PADRE JUAN CARLOS CERIANI: TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA

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TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA

De la Carta de San Pablo a los Romanos XII, 9-21 (el texto en negro pertenece a la Epístola del Segundo Domingo de Epifanía, y el texto en azul es el que corresponde a la Epístola de este Domingo):

Vuestra caridad sea sincera, aborreciendo el mal, adhiriéndoos al bien, amándoos los unos a los otros con amor fraternal, honrándoos a porfía unos a otros. Sed diligentes sin flojedad, fervorosos de espíritu, como quienes sirven al Señor. Vivid alegres con la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración; subvenid a las necesidades de los santos, sed solícitos en la hospitalidad.

Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis. Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran. Tened el mismo sentir unos con otros. No blasonéis de cosas altas, sino acomodándoos a lo que sea más humilde.

No queráis teneros a vosotros mismos por sabios. A nadie volváis mal por mal; procurando obrar bien no sólo delante de Dios sino también delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto de vosotros depende, vivid en paz con todos los hombres. No os venguéis por vuestra cuenta, amados míos, sino dad lugar a la cólera, pues está escrito: A Mí me toca la venganza; Yo haré justicia, dice el Señor. Antes bien, si tiene hambre tu enemigo, dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Pues esto haciendo, ascuas encendidas amontonarás sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal, sino domina al mal con el bien.

Con el capítulo doce comienza la segunda parte de la Epístola de San Pablo a los Romanos, que trata de la espiritualidad evangélica y de la conducta que a ella corresponde en el orden individual y social.

Es la parte moral o exhortatoria de la Carta, con una serie de consejos y avisos para los cristianos en su vida diaria; prueba de que para San Pablo la fe no es una fe muerta, sino viva, que exige las obras de las virtudes cristianas.

Es todo un programa de vida espiritual, en el cual, luego de asentar que cada cristiano debe sentir modestamente de sí, contentándose con la función que le haya sido asignada en la comunidad, San Pablo pasa a los consejos de vida cristiana, centrados en la práctica de la caridad.

Con esta larga serie de avisos de carácter moral, centrados en la caridad, San Pablo nos da claramente a entender el gran papel de esta virtud en el cristianismo.

Si bien los avisos se suceden rápidamente y, a lo que parece, sin un orden lógico determinado, sin embargo podemos hacer distinción entre los versículos 9 a 13, aludiendo al ejercicio de la caridad entre los cristianos, y los versículos 14 a 21, extendiendo ese horizonte a todos los hombres, incluso a los enemigos y perseguidores.

Comienza San Pablo con una recomendación de carácter general, manifestando que la caridad debe ser sincera, es decir, sin simulación ni fingimiento, cual suelen hacer los actores en escena.

Insiste luego en varios aspectos particulares, entre los que se destacan el de fraternidad, como hijos de un mismo Padre celestial y miembros de un mismo Cuerpo místico; el de alegríacon la esperanza del cielo, y el de hospitalidad, recibiendo solícitamente a todos los «santos» que necesiten refugio.

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A continuación, aunque entremezclando otras ideas, acentúa sobre todo en el concepto del amor a los enemigos y cómo debemos ejercer la caridad para con ellos.

Ahora bien, a la caridad le corresponden tres cosas:

La benevolencia, que consiste en querer el bien para otro, y no desearle el mal.

La concordia, es decir que sea uno mismo el querer y el no querer de los amigos.

La beneficencia, a la que corresponde beneficiar, hacer el bien, al que se quiere y en no lastimarlo.

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En cuanto a la benevolencia, esta debe ser amplia y limpia.

La benevolencia debe ser amplia, de modo que abarque incluso a los enemigos, diciendo: Bendecid a los que os persiguen, dando a entender que aun con los enemigos y perseguidores debemos ser benévolos, eligiendo para ellos el bien y orando por ellos.

La benevolencia o bendición debe ser limpia, esto es, sin mezcla de lo contrario, y por eso dice: Bendecid, y no maldigáis, o sea, que de tal manera bendigáis que de ningún modo maldigáis.

Lo cual es contra algunos que bendicen de palabra y maldicen con el corazón. Y también contra los que a veces bendicen y a veces maldicen, o a unos bendicen y a otros maldicen.

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Lo perteneciente a la concordia se indica cuando dice: Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran. Tened el mismo sentir unos con otros.

De dos maneras se puede considerar la concordia.

Primero, en cuanto al efecto, tanto en los sucesos buenos como en los malos.

En los buenos, para que se goce uno con los bienes de los demás; y en los malos, para que se entristezca uno de los males ajenos.

Es claro que la misma compasión del amigo, que se conduele, proporciona una doble consolación en las aflicciones.

Primero, de ella se colige una prueba de amistad. En su adversidad, esto es, en su infortunio, se conoce quién es su amigo. Y es consolador darse uno cuenta de que alguien es su verdadero amigo.

Y también porque, por el hecho de condolerse el amigo, se le ve ofrecerse a llevar él también el peso de la adversidad que produce la aflicción. Y es claro que más leve se siente lo que se carga entre muchos que lo que por uno solo.

La concordia también se puede considerar en que ella consiste en la unidad en el sentir; como si dijese: vivid perfectamente unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir.

Disentir en las cosas que pertenecen al juicio especulativo, no repugna ni a la amistad ni a la caridad, porque la caridad está en la voluntad.

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Cuando dice: No blasonéis de cosas altas, sino acomodándoos a lo que sea más humilde. No queráis teneros a vosotros mismos por sabios, entramos de lleno en la Epístola de este domingo, y con esto hace a un lado los dos impedimentos de la concordia.

El primero es la soberbia, por la cual ocurre que, mientras busca uno desordenadamente su propia excelencia y rehúsa la sujeción, desea sujetar a otro e impedirle su excelencia. Y de aquí se sigue la discordia.

El segundo impedimento de la concordia es la presunción de sabiduría o también la de prudencia; engreimiento por el cual sucede que uno no acepta el parecer de los demás.

Para hacerlo a un lado dice: No queráis teneros a vosotros mismos por sabios, para que no juzguéis que sólo lo que os parece a vosotros es lo prudente.

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Después de enseñar lo relativo a la benevolencia y a la concordia enseña las cosas que corresponden a la beneficencia, excluyendo lo contrario; por eso dice: A nadie volváis mal por mal; procurando obrar bien no sólo delante de Dios sino también delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto de vosotros depende, vivid en paz con todos los hombres

Y primero enseña que a nadie se le debe hacer ningún mal por razón de venganza. Acerca de lo cual hace tres cosas:

Primero prohíbe la venganza, diciendo: A nadie volváis mal por mal.

Pero esto se debe entender en cuanto a lo formal; porque se nos prohíbe volver mal por mal por un sentimiento de odio o de envidia de modo que nos deleitemos en el mal del otro.

Porque, si por el mal de culpa que alguien comete le vuelve el juez el mal de pena conforme a justicia en contrapeso de la maldad, materialmente se le hace un mal, pero formalmente y en sí se le hace un bien. De aquí que cuando el juez cuelga al malhechor por homicidio no vuelve mal por mal, sino, al contrario, bien por mal.

Lo segundo que enseña es que también los bienes se les muestren a los prójimos, diciendo: procurando obrar bien no sólo delante de Dios, sino también delante de todos los hombres, de modo que hagáis las cosas que les agradan a los hombres, pero no por interés humano, sino por la gloria de Dios.

Tercero, da la razón de una y otra de las cosas dichas, porque para esto debemos prescindir de la recompensa de los malos y obrar el bien delante de todos los hombres, para estar en paz con los hombres, por lo cual agrega: vivid en paz con todos los hombres.

Pero aquí agrega dos cosas, siendo ésta la primera: si es posible.

Porque a veces la maldad de los demás impide que podamos tener paz con ellos, de modo que no se puede estar en paz con ellos, a no ser que consistamos con su maldad; la cual paz es claro que resulta ilícita.

Lo otro que agrega es esto: en cuanto de vosotros depende, porque debemos hacer lo que esté en nuestra mano para procurar la paz con ellos.

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Cuando dice: No os venguéis por vuestra cuenta, amados míos, sino dad lugar a la cólera, muestra que no hay que causarles males a los prójimos so capa de defensa. Por lo cual el mismo Señor ordenó: Si alguien te abofeteare en la mejilla derecha, preséntale también la otra.

Pero, el mismo Señor, habiendo sido abofeteado, no dijo: He aquí la otra mejilla, sino que reclamó: Si he hablado mal, prueba en qué está el mal; pero si he hablado bien ¿por qué me golpeas?

Con esto enseñó que el ofrecimiento de la otra mejilla debe ser hecho en el corazón. Y Nuestro Señor estuvo dispuesto no sólo a presentar la otra mejilla por la salvación del hombre, sino a ser crucificado con todo su cuerpo.

Y la razón que indica es: dad lugar a la cólera, o sea, al juicio divino; como si dijera: encomendaos a Dios que, con su juicio, puede defenderos y vengaros.

Pero esto se debe entender para el caso en que no nos asista la facultad de hacer otra cosa conforme a la justicia; pero, cuando alguien con autoridad judicial, o procura el castigo para reprimir la maldad, y no por odio, o también con autoridad de algún superior intenta su defensa, se entiende que da lugar a la cólera, esto es, al juicio divino, cuyos ministros son los príncipes.

Lo que aquí dice San Pablo, de que el cristiano no debe tomar la justicia por sí mismo, sino dejarla a Dios, ha de entenderse, por lo tanto, del cristiano como persona privada, no del cristiano constituido en autoridad, que tiene el deber de reprimir el mal.

E incluso como persona privada, el cristiano puede, y a veces convendrá hacerlo, apelar y defenderse ante los tribunales; pero lo que nunca le será lícito es hacerlo con espíritu de venganza personal, secundando la reacción de la carne.

Y prueba lo que dijera: pues está escrito: A Mí me toca la venganza; Yo haré justicia, dice el Señor. Antes bien, si tiene hambre tu enemigo dale de comer; si tiene sed, dale de beber. Pues esto haciendo, ascuas encendidas amontonarás sobre su cabeza.

El mismo Dios prohíbe la venganza diciendo que se dé lugar al juicio divino. Y no sólo eso, sino manda socorrer a los enemigos en caso de necesidad.

Lo más interesante es la razón que da San Pablo, diciendo: Pues esto haciendo, ascuas encendidas amontonarás sobre su cabeza.

Esto se puede entender para mal, siendo entonces éste el sentido: Si tú lo beneficias, tu bien se le convertirá a él en mal, porque por su ingratitud cae en el horno del fuego eterno.

Pero este sentido repugna a la caridad, contra la cual obraría quien socorriera a otro para que se le convirtiera en mal.

Y por lo mismo se debe explicar para bien, de modo que el sentido sea éste: perdonando sus injurias y devolviendo bien por mal, produciremos en él sentimientos de vergüenza y remordimiento, que le obligarán a cambiar de conducta.

Como dice San Agustín, no hay mayor modo de hacerse amar que empezar amando. Porque sería demasiado áspero el ánimo que, si no quiere corresponder, se niegue a considerar.

Finalmente prueba con una razón lo que dijera: No te dejes vencer del mal, sino domina al mal con el bien.

Porque le es natural al hombre el querer vencer al adversario y no ser vencido por él. Ahora bien, es vencido por alguien el que por este mismo es arrastrado.

Así es que, si por el mal que por otro se le causa a un hombre bueno, éste es arrastrado a hacerle el mal, el bueno es vencido por el malo.

Pero si, por lo contrario, en virtud del beneficio que el bueno le ofrece al perseguidor, lo atrae a su amor, el bueno vence al malo; haciéndole el bien, lo retira del mal.

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El hombre mundano es lo contrario del hombre cristiano. El hombre mundano necesita vengarse. La generosidad para con el enemigo, el perdón de una ofensa y la tranquila resignación cuando se es insultado, no son para él virtudes: son efectos de la falta de energía, de la debilidad de carácter.

Su norma es no perdonar nunca. ¡Ojo por ojo, diente por diente!

Mas yo os digo: no resistáis al que os haga mal. Al contrario, si te hieren en una mejilla, presenta la otra.

Jesús no se contentó con enseñarlo de palabra, sino que fue el primero en practicarlo. Se le golpeó, se le calumnió, se le escupió, se le acusó injustamente, se le condenó a muerte: y Él calló.

Para los que le hicieron tanto mal no tuvo más que disculpas y una oración a su Padre: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.

Vence el mal con el bien. Este es el verdadero espíritu de Cristo, este es el cristianismo puro, esta es la auténtica virtud.

Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber.

Sólo está permitida una venganza: la de corresponder con cariño y buenas obras a los que nos hagan mal.

Vence el mal con el bien. Haced bien a los que os odien y orad por los que os persigan.

Esto es lo que nos ordena la Epístola de hoy. Este es el espíritu de Cristo, el espíritu que debe animar a todos los bautizados, a todos los miembros de Cristo.