P. CERIANI: SERMÓN DEL QUINTO DOMINGO DE PASCUA

QUINTO DOMINGO DE PASCUA

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: En verdad, en verdad os digo: Si pidiereis algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no le habéis pedido nada. Pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea pleno. Os he dicho estas cosas en proverbios. Ya llega la hora en que no os hablaré en proverbios, sino que os hablaré claramente del Padre. En aquel día pediréis en nombre mío: y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros; porque el mismo Padre os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí del Padre. Salí del Padre, y vine al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre. Dijéronle sus discípulos: He aquí que ahora hablas claramente, y no dices ningún proverbio. Ahora sabemos que lo sabes todo, y no es preciso que nadie te pregunte; en esto creemos que has salido de Dios.

El Evangelio de este Quinto Domingo de Pascua contiene esta profunda sentencia: Salí del Padre, y vine al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre. Cuando el Salvador, después de la institución de la Sagrada Eucaristía, anunció de este modo a sus apóstoles su próxima partida, estos estaban muy lejos de comprender lo que significaba. Una vez resucitado el Maestro, iluminados por sus palabras, lo llegan a comprender mejor.

Pero, por esto mismo, advierten la pérdida que experimentarán, tienen idea del vacío inmenso que su ausencia les hará sentir.

Jesús, por su parte, después de su Resurrección comienza a recoger el fruto que su divina bondad sembró en ellos, y que esperó con paciencia inefable. Antes de la Pasión les decía: El Padre os ama porque vosotros me amáis. Ahora, que su amor se ha acrecentado, el Padre los ama mucho más.

Estas palabras deben infundirnos también a nosotros esperanza. Antes de la Pascua nosotros amábamos flojamente al Salvador, estábamos vacilantes en su servicio; ahora que hemos sido instruidos por Él, fortalecidos por sus misterios, podemos esperar que el Padre nos ame, porque nosotros amamos más y mejor a su Hijo.

Y este divino Redentor nos invita a pedir al Padre, en su nombre, por todas nuestras necesidades.

La primera de todas es nuestra perseverancia en el espíritu y en la gracia de la Pascua; insistamos para obtenerla y ofrezcamos a esta intención la Santa Víctima que dentro de pocos instantes será presentada sobre el altar.

Justamente, la Antífona de la Comunión es un cántico de júbilo que expresa la alegría continua de la Pascua: “Cantad al Señor, aleluya: cantad al Señor, y bendecid su nombre: anunciad bien de día en día su salvación, aleluya, aleluya”.

La Santa Iglesia nos sugiere en la Poscomunión la fórmula de nuestras súplicas a Dios. Es necesario desear el bien; pidamos este deseo y continuemos nuestra oración hasta que el bien mismo nos llegue. La gracia descenderá entonces y ella hará en nosotros que no la despreciemos. Esa oración dice así: “Danos, Señor, a los saciados con la virtud de la mesa celestial, el desear lo que es recto, y el conseguir lo deseado”.

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Todo esto nos lleva a tratar el tema de la Acción de Gracias después de la Santa Misa y de la Comunión o Recepción de la Sagrada Eucaristía. Para eso me sirvo de las enseñanzas del Beato Pedro Julián Eymard, fundador de los Padres Sacramentinos y amigo personal del Santo Cura de Ars. He aquí sus propias palabras.

El momento más solemne del día es el consagrado a la acción de gracias, porque tenéis entonces a vuestra disposición al Rey de Cielos y tierra, muy dispuesto a concederos cuanto le pidáis.

Tengamos en cuenta lo que escuchamos en el Evangelio de hoy: Si pidiereis algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no le habéis pedido nada. Pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea pleno.

¿Cabe encontrar un momento más santo y más saludable que aquél en que poseéis a Jesús entero? Es tentación corriente la de reducir la Acción de Gracias. Tentación, la denomina el Beato…

La Acción de Gracias es absolutamente necesaria cuando no se quiere que un acto tan santo como la Comunión degenere en mera costumbre piadosa. Pesemos las palabras…

Y no se trata de satisfacer el egoísmo espiritual o una sensualidad más o menos mística; con ello no se hace más que cumplir con un doble deber que nos obliga, así para con el divino Huésped de la Comunión, que ciertamente merece nuestro aprecio y nuestras complacencias, como para con nuestra alma, la cual ha menester de cobrar nuevo vigor, de regocijarse y de gozar santamente de las delicias que se le ofrecen.

Sería no tener corazón, mostraríais no apreciar en modo alguno lo que hacéis al comulgar, si, después de haber recibido a nuestro Señor, no sintierais nada ni nada tuvierais que decirle para dar gracias. Sed, pues, muy fieles, hasta escrupulosos, respecto a la Acción de Gracias.

He aquí algunos consejos para sacar el mayor provecho posible de este tiempo tan precioso.

Cuando hayáis introducido a Jesús en vuestro pecho, colocándole sobre el trono de vuestro corazón, quedad quietos un rato, sin oración vocal alguna; adorad en silencio, postraos en espíritu a los pies de Jesús como Zaqueo, como Magdalena, junto con la Virgen Santísima; miradle sobrecogidos de admiración por su amor.

Proclamadle rey de vuestro corazón, esposo de vuestra alma y escuchadle… Decidle: “Hablad, Señor, que vuestro siervo escucha”.

Ofreced vuestra voluntad para ejecutar sus órdenes y consagrad todos vuestros sentidos a su divino servicio. Sujetad vuestra mente a su trono para que no divague; o mejor, ponedla bajo sus pies, para que Jesús le exprima todo orgullo y ligereza.

Pasado que haya ese estado de recogimiento, debe el alma empezar los actos de agradecimiento, para lo cual podréis serviros con fruto de los cuatro fines del sacrificio.

Adorad a Jesús sobre el trono de vuestro corazón; besad con respeto sus divinas plantas y augustas manos; apoyaos en su Corazón, inflamado de amor; ensalzad su poder; ofrecedle las llaves de vuestra morada en homenaje de adoración y de absoluta sumisión; proclamadle por dueño vuestro y declaradle que, como dichosos servidores suyos, estáis dispuestos a todo por complacerle.

Alabad su bondad por vosotros tan pobres, imperfectos e infieles. Invitad a los Ángeles y Santos, a su divina Madre, a que alaben, bendigan y den gracias a Jesús en vuestro lugar.

Dadle gracias por haberos honrado y amado tanto; por haberos colmado de tantos bienes ahora que le habéis recibido.

Llorad una vez más vuestros pecados a sus pies, como la Magdalena; el amor penitente siempre siente la necesidad de llorar y nunca se cree exento de las deudas de gratitud. Haced protestas de fidelidad y de amor; hacedle el sacrificio de vuestros afectos desordenados, de vuestra flojedad y pereza en emprender lo que os cuesta. Pedidle la gracia de no ofenderle más y declaradle que mil veces preferís la muerte al pecado.

Pedid cuanto queráis, que este es el momento de la gracia; hasta el propio reino está Jesús dispuesto a daros. Le complace el ver que se le ofrece la ocasión de derramar sus beneficios.

Pedid que se extienda el reinado eucarístico de Jesús; que los pecadores, y en especial aquellos por quienes más se interesa vuestra caridad, se conviertan.

Orad por cuantos se han encomendado a vuestras oraciones.

Pedid, en fin, que Jesucristo sea conocido, amado y servido por todos los hombres.

Antes de ir a casa, ofreced un obsequio de amor, o sea algún sacrificio que habréis de hacer durante el día.

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El mejor modelo de Acción de Gracias lo encontraremos en María Santísima recibiendo al Verbo en su seno purísimo.

María, sin duda, comenzó su adoración en aquel solemne momento haciendo un acto de anonadamiento de todo su ser ante la soberana majestad del Verbo, al ver cómo había elegido a su humilde sierva.

Tal debe ser el primer acto, el primer sentimiento de mi adoración después de la Comunión.

El segundo acto de María debió ser de gozoso agradecimiento por la inefable e infinita bondad del Señor para con los hombres; un acto de humilde gratitud por haber escogido para comunicar esta gracia sin par a su indigna, aunque muy dichosa sierva.

El tercer acto de la Santísima Virgen debió ser de abnegación, de ofrenda, de don de sí, de toda la vida al servicio de Dios; un acto de pesar por ser, tener y poder tan poca cosa para servirle de un modo digno de Él.

Ella se ofrece a servirle como Él quiera, a costa de todos los sacrificios que le plazca exigirle; por feliz se tendría si pudiera así corresponder al amor que muestra a los hombres en la Encarnación.

El último acto de María fue, sin duda, de compasión por los hombres pecadores, para cuya salvación se encarnó el Verbo.

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Junto al Beato Pedro Julián, consideremos dos aspectos de la Sagrada Eucaristía, que nos ayudarán para nuestra Acción de Gracias.

Ego sum panis vitae… “Yo soy el pan de vida”. El mismo Jesús es quien se ha dado el nombre de pan de vida. ¡Qué nombre! Sólo Él podía imponérselo.

Esto es el verdadero nombre de Jesús, el que le abarca por entero con su vida, muerte y resurrección: en la cruz será molido y cernido como la harina; resucitado, tendrá para nuestras almas iguales propiedades que el pan material para nuestro cuerpo; será realmente nuestro pan de vida.

Ahora bien, el pan material alimenta y mantiene la vida. Es necesario sustentarnos con la alimentación, so pena de sucumbir. Y la base de esta alimentación es el pan, manjar más sustancial para nuestro cuerpo que todos los demás, pues sólo él basta para poder vivir.

Físicamente hablando, el alma ha recibido de Dios una vida que no puede extinguirse, por ser inmortal. Mas la vida de la gracia, recibida en el Bautismo, recuperada y reparada por la Penitencia, la vida de la santidad, mil veces más noble que la natural, no se sostiene sin comer, y su alimento principal es Jesús Sacramentado.

La Sagrada Eucaristía nos purifica del apego al pecado, borra las faltas cotidianas, nos infunde fuerzas para ser fieles a nuestras buenas resoluciones y aleja las ocasiones de pecar.

“El que come mi carne tiene la vida”, ha dicho el Señor. ¿Qué vida? La misma de Jesús: “Así como el Padre, que me ha enviado, vive, y yo vivo por el Padre, así quien me come, también él vivirá por mí”.

Hasta nuestro cuerpo recibe en la Comunión una prenda de resurrección; y, merced a ella, podrá ser, aún desde esta vida, más templado y dócil al alma. Después no hará más que descansar en la tumba, conservando siempre el germen eucarístico, que en el día de los premios será manantial de una gloria más esplendorosa.

Y aquellos que no pueden comulgar sacramentalmente, que lo hagan espiritualmente. En efecto, estamos atravesando tiempos difíciles y la gravedad de la situación de la Iglesia no siempre nos permite acudir a la Santa Misa tal y como nos gustaría.

Incluso sin estar presente en la Santa Misa, la Comunión Espiritual es una devoción que ensancha nuestra alma con el deseo profundo de la presencia Jesús. Basta con que pidamos al Señor con todo nuestro corazón que venga espiritualmente a nosotros y que hagamos con Fe una oración de Comunión Espiritual.

San Alfonso María de Ligorio nos explica que “consiste en el deseo de recibir a Jesús Sacramentado y en darle un amoroso abrazo, como si ya lo hubiéramos recibido”. El mismo Santo redactó la siguiente oración:

“Creo, Jesús mío, que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento del Altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo recibirte en mi alma. Pero como ahora no puedo recibirte Sacramentado, ven por lo menos espiritualmente a mi corazón. Como si ya Te hubiera recibido, Te abrazo y me uno todo a Ti. No permitas, Señor, que jamás me separe de Ti. Amén.”

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La Comunión es también remedio de nuestra tristeza.

En este Valle de Lágrimas, lugar de destierro, nos agobia una profunda tristeza que queda pegada al fondo de nuestro corazón sin que podamos desecharla.

No hay alegría para nosotros en la tierra, por lo menos no alegría que no dure poco y que no acabe en llanto; no la hay ni la puede haber.

Esta tristeza se encuentra en nosotros, pero muchos no saben de dónde proviene… Ella forma parte integrante del patrimonio legado por Adán pecador a su desdichada posteridad.

Los que no tienen fe acaban desanimándose, se desesperan y prefieren la muerte a semejante vida. En cuanto a nosotros, cristianos, ¿qué remedio encontraremos contra esta nativa tristeza?

¿La práctica de la virtud tal vez, o el celo de la perfección cristiana? No basta eso. Las pruebas y las tentaciones le darán aún muchas veces el triunfo. Cuando esta tristeza cruel domina a un corazón nada se puede ya hacer ni decir; siéntese uno como abrumado más, allá de sus fuerzas.

Contra este mal universal hace falta, por consiguiente, un remedio. Consiste en no quedar en sí, ni consigo: hay que desahogar la tristeza, si no queremos que ella nos arrastre como un torrente.

Pero en esto muchos buscan consuelos humanos y se desahogan, en el mejor de los casos, con un amigo, y esto no basta; sobre todo cuando Dios nos envía un aumento de tristeza como prueba, ¡entonces nada hay que valga!

Antes al contrario, se cae más profundamente al observar que ni las buenas palabras ni los avisos paternales nos han devuelto la alegría ni disipado las nubes de tristeza, y el demonio se aprovecha de ello para hacernos perder la confianza en Dios; y almas se ven, y de las más puras y santas, huir de Dios, como Adán en el paraíso, y tener miedo de hablar con Él.

La oración puede aliviar un poco la tristeza; pero no basta para dar una alegría pura y duradera. Nuestro Señor oró por tres veces en Getsemaní, pero no detuvo su tristeza; no recibió más que fuerzas para soportarla.

¿Dónde hallar, pues, el verdadero remedio? El remedio absoluto es la Comunión; es éste un remedio siempre nuevo y siempre enérgico, ante el cual cede la tristeza.

Nuestro Señor está en la Sagrada Eucaristía y viene a nosotros para combatir directamente la tristeza. Es un principio espiritual que no hay una sola alma que comulgue con deseo sincero, con verdadera hambre, y se quede triste en la Comunión.

Puede que la tristeza vuelva más tarde, porque es propia de nuestra condición de desterrados; y aún volverá tanto más pronto cuanto mayor prisa nos demos en replegarnos sobre nosotros mismos y no permanezcamos bastante tiempo considerando la bondad de nuestro Señor; pero estar tristes en el momento en que Jesús entra en nosotros, eso jamás.

¿No se quedó en el colmo de la alegría el publicano Zaqueo cuando recibió a Jesucristo, por más que tuviese sobrados motivos de tristeza en las depredaciones de que se le acusaba? Tristes iban por el camino los dos discípulos de Emaús, y eso que iban en compañía del mismo Jesús, quien les hablaba e instruía; pero en llegando la fracción del pan, muy luego se sienten poseídos de dicha, el júbilo desborda de sus corazones, y a pesar de la noche, de lo largo del camino y del cansancio, van a anunciar su gozo y compartirlo con los Apóstoles.

Pongamos los ojos en un pecador que ha cometido toda clase de crímenes. Se confiesa, y sus heridas se cierran. Entra en convalecencia; pero está siempre triste, su conversión le hace más sensible, y llora ahora lo que antes ni lo sentía siquiera: la pena causada a Dios. Tanto más profunda resulta su melancolía cuanto su conversión es más sincera y más ilustrada. ¡He ofendido tanto a un Dios tan bueno!, se dice entre sí.

Si le dejáis así a solas, la tristeza le oprimirá y el demonio le sepultará en el desaliento. Hacedle comulgar; sienta en sí la bondad de Dios y su alma se henchirá de gozo y de paz. Ya no le apenan sus pecados por este momento; Nuestro Señor le dice con sus propios labios que está perdonado.

La alegría que nos trae la Comunión es la más bella demostración de la presencia de Dios en la Eucaristía. Nuestro Señor se demuestra a sí propio haciendo sentir su presencia.

Dice Nuestro Señor, en su Discurso después de la Institución de la Sagrada Eucaristía: “Quien me ama, será amado de mi Padre; y Yo también lo amaré, y me manifestaré a él”. Y se manifiesta, efectivamente, con la alegría que le acompaña.

Para todo esto también vale lo que dijimos sobre la Comunión Espiritual.

Y notemos para nuestra propia conducta que hay dos clases de alegría.

Hay, en primer lugar, una alegría que es resultado del éxito feliz, del bien que se ha hecho, la que trae consigo la práctica de la virtud. Es el júbilo del triunfo y de la cosecha.

Buena es, pero no la busquemos, porque, como se apoya en nosotros, no es muy sólida; y bien pudiera ser que en ella consistiera toda nuestra recompensa.

Pero la otra, lo que proviene de la Comunión, cuya causa nos vemos obligados a confesar que no está en nosotros, sino sólo en Jesús, que no guarda relación alguna con nuestras obras, ésta aceptémosla sin reparos y descansemos en ella cuando nos la trae Nuestro Señor, pues es del todo suya.

El niño, con no tener ninguna virtud ni merecimiento alguno, goza, sin embargo, de la dicha de estar al lado de su madre. De igual manera sea la presencia del Señor, el único motivo de nuestra alegría.

No indaguemos hasta qué punto hemos podido merecer el gozo que experimentamos, sino regocijémonos por tener a Nuestro Señor y estemos a sus pies paladeando nuestra dicha y gustando su bondad.

Gustemos sin temor la bondad de Dios; recibamos con avidez la alegría que se nos ofrece, dispuestos a dar generosamente a Nuestro Señor cuanto le plazca pedirnos en correspondencia.

Y recordemos sus palabras: En verdad, en verdad os digo: Si pidiereis algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no le habéis pedido nada. Pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea pleno…