JUICIO CRÍTICO SOBRE LA EDUCACIÓN ANTIGUA Y LA MODERNA

CONSERVANDO LOS RESTOS

Octava entrega

“La buena educación de los jóvenes es, en verdad, el ministerio más digno, el más noble, el de mayor mérito, el más beneficioso, el más útil, el más necesario, el más natural, el más razonable, el más grato, el más atractivo y el más glorioso”

San José de Calasanz

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CAPÍTULO VIII

DE LA ENSEÑANZA RELIGIOSA

§ I

El haber desenmascarado en el Capítulo precedente la tendencia materialista y por consiguiente antirreligiosa del sistema moderno, nos lleva como de la mano a ocuparnos de la tan decantada fórmula: La educación por medio de la instrucción; paralogismo vulgar que es como síntesis de todo él y añagaza del error para envolver a los incautos en sus redes.

No impugnamos ciertamente la necesidad y utilidad de la instrucción, a la que hemos dedicado la flor de nuestros años y tenemos consagrados los que nos resten de vida; pero sostendremos con ahínco que en todos los grados de la enseñanza no debe ésta contentarse con proporcionar al joven la instrucción del entendimiento por medio de la ciencia, sino que ha de atender, y muy principalmente a la educación de la voluntad por medio de la Religión; la ciencia formará hombres sabios; la Religión hombres probos; entrambas combinadas darán a la sociedad una generación de ciudadanos honrados, que sirvan de modelo en el cumplimiento de los deberes cívicos y de las virtudes cristianas.

Que la educación de la voluntad o formación del carácter moral del joven le sea aún más necesaria que la instrucción para el entendimiento, es verdad reconocida por todas las naciones.

Dentro de nosotros hay como dos hombres: uno que conoce el bien, lo aprueba y lo desea; otro que nos inclina y hace fuerza para arrastrarnos al mal. De esta guerra y contradicción, que han observado en su interior todos los hombres, nos han quedado notables testimonios, aun en los escritores paganos; como también de que en semejantes combates, la virtud es la que frecuentemente sale vencida.

Y habiendo en el hombre tan nobles sentimientos, como en ocasiones se revelan, las virtudes, no obstante, parece que nacieran en nosotros como en tierra extraña, y los vicios como en la propia; de suerte que el corazón humano es tierra que de suyo brota espesa maleza, y en la que la virtud para arraigarse ha menester siempre penoso cultivo, trabajo y violencia.

Esta aparente contradicción, cuya causa estuvo envuelta en las tinieblas del misterio para los filósofos de la gentilidad, nos la explica nuestra santa fe, enseñándonos que es el resultado de las heridas que el pecado original produjo en la naturaleza humana, oscureciendo el entendimiento, enflaqueciendo la voluntad y dando bríos a las pasiones. Tales enfermedades de ignorancia en el entendimiento, de debilidad en la voluntad y de desorden y agitación en las pasiones, aunque en todas las edades de la vida subsisten, se dejan sentir de una manera mucho más particular en la niñez y en la adolescencia, en tanto grado que Platón llegó a decir: “Los niños son más intratables que cualquiera bestia sin domesticar, y mientras todavía no tienen las facultades racionales enteramente desarrolladas, son más arteros, terribles e inquietos que todos los animales irracionales” (1).

De suerte que, abandonados a sí mismos y a sus tendencias, no podrían menos de correr a despeñarse en el mal, y éste iría tomando creces con los hábitos perversos, que en la edad madura no se pudieran ya desarraigar. Es, pues, de suma importancia que el niño desde sus tiernos años sea acostumbrado a practicar el bien, venciendo sus malas inclinaciones y fortificándose en este combate; porque en la voluntad, aún más que en el entendimiento, sucede que es moralmente imposible adquirir en lo restante de la vida lo que en los primeros años no se ha adquirido; verdad que, atestiguada por todos los sabios y confirmada por una constante experiencia, nos la enseña el Espíritu Santo en los Sagrados Libros, diciendo (Proverbios, XXII, 6): “El joven, aun cuando hubiere envejecido, no se apartará del modo de proceder a que se ha acostumbrado en su mocedad”.

Ahora bien, para conseguir que el niño aprenda a luchar contra sus malas inclinaciones, que triunfe de sí mismo y se acostumbre al esfuerzo siempre necesario para obrar bien, no hay otro medio quesea verdaderamente eficaz, sino la práctica de la virtud y de la Religión.

La volubilidad de la fantasía, el ardor de las pasiones, la fascinación de los objetos exteriores y el escándalo de las acciones malas con que el joven tropieza a cada paso, son peligros que no pueden ser vencidos sin un auxilio poderosísimo que obre en lo interior, que posea, rija y gobierne todo su ser; y no es dado encontrar fuera de la Religión tan eficaz auxilio, ni freno que sujete más fuertemente el ímpetu de las inclinaciones depravadas, ni apoyo que sostenga más inconmovible la flaqueza de la voluntad del joven. Por esto la educación que recibe ha de estar fundada en la verdad religiosa. “El temor de Dios, dice el libro del Eclesiástico (c. I, v. 16), es el principio de la sabiduría”.

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Don Bosco y su Oratorio

Que la escuela deba proveer a esta educación religiosa es manifiesto, desde que ella se encarga de la completa y perfecta formación del hombre. Mas no puede llamarse formación perfecta la que sólo cuida del entendimiento, y deja abandonada la voluntad, que es la facultad más preciosa del espíritu y necesita de mayor auxilio por ser la más flaca y expuesta a peligros, la que más gloriosas empresas puede realizar, si procede conforme a su norma natural, y más funestos estragos puede producir, si se encuentra desordenada.

Antes bien, el mismo cultivo del entendimiento, será incompleto y nocivo sin el cultivo moral por medio de la Religión. Incompleto, porque el entendimiento se perfecciona conociendo la verdad, y este conocimiento será imperfecto y errado mientras no conozca a Dios, Suprema Verdad y fuente de toda verdad, sin lo cual no conocerá el ser de la naturaleza en su verdadero concepto, que es de realidad producida y conservada por Dios y dependiente de Él. Nocivo, porque acrecienta y desarrolla las facultades, abandonándolas a las viciosas inclinaciones de nuestra corrompida naturaleza; de suerte que con razón se ha dicho, que enseñar sin educar es poner en manos de un hombre furioso una espada: a proporción que tenga más aguzado su filo, mayor será el estrago que puede causar con ella.

Pero hay otra razón fundamental que hace más estricto el deber, que pesa sobre los establecimientos de enseñanza de dar educación religiosa al alumno; y es el mismo origen y carácter de la escuela.

Ésta, sea del grado que fuere, sustituye al padre de familia en la crianza y formación del niño, y no tendría razón de ser, en el caso de que todos los padres de familia pudieran y quisieran formar por sí mismos a sus hijos. Sólo porque tienen otras ocupaciones a que atender, y por no ser fácil que un individuo reúna todas las dotes y medios necesarios para este objeto, los padres confían sus hijos a educadores extraños.

Así, pues, el establecimiento de enseñanza toma sobre sí las obligaciones del padre al hacerse cargo del alumno, y en tanto menos puede dispensarse de la formación religiosa de este, en cuanto de ella ni aquel puede eximirse. Queda al arbitrio del padre, si le place o le faltan los recursos dejar sin cultivo el entendimiento de su hijo; pero educar su voluntad, amaestrarlo en la doctrina y en la práctica de la virtud, enderezarlo por el camino del cielo, es obligación suya ineludible, y que no puede satisfacer sin proporcionarle enseñanza religiosa.

Por tanto, la escuela o colegio, que hace las veces de padre en la formación del discípulo, no puede ceñirse solamente a instruir el entendimiento por medio de la ciencia, sino que debe también educar la voluntad por medio de la Religión.

Y esto no es alguna teoría particular o tesis que verse sobre materias opinables y discutibles, sino que para todo católico es doctrina que no consiente la más leve duda; pues el Romano Pontífice, Maestro infalible de la verdad revelada, ha condenado en el Syllabus la proposición XLVIII, cuyo tenor es el siguiente: “Los católicos pueden aprobar un sistema de educación de la juventud separado de la fe católica y de la potestad de la Iglesia, y que tenga por objeto único, o a lo menos principal, la ciencia de las cosas naturales, y los fines de la vida social sobre la tierra”.

Los males que acarrean tales sistemas, bien claramente se deducen de lo que llevamos dicho, y Pio IX en la carta de 14 de Julio de 1864 al Arzobispo de Friburgo, que comenta la mencionada proposición, los describe con estas gravísimas palabras: “Una enseñanza que no sólo se limita a la ciencia de las cosas naturales y a los fines de la vida social y terrena, pero también se aparta de las verdades reveladas por Dios, cae inevitablemente en el espíritu de error y de mentira; y la educación que pretende formar sin el socorro de la doctrina y de la ley moral cristiana los espíritus de los jóvenes, tan tiernos y tan susceptibles de ser encaminados al mal, tiene que engendrar necesariamente una raza entregada sin freno a las malas pasiones y al orgullo de su razón; y unas generaciones de este modo educadas no pueden menos de acarrear grandes calamidades a la familia y al Estado”. (2)

§ II

Acabamos de ver como la naturaleza caída del hombre, el origen mismo de la escuela y la doctrina católica exigen, que en todos los establecimientos de enseñanza se cultive la voluntad por medio de la educación religiosa, a la par que la inteligencia por medio de la instrucción científica. Los defensores del sistema moderno, hostiles en su mayoría a la Religión, se desentienden de estas razones y otras muchas que el deseo de la brevedad y la índole de este trabajo nos hacen omitir; y con fútiles pretextos quisieran ocultarla ignominia de esos establecimientos mal llamados de educación, en los cuales de la parte moral no se tiene ningún cuidado. Para prevenir engaños y desvanecer errores conviene, pues, que examinemos, siquiera sea someramente, los principales sofismas con que pretenden sus partidarios cohonestar esta obra de tan inocentes apariencias como perversos designios.

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San José de Calasanz

Algunos de los fautores de estos métodos no cesan de repetir lo que años atrás dijo en Alemania el tristemente célebre ministro Falk, autor de las inicuas leyes de Mayo, poco ha en parte revocadas, a saber: que la educación puede obtenerse completamente con la sola instrucción; y esta fórmula hueca y campanuda de “La educación por medio de la instrucción”, ha sido durante algún tiempo reclamo de tontos y frase de moda, en cuya verdad nadie cree menos que sus propios autores.

Pero, si en ella se supone que la educación consiste en la misma instrucción, como parece darlo a entender el neologismo liberalesco de llamar hombre educado a todo el que es más o menos instruido, entonces huelga la palabra medio, pues se confunde con el fin; y se reduce el tal axioma de la flamante pedagogía a una especie de círculo vicioso, que en el lenguaje vulgar equivale a dar vueltas al rededor sin adelantar camino.

Mas si se tiene la educación por cosa distinta de la instrucción, porque sus respectivos ejercicios perfeccionan facultades realmente distintas, como son la voluntad y el entendimiento, nos quedamos en que educar tomando por medio la pura instrucción, es ciertamente instruir, pero de ninguna manera educar; y por lo mismo, suponiendo aplicada la tal fórmula, se deja la juventud expuesta, como antes hemos dicho, a las espantosas consecuencias de la falta de cultivo moral, las cuales muy luego redundan en daño de la sociedad.

Harto lo confirma el espantoso aumento de crímenes, oprobio del siglo en que la idolatría de la materia, la difusión del error y la gangrena de los vicios no encuentra trabas a sus desastrosos progresos.

En esa Francia, cuyos desatinos remedamos indiscretamente, después de observaciones practicadas con todo esmero sobre este punto por los señores Guerry, Dangueville, Morogue y Michel, la lógica de las cifras oficiales hizo que este último admitiese los siguientes resultados: “El número de los crímenes y de los delitos ha aumentado de año en año en una proporción análoga al aumento en la propagación de la instrucción… Cuando 25.000 individuos de la clase enteramente iliterata dan 5 acusados, 25.000 individuos de la clase que sabe leer y escribir dan más de 6, y 25.000 individuos de la clase que ha recibido una instrucción superior dan más de 15… Añadamos que hay un sin número de delitos, secretos o patentes, que violan la probidad y la moral, y sin embargo se sustraen a la pesquisa de los tribunales… El escándalo de fortunas labradas por el fraude y la estafa; el escándalo de ambiciones satisfechas por medio del perjurio, de la apostasía y de las transacciones vergonzosas; el escándalo de las pasiones saciadas a expensas de la honra y del reposo de víctimas seducidas, y sacrificadas luego con cínica impudencia; todos esos escándalos que el mundo ve que injusticia humana no castiga y que hasta hacen murmurar de lo paciente que se muestra la justicia divina, no los da ciertamente la clase pobre e ignorante”. (3)

No hace muchos meses leíamos en la Revista Popular, (4) semanario barcelonés de inapreciable mérito, estas líneas que corroboran nuestra opinión: “Un sabio observador ha recorrido todas las cárceles de Francia, ha estudiado a sus infelices habitadores, y ha compuesto sobre esto un libro con el título: El mundo de los picaros, libro de estadística y de guarismos, cuya lectura arrancó en 1863 al periódico ateo Le Siècle esta triste confesión: En el decurso de veinte años, a proporción que aumentó la instrucción ha subido la cifra de los delitos de 45.000 a 123.000. Los malhechores más desvergonzados son los más instruidos. De suerte que la decadencia moral sigue la proporción directa de la mayor altura intelectual”.

Concluiremos este sombrío cuadro con las juiciosas reflexiones de un médico ilustre, Mr. Descuret: “La importancia exclusiva que se da en nuestros días a la instrucción científica y literaria no forma más que hombres enervados y viciosos, es decir, pésimos ciudadanos. ¡Qué dolor! los censos estadísticos de los hospitales y de las cárceles de Europa demuestran que las enfermedades, la enajenación mental, el suicidio y los demás crímenes aumentan con la instrucción y el supuesto progreso de las luces”. (5)

Otros defensores de los modernos sistemas, aparentando mucho respeto por la Religión y confesando su necesidad para formar el corazón del niño, dicen que la enseñanza religiosa pertenece a la familia y al sacerdote, y que la escuela debe mantenerse laica y neutral.

Con este par de vocablos logran alucinar a no pocos que se pagan de apariencias; empero las personas que reflexionan con calma y pesan las cosas con atenta consideración, no ven en estas razones más que un lazo para prender a los incautos, un sabroso cebo que encubre la más refinada malicia.

No hay para que detenerse a probar, que tomando las cosas como son en la práctica, la mayoría de los padres de familia, o no saben, o no pueden, o por lo menos descuidan dar educación religiosa a sus hijos; y por lo mismo en el caso dado estos infelices quedarían completamente privados de los imponderables bienes de esta enseñanza.

A los que porfían por sostener la escuela neutral, les replicaremos que no es posible tal quimera; pues la escuela en que no se reconoce a Dios y se prescinde completamente de Él, es por este mero hecho, atea; y para que un individuo o una institución merezcan el nombre de irreligiosos, no necesita que adoren dioses falsos, o usen prácticas supersticiosas; basta que muestren no tener religión, desconociendo al único Dios verdadero y no practicando su culto obligatorio en la forma y manera con que Él exige de sus criaturas el honor que le es debido.

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San Marcelino Champagnat

Pero ni es posible que en una escuela se prescinda totalmente de las doctrinas religiosas, porque ocurren a cada paso cuestiones que se han de explicar con un criterio conforme o contrario a ellas. “Toda ciencia, dice Petitalot, aunque sea estudiada superficialmente, se encontrará en presencia de la religión, y deberá escucharla o combatirla. Citad una escuela secundaria o superior en que no se hable de religión. ¿Concíbese, por ejemplo, un curso de filosofía extraño a toda idea religiosa? ¿Enseñaréis la medicina sin pronunciaros en pro o en contra de la existencia del alma? ¿Trataréis el derecho sin invocar los principios de la conciencia? ¿Estudiareis la geología, la astronomía, la cosmogonía sin tener en cuenta, aunque sea para contradecirlos, los datos científicos del Génesis? ¿Profundizareis la historia sin abordar las cuestiones religiosas, sin alabar o censurar a la Iglesia Católica, que ha llenado los siglos de su nombre y de sus obras?”. (6)

Y fuera de esto, la sola persona del superior basta para dar a la escuela el carácter de religiosa o irreligiosa, según que él sea creyente o incrédulo; porque, convenimos en que por tiempo corto un maestro sea reservado y se abstenga de todo indicio que manifieste su modo de pensar; mas durante el largo transcurso de un año, no es posible que tratando asidua e íntimamente con sus discípulos dejen éstos de traslucir sus ideas y sentimientos, por más que él se empeñe en ocultarlos.

Reciente es todavía la discusión a que dio lugar en el Senado francés la pretendida escuela neutral, y no estará por demás que recordemos aquí los vigorosos ataques con que Julio Simón, impugnó la ley que la promulgaba. “El maestro, decía, no será neutral; querrá serlo, lo supongo, pero lo desafío a que lo sea. No enseñará precisamente tal o cual doctrina, y ¿llamareis a eso neutralidad? Pero, señores, se enseña de muchas maneras: se enseña por el gesto, se enseña por la fisonomía, se enseña por todas las doctrinas que se emiten, se enseña por la conversación con los alumnos, se enseña por los ejemplos de escritura, por los libros que se ponen en manos de los discípulos. ¿Acaso suprimiréis la literatura francesa en nuestras escuelas? Y bien, la literatura en nuestro país ha sido formada desde hace trescientos años por hombres que tenían una creencia, que combatían otra creencia. Tomad un libro cualquiera, ponedlo en manos de los niños y se acabó vuestra neutralidad. Pero voy más lejos, señores, digo que no quiero profesor neutral; no lo quiero, porque no lo estimo. La neutralidad en materia de opiniones es todo lo que hay en el mundo de más deshonroso”.

Concedamos ahora por un momento, que el maestro sea tan circunspecto que llegue a prescindir de la Religión, constante y totalmente. Aun esto mismo dañaría gravemente a la educación religiosa del alumno. Porque ¿qué concepto formará éste de la Religión? ¿Qué impresiones le producirá el ver que el maestro, ni una vez siquiera le habla para exhortarlo a cumplir con sus deberes para con Dios? Creerá sin duda, que todo cuanto le han enseñado en su familia acerca de la Religión, o es falso, o por lo menos indigno de ocupar a un hombre; que la Religión nada tiene que ver con la vida social; que sus prácticas serán, a lo más, buenas para ejercitadas en el hogar doméstico; pero que un ciudadano ilustrado con motivo ha de sonrojarse de mostrarlas en público.

La verdad es que no se pudiera hacer mayor injuria a nuestra santa Religión; ni llegaron los paganos, con ser falsas las suyas, a menospreciarlas hasta tal punto, rebajando de esta manera los caracteres; ni sabían lo que era avergonzarse de sus creencias aquellos nobles cristianos, de quienes nos gloriamos de descender, los cuales siempre tuvieron a mucha honra el profesar públicamente la fe y acomodarse en todo a sus preceptos.

La sola omisión, pues, de la educación religiosa en el establecimiento de enseñanza es una lenta y solapada perversión y un grave escándalo para el niño. ¿Qué será si en lugar de la supuesta omisión o neutralidad, se propina a los alumnos el veneno de la impiedad o de la duda por profesores incrédulos o indiferentes?

Porque hemos de observar que el niño, incapaz de discernir por sí mismo la verdad de muchas cosas, da principio a la adquisición de sus conocimientos creyendo y aceptando con fe ciega y sin discusión casi todo lo que oye decir a sus maestros, a quienes venera como seres superiores y cuya autoridad estima a veces más que la de sus propios padres. Y a éstos les será imposible, por grande que sea su empeño, contrarrestar el efecto deletéreo que las malas doctrinas de la escuela produzcan en sus hijos, viniendo a fomentar en el ascendiente del profesor y con el ejemplo de sus compañeros las bajas pasiones que ya de suyo brotan con fuerza en los ánimos juveniles.

En balde insisten los sostenedores de tan perniciosas opiniones clamando que el establecimiento de enseñanza no tiene infalibilidad para imponer la doctrina católica. Tampoco el padre de familia la tiene, y no por eso está escusado de formar el corazón de su hijo con la enseñanza y práctica de la Religión verdadera. Para estar obligado a abrazar la Religión, nadie ha soñado jamás que sea necesaria la prerrogativa de la infalibilidad en el individuo; basta tener, como tenemos, pruebas suficientes que ningún hombre pueda racionalmente desechar de que Dios ha hablado, y conocimiento de lo que ha dicho.

Lo único que de esta objeción pueda legítimamente inferirse es, que todos los establecimientos de enseñanza, para no errar en la doctrina, están obligados a sujetarse a la Iglesia, que es autoridad infalible.

Añádese que para que no falte del todo la educación, la escuela enseñará la moral universal e independiente, esto es, una moral que empieza por negar la primera obligación moral que tiene el hombre, cual es la de servir y obedecer a Dios, creer en su palabra, esperar en sus promesas, amar su infinita Bondad y tributarle el culto del modo que Él ha manifestado que lo quiere.

Sabemos muy bien el mérito que tiene ese fantasma de moralidad. “Place a los materialistas decir, sin que jamás lleguen a demostrarlo, que la moral se sostiene por sí misma. Un principio sin autoridad, una justicia sin dispensador, una ley moral sin sanción, todo esto nos parece igual absolutamente a cero”. (7) “Alléguese a esto, dice el doctísimo Orti y Lara, Catedrático de Filosofía en la Universidad de Madrid, que la moral puramente racional no alcanza a resolver muchas cuestiones de alta trascendencia en el orden de la vida moral; que esta misma vida en todos sus fases y relaciones es un problema insoluble fuera de la verdadera Religión; que la moral separatista priva a los hombres de la virtud de la fe, de la eficacia de los sacramentos, verdaderas medicinas del alma, del poderoso influjo que ejercen en la virtud los ejemplos del Hombre-Dios, de la esperanza, que tanto alienta, de la inmortalidad y del cielo, y del temor que mantiene al hombre en las vías de la justicia, librándole de caminar por las que van al abismo; y dígase si es lícito a la ciencia de las costumbres mantener su independencia y cuidar que no penetren en ella los rayos de luz y de amor del sol de verdad y de justicia Cristo Jesús”. (8)

Más radical es todavía que las precedentes la opinión formulada en Italia, en 1881, por los libre pensadores, afirmando que “la familia no tiene derecho alguno sobre sus miembros respecto a la educación filosófica y religiosa”; principio tan absurdo y monstruoso que basta enunciarlo para tenerlo por refutado.

Y nadie se asombre de que estos pareceres sean opuestos entre sí y contradictorios unos de otros, afirmando el uno que el único medio de educar es instruir y pretendiendo el otro educar con una farsa de moral que entraña la más repugnante inmoralidad; sentando éste que la educación religiosa corresponde sólo a la familia, y diciendo aquel que nada tiene que ver la familia con la educación religiosa: ha sido siempre privilegio exclusivo de la mentira y de la iniquidad el contradecirse a sí misma.

Pero nótese que todas estas pestilentes doctrinas tienen un vínculo común, el cual para enseñanza de los fieles descubrió el glorioso Pontífice Pio IX en su memorable Encíclica Quanta cura (8 Dic. 1864), previniendo a los incautos contra las artimañas del astuto enemigo, con estas palabras:

Con tales impías opiniones e intrigas, lo que principalmente intentan esos hombres arteros es que sea totalmente eliminada de la instrucción y educación de la juventud la saludable doctrina e influencia de la Iglesia Católica, y que los tiernos y flexibles ánimos de los jóvenes sean miserablemente contaminados y depravados con toda clase de errores y vicios. Porque todos cuantos se han esforzado en trastornar la Religión, el Estado y el recto orden social y borrar todos los derechos divinos y humanos, han dirigido siempre, como ya hemos indicado, todos sus abominables planes, conatos y trabajos a engañar y pervertir principalmente la imprevisora juventud y en la corrupción de esta misma juventud han cifrado toda su esperanza. Y por eso no cesan de vejar con toda clase de modos infames al clero secular y regular, que ha prestado a la sociedad tan señalados servicios en el orden religioso, civil y literario, como lo prueban claramente los testimonios ciertísimos de la historia; y dicen que debe separársele de todo cuidado y oficio de educar e instruir a la juventud, por ser enemigo del verdadero y útil progreso de la ciencia y de la civilización.”

Concluyamos. La batalla está empeñada: no hay para qué preguntar cuya será la victoria. También Juliano el Apóstata quiso destruir la Religión hace quince siglos, impidiendo a los cristianos la libre enseñanza de sus hijos según las tradiciones de sus mayores. Pero en los desiertos campos de Persia le esperaba la mano de Dios; y el renegado, herido con una flecha y arrojando al aire un puñado de sangre, confesó su derrota diciendo: Venciste, Galileo. (9)

Contra los desmayos de los pusilánimes tenemos la palabra de Cristo, Verdad Eterna, que nos asegura el triunfo, y el testimonio de la historia que confirma haberse realizado constantemente durante diez y nueve siglos la divina promesa.

Los espíritus apocados no ven que en los combates de la fe pelea por la Iglesia un poder superior a todos los ardides y fuerzas de los hombres, contra el cual no prevalecerán las puertas del infierno.

(1) Libro VII, De las leyes.

(2) Cit. por Alonso Perujo, Lecciones sobre el Syllabus, tomo II, cap. XXXV.

(3) Cit. por Descuret, La Medicina de las Pasiones, nota F.

(4) Número del 11 de Marzo de 1886.

(5) La Medicina de las pasiones, por Descuret, Doctor en Medicina y en Letras, de la Academia de París, cap. IV.

(6) El Syllabus, pág. 143. 51

(7) Le Monde, de 1º de Julio de 1865.

(8) El Catecismo de los textos vivos, cap XI.

(9) César Cantú no admite la veracidad de esta frase; pero otros autores de nota, antiguos y modernos, la repiten, entre ellos el eruditísimo Darras.