CONSERVANDO LOS RESTOS II
Cuadragésimo segunda entrega
EN PLENA LUCHA JANSENISTA
1. Disputas en torno al «Augustinus». Apenas impreso el libro, los jesuitas se lanzaron al ataque, y en un acto académico tenido en su colegio de Lovaina, el 21 de marzo de 1541, refutaron las doctrinas jansenistas, apoyándose en el concilio de Trento y en la condenación de Bayo, al par que acusaron a Jansenio de renovar la herejía de Calvino.
Varios doctores de Lovaina salieron a la defensa del Augustinus en diversos escritos de carácter polémico. Intervinieron activamente con su pluma los dos testamentarios de Jansenio, empeñados en probar que la doctrina de éste no era otra que la de San Agustín. De la parte contraria se distinguió el jesuita madrileño Pedro de Vivero, confesor del gobernador, que era entonces el marqués de Aytona, y predicador de la corte del cardenal Infante.
Llevado el asunto a Roma, toma cartas en él la Inquisición, prohibiendo el Augustinus y mandando al mismo tiempo callar a los jesuitas (1 de agosto de 1641), pues el Papa no quería que se suscitasen nuevas contiendas sobre la gracia. Dio poco resultado esta medida, porque bayanos y jansenistas seguían activando la propaganda dentro y fuera de la Universidad, y el mismo arzobispo de Malinas, J, Boonen, no cesaba de recomendar el libro de Jansenio. La razón de que el Romano Pontífice actuara suavemente, tratando más que nada de apaciguar los ánimos de uno y otro partido, era la creencia de que aquellas disputas se asemejaban a las controversias de auxiliis, que el Papa no quería resucitasen en modo alguno.
Pero en Lovaina el conflicto se agudizaba con los escritos de los profesores Froimont y Sinnich, y en París cundía la secta de los port-royalistas a pesar de hallarse en prisiones el abad de Saint-Cyran, por lo que Richelieu manifestó abiertamente a Roma su deseo de un procedimiento sumario contra el jansenismo. La Inquisición romana no quería precipitarse en la condenación de un obispo que había muerto en paz y comunión con la Sede Apostólica. Antes de tomar una decisión era preciso madurarla.
Entre tanto, instigado, según parece, por Richelieu, un canónigo y doctor de la Sorbona, Isaac Habert, sube al púlpito de Notre-Dame y predica «contra los dogmas calviniano-jansenistas» tres sermones de tanta ciencia teológica como acritud y violencia.
De pronto ocurre un cambio inesperado. Richelieu, que tal vez hubiera podido acabar con la nueva secta, muere el 4 de diciembre de 1642, y enseguida el abad de Saint-Cyran, junto con otros presos políticos, es puesto en libertad.
No bien supo la muerte del ministro cardenal, aun antes de salir de la cárcel, escribió su famosa carta Tempus tacendi et tempus loquendi, en que decía: «Ha llegado el tiempo de hablar. Sería un crimen el callarse… Aunque pereciésemos todos y diésemos el mayor escándalo, no debemos dejar sin respuesta los sermones (de Habert)». Predicadores jansenistas, desde los púlpitos de las iglesias, defienden a su maestro. La fogosa pluma del joven Antonio Arnauld, que entonces empezaba a descollar, lanza una tras otra dos Apologías de Jansenio y varias cartas como contestación a los ataques de I. Habert. Probablemente es también de su pluma un escrito publicado en 1643 por el arzobispo de Sens con las mismas ideas. Pero ya se rumorea por las calles de París que el Papa ha expedido una Bula condenando a Jansenio. Es la Bula In eminenti (6 de marzo de 1642), que no se publicará en Francia hasta fines de 1643. En ella declara Urbano VIII, con los tonos más moderados, que en el Augustinus se encuentran proposiciones de Bayo ya condenadas por Pío V y Gregorio XIII y, en consecuencia, queda proscrito dicho libro.
Cuando esto llega a oídos de Saint-Cyran, lo atribuye a indignas maniobras de los jesuitas y exclama: «Se extralimitan; será necesario recordarles su deber». La Bula llevaba propiamente la fecha de 6 de marzo de 1641, que en nuestro modo actual de contar equivale al 6 de marzo de 1642, porque, en el cómputo que seguía la Cancillería romana entonces, el año oficial no empezaba hasta el 25 de marzo, Ahora bien, al ser reimpresa la Bula en Colonia y Amberes por los respectivos nuncios, se ajustó la fecha al cómputo corriente. Esto y algunos descuidos tipográficos bastaron para que Antonio Arnauld (Observations sur une bulle prétendue) y los demás jansenistas de París y Lovaina con él protestasen diciendo que aquello era una falsificación jesuítica. Y aunque la Bula fuese del Papa —añaden algunos—, no se la puede aceptar, porque el Papa evidentemente no ha leído el Augustinus; además, lo que se condena en este libro es el reproducir las doctrinas de Bayo; pero Bayo ni ha sido condenado auténticamente ni puede serlo, porque su doctrina, como la de Jansenio, es la de San Pablo. Y Pablo, ¿puede ser condenado por Pedro? Recuérdese lo que por entonces defendía Martín Barcos, sobrino de Saint-Cyran, «de duobus capitibus Ecclesiae quae non sunt nisi unum».
Saint-Cyran iba envejeciendo, cada día con más achaques, pero cada día más venerado de los suyos. Su gran amigo Roberto Arnauld d’Andilly lo presentó en cierta ocasión a la reina madre como «el mayor santo y el más sabio doctor de los tiempos modernos». Él seguía trabajando casi hasta la víspera de su muerte, y a los que le aconsejaban descansar, respondía: «Oportet imperatorem stantem mori». El 11 de octubre de 1643, después de diez días de fiebre, cayó fulminado de un ataque de apoplejía, sin tiempo para recibir los Sacramentos, pues murió antes de que el párroco de Santiago acabase de darle apresuradamente la Extremaunción.
En Port-Royal y en el círculo de sus fanáticos secuaces se le tributaron honores como a santo. El joven Antonio Arnauld, inteligente, fanático y tenaz como pocos, vino a substituirle en el caudillaje de la secta.
2. Las cinco tesis. Un jesuita bien conocido en el mundo sabio por su inmensa erudición, editor de los concilios de la Galia, de obras de Santos Padres y de autores medievales, el P. Sirmond, en un libro sobre la predestinación (1643), combatió y refutó varias afirmaciones de Jansenio.
Otro jesuita más célebre aún, el P. Pétau, que pasa por el fundador de la teología positiva y era uno de los mejores conocedores de la antigüedad cristiana, en sus libros De libero arbitrio y De pelagianorum et semipelagianorum haeresi (1643), atacó el concepto de libertad expuesto por Jansenio, analizó y precisó las ideas de San Agustín en este punto y las explicó a la luz de los filósofos y teólogos, de las expresiones de los Santos Padres y del concilio de Trento, reconociendo que el propio San Agustín se expresó a veces defectuosamente.
Acusaba luego a Jansenio de interpretar mal la opinión de los escolásticos y refutaba la historia del pelagianismo y, sobre todo, del semipelagianismo tal como se exponen en el Augustinus.
La Bula In eminenti seguía tropezando con fuertes obstáculos en Lovaina y París. Los teólogos lovanienses, educados en el bayanismo, enviaron dos representantes a Roma, no tanto a investigar la genuinidad o falsedad de la Bula cuanto a abogar por las doctrinas jansenistas.
En París eran muchos los que unían sus voces al nuevo y batallador caudillo del jansenismo, Antonio Arnauld; sin embargo, a fines de 1643 el arzobispo, a instancias del nuncio J. Grimaldi, se movió a publicar la Bula de Urbano VIII. Poco después, el 2 de enero de 1644, esa Bula fue llevada a la Sorbona con unas letras del rey, en las que ordenaba recibirla y acatarla. En consecuencia, la Sorbona prohibió a todos sus doctores y bachilleres sostener proposiciones censuradas por Pío V, Gregorio XIII y Urbano VIII.
Pasaba el tiempo, y tal disposición ni se cumplía ni se urgía. Por eso en 1649 declaraba públicamente el síndico de la Facultad Teológica, Nicolás Cornet, que algunos bachilleres, sin hacer caso de la prohibición, defendían tesis prohibidas. Para remediar tales desórdenes, él mismo propuso, resumidas en cinco tesis, las principales doctrinas heréticas que, a su juicio, se hallaban en el libro de Jansenio, y rogó a la Universidad se dignase examinarlas y emitir su juicio.
Los jansenistas, y al frente de ellos A. Arnauld, fulminaron violentas invectivas contra N. Cornet, acusándole de meterse donde no le llamaban y de pretender arruinar la autoridad de San Agustín, luchando como vulpeja y no como león.
Quiso la Facultad Teológica someter a censura las cinco proposiciones, pero muchos doctores levantaron su voz airada de protesta.
Entonces la asamblea del clero, congregada alrededor del rey en 1650, juzgó más conveniente dirigirse al Papa Inocencio X, y al efecto hizo que I. Habert, ya obispo de Vabres, redactase una carta, que firmaron 85 obispos, a los que se agregaron luego otros tres, pidiendo al Papa «que definiese clara y distintamente… y diese un juicio claro y distinto» sobre cada una de las cinco tesis.
Temiendo la decisión de Roma, A. Arnauld movió a su hermano Enrique, obispo de Angers, y a otros diez obispos de su partido (1651) a que acudiesen también ellos al Papa Inocencio X, suplicándole no definiese nada antes que la Iglesia de Francia examinase las proposiciones.
El Sumo Pontífice creyó necesario nombrar una comisión que deliberase sobre las cinco proposiciones denunciadas. Se reunió el 16 de abril de 1651, y estaba compuesta de varios cardenales, entre los que figuraba Fabio Chigi, futuro Alejandro VII. Esta comisión escogió once consultores teólogos: dos padres dominicos, el general de los agustinos, el general de los teatinos, el procurador general de los cordeleros o franciscanos conventuales, el P. Domingo Campanella, carmelita descalzo; el P. Lucas Wadding, franciscano; el procurador general de los capuchinos, el P.. Angel M. de Cremona, de la Orden de los servitas; el P, D’Elbene, superior de los teatinos, y el jesuita P. Sforza Pallavicini, a los que se añadieron luego otro agustino y otro carmelita descalzo.
En las discusiones se les permitió alguna vez tomar parte a teólogos parisienses, jansenistas y anti-jansenistas, venidos en representación de los obispos de una y otra tendencia. Más de dos años duró el examen de las cinco tesis, hasta el 31 de mayo de 1653, en que el Papa, que estaba al corriente de todo, firmó la Constitución Apostólica Cum occasione, en que se condenan como heréticas las cinco proposiciones, sin pretender en modo alguno aprobar las restantes del Augustinus.
Las cinco tesis eran éstas:
1ª. Algunos preceptos de Dios son imposibles a los hombres justos según las fuerzas que actualmente tienen, por más que quieran y se empeñen; también les falta la gracia con la que se hagan posibles.
2ª. En el estado de naturaleza caída nunca se resiste a la gracia interior.
3ª. Para merecer y desmerecer en el estado de naturaleza caída no se requiere en el hombre libertad de indiferencia, basta la libertad de coacción.
4ª. Los semipelagianos admitían la necesidad de la gracia interior preveniente para todos y cada uno de los actos, aun para el comienzo de la fe; y en esto consistía su herejía, en que querían que la gracia fuese tal, que pudiese la voluntad humana resistirla o seguirla.
5ª. Es semipelagiano decir que Cristo murió y derramó su sangre absolutamente por todos los hombres.
Cuatro de los consultores —el general de los agustinos, el minorita Wadding y los dos dominicos— pensaban que era inoportuno el condenar como heréticas estas proposiciones, aunque luego, naturalmente, se sometieran a la condenación. También las Universidades de Lovaina y París aceptaron la decisión pontificia. San Vicente de Paúl trabajó para que todos los jansenistas franceses la acatasen humildemente, y algunos lo hicieron, v. gr., el célebre teólogo oratoriano Thomasin, pero no todos. Tropezó con tenaz resistencia en las altas damas de la corte o de la aristocracia, que se habían encariñado con las ideas del abad de Saint-Cyran y con la tendencia rigorista de Port-Royal.
Los jefes del partido se vieron en una situación difícil. Si se negaban a oír la voz del Vicario de Cristo, serían considerados como herejes y cismáticos, ellos que con tanta insistencia alardeaban de ser los más fieles hijos de la Iglesia. Someterse era renunciar a sus convicciones más íntimas y a sus ideales más queridos. Como eran hombres de talento, sobre todo Antonio Arnauld, excogitaron una sutil evasiva, muy característica del jansenismo, que es la herejía más astuta, hipócrita y disfrazada de católicas apariencias.
3. «Quaestio iuris et facti». Varias soluciones se encontraron. La primera fue negar que esas cinco tesis fuesen de Jansenio ni se hallasen en el Augustinus. Antonio Arnauld escribió inmediatamente afirmando que las cinco proposiciones condenadas eran invención de N. Cornet y no sacadas del libro de Jansenio; que nadie las había defendido en el sentido herético que podían tener. Cuando el jesuita P. Annat salió a demostrar que realmente las cinco proposiciones se hallaban contenidas en el Augustinus, Arnauld se enzarzó en una polémica con él.
El 9 de marzo de 1654, los obispos reunidos en París comisionaron a cuatro arzobispos y cuatro obispos para que estudiasen el asunto y presentasen un informe a la asamblea general. La comisión declaró que la constitución del Papa condenaba las cinco tesis como realmente contenidas en el libro de Jansenio y en el sentido de Jansenio.
Es verdad que sólo la primera estaba al pie de la letra en el Augustinus, pero las cuatro restantes se hallaban en términos equivalentes, y esto bastaba. Con razón dirá más tarde Bossuet que las cinco tesis constituyen el alma de aquel libro.
Por eso el Papa Inocencio X respondió el 29 de septiembre de 1654 confirmando la declaración de los obispos y condenando no sólo el Augustinus otra vez, sino también algunos escritos de A. Arnauld y de otros defensores de aquél.
No se rindieron los jansenistas. Y entonces fue cuando el entendimiento sutil de Arnauld, que acusaba a los escolásticos y casuistas de sutilezas que arruinaban la teología y la moral, los venció a todos ellos con una aguda distinción con que soslayaba la condenación papal. Parece que en esto, como en otras cosas, quien le inspiró la idea fue su amigo y colaborador Pedro Nicole, el Melanchton de Arnauld, sobrino de dos monjas de Port-Royal. Me refiero a la quaestio iuris et facti, que fue la segunda solución o respuesta dada por Arnauld a la condenación de las cinco tesis.
El 24 de febrero de 1655 escribe el jefe jansenista su Carta a una persona conspicua, y el 10 de julio del mismo su más famosa Carta a un duque y par de Francia. En ésta aparece ya la cuestión del derecho y del hecho.
De hecho, dice, las cinco tesis no se hallan en el Augustinus ni son de Jansenio, sino que han sido forjadas en odio a San Agustín, y nadie las ha sostenido en su posible sentido herético.
Y en derecho, a ningún católico que haya leído el Augustinus y no haya encontrado las cinco proposiciones se le puede exigir más que un asentimiento puramente exterior y un silencio respetuoso ante la contraria decisión del Romano Pontífice.
De otra suerte —sigue razonando— sería preciso admitir esta absurda máxima: debo creer al Papa en cosas en que puede engañarse y en que tengo muchos motivos para pensar que se ha engañado, antes que a la razón en aquellas que me hace conocer con evidencia y en que tengo pruebas convincentes de que no se engaña.
En otros muchos escritos, reflexiones, respuestas, etc., que por entonces publicó, volvía a repetir: No es lo mismo la cuestión de derecho que la cuestión de hecho, la Iglesia es infalible cuando condena como herética una proposición (quaestio iuris), pero no es infalible cuando afirma que la proposición condenada se encuentra en determinado libro o autor (quaestio facti); por eso, cuando define lo primero, hay que someterse con asentimiento interno y aceptar su definición; pero, cuando determina lo segundo, no hay que rendirle sino un respetuoso silencio (silentium obsequiosum).
Tal fue el castillo en que se fortificaron los jansenistas y en el que vinieron a refugiarse, con Amauld y Pascal, las monjas de Port-Royal y no pocos personajes ilustres, aun del clero y de los obispos.
Bien respondió la Asamblea del Clero el 2 de septiembre de 1656, declarando que, aunque se pueda distinguir entre la cuestión de derecho y la de hecho, no es lícito, después de la decisión de la Iglesia, poner en duda el hecho, pues se trata de un hecho dogmático (inseparable de materias de fe o moral) sobre el cual la Iglesia puede decidir infaliblemente. Poner en duda el hecho sería poner en duda el mismo derecho, pues equivaldría a decir que la Iglesia no es infalible en la inteligencia del sentido de los autores que aprueba o condena, y, por tanto, no podría con su autoridad aseguramos de la tradición de cualquier dogma negado por los herejes.
4. Formulario del clero. Al mismo tiempo, la Asamblea del Clero comunicaba a Alejandro VII lo que ella había hecho por la ejecución de las Bulas y del Breve de Inocencio X.
Respondió el nuevo Papa Alejandro VII que, siendo él cardenal, había formado parte de la comisión examinadora de las cinco tesis, y podía testificar que las cinco proposiciones fueron sacadas del Augustinus y que las cinco habían sido condenadas en el sentido que les daba Jansenio (in sensu ab eodem Iansenio intento); como tales y como expresión fiel de la doctrina janseniana, las volvía a condenar ahora, llamando «perturbadores del orden público e hijos de iniquidad» a los desobedientes que osasen poner en duda o debilitar las constituciones apostólicas.
Cuando tal Constitución pontificia fue presentada a la Asamblea del Clero (17 de marzo de 1657), ésta redactó un formulario de fe, que por voluntad y mandato del rey debían firmar todos los hasta entonces insumisos. Decía así: «Yo me someto sinceramente a la constitución del Papa Inocencio X de 31 de mayo de 1653, según su verdadero sentido, que ha sido determinado por la Constitución de nuestro Santo Padre el Papa Alejandro VII. Reconozco que estoy obligado en conciencia a obedecer a estas constituciones y condeno de corazón y de palabra la doctrina de las cinco proposiciones de Cornelio Jansenio, contenida en su libro intitulado Augustinus, que estos dos Papas y los obispos han condenado, la cual doctrina no es la de San Agustín, que Jansenio explicó mal y contra el verdadero sentido del santo Doctor».
Este formulario no fue suscrito por todos los eclesiásticos y maestros, como era de obligación. Antonio Arnauld propuso entonces (17 de marzo de 1657) su famoso caso de conciencia (Cas proposé par un docteur touchant la signature de la Constitution d’Alexandre VII et du Formulaire du clergé). No se ha demostrado —decía— que las cinco tesis condenadas por Roma se encuentren de hecho en el Augustinus. Por tanto, ¿se puede en conciencia rehusar la subscripción del formulario encerrándose en un silencio respetuoso?
Pavillon, obispo de Aleth, a quien iba dirigido este escrito anónimo, respondió que había que someterse a la decisión papal cuando lo contrario no fuese evidente; lo cual dejaba suponer que Roma podía decidir algo contra la evidencia, y que ésta era cosa subjetiva, de la que sólo puede juzgar cada uno. ¿No era esto abrir una escapatoria a todas las definiciones de la Iglesia? El silencio respetuoso podía ser el paliativo de una rebelión.
Cuatro obispos, conforme a esta doctrina, se negaron a subscribir el formulario, y ellos salvaron la causa jansenista: N. Pavillon, de Aleth; E. Arnauld, de Angers; M. de Buzanval, de Beauvais, y M. de Caulet, de Pamiers. No pocos jansenistas firmaron nada más que materialmente, con reservas mentales acerca del hecho; así evitaban el escándalo de la rebeldía pública contra la Santa Sede.
Otros, y al frente de ellos Pascal, se obstinaron en que no se debía subscribir sin restricciones. Entre estos rebeldes se contaron en primer lugar las monjas y los solitarios de Port-Royal.
Entre 1657 y 1660, las enconadas controversias y disputas parecen calmarse algún tanto. Pascal suspende sus Provinciales; mas al poco tiempo saltan a la palestra, armados de todas armas, los jesuitas Raynaud, Dubourg, Rapin, Labbe, etc., y otros que, sin ser jesuitas, atacaban con igual coraje a los jansenistas. Arnauld, siempre en la brecha, no dejaba ataque sin respuesta, y su amigo Nicole se atrevió a esgrimir su pluma contra el mismo arzobispo de París, Hardouin de Pérefixe.
Roma no veía solución a tan enredado conflicto. Y la corte del rey de Francia estaba cansada de tantas revueltas, de tantas inquietudes y de tantos partidos. Una y otra anhelaban la paz. A fin de evitar las tergiversaciones de los jansenistas, Luis XIV rogó al Papa impusiese un nuevo formulario más sencillo que el anterior. Así lo hizo Alejandro VII con la Bula Regiminis apostolici (15 de febrero de 1665), imponiendo a todos la obligación de subscribir las cinco tesis. El Parlamento lo registró en sus actas. Mas, a pesar de todo, los jansenistas rígidos, con los cuatro obispos, siguieron recalcitrantes. Entonces el Papa designó una comisión de nueve obispos franceses que juzgase a los cuatro pertinaces; las susceptibilidades galicanas dificultaron su labor. Así estaban las cosas cuando murió Alejandro VII, el 1 de diciembre de 1667.
5. La reconciliación o paz Clementina. Habiendo subido al trono pontificio el Papa Clemente IX (1667-1669), no menos de 19 prelados le escribieron una carta, redactada acaso por Nicole, abogando por los cuatro obispos recalcitrantes, sometidos a juicio, con lo cual éstos se envalentonaron aún más, hasta hacer redactar un documento por la mano oculta de Arnaldo, en que, dirigiéndose ellos a Clemente IX, le negaban el derecho de erigirse en juez de los obispos franceses. Por otra parte, esos mismos se insinuaban en la corte y se captaban las simpatías de altos personajes de la aristocracia y del clero, incitándolos a que negociasen un arreglo con la Santa Sede.
El nuncio Bargellini favoreció estas tentativas de acercamiento. En este sentido escribía a Roma en junio de 1668, y los obispos de Sens, de Chalons y de Laon (futuro cardenal D’Estrées) entablaron negociaciones, que dieron por resultado final el que los cuatro obispos recalcitrantes aceptaran el formulario y escribieran unas letras de sumisión al Papa.
Persuadido Clemente IX de que los cuatro obispos procedían humildemente y sin restricción alguna, «pure et simpliciter, absque ulla exceptione vel restrictione», escribió al rey congratulándose de ello y dándose por satisfecho (28 de septiembre de 1668). Como el Papa dudase luego de la sinceridad de los firmantes, por los informes que recibía de Francia, Antonio Arnauld unió su firma a la del obispó de Chalons para testificar que los cuatro obispos habían procedido con la mayor sinceridad y sin restricción mental de ninguna clase. Asegurado con estos testimonios, Clemente IX escribió por fin a los cuatro obispos alegrándose de que hubieran firmado el formulario con plena sinceridad y testimoniándoles su paternal benevolencia (19 de enero de 1669).
Tal fue la llamada paz Clementina, que más propiamente debería decirse reconciliación de los rebeldes. Uno de los que se sometieron, al menos exteriormente, reconciliándose con la Santa Sede, fue Antonio Arnauld, y a instancias suyas firmaron también las monjas de Port-Royal des Champs, las más obstinadas y rebeldes hasta entonces. Las de Port-Royal de París habían sido más dóciles. El arzobispo levantó el entredicho que cinco años antes había lanzado contra ambos monasterios de Port-Royal. El proceso contra los obispos recalcitrantes se sobreseyó, y Roma dejó en paz a los jansenistas. Luis XIV prohibió a sus súbditos atacarse o provocarse, llamarse unos a otros herejes, jansenistas o semipelagianos, y publicar libelos injuriosos sobre las cuestiones disputadas.
¿Qué pensar de esta paz Clementina? Que probabilísimamente no fue sino una treta y artimaña de algunos jansenistas para evitar el anatema de Roma y la nota infamante de herejía. Si Clemente IX hubiera conocido la doblez y falsía, típicamente jansenísticas, de aquellos firmantes, no les hubiera otorgado tan generosamente su perdón y su paz. Tenemos graves motivos para creer que los cuatro obispos siguieron internamente adictos a Jansenio, sosteniendo que el Papa se engañaba al atribuir las cinco tesis al obispo de Iprés. Las fórmulas con que se sometieron aquellos obispos eran bastante ambiguas, y las actas de los sínodos que ellos convocaron para hacer la sumisión expresan la idea de que en la cuestión histórica, aunque esté relacionada con el dogma, basta un silentium obsequiosum.
Es indudable que los jansenistas se valieron de esta paz para esparcir a mansalva sus ideas, con lo que hicieron enormes progresos en Francia y en otros países, infiltrándose aun en algunas Congregaciones religiosas, como la de los maurinos y la de los oratorianos. Engañaron también a la opinión pública, haciendo creer que el Papa con la paz Clementina había aprobado el «silencio respetuoso» en la quaestio facti.
Miróse, pues, la paz como un triunfo de los jansenistas y de Port-Royal; inmenso gentío acudía a estos monasterios a congratularse con las religiosas. Y hubo muchos de los que habían firmado el formulario que ahora se retractaron, revocando sus anteriores adhesiones y no avergonzándose de aparecer públicamente como perjuros. Uno de éstos fue el oratoriano Pascasio Quesnel, de quien hablaremos a su tiempo.
6. ¿Jansenismo o antijansenismo? Debemos hacer aquí una observación. No todos aquellos que en aquel tiempo eran tachados de jansenistas merecían la calificación de herejes. En el ardor de la contienda no siempre era fácil definir la posición del adversario, máxime tratándose de un partido tan camaleónico, escurridizo y amigo de sutiles distingos como el de los jansenistas y simpatizantes.
El cardenal José de Aguirre, bien conocido por su Collectio maxima Conciliorum Hispaniae et Novi Orbis, hablando un día con el P. Tirso González, general de la Compañía de Jesús, distinguía tres clases de jansenistas: «Los primeros son los que sostienen las cinco proposiciones y los errores (de Jansenio) que la Iglesia ha condenado; y éstos son en número muy escaso, pues hasta ahora a ninguno se le ha podido probar eso jurídicamente. Los segundos son los que tienen celo por la buena moral y por las reglas severas de la disciplina; y éstos, no obstante la relajación de nuestro siglo, son muchos en número. Y los terceros son los que, en cualquier forma, son enemigos de los jesuitas, y de éstos hay una infinidad».
Algo de verdad hay en estas palabras del ingenuo sabio benedictino; pero ni todos los enemigos de los jesuitas se alistaban entre los jansenistas ni era tan reducido el número de los que internamente se adherían a los errores de Jansenio, por más que externamente protestasen de no querer incurrir en herejía. Escudábanse en un falso agustinismo, como si la Iglesia tuviese que acomodarse a San Agustín, y no viceversa. Esa falacia, que quizás no era hipócrita, sino sincera, desconcertaba entonces a muchos y desorienta hoy a ciertos historiadores, más atentos al ruido de la controversia que a la substancia de la doctrina teológica.
LLORCA, GARCIA VILLOSLADA, MONTALBAN
HISTORIA DE LA IGLESIA CATÓLICA
Primer entrega: LAS GRANDES HEREJÍAS ¿Qué es una herejía y cuál es la importancia histórica de ella?
Segunda entrega: La herejía en sus diferentes manifestaciones
Tercer entrega: Herejías durante el siglo IV. El Concilio de Constantinopla (381)
Cuarta entrega: Grandes cuestiones dogmáticas. San Agustín. Pelagianismo y semipelagianismo
Quinta entrega: El semipelagianismo
Sexta entrega: Monofisitismo y Eutiques. San León Magno. Concilio cuarto ecuménico. Calcedonia (451)
Séptima entrega: Lucha contra la heterodoxia. Los monoteletas
Octava entrega: Segunda fase del monotelismo: 638-668
Novena entrega: La herejía y el cisma contra el culto de los íconos en oriente
Décima entrega: El error adopcionista
Undécima entrega: Gotescalco y las controversias de la predestinación
Duodécima entrega: Las controversias eucarísticas del siglo IX al XI
Decimotercera entrega: El cisma de oriente
Decimocuarta entrega: El cisma de oriente (continuación)
Decimoquinta entrega: La lucha de la Iglesia contra el error y la herejía
Decimosexta entrega: Herejía de los Cátaros o Albigenses
Decimoséptima entrega: Otros herejes
Entrega especial (1era parte): La inquisición medieval
Entrega especial (2da parte): La inquisición medieval
Vigésima entrega: La edad nueva. El Wyclefismo
Vigésimo primera entrega: El movimiento husita
Vigésimo segunda entrega: El movimiento husita (cont.)
Vigésimo tercera entrega: El pontificado romano en lucha con el conciliarismo
Vigésimo cuarta entrega: Eugenio IV y el concilio de Basilea
Vigésimo quinta entrega: La edad nueva. El concilio de Ferrara-Florencia
Vigésimo sexta entrega: Desde el levantamiento de Lutero a la paz de Westfalia (1517-1648). Rebelión protestante y reforma católica
Vigésimo séptima entrega: Primer desarrollo del luteranismo. Procso y condenación de Lutero
Vigésimo octava entrega: Desarrollo ulterior del movimiento luterano hasta la confesión de Augsburgo (1530)
Vigésimo novena entrega: El luteranismo en pleno desarrollo hasta la paz de Ausgburgo
Trigésima entrega: Causas del triunfo del protestantismo
Trigésimoprimera entrega: Calvino. La iglesia reformada
Trigésimosegunda entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo
Trigésimotercera entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo (cont,)
Trigésimocuarta entrega: Movimientos heterodoxos y controversias. Los disidentes
Trigésimoquinta entrega: Las sectas sismáticas orientales
Trigésimosexta entrega: La iglesia y el absolutismo regio
Trigésimo séptima entrega: España y Portugal. El regalismo
Trigésimo octava entrega: El imperio alemán. Febronianismo y Josefinismo
Trigésimo novena entrega: La Iglesia y los disidentes
Cuadragésima entrega: El jansenismo
Cuadragésima primer entrega: El jansenismo, continuación.