GLORIA AL PADRE, Y AL HIJO Y AL ESPÍRITU SANTO

ALABANZAS A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Unidad indivisible, Trinidad distinta en una sola naturaleza, Dios soberano que Te revelaste a los hombres, permítenos que en Tu presencia ofrezcamos nuestras adoraciones, y que nos desahoguemos en acciones de gracias que salen de nuestros corazones, cuando nos sentimos inundados de tus inefables resplandores.

Unidad divina, Trinidad divina, no Te hemos contemplado todavía, pero sabemos lo que eres; porque Te has dignado manifestárnoslo.

Esta tierra que habitamos, oye proclamar cada día distintamente el augusto misterio, cuya visión es el principio de la felicidad de los seres glorificados en tu seno.

La raza humana esperó muchos siglos antes de que la divina fórmula le fuese plenamente revelada; pero nuestra generación está en posesión de ella, confiesa con alegría la Unidad y Trinidad en tu esencia divina.

Antiguamente, la palabra del escritor sagrado, parecida al relámpago que surca la nube y deja después la obscuridad más profunda, atravesaba el horizonte del pensamiento. Decía:

«No conozco la verdadera Sabiduría, ignoro lo que es santo. ¿Qué hombre subió al cielo y volvió a bajar? ¿Quién tiene en sus manos la tempestad? ¿Quién contiene las aguas como en un recinto? ¿Quién fijó los confines de la tierra? ¿Sabes cómo se llama? ¿Conoces el nombre de su hijo?».

Señor Dios, gracias a tu infinita misericordia, conocemos hoy tu Nombre: Te llamas Padre, y el que engendras eternamente se llama Verbo, la Sabiduría. Sabemos también que del Padre y del Hijo, procede el Espíritu de amor.

El Hijo, revestido de nuestra carne, habitó esta tierra y vivió entre los hombres; el Espíritu descendió después y se quedará con nosotros hasta la consumación de los destinos de la familia humana en el mundo.

He ahí por qué confesamos la Unidad y la Trinidad; porque, habiendo oído el divino testimonio, hemos creído, y «porque hemos creído, hablamos con toda seguridad».

A tus Serafines, oh Dios, les oyó el Profeta que cantaban: «¡Santo, Santo, Santo es el Señor de los ejércitos!». Somos hombres mortales; pero, más felices que Isaías, sin ser profeta como él, podemos articular la palabra angélica y decir: «¡Santo es el Padre, Santo es el Hijo y Santo es el Espíritu Santo!».

Se mantenían volando con dos de sus alas; con las otras dos velaban respetuosamente su cara, y las dos últimas cubrían sus pies. Nosotros también, fortificados por el Espíritu divino que nos fue dado, procuremos levantar sobre las alas del deseo el peso de nuestra mortalidad; cubramos con el dolor la responsabilidad de nuestras faltas, y velando con la nube de la fe el ojo débil de nuestra inteligencia, recibamos dentro la luz que se nos infunda. Dóciles a la palabra revelada, nos conformamos con lo que enseña; ella nos trae la noción, no sólo distinta, sino luminosa del misterio que es la fuente y el centro de todos los demás.

Los Ángeles y los Santos contemplan en el Cielo, con este inefable temor que el profeta nos indicó al mostrarnos su mirada semicubierta con sus alas.

Nosotros no vemos aún, ni podríamos ver, pero sabemos, y esta ciencia ilumina nuestros pasos y nos fija en la verdad.

Guardémonos de «escudriñar la majestad», no sea que «seamos aplastados con su gloria'»; pero repasando lo que el Cielo se dignó revelarnos de sus secretos, digamos:

ALABANZA A DIOS UNO

Gloria sea a Ti, Esencia única, acto puro, ser necesario, infinito, sin división, independiente, completo desde toda la eternidad, tranquilo y supremamente feliz.

En Ti reconocemos, con la inviolable Unidad, fundamento de todas tus grandezas, tres Personas distintamente subsistentes; pero en su producción y en su distinción, la misma naturaleza les es común, de suerte que la subsistencia personal, que las constituye a cada una y las distingue a la una de la otra, no lleva entre ellas ninguna desigualdad.

¡Oh bienaventuranza infinita en esta sociedad de tres Personas que contemplan en sí mismas las mismas perfecciones inefables de la esencia que las reúne, y la propiedad de cada una de las tres que anima divinamente esta naturaleza que nada puede limitar ni turbar!

¡Oh maravillosa esencia infinita, cuando se digna obrar fuera de sí, creando seres con su poder y bondad, operando las tres de acuerdo, de suerte que la que interviene por un modo que le es propio, lo hace en virtud de una voluntad común!

¡Amor especial sea dado a la divina Persona, que en la acción común de las tres, se digna revelarse más especialmente a las criaturas; y al mismo tiempo ríndanse gracias a las otras dos que, en una misma voluntad, se unen a la que manifiesta en nuestro favor!

GLORIA AL PADRE

¡Gloria a Ti, oh PADRE!, Anciano de días, innascible, sin principio, pero que comunicas esencial y necesariamente al Hijo y al Espíritu Santo la divinidad que reside en Ti. Eres Dios y Padre; el que te conoce como Dios y no como Padre, no te conoce tal cual eres. Produces, engendras, pero en tu propio seno; porque lo que está fuera de Ti no es Dios. Eres el ser, el poder, pero nunca dejaste de tener un Hijo. Te dices a Ti mismo lo que eres; te comunicas, y el fruto de la fecundidad de tu pensamiento, igual a Ti, es la segunda Persona que sale de Ti, es tu Hijo, tu Verbo, tu palabra increada. Hablaste una vez, y tu palabra es eterna como Tú, como tu pensamiento, del que es expresión infinita.

Así, el sol que brilla a nuestra vista nunca estuvo sin resplandecer. Este resplandor existe por él, está con él, emana de él sin disminuirle, sin salir de él. Perdona, Padre, a nuestra débil inteligencia al buscar comparación entre los seres que creaste.

Y, si nos estudiamos a nosotros mismos, que creaste a tu imagen, ¿no sentimos que nuestro pensamiento, por ser distinto en nuestro espíritu, tiene necesidad de término que le fije y le determine?

Padre, te conocimos por el Hijo que engendraste eternamente, y que se dignó revelarse a nosotros. Nos enseñó que Tú eres Padre y Él es Hijo, y que a la vez eres con Él una misma cosa.

Cuando un Apóstol exclamó: «Señor, muéstranos al Padre», respondió: «El que me ve, ve al Padre'».

¡Oh unidad de la naturaleza divina, en que el Hijo, distinto del Padre, no es menor que el Padre! ¡Oh complacencia del Padre en el Hijo, por quien tiene conciencia de Sí mismo; complacencia de amor íntimo que proclama a nuestros oídos mortales a orillas del Jordán y en la cumbre del Tabor!

¡Oh Padre!, Te adoramos, pero también Te amamos: porque un Padre debe ser amado de sus hijos, y nosotros somos tus hijos. ¿No nos enseña un Apóstol que toda paternidad procede de Ti, no sólo en el Cielo, sino en la tierra? Nadie es padre, nadie tiene autoridad paterna en la familia, en el Estado, en la Iglesia, sino por Ti, en Ti y a semejanza tuya.

Es más, quisiste que no sólo fuésemos llamados hijos tuyos, sino que esta cualidad fuese real en nosotros; no por generación como en tu único Verbo, sino por una adopción que nos hace sus «coheredero.

Tu Hijo divino dijo hablando de Ti: «Yo honro a mi Padre»; también nosotros Te honramos, Padre sumo, Padre de majestad inmensa, y desde lo profundo de nuestra nada, en espera de la eternidad, te glorificamos con los Santos Ángeles y los Bienaventurados de nuestra raza.

Tu mirada paternal nos proteja, y se complazca también en los hijos que has previsto y que has elegido y has llamado a la fe, y que con el Apóstol se atreven a llamarte «Padre de las misericordias, y Dios de todo consuelo».

GLORIA AL HIJO

¡Gloria a Ti, oh HIJO, oh Verbo, oh Sabiduría del Padre! Emanado de su esencia divina, el Padre te dio nacimiento antes de la aurora, y te dijo: «Hoy te he engendrado», y el hoy, que no tiene ni ayer ni mañana, es la eternidad.

Eres Hijo e Hijo único, este nombre expresa una misma naturaleza con el que te produce; excluye la creación y te dice consustancial al Padre, del que procedes con una semejanza perfecta.

Sales del Padre, sin salir de la esencia divina, siendo coeterno con tu principio; porque en Dios nada hay nuevo, nada temporal.

En Ti, la filiación no es una dependencia; porque el Padre no puede existir sin el Hijo, como tampoco el Hijo sin el Padre.

Si es noble para el Padre producir al Hijo, no lo es menos para el Hijo agotar y terminar en Sí mismo, por su filiación, el poder generador del Padre.

¡Oh Hijo de Dios!, eres el Verbo del Padre. Palabra increada, eres tan íntimo con Él como su pensamiento, y su pensamiento es su ser. En este ser se expresa por entero en su infinidad, en Ti se conoce.

Eres el fruto inmaterial producido por el entendimiento divino del Padre, la expresión de todo lo que es, ya sea que te guarde misteriosamente «en su seno'», ya sea que te produzca fuera.

¿Qué términos emplearemos para definirte en tu magnificencia, oh Hijo de Dios? El Espíritu Santo se dignó ayudarnos en los libros que dictó; nos atreveremos, pues, a decir con las palabras que nos sugiere: Eres el esplendor de la gloria del Padre, la forma de su sustancia. Eres el resplandor de la luz eterna, el espejo sin imperfección de la majestad de Dios, el reflejo de su eterna bondad.

Con la Iglesia reunida en Nicea, nos atrevemos a decir: «Eres Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero».

Con los Padres y los doctores añadimos: «Eres la llama eternamente alumbrada por la llama eterna. Tu luz no disminuye en nada a la que se comunica en Ti, y en Ti nada tiene de inferior a la que te produjo».

Pero, cuando esta inefable fecundidad que da un Hijo eterno al Padre, al Padre y al Hijo un tercer término, quiso manifestarse fuera de la esencia divina, y, no pudiendo producir nada que fuese igual a Sí, se dignó llamar de la nada a la naturaleza intelectual y razonable, como más cercana a su principio, y a la naturaleza material como la menos alejada de la nada, entonces la producción íntima de tu Persona en el seno del Padre, oh Hijo único de Dios, se reveló al mundo en el acto creador.

El Padre lo hizo todo, pero «en su Sabiduría», es decir, por medio de Ti lo hizo.

Esta misión de obrar que recibiste del Padre, deriva de la generación eterna por la que Te produce de Sí mismo.

Saliste de tu descanso misterioso, y las criaturas visibles e invisibles procedieron de la nada a tu mandato.

Obrando en íntimo acuerdo con el Padre, extendiste sobre los mundos al crearlos, algo de esta bondad y armonía cuyo reflejo eres en la esencia divina.

Pero tu misión no se agotó con la creación. El Ángel y el hombre, seres inteligentes y libres, fueron destinados a ver y a poseer a Dios eternamente. Para ellos no bastaba el orden natural, era necesario que una vía sobrenatural les fuese abierta para conducirlos a su fin. Esta vía eres Tú mismo, oh Hijo único de Dios.

Al tomar en Ti la naturaleza humana, Te uniste a tu obra, levantaste hasta Dios al Ángel y al hombre, y, en tu naturaleza finita, apareciste como el tipo supremo de creación que el Padre realizó por medio de Ti.

¡Oh misterio inefable! eres el Verbo increado, y a la vez el primogénito de toda creatura, que debía manifestarse a su tiempo; pero precediste en la intención divina a todos los seres que fueron creados para ser súbditos tuyos.

La raza humana, llamada a poseerte en su seno como divino intermediario, rompió con Dios: el pecado la precipitó en la muerte. ¿Quién podrá levantarla, volverla a su sublime destino? Tú sólo, ¡oh Hijo único del Padre!

Nunca lo hubiéramos pensado; pero «el Padre amó tanto al mundo, que le dio su Hijo único'», no sólo como Mediador, sino como Redentor de todos.

¡Oh primogénito nuestro!, le pediste que «Te restituyese tu herencia», y esta herencia tuviste que rescatarla Tú mismo. El Padre entonces Te confió la misión de Salvador para nuestra raza perdida.

Tu sangre en la Cruz fue nuestro rescate, y renacimos para Dios y a nuestros primeros honores; por eso, oh Hijo de Dios, nos gloriamos nosotros tus rescatados, de llamarte SEÑOR NUESTRO.

Librados de la muerte, purificados del pecado, Te dignaste devolvernos todas nuestras grandezas.

Eres para el futuro Cabeza, y nosotros tus miembros.

Eres Rey, y nosotros tus dichosos súbditos.

Eres Pastor, y nosotros las ovejas de tu único rebaño.

Eres Esposo, y la Iglesia nuestra Madre es tu Esposa.

Eres Pan vivo bajado del cielo, y nosotros tus convidados.

¡Oh Hijo de Dios, oh Emmanuel, oh Hijo del Hombre!, bendito sea el Padre que Te envió; pero sé bendito con Él, Tú que cumpliste su misión, y Te dignaste decirnos que «tus delicias son estar con los hijos de los hombres».

ALABANZA AL ESPÍRITU SANTO

¡Gloria a Ti, oh ESPÍRITU SANTO!, que emanas por siempre del Padre y del Hijo en la unidad de la sustancia divina!

El acto eterno, por el cual el Padre se conoce así mismo, produce al Hijo, que es la imagen infinita del Padre, y el Padre se complace amorosamente en este esplendor salido de Él antes de todos los siglos.

El Hijo, al contemplar el principio de que emana eternamente, concibe para con este principio un amor igual a aquel del que es objeto.

¡Qué lengua podrá describir este ardor, esta aspiración mutua que es la atracción y el movimiento de una persona hacia la otra, en la inmovilidad eterna de la esencia!

Tú eres este Amor, oh Espíritu divino, que sales del Padre y del Hijo como de un mismo principio, distinto del uno y del otro, pero formando el lazo que los une en las inefables delicias de la divinidad: Amor viviente, personal, que procede del Padre y del Hijo, último término que consuma eternamente la Trinidad.

En el seno impenetrable de Dios, la personalidad Te viene a la vez del Padre, cuya expresión eres por un nuevo modo de producción, y del Hijo, que, recibiéndola del Padre, Te la da de Sí mismo; porque el amor infinito que los une estrechamente, es de los dos y no de uno solo.

Nunca estuvo el Padre sin el Hijo; nunca estuvo el Hijo sin el Padre; pero tampoco el Padre y el Hijo estuvieron sin Ti, ¡oh Espíritu Santo! Eternamente se han amado, y Tú eres el Amor infinito que reina en ellos, y al cual comunican su divinidad.

La procesión de uno y otro agota la virtud productiva de la esencia increada, y así las divinas Personas realizan el número de tres; fuera de Ellas no hay sino la creación.

Era necesario que en la esencia divina existiese no sólo el poder y la inteligencia, sino también el querer, del que procede toda acción.

La voluntad y el amor son una sola y misma cosa, y Tú eres, oh divino Espíritu, este querer y este amor.

Cuando la Trinidad dichosa obra fuera de sí misma, el acto concebido por el Padre y expresado por el Hijo, se realiza por Ti.

Por su Verbo, el Padre conoce los seres que serán creados; por Ti, oh Espíritu de amor, los ama, de suerte que toda creación procede de la bondad divina.

Inspiras a los Profetas, intervienes en María en la Encarnación divina, descansas sobre la flor de Jesé, conduces al desierto a Jesús, le ensalzas con milagros. Su Esposa, la Iglesia, Te recibe y le enseñas todo lo verdadero, y Te quedas en ella, como su amigo, hasta el último día del mundo.

Nuestras almas están señaladas con tu sello, Tú las animas con la vida sobrenatural; vives hasta en nuestro cuerpo, que es templo tuyo; en fin, eres para nosotros el don de Dios, la fuente que mana hasta la vida eterna.

¡Gracias distintas Te sean dadas, oh Espíritu divino, por las distintas obras que haces en nuestro favor!

ACCIÓN DE GRACIAS A LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Y ahora, después de adorar una a una a las divinas Personas, recorriendo sus beneficios en el mundo, nos atrevemos a levantar nuestros ojos mortales hacia esta triple Majestad que resplandece en la unidad de tu esencia, oh supremo Señor, y confesamos con San Agustín lo que aprendimos de Ti, acerca de Ti mismo: «Tres es su número; uno, que ama al que es de Él; uno, que ama a Aquél de quien es; y, por fin, el Amor mismo».

Pero nos queda por cumplir un deber de agradecimiento, el celebrar la inefable conducta por la cual Te dignaste imprimir en nosotros tu imagen.

Habiendo determinado eternamente darnos sociedad en Ti, nos preparaste según un tipo tomado de tu ser divino.

Tres facultades en nuestra única alma atestiguan nuestro origen, que viene de Ti; pero este frágil espejo de tu ser, que es la gloria de nuestra naturaleza, no era más que un preludio a los designios de tu amor.

Después de darnos el ser natural, determinaste en tu consejo, oh Trinidad divina, comunicarnos aún el ser sobrenatural.

En la plenitud de los tiempos, el Padre nos envía a su Hijo, y este Verbo increado aporta la luz a nuestra inteligencia; el Padre y el Hijo envían al Espíritu, y el Espíritu trae el amor a nuestra voluntad; y el Padre, que no puede ser enviado, viene por sí mismo, y se da a nuestra alma cuyo poder transforma.

En el Bautismo, en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, se cumple en el cristiano esta producción de las tres divinas personas, en correspondencia inefable con las facultades dadas a nuestra alma, como el bosquejo de la obra maestra que la obra sobrenatural de Dios puede sólo acabar.

¡Oh unión por la que Dios está en el hombre y el hombre en Dios! ¡Unión por la cual llegamos a la adopción del Padre, a la fraternidad con el Hijo, a la herencia eterna! Pero esta permanencia de Dios en la criatura, el amor eterno es quien la formó gratuitamente, y se mantiene por el tiempo que el amor de reciprocidad no falta en el hombre.

El pecado mortal tendrá la fuerza de quebrantarla; la presencia de las divinas Personas, que habían establecido su morada en el alma y que permanecían unida a ella, cesarían en el mismo instante en que la gracia santificante se extinguiese. Dios no estaría ya en el alma más que por su inmensidad, y el alma ya no le poseería.

Entonces Satanás restablecería en ella el reino de su odiosa trinidad: «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, y el orgullo de la vida», ¡desgraciado el que se atreva a provocar a Dios por una ruptura tan sangrienta, y sustituir así, por el mal, el sumo bien!

El celo del Señor menospreciado, expulsado, es el que ha abierto los abismos del infierno y ha encendido la llama eterna.

Luego esta ruptura, ¿no tendrá posibilidad de reconciliación? No, por parte del hombre pecador, incapaz de reanudar con la adorable Trinidad las relaciones que un avance gratuito había preparado y que una bondad incomprensible había consumado.

Pero la misericordia de Dios, que es, como lo enseña la Iglesia en la Liturgia el atributo supremo de su poder, puede realizar tal prodigio, y lo hace cada vez que un pecador se convierte.

A este movimiento de la augusta Trinidad que se digna bajar de nuevo al corazón del hombre arrepentido, una alegría inmensa, nos dice el Evangelio, se apodera de los Ángeles y de los Santos hasta en lo más alto del cielo; porque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo señalaron su amor, y buscaron la gloria haciendo justo al que era pecador, viniendo a habitar en esta oveja antes extraviada, en este pródigo, empleado hasta ahora en la guarda de los animales inmundos, en este ladrón que, hace poco, en la cruz, insultaba con su compañero al inocente crucificado.

Sean, pues, adoración y amor a Ti, Padre, Hijo y Espíritu Santo; Trinidad perfecta que Te dignaste revelarte a los mortales; Unidad eterna e inconmensurable, que libraste a nuestros padres del yugo de los falsos dioses.

Gloria a Ti como era en el principio, antes de todos los seres creados; como es ahora, en el momento en que contemplamos la verdadera vida, que consiste en contemplarte cara a cara; como será por los siglos de los siglos, cuando la eterna bienaventuranza nos reúna en tu seno infinito. Amén.