VIA CRUCIS

ORACIÓN INICIAL

Señor, Tú dijiste: “Si alguien quiere ser mi discípulo, tome su cruz de cada día y sígame”.

Yo quiero ahora seguir tus huellas y recorrer en espíritu tu vía dolorosa. Haz, pues, que cobre vida ante mi alma lo que padeciste por mí. Abre mis ojos, toca mi corazón, para que vea y grabe en mi interior lo grande que es tu amor por mí, y me vuelva a Ti, mi Salvador, con toda el alma, y me aparte del pecado que tan amargos sufrimientos te causó.

Me pesan de todo corazón, Señor, los pecados que he cometido. Quiero empezar de nuevo; ponerme seriamente en camino y seguirte. Ayúdame.

Ayúdame también a llevar mi cruz contigo. Tu vía dolorosa es la escuela de todo padecer, de toda paciencia y toda abnegación. Haz que reconozca en ella mi propia indigencia. Enséñame a comprender lo que ella me sugiere, lo que debo hacer precisamente yo, y precisamente ahora. Y luego haz que esa comprensión se fortalezca y dé fruto, de modo que también yo actúe conforme a ella. Amén.

PRIMERA ESTACIÓN

JESÚS ES CONDENADO A MUERTE

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Jesús está ante el tribunal. Los que le acusan son calumniadores. El juez es un hombre sin carácter. El proceso, un escarnio de toda justicia. Este tribunal declara al Señor culpable de un grave delito. La pena es ignominiosa y terrible a la vez.

Y Jesús sabe bien lo puras que han sido siempre sus intenciones. ¡Y cuánto ha amado al pueblo y se ha sacrificado por su salvación! La terrible injusticia y frivolidad de esta sentencia debe de haber conmovido el corazón del Señor hasta el fondo.

¡Cómo se sublevaría mi sentido de la justicia si alguien quisiera imponerme un castigo injusto! ¡Cómo me rebelo contra la desgracia cuando pienso que no la he merecido! ¡Y eso a pesar de que sé bien lo culpable que soy!

¡Cómo habrá tenido que afectar al Señor la miserable farsa del juicio! Él, sin embargo, calla. Acepta la sentencia con un acto de voluntad libre, porque en esa decisión late la santísima voluntad del Padre, y en ella se juega nuestra salvación.

Pero todo lo que ahora va a suceder está embebido de la ácida amargura de ser injusto e inmerecido.

Señor, Tú me precediste y me abriste el camino. Enséñame ahora a seguirte cuando me llegue la hora.

Si tengo que recibir órdenes o reproches dichos en tono áspero, muéstrame lo que haya en ellos de justo, y enséñame a olvidar lo injusto.

Cuando un deber me parezca insoportable, quiero reconocer en él la voluntad del Padre y cumplirlo.

Si me vienen sufrimientos que considere inmerecidos, enséñale a mi corazón a ajustarse a la voluntad de mi Padre, como hiciste Tú.

Si sufro una injusticia manifiesta, que tu gracia me ayude a guardar silencio y dejar mi justificación en manos del Padre.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

SEGUNDA ESTACIÓN

JESÚS CARGA LA CRUZ SOBRE SUS HOMBROS

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Ha sido dictada la sentencia. Jesús la ha aceptado en silencio. Y ahora traen la cruz.

El reo mismo debe llevarla hasta el lugar de la ejecución.

Jesús acoge el madero del dolor. No deja pasivamente que se lo carguen, sino que lo agarra con decisión.

Este gesto no responde a una exaltación irreflexiva. Lo que va a suceder se presenta, en todo su horror, al espíritu de Jesús de modo preciso y duro. Él no se llama a engaño.

Lo que le mueve no es tampoco el valor de la desesperación. El Señor actúa con plena libertad, sin miedo alguno.

La misión que el Padre le ha encomendado, nuestra salvación, la ve realizada en la cruz.

Esta es la meta que ansía con toda la energía de su corazón. Por eso su alma está lúcida y serena. Va al encuentro de la cruz y la toma, decidido, en sus manos.

Señor, una cosa es decir cuando todo va bien: “estoy dispuesto a cuanto Dios quiera”, y otra distinta es hallarse realmente dispuesto cuando llega la cruz. Entonces, el corazón se vuelve a menudo indolente y medroso, y se olvidan las buenas disposiciones.

Ayúdame, pues, a mantenerme firme cuando llegue la hora. Tal vez esté ya la cruz aquí, o muy cerca. Que venga cuando sea: yo quiero estar preparado. Hazme fuerte y generoso, para que no me lamente ni oponga a lo que haya de suceder un día. Quiero mirarlo a los ojos con valentía y reconocer allí la llamada del Padre.

Otórgame la firme confianza de que también este dolor será para mi bien, y dame fuerza para aceptarlo resueltamente. Si consigo esto, buena parte de su amargura habrá sido ya superada.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

TERCERA ESTACIÓN

JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ BAJO EL PESO DE LA CRUZ

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

No ha dormido en toda la noche y no ha tomado nada desde la víspera. Lo han llevado a rastras de una autoridad a otra. Los dolores y la pérdida de sangre lo han debilitado. La inmensa ruindad de los hombres lo ha atormentado interiormente. El Señor está terriblemente cansado.

La cruz es demasiado pesada para Él; la carga excede a sus fuerzas. La lleva un trecho, temblándole las rodillas, pero luego tropieza con una piedra, o alguien del gentío le empuja y lo hace caer.

¡Qué crueles son los hombres en tales momentos! Risas, insultos y golpes llueven sobre el caído. En cuanto puede, Jesús se levanta, alza con esfuerzo la cruz sobre sus hombros heridos y sigue adelante.

Señor, la cruz es demasiado pesada para Ti, pero Tú la llevas por nosotros, pues así lo ha querido el Padre. Su peso rebasa tus fuerzas; sin embargo, no la arrojas lejos de Ti. Caes, vuelves a levantarte y sigues llevándola.

Enséñame a entender que todo sufrimiento verdadero ha de parecernos en algún momento y de alguna manera demasiado pesado para nuestros hombros, pues no fuimos creados para sufrir sino para ser felices. Toda cruz parece, alguna vez, exceder a nuestras fuerzas. Y se oyen de nuevo palabras de agotamiento y angustia: “¡Ya no puedo más!”.

Señor, por la fuerza de tu paciencia y tu amor, ayúdame a no desesperar en esa hora. Tú sabes lo pesada que puede llegar a ser una cruz. Tú no nos tomas a mal cuando desfallecemos, y nos ayudas a levantarnos de nuevo. Renueva mi paciencia, derrama tu fuerza en mi alma. Entonces, ella podrá levantarse, tomar su carga y seguir su camino.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

CUARTA ESTACIÓN

JESÚS SE ENCUENTRA CON SU SANTÍSIMA MADRE

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

La Virgen Santísima ha estado esperando en un cruce de calles, y ahora se une a la comitiva. Nada se dicen la Madre y su Hijo. ¿Qué iban a decirse? Se sienten los dos solos, completamente solos en el mundo –a pesar de la masa anónima que los rodea. Sus miradas se entrelazan, y sus corazones laten al unísono. Sólo Dios sabe qué inmenso amor y cuán profundo sufrimiento atravesó entonces sus almas y se comunicó a través de sus miradas.

¿Quieres pensar durante un momento cómo es el alma de María? Muy fuerte, sensible y profunda; amor puro. Y, aunque pueda a veces suceder que las madres vean su dolor aliviado por la capacidad del corazón humano de embotarse y no ahondar en el motivo del sufrimiento, María, la elegida entre todas ellas, la cercana a Dios, no tuvo tal alivio. Ella vivió el dolor hasta lo más hondo.

Fue un instante, largo y breve al mismo tiempo. Luego le dijo el Señor con su mirada: “Madre, así debe ser. El Padre lo quiere”.

“Sí, hijo mío, el Padre lo quiere, y Tú también. Sea, pues, así”.

¡Oh Señor, querido Señor mío, que sea yo el culpable de esta amargura…! ¡Por mí te separaste de tu Madre! Señor, este sacrificio no debe ser inútil para mí. Haz que lo recuerde cuando Dios me llame y mi corazón se sienta atado por los hombres.

Enséñame a superar el respeto humano, cuando alguien quiera impedir que dé testimonio de Ti.

Enséñame a liberarme de los miramientos humanos, cuando éstos quieran apartarme de mis obligaciones.

Enséñame a ser más fuerte que el amor humano, por grande y puro que sea, cuando éste me ponga en peligro de serte infiel.

Pero, Señor, enséñame a hacerlo como Tú lo hiciste: con amor. No con rudeza y desconsideradamente, sino con delicadeza y tacto.

Y estoy seguro de que si, en atención a Ti, debo herir a alguien en cuanto al amor, éste se fortalecerá en Ti. Y lo que tenga que perder por Ti, en Ti lo recobrará mil veces.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

QUINTA ESTACIÓN

SIMÓN DE CIRENE ES OBLIGADO A AYUDAR A JESÚS

 

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Por unos instantes, el Señor se ha visto cobijado por el amor maternal. Ahora tiene que salir de ese ámbito de amparo. Y le resulta doblemente amarga la rudeza que le rodea; la cruz le pesa el doble. Está solo. Los que le aman, se ven desvalidos. Los que podrían ayudarle, no quieren.

Al ver los soldados de la guardia que las fuerzas de Jesús flaquean, echan mano de un campesino –de nombre Simón– que vuelve del campo; él ha de ayudarle a llevar la cruz. Pero no quiere; tiene hambre, quiere ir a casa, comer y descansar. ¿Por qué ha de fatigarse por ese agitador? Se niega y tienen que obligarle. Toma la cruz indignado y furioso. Menguada ayuda va ser ésta para Jesús… El Señor se halla en total soledad; está completamente solo en su horrible aflicción.

Únicamente el Padre está junto a Él.

Señor, a muchos has ayudado; ahora te han abandonado todos. Y Tú no te rindes, por mí, para ser mi camino y mi apoyo.

Si algún día me encuentro solo en el dolor, pensaré en Simón de Cirene.

¡Con qué frecuencia se ve abandonado el que está en un apuro! Solo en el dolor, sin que nadie le ayude. Solo en su dolor interior, sin que nadie le comprenda. Y si acude a los demás con su problema, verá en su rostro cuán incómodo les resulta. Sus gestos y palabras le indican: “¿Qué nos importa eso a nosotros?”

Señor, en esas horas amargas, acompáñame. Ayúdame, para que asuma esa soledad y no desfallezca; aleja de mí la desesperación.

No debo ir enseguida a compartir mis congojas con los demás. Tengo que aprender a asumirlas libremente, a solas contigo.

Y si algún día veo claramente en mi interior que, en el fondo, cada uno está solo con sus problemas y debe resolverlos por sí mismo, pues, en definitiva, nadie puede ayudar a los demás, hazme entonces sentir que Tú estás junto a mí. Hazme saber que eres fiel y no me abandonas.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

SEXTA ESTACIÓN

LA VERÓNICA ENJUGA EL ROSTRO DE JESÚS

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

El Señor se siente del todo abandonado. A su alrededor sólo hay hostilidad, crueldad, dureza de corazón. Está extenuado a causa de la sed y del dolor; se halla cansado en cuerpo y alma hasta el desfallecimiento. La cruz le pesa horriblemente. Siente como si fuera a asfixiarse, y, a menudo, todo gira ante sus ojos.

Cualquier otro se arrastraría, completamente desesperado, y no mostraría interés por nada. Y, al acercarse la Verónica y ofrecerle su lienzo, no la hubiera siquiera mirado, antes seguiría, ciego e indiferente, dando traspiés.

Jesús, en cambio, jadea bajo la carga, pero su corazón es tan delicado y se halla tan despierto que es capaz de valorar el humilde servicio de esta mujer; sabe manifestarle su aprecio y agradecérselo al modo divino. Enjuga su rostro, y, cuando le devuelve el lienzo, éste lleva impresos sus santos rasgos.

¡Oh Señor, qué fuerte y sensible es tu Corazón! Tú, alma regia, noble sobre toda nobleza, absolutamente libre. ¡Tú solo eres libre entre nosotros, siervos de la vida y del dolor!

¡Hazme libre a mí también! Cuando esté sufriendo y vaya a volverme ciego e indiferente hacia las personas que me rodean, mantén lúcida mi mirada y libre mi corazón del egoísmo que tan fácilmente asalta a los que sufren. Ayúdame a no pensar siempre en mí. No debo volverme exigente, convertirme en una carga para los demás, perturbar su alegría porque me siento triste. Enséñame a apreciar los pequeños servicios del amor; y a valorarlos debidamente y dar gracias por ellos.

Sí, debo aprender a ser yo mismo útil a los otros, pues uno supera muy fácilmente su dolor cuando se olvida de sí mismo y ayuda a los demás.

Enséñame a pensar en ellos y entenderlos. Muéstrame cómo puedo ganar su confianza; cómo puedo decirles una buena palabra de alivio, para consolarlos, animarlos y apoyarlos.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

SÉPTIMA ESTACIÓN

JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ BAJO LA CRUZ

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Simón de Cirene ha ayudado mal. Posiblemente, acabó marchándose. Jesús vuelve a estar solo entre el pueblo despiadado. De su Madre ha tenido que separarse; sus discípulos han huido; los pocos que le son fieles se sienten impotentes entre el gentío.

Nadie le ayuda en su desvalimiento. La cruz es muy pesada; pero más le pesa sobre su alma la ingratitud que le rodea. Con el amor más desinteresado anunció a todos el Reino de Dios. De modo que puede haber ahora alguien entre la multitud a quien haya curado o alimentado en el desierto. Y ahora todos braman contra Él, como si fuera su peor enemigo.

Esto es lo que lo hace caer por segunda vez al suelo.

Pero una gran luz resplandece en su alma: precisamente por lo que le están haciendo quiere salvarlos. Así que vuelve a levantarse por segunda vez con esfuerzo, y sigue andando.

¡Señor, ojalá comprendiera yo lo grande que es sufrir por los demás! Todos tus sufrimientos albergan una oculta dulzura, porque Tú sabes que son para nosotros una fuente de bendición y salvación.

¿No puedo yo pensar lo mismo? ¿No puedo yo soportar lo que me oprime a favor de otros? ¿Ofrecer en sacrificio al Padre Celestial, junto a tu Pasión redentora, mis preocupaciones, mis trabajos y sufrimientos?

Por todos los que me son queridos: esposos, hijos, padres, hermanos… Por todas las necesidades del ancho mundo… Por todo lo grande, puro y santo que está en peligro… Por los muchos que yerran, y están en pecado, y se han extraviado… ¡Ojalá comprendiera yo profundamente que mis padecimientos serían entonces una bendición para otros! ¡Que participan de la energía que irradian los sufrimientos del Redentor! ¡Que atraen la gracia de Dios sobre los demás, y consuela cuando nadie puede hacerlo!

¡Sí, entonces se habría vencido verdaderamente al dolor! Se lo habría superado en su raíz más honda.

Y, en lugar de estar despechado, sentiría yo, en medio de mis penalidades, la alegría de ser instrumento de Dios en su obra de amor y de redención.

¡Señor, te pido con toda mi alma que me enseñes a comprender esto!

Haz mi alma grande y generosa, para que comprenda esta gran verdad, que de puro profunda es inefable, y dale el amor necesario para ponerla en obra.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

OCTAVA ESTACIÓN

JESÚS CONSUELA A LAS MUJERES DE JERUSALÉN

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

También aquí se manifiesta el prodigio de la libertad interior y generosidad de Jesús.

Cuando pienso cómo tiene Él que sentirse… Su cabeza, atormentada por las espinas; su cuerpo, desgarrado por hondas heridas, torturado por un sudor acre… A punto de ahogarse bajo el peso de la cruz… A su alrededor, sólo odio y burlas, y ante él el horrible final…

Si estuviera yo en tal situación desesperada, y vinieran algunos hacia mí profiriendo grandes lamentos, compadeciéndose de mí con voces y llantos, ¿no me invadiría una impaciencia irrefrenable?

Pero el alma de Jesús permanece libre y serena. Y, aunque todo en él tiembla de dolor, habla con calma a las mujeres y cumple su misión de enseñarles y amonestarles.

A todos nos llega la hora en que nos oprimen grandes sufrimientos, y todo en nosotros se estremece bajo su violencia. Los nervios ya no quieren obedecer, y nos cuesta esfuerzo dominarlos e impedir que se derrumben. Doble esfuerzo si el entorno nos atormenta con una conducta insensible e irracional.

Señor, si alguna vez me sucede esto, ayúdame a mantener la calma. Que el ejemplo de tu paciencia me dé fuerza para dominarme y ser amable con los demás, incluso con los insensatos, insensibles y rudos.

Quiero proseguir pacíficamente mi trabajo y seguir confesándote incluso aunque me abandonen las fuerzas.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

NOVENA ESTACIÓN

JESÚS CAE POR TERCERA VEZ BAJO LA CRUZ

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Poco después de la segunda caída, vuelve Jesús a desplomarse. ¿Qué podemos decir ante semejante martirio? ¿Repetir palabras? Todas parecerían aquí vacías. Intentemos sentir lo que Él padece. Lo mortalmente cansado que está, y lo que significa caer bajo tal carga y en tal entorno ¡por tercera vez!

Jesús está al límite de sus fuerzas. Sin embargo, se yergue una vez más, y carga con la cruz hasta la meta. Pero allí no le espera la salvación, sino una muerte horrible.

¡Oh Jesús, el fuerte por excelencia, Tú estás en mí, y yo en Ti. Contigo debo perseverar en el dolor, incluso cuando piense que ya no puedo más. Contigo tengo que cumplir mis deberes, incluso tratándose de obligaciones difíciles.

Ayúdame a no desfallecer en la tribulación y a no rehuir el cumplimiento del deber. Y si caigo, por debilitarse mis fuerzas, ayúdame a levantarme de nuevo.

Tres veces caíste; tres veces te levantaste. Enséñame a comprender, Señor, que no exiges que no seamos nunca  débiles, sino que volvamos a levantarnos una y otra vez.

Enséñame a entender que toda nuestra vida terrena es siempre un constante volver a levantarse, un decidido recomenzar enérgico y denodado.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

DÉCIMA ESTACIÓN

JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Todo se lo han quitado: su libertad, sus amigos, su actividad. Ahora le quitan, incluso, la dignidad de su cuerpo. Totalmente desnudo, es expuesto a la mofa. Cualquier descarado puede mirarlo y escarnecerlo. Todos los que antes lo veneraron como un gran profeta y lo celebraron como Mesías, amigos, extraños, las gentes de todo el pueblo lo ven ahora en su humillación.

El alma de Jesús es fuerte, profunda, indeciblemente noble y delicada. Su sentido del honor es muy vivo y sensible. El deshonor lo acosa como una llama devoradora. Pero él está cumpliendo la voluntad de Dios, y persevera.

Señor, recuérdame esta hora amarga cuando se trate de mi propia honra. Cuando alguien malentienda mi intención y me atribuya motivos torcidos. Cuando se me calumnie y se manche mi buen nombre. Cuando me malentiendan incluso los que me son próximos y deberían saber cómo pienso yo.

Este escarnio incalificable lo has padecido por mí. Haz que tu ejemplo me dé fuerza en las horas de prueba. Dios sabe la verdad. En esta convicción me apoyaré. Pensaré que mi honra queda a su cuidado, y que Él me justificará en el momento oportuno.

No dejes que pierda la paciencia; no permitas que devuelva mal por mal, que censure, juzgue e incluso levante sospechas sobre quien ha mancillado mi honor.

Ayúdame a seguir siendo justo, permanecer sereno y confiar en Ti.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

UNDÉCIMA ESTACIÓN

JESÚS ES CLAVADO EN LA CRUZ

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Lo que sucede ahora es tan horrible que quisiera uno huir para no tener que presenciarlo.

¡Oh, mi Señor y Salvador…! Pero yo no tengo derecho a escapar; debo quedarme aquí; y ver cómo lo crucifican y levantan la cruz…, pues Él padece por mí.

Hasta aquí, Jesús ha podido al menos recorrer el camino, moverse, esforzarse. En este momento, todo eso cesa. Ya no puede hacer más que estar suspendido en silencio y soportar el sufrimiento.

Los dolores en los miembros atravesados, en su cabeza y en todas sus profundas heridas se vuelven cada vez más lacerantes; la sed le atormenta más y más; la congoja del corazón se acrecienta. Y él no puede ayudarse de ninguna forma; ni moverse ni hacer otra cosa que resistir y sentir cómo se acerca la muerte.

¡Y las gentes alrededor! ¡El odio demoníaco y las burlas de sus enemigos! ¡La rudeza del populacho!

¡Oh Señor, perdona a este pecador! Pues soy culpable de tu agonía.

Y haz que Tu Pasión no quede sin fruto en mi vida. Haz que yo experimente en mí tu paciencia y tu energía divina.

Para todos llega alguna vez el momento en que no puede hacer nada: ni salvar su honra, ni aliviar su dolor, ni encontrar salida a su angustia. Así será, sobre todo, en la última enfermedad, cuando uno sepa que se acerca el fin y el médico se vea incapaz de remediarlo.

Entonces está cada uno clavado y nadie puede prestarle ayuda. Sólo puede hacer una cosa: centrar el corazón y la voluntad en Dios; aferrarse firmemente, muy firmemente a la voluntad del Padre y perseverar en silencio. Y dejar completamente en sus manos el que las cosas tengan un fin bueno o amargo.

Señor, cuando esa hora llegue, estarás a mi lado, lo sé. La fuerza de tu cruz estará en mí, y me hará fuerte.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

DUODÉCIMA ESTACIÓN

JESÚS MUERE EN LA CRUZ

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Jesús padece durante tres horas. Junto a la cruz están su madre y su amigo más amado.

“Mujer, ahí tienes a tu hijo”, le dice a Ella. Y a Juan: “Ahí tienes a tu madre”.

Es como si se desligara del amor de estas dos personas, en el que se hallaba envuelto.

Jesús quiere estar solo. Ha tomado sobre sí nuestras culpas; quiere asumirlas Él solo ante la eterna justicia. Nadie ha de acompañarle. Totalmente solo ha de resolver ese tremendo asunto con Dios.

Lo que en ese momento sucedió en el alma de Jesús nadie lo sabe.

Entonces exclamó: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” Nadie acertará a descubrir el misterio de que el Hijo de Dios pueda estar abandonado de Dios. Sólo podemos decir esto: Hasta ahora su Corazón sentía consuelo y apoyo en la cercanía de Dios. Ahora, hasta de esto se ve privado, incluso el Padre le abandona.

Jesús se ve despojado de todo y solo. Abandonado de todos. Está solo con nuestras culpas ante la justicia divina.

Nadie podrá llegar a imaginarse jamás lo que esto significa.

Sólo una cosa le sostiene: su inquebrantable lealtad a la misión que el Padre le encomendó; su inconcebible amor por nosotros.

Y en este amor se consume él, hasta que todo esté terminado.

“Todo está consumado”.

Yo adoro a la infinita justicia de Dios, ante la que comparezco como pecador. Y a Ti, mi Salvador, que por mí intercediste.

Señor, Tú me has salvado; te lo agradezco de todo corazón.

Me has enseñado también cómo puedo sobrellevar mi dolor y cómo puedo superarlo por mí mismo: mediante el amor.

Sólo podré sobrellevarlo si lo recibo, como Tú de la mano del Padre. Si confío en Él y permanezco en Él, seré fuerte aunque todos me abandonen.

Y sólo podré superar el dolor, si lo convierto en una bendición para otros, como Tú hiciste. Si lo sobrellevo y lo ofrezco al Padre por los que amo, por todos a los que quiero ayudar. Entonces, mi dolor participará de la omnipotencia de tu Pasión; atraerá la gracia del Padre y prestará ayuda donde nada ni nadie puede hacerlo. Y entonces también me ayudará a mí, al saber que no sufro en vano, sino que mi sufrimiento supone una bendición para otros.

Y si llega la hora en que no puedo hacer nada y me siento inútil en este mundo, puedo realizar lo más excelso: ofrecer contigo, sosegada y gozosamente, mi dolor, mi impotencia, e incluso mi muerte por los demás.

Señor, sólo así se logra lo que ni la sabiduría humana, ni el poder, ni bien alguno del mundo pueden conseguir; sólo así son realmente vencidos el dolor y la muerte.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

DECIMOTERCERA ESTACIÓN

JESÚS ES BAJADO DE LA CRUZ Y ENTREGADO A SU SANTÍSIMA MADRE

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

El Señor ha apurado su cáliz de dolor. Ahora está muerto. La obra maravillosa de Dios, esta vida floreciente, llena de energía y riqueza, inmensamente fuerte y delicada, ha quedado destruida.

Humanamente hablando, Jesús tenía todavía la vida ante Sí. ¡Cuánto podía aún haber hecho, enseñado y ayudado! ¡Qué plenitud de vida divina hubiera podido brotar de Él, si hubiera vivido una vida humana completa!

Todo eso ha sido aniquilado.

Pero ésta es “la locura de la cruz” “El grano de trigo tenía que morir” para que naciera de Él la vida más alta, y quienes lo enterraron se convirtieron, sin quererlo, en sembradores de la Salvación.

Ésta es, Señor, la respuesta a las amargas preguntas: ¿Por qué tenemos que sufrir cuando todo nos llama a ser felices y llevar una vida creativa? ¿Por qué hay que morir? ¿Por qué hay que irse cuando no se ha vivido la vida todavía? ¿Por qué hemos de devolver lo que nos es tan querido?

Aquí fracasa la sabiduría humana. Sólo en la cruz está la respuesta: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo”.

Todo nuestro dolor, nuestro sacrificio y nuestra muerte son simiente celestial. Si nos identificamos con la voluntad de Dios, se trueca vida por vida, para nosotros y para los demás. Así quiero creerlo.

Quiero confiar en Dios y apoyarme en Él, para que también mi vida, mi dolor y mi muerte den fruto eterno.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

DECIMOCUARTA ESTACIÓN

JESÚS ES DEPOSITADO EN EL SEPULCRO

V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi

R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum

Envuelven el cuerpo del Señor en sábanas de lino y lo depositan en la tumba de José de Arimatea.

Hacen luego rodar una pesada losa sobre la entrada del sepulcro y vuelven, tristes, a sus casas.

Ahora todo está en silencio. Respiramos aliviados por haber terminado, al fin, el horrible sufrimiento.

Una paz profunda rodea la tumba solitaria.

Es la paz de la plenitud. El que duerme allí ha llevado a término, con lealtad divina, cuanto el Padre le había encomendado. Ahora descansa de su labor.

Nosotros tenemos la impresión de que en torno a este silencioso lugar relampaguea ya la inminente gloria de la Pascua.

Pero los discípulos ven todo de otra manera. Para ellos se ha perdido toda esperanza. Para ellos, el sufrimiento y la muerte del Viernes Santo son el fin.

Pero también a ellos se les aparece pronto Jesús, irradiando fuerza y luz, y descubren que “el Mesías debía sufrir todo eso para entrar en su gloria”, y que su muerte era el precio de nuestra vida.

Oh, Señor, ésta es la Buena Nueva que nos trajiste a todos: que tras cada Viernes Santo viene la Pascua de Resurrección; que todo sufrimiento es una fuente de bendición, y la muerte misma es semilla de nueva vida para quienes se acogen a Ti.

Enséñame a comprender esto. Haz que se avive en mí esta convicción cuando vengan las horas difíciles.

Entonces veré por experiencia que de esta forma no sólo puedo soportar el sufrimiento, sino también superarlo.

En Ti quiero sentirme superior a él y convencerme de que el alma sale fortalecida de cada episodio doloroso vivido con valentía, y un rayo de luz pascual brilla cuando se supera un momento sombrío.

Y experimentaré que quien así contigo vive y sufre…, también en la amargura participa de tu paz.

V. Miserere nostri, Domine

R. Miserere nostri

V. Et fidelium animae per misericordiam Dei requiescant in pace

R. Amen

ORACIÓN FINAL

Señor, permíteme ahora salir del sagrado reciento de tu Pasión. Me reintegro a la vida cotidiana. Tú me has enseñado que nuestro padecer no es una sombría servidumbre, contra la cual nos rebelamos en vano o en la cual nos acobardamos o desesperamos; el dolor es amargo, pero viene de Dios, y está destinado a alcanzar nuestra salvación.

Me has enseñado de qué modo debo llevar mi cruz: confiando en Dios y por amor a Él.

También me has enseñado a superar el dolor, ofreciéndolo amorosamente por lo demás. Grábame profundamente esta verdad en el corazón para que no la olvide jamás. Haz que reviva en mí cuando llegue el momento.

En las horas de angustia pensaré entonces en todo cuanto hoy me has dicho, y ajustaré a ello mis acciones. Así sea.

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El texto pertenece a Romano Guardini