segunda Venida gloriosa de Cristo para no aplicarlos, equivocadamente, a su Primera Venida.
Los judíos tropezaron. Que sirva de advertencia para nosotros: no alegoricemos las profecías acerca de la Segunda Venida de Cristo.
El ejemplo de Israel es pues un aviso a fin de que guardemos fielmente la palabra profética, escudriñándola con humildad, para no caer en semejante ceguera, la cual repentinamente podría causar nuestra ruina. Además, la misma Palabra profética nos avisa que muchos misterios que se refieren al Reino han de quedar sellados hasta el fin de los tiempos, hasta cuando estén por cumplirse.
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La Iglesia ocupa un lugar único en el plan de Dios con respecto a la Redención del mundo.
La misión de la Iglesia abarca el tiempo que transcurre entre la ruina y la restauración de Israel. Cumplida su misión de haber congregado un pueblo consagrado al nombre de Cristo, será reedificado el Tabernáculo de David a fin de que, por la realización del Reino Mesiánico, busquen al Señor todas las demás naciones.
La conversión de todas las naciones no es, pues, la tarea de la Iglesia en la presente edad. En la presente edad la Iglesia no ha de reinar sobre el mundo, sino que debe congregar a la Esposa de Jesús de entre las naciones.
Por lo tanto, la raíz de la confusión antimilenista es la falta de distinción entre la Redención y la manifestación de esta Redención.
De este modo, la Iglesia no desea la redención del mundo para que Jesús venga otra vez (como dicen los antimilenistas), sino que la Iglesia desea ardientemente la Venida de Jesús para que el mundo sea redimido de hecho, aplicándole los frutos de la Redención mediante la restauración de Israel y la realización del Reino Mesiánico.
Desde el momento en que el delito de los judíos vino a ser la ocasión de salud para los gentiles, hemos entrado en la sexta edad, la «última hora», en la cual Satanás dirige todas las fuerzas de su poderío diabólico contra la Iglesia, tratando de impedir su obra desde fuera, y paralizarla desde adentro.
El misterio de iniquidad se presenta como el Misterio del Anticristo. Este misterio se manifiesta en el espíritu de apostasía con que Satanás, ya desde el principio, penetra y obra dentro de la Iglesia atribulándola grandemente.
Este misterio se descubrirá plenamente en la persona del Anticristo, cuya venida será, según la operación de Satanás, al fin de la presente edad. Pues cuando Satanás sea arrojado a la tierra, sabiendo que le queda poco tiempo, desencadenará la gran tribulación.
Cuando el Anticristo llegue al colmo de su poder, entonces se manifestará Cristo con sus Santos, y Él lo destruirá con el aliento de su Boca y con el resplandor de Su Presencia.
Así se consumará la sexta edad, la última hora, y se iniciará la séptima. En aquellos tiempos vendrá el Reino de Cristo con sus Santos: el glorioso misterio de la manifestación de los hijos de Dios, que renovará la faz de la tierra.
Cristo reinará, y su Esposa se sentará sobre su Trono y reinará con Él sobre las doce tribus de Israel restaurada.
A Satanás, príncipe de este mundo, le será quitado el poder, por mil años, y será encadenado en el abismo, para ser soltado al fin de esa séptima edad por muy poco tiempo.
Al presente, la Iglesia es atribulada y acrisolada por las tentativas del Maligno.
Pero, ¡confianza!, pues Jesús ha dicho: Yo he vencido al mundo… Y su victoria, en su Parusía, será la nuestra…