MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI – EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO – Capítulo Quinto – EL HECHO DE LA CAÍDA – Continuación…

MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI

EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO

Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.

Capítulo Quinto

EL HECHO DE LA CAÍDA

Continuación…

II

LA CAÍDA DEL HOMBRE

La primera página de la historia de la humanidad es, en parte, semejante a la historia de los Ángeles.

Aquí también existe la creación, la elevación al orden sobrenatural, la calda y el castigo; sólo que —a a diferencia de los Ángeles— tenemos la promesa de la redención y la reparación.

Exponemos el dogma con toda la sencillez que requiere el catecismo, sin perdernos en discusiones exegéticas acerca del primer capítulo del Génesis ni en disquisiciones teóricas.

La enunciación desnuda del dogma bastará para responder, ya sea a las objeciones del que se escandaliza de la transmisión del pecado original y no comprende por qué nosotros debemos ser castigados por una culpa no personal; ya también para responder al estupor que provoca en algunos el hecho de que una fruta, una mísera fruta, comida por Adán y Eva, haya producido consecuencias tan desastrosas.

Todas estas dificultades derivan del hecho de no considerar orgánicamente el dogma católico y de no conocer con exactitud qué es el orden sobrenatural. Después de lo que hemos dicho en los capítulos precedentes, no resultará difícil captar el verdadero sentido del dato revelado.

***

1

El hombre elevado y el hombre caído

En las Preces de Santa Catalina de Siena encuentro una advertencia magnífica, que sugiere un parangón.

La humanidad es semejante a un árbol; y nuestros progenitores son ese árbol primitivo en su germen, en sus raíces, en su origen. De los mismos debían provenir flores y frutos y otros innumerables árboles, que constituyen la actual flora de la familia humana.

Acerquémonos al primitivo árbol de la humanidad, para estudiar su historia. Es evidente que la ruina de este árbol, o, si se quiere, de este germen, debía significar la ruina de toda la flora sucesiva, de modo que ningún árbol —de suyo— hubiera podido después ser producido sin el estigma del virus originario.

Si la fuente está envenenada, se envenena todo el curso de las aguas, con sus arroyuelos y sus ramificaciones. Así, el gran río de la humanidad, estando contaminado en su fuente, inexorablemente sufre las consecuencias para siempre.

Es lo que sucedió. Dios creó a nuestros progenitores y demostró en ese árbol su infinita bondad.

A la verdad, podemos distinguir en el hombre, tal como lo quería Dios, tres categorías de bienes:

a) Ante todo, Adán y Eva tuvieron los bienes correspondientes a su naturaleza humana, es decir, un cuerpo y un alma, con la razón y con la libertad de querer. Estos bienes, siendo debidos al hombre en cuanto hombre, se llaman dones naturales.

Dios no estaba obligado a darnos nada más, y si hubiéramos sido dejados en el orden natural, nuestro árbol hubiera tenido las flores y los frutos de una actividad puramente humana.

b) Pero, como ya lo anotamos, Dios, únicamente por su amor quiso elevarnos a un orden superior a nuestra naturaleza, o, para decirlo con la eficaz expresión de Santa Catalina, nos ha injertado en Él. No quiso que los árboles de la gran floresta tuviesen sólo un hálito de vida humana; quiso que ese hálito fuese divinizado; quiso que fuéramos sus hijos; y quiso también que al paraíso de la eternidad correspondiese el paraíso de la tierra.

Por eso Adán y Eva, además de los dones de la naturaleza, tuvieron los dones sobrenaturales, entre los cuales es el primero la gracia santificante y habitual.

c) No contento con esto, el Señor añadió al primitivo árbol divinizado una tercera categoría de bienes: los dones preternaturales, ya que la humanidad estaría sustraída al dolor y a la enfermedad, a la tiranía de las pasiones o concupiscencia, a la ignorancia y a la muerte.

Por sí solos, esta última clase de dones no divinizan al hombre, y, si no fueran acompañados por la gracia, nos perfeccionarían, sí, más allá de lo que naturalmente concierne al hombre como compuesto de materia y sujeto a la corrupción, pero nos dejarían en el orden puramente humano.

Por lo tanto, no pueden ser definidos, al menos en sentido propio, dones sobrenaturales, como por otra parte, no siendo esencialmente debidos a nuestra naturaleza, no son tampoco dones naturales. Son praeter, esto es, fuera de la exigencia de nuestra naturaleza, aun cuando no la superen ni la eleven a otro orden.

Tal era el primer árbol humano en su belleza. Y Dios había unido en el primer germen los dones, sobrenaturales y preternaturales de tal manera que nuestros progenitores, transfundiendo en los hijos la naturaleza, habrían transfundido también en ellos la gracia, la incorruptibilidad, la exención de la concupiscencia y de la ignorancia, la inmortalidad.

Adán y Eva no representaban solamente a sí mismos, sino a todos los árboles de la floresta, que de ellos hubiesen provenido; y Adán, como cabeza también de Eva y padre del género humano, era el verdadero y primario custodio y depositario de todos los dones sublimes otorgados por Dios, para ser transmitidos a todos sus descendientes.

En tal condición, pues, nuestros progenitores fueron sometidos a prueba, esto es, a un acto de homenaje, de obediencia, de devoción a Dios, a un acto de amor al Amor supremo, que tanto los había beneficiado.

Si hubiesen obedecido, reconociendo a su Dios, no sólo ellos, sino todos sus descendientes habrían tenido las tres clases de bienes mencionados; si se rebelaban, Dios habría dejado a la humanidad los dones de la naturaleza, pero —precisamente porque el hombre se rebelaba contra Dios— habría quitado al primer árbol —y por consiguiente a todos los otros— los dones sobrenaturales y preternaturales, a los que no tenía ningún derecho el hombre.

Como lo sabemos, Adán y Eva cayeron al comer la fruta prohibida. El árbol de la humanidad, cuya raíz llevaba la savia de la gracia y de la inmortalidad, roto el vínculo santificador por la culpa sugerida por la serpiente infernal, ya no estuvo injertado en Dios; perdió la savia divina de la gracia santificante y de los otros bienes preternaturales, y quedó solamente con el alimento que le ofrecía la tierra árida, como la planta despojada del Paraíso terrestre de Dante.

Después de la culpa Adán y Eva, y los árboles por ellos engendrados, hubieran tenido siempre la naturaleza humana, pero no los dones de la sobrenaturaleza, ni de la preternaturaleza.

El poeta lombardo, el gran Manzoni, en su himno Il Natale, compara al hombre caído al

… masso che dal vertice

Di lunga erta montana

Abbandonato all’impeto

Di rumorosa frana,

Per lo scheggiato calle,

Precipitando a valle,

Batte sul fondo e sta.

He aquí lo que es el pecado original, con el que nacen todos los hijos de Adán. El pecado original no incluye una ofensa personal nuestra contra Dios —esto es, hecha por nosotros con un acto libre—, sino que consiste únicamente, al menos de acuerdo a la más probable opinión, en la privación de la gracia, que por divina voluntad debíamos tener desde el origen, y por consiguiente, en la privación de la posibilidad de la visión beatífica de Dios.

Adán y Eva nos transmitieron una naturaleza que debía haber tenido la gracia, y que en cambio ya no la tiene.

Se dirá: si Dios no nos hubiese elevado al orden sobrenatural, todos naceríamos sin gracia; como asimismo, naceríamos sin pecado original. ¿Cómo puede entonces afirmarse que el pecado original consiste solamente en la privación de la gracia?

Respondo: si examino a un agricultor que trabaja en el campo, hallo que ignora la geometría; no tiene la menor idea de lo que es el teorema de Pitágoras; en él hay falta de ciencia. Sin embargo, no lo condeno; su ignorancia es una negación de ciencia que él no tenía que tener y nada más. En cambio, si examino a un estudiante que se presenta a los exámenes, y de matemáticas y geometría sabe tanto como el campesino, su falta de ciencia ya no es una simple negación, es la privación de una dote que debería tener y no la posee por su negligencia. Por eso lo aplazo con toda razón.

De idéntica manera, en un orden puramente natural, el hecho de nacer sin gracia no sonaría a condena, como no suena a reproche la negación de ciencia en el agricultor; pero los hijos de Adán reciben una naturaleza que debería estar revestida de gracia, y, en cambio, está privada de ella. La diferencia es enorme y esencial.

Así se entiende cómo San Pablo pueda afirmar de nosotros que por naturaleza nacemos «hijos de ira»; nuestra naturaleza, por su privación de la gracia, carece de un don que debería tener y que no tiene, por culpa de su cabeza; carece del soplo sobrenatural de Dios, de la vestidura de la inocencia original, de la vida divina participada, en otras palabras, ya no es una naturaleza divinizada, sino una naturaleza caída.

En este sentido, como nos enseña San Pablo y lo proclama el Concilio de Trento, el pecado original tiene una verdadera y propia razón de pecado, no porque sea una culpa personal nuestra derivada de nuestra voluntad, sino porque es el pecado de la naturaleza, que participamos de Adán.

¡Qué luminosa se hace entonces la promesa, en el paraíso terrenal, del Redentor, el anuncio inicial del dogma de la Encarnación! El hombre, caído del orden sobrenatural (y no sólo privado de los bienes preternaturales, que Dios ya no quiso conceder a la humanidad), con sus solas fuerzas de naturaleza no hubiera podido jamás reconquistar las alturas perdidas.

Nuestro ingenio, la buena voluntad, todas nuestras lágrimas, los actos de heroísmo más elevado y de abnegación más exquisita, tienen un valor natural y nunca hubieran podido merecer la gracia y los dones de lo sobrenatural.

El peñasco, vuelve a cantar el poeta lombardo:

Là dove cadde, immobile

Giace in sua lenta mole

Nè per mutar di secoli

Fia che riveggia il sole

Della sua cima antica,

Se una virtude amica

In alto nol trarrà.

Entonces al «misero figliuol del fallo primo» (al mísero hijo del primer error), Dios le prometió la redención. El mismo Dios se encarnará, y vivificará el árbol carcomido de nuestra naturaleza humana.

El pecado, que consiste en la separación del hombre y de Dios, va a ser reparado por la unión de Dios con el hombre, unión personal o hipostática en la Encarnación del Verbo y unión mediante la gracia en los que tendrán la nueva vida por el Verbo Encarnado.

A esta altura, no puedo menos que reproducir una página de Santa Catalina, ya que nadie mejor que nuestros místicos expresa el dogma revelado y las más sublimes especulaciones de la teología de Santo Tomás de Aquino. Continuando el parangón del árbol, así reza Santa Catalina:

«Por lo cual Tú, altísima y eterna Trinidad, como embriagada de amor y loca por tu creatura, viendo que este árbol no podía producir más que fruto de muerte, por estar separado de Ti, que eres vida, le otorgaste el remedio, con el mismo amor con el cual lo creaste, injertando tu Deidad en el árbol muerto de nuestra humanidad. ¡Oh dulce y suave injerto! Tú, suma dulzura, te has dignado unirte con nuestra amargura. Tú, esplendor, con las tinieblas. Tú, sabiduría, con la estulticia. Tú, vida, con la muerte. Tú, infinito, con nosotros finitos. ¿Quién te constriña a esta unión con tu creatura para darle la vida, habiéndote hecho ella tanta injuria? Solamente el amor, y por virtud de ese injerto se disipó la muerte. ¿Bastó a tu caridad haber realizado esta unión? No bastó; sino que Tú, Verbo eterno, regaste el árbol con tu sangre. Esa sangre hace germinar con su calor al árbol, si el hombre libremente se injerta a Ti, si une y ata a Ti su corazón y su afecto, atando y fajando este injerto con la venda de la caridad y siguiendo tu doctrina».

***

2

Objeciones y respuestas

¿Es acaso necesario refutar, después de esta simple exposición, las dificultades que habitualmente se promueven contra la doctrina del pecado original? No lo creo, porque carecen de importancia.

Se arguye: «¿por una manzana debía ser tan enormemente castigada toda la humanidad?» ¡Y no se reflexiona, que no se trataba de una fruta, sino de muy distinta cosa!

También en la Edad Media, cuando las ciudades se hallaban rodeadas de murallas, el emperador que ponía sitio y vencía a una de ellas, exigía que se le entregaran, en señal de homenaje, las llaves de la ciudad expugnada; pero a nadie se le ocurría esta objeción: «¿Cómo? ¿Se hizo la guerra por un manojo de llaves? ¡Id al herrero que os dará llaves en abundancia!» Nadie osaría pronunciar semejante necedad.

Las llaves —y en nuestro caso el fruto prohibido— significaban un acto de sujeción, cuyo valor no puede ser confundido con un poco de hierro o con la manzana, tanto más, cuanto que abstenerse del fruto de un solo árbol, en medio de la riqueza del paraíso terrestre, no debía resultar tan difícil.

La prueba, por lo tanto, a la que nuestros progenitores fueron sometidos por Dios, si era grave por el precepto y por la materia del precepto —o sea por la obediencia— no era grave por la dificultad de observarla; y por esto, Adán y Eva no hallaron una excusa que valiera para su pecado.

Más aun: a los que objetan que no es justo que nosotros suframos por una culpa no nuestra, después de lo dicho ya no resulta ardua la respuesta.

Supongamos —escribe Santo Tomás en su Compendium Theologiæ— que un rey cede a un vasallo suyo un feudo para él y para toda su descendencia, pero con la condición de que el vasallo no le escatime un acto de fidelidad. Si el vasallo obedece, poseerá para siempre el feudo recibido y lo podrá legar a su posteridad. Pero si falta a la fidelidad, el rey le quita a él y a su posteridad el feudo cedido.

Ningún hijo del vasallo rebelde podrá decir que el rey fue injusto, porque, aparte de otros motivos, ninguno de ellos tenía el derecho de poseer el feudo.

Eso es lo sucedido con Adán y nosotros. No un feudo, sino dones sobrenaturales y preternaturales habían sido concedidos a nuestros progenitores, con una condición; esta condición fue por ellos quebrantada y nosotros sufrimos las consecuencias. Por otro lado, los hijos, aun hoy, ¿no sufren las consecuencias de las culpas o de los méritos de los padres? La humanidad no es un acervo de átomos y de individuos desvinculados, sino una unidad orgánica, donde el bien de uno es el bien de todos y el mal de uno repercute en todo el organismo social.

Por último, si alguien insistiese, se admirase o quisiese irritarse contra nuestros progenitores, por haber renunciado, por una fruta, a la vida sobrenatural, sería el caso de invitarlo a ponerse una mano sobre el corazón e interrogar a su conciencia: —¿acaso yo no renuncio a los mismos bienes, de un valor infinito, por una bagatela y una insignificancia? ¿Cuántos pecados mortales no he cometido por menos de una manzana? ¡Cuántas primogenituras vendidas por un plato de lentejas!

Esta última reflexión pide que añadamos unas palabras sobre nuestros pecados personales, sobre las culpas de cada uno de los descendientes de Adán y Eva.

Continuará…