P. CERIANI: SERMÓN DEL JUEVES SANTO

JUEVES SANTO

Este día era el primero de los ácimos. A la puesta del sol los judíos tenían que comer la Pascua en Jerusalén. Jesús aun está en Betania, pero entrará en la ciudad antes de comenzar la Cena Pascual; así lo mandaba la Ley; y Jesús quiere observarla escrupulosamente hasta que la abrogue con la efusión de su sangre.

Por lo cual envía a Jerusalén a dos de sus discípulos para que preparen el convite legal, sin darles a conocer de qué modo concluirá. Nosotros, que conocemos ya este misterio cuya institución se remonta a esta Última Cena, comprendemos bien por qué escogió Jesús con preferencia, en esta ocasión, a San Pedro y San Juan para que cumpliesen sus intenciones.

San Pedro, que fue el primero en confesar la divinidad de Cristo, representa la fe; y San Juan, que inclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús, representa la caridad.

El misterio que se iba a promulgar en la Cena de aquella tarde revela la caridad por la fe; tal es la enseñanza que nos da Jesucristo al escoger a estos dos Apóstoles; porque la fe debe engendrar caridad, y la caridad debe vivir de la fe.

Al Misterio de Fe podemos también llamarlo Misterio de Caridad.

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Jesús, que sabía todo, les indica el medio de conocer la casa a la cual va a honrar hoy con su presencia. Convenía que no fuese un lugar cualquiera el que había de servir para la celebración del más augusto misterio. En su recinto había de levantarse el primer altar. Allí se ofrecería “la oblación pura”, que había sido anunciada por el Profeta. En este mismo lugar comenzará el sacerdocio cristiano unas horas más tarde. Allí, en fin, cincuenta días más tarde la Iglesia de Cristo, reunida y visitada por el Espíritu Santo, había de anunciarse al mundo y promulgar la nueva y universal alianza de Dios con los hombres.

Jesús regresa a Jerusalén con sus discípulos. Todo lo ha encontrado preparado. El Cordero Pascual, después de haberle presentado en el templo, ha sido conducido al Cenáculo; se le prepara para la Cena Legal. Pronto, alrededor de una misma mesa, de pie, con la cintura ceñida, el bastón en la mano, el Maestro y sus discípulos cumplirán por última vez el solemne rito que les había prescrito Dios a la salida de Egipto.

Al principio de la cena, Jesús toma la palabra y dice a sus Apóstoles: “Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de mi pasión”. Hablaba de este modo porque en ella tendría ocasión de instituir la Pascua Nueva que amorosamente había preparado a los hombres; pues, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.

San Juan, el discípulo amado, está al lado de Jesús, de suerte que puede, en su tierna familiaridad, apoyar su cabeza sobre el pecho de su Maestro. San Pedro está sentado en el lecho vecino, junto al Señor, que se halla así entre los dos discípulos que había enviado por la mañana para preparar todas las cosas y que representan, el uno la caridad y el otro la fe.

Los Apóstoles no esperaban que una nueva comida sucediera a la primera. Jesús había guardado secreto; pero, teniendo que sufrir, debía cumplir su promesa. Había dicho en la Sinagoga de Cafarnaúm: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno comiere de este pan vivirá eternamente. El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Mi carne es verdaderamente comida y mi sangre verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él”.

Había llegado el momento, en que el Salvador iba a realizar esta maravilla de su caridad para con nosotros. Esperaba la hora de su inmolación para cumplir su promesa. Mas he aquí que su Pasión ha comenzado. Ya ha sido vendido a sus enemigos; su vida en adelante estará en sus manos; como Sacerdote puede ofrecerse en sacrificio y distribuir a sus discípulos la propia Carne y la propia Sangre de la Víctima.

Entonces, los Apóstoles reciben el Cuerpo de su Maestro; se alimentan de Él; y Jesús no está sólo con ellos a la mesa, sino que está en ellos.

Como este divino misterio, no es sólo el más augusto de los Sacramentos, sino que es un verdadero Sacrificio, que requiere la efusión de sangre, Jesús transubstancia el vino en su propia Sangre, y los Apóstoles participan uno tras otro de esta divina bebida.

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Estos son los misterios cuyo aniversario nos reúne hoy; pero debemos añadir otro hecho esencial. Lo sucedido en el Cenáculo no fue un suceso acaecido una sola vez, y los Apóstoles no son los únicos convidados privilegiados. En el Cenáculo hubo algo más que la institución del Sacrificio nuevo y eterno; tuvo lugar también la fundación de un nuevo Sacerdocio, para perpetuar ese Sacrificio.

¿Cómo hubiera podido decir Jesús a los hombres: “Si no coméis mi carne y bebéis mi sangre, no tendréis vida en vosotros”, si no se hubiese propuesto establecer en la tierra un ministerio por el cual se renovase, hasta el fin de los tiempos, lo que acababa de hacer en presencia de sus Discípulos?

Por eso dijo a los hombres que ha escogido: “Haced esto en memoria mía”; dándoles por estas palabras el poder de ofrecer también ellos el Sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre.

Y este poder se transmitirá en la Iglesia por la ordenación sacerdotal; Jesús continuará obrando por el ministerio de hombres pecadores la maravilla que ha hecho en el Cenáculo.

Y, al mismo tiempo que dota a su Iglesia del único Sacrificio, nos da a nosotros, según su promesa, el medio de “vivir en Él y Él en nosotros”.

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La Misa del Jueves Santo es una de las más solemnes del año; y aunque la institución de la Fiesta del Santísimo Sacramento tiene por objeto honrar con el mayor esplendor este misterio, la Iglesia, al instituirla, no ha querido que el aniversario de la Cena del Señor pierda ninguno de los honores que se le deben.

El color de las vestiduras es el blanco, como en los días de Navidad y de Pascua; todo duelo ha desaparecido. Muchos ritos anuncian que la Iglesia teme por su Esposo, pero suspende por un momento los dolores que la oprimen.

En el altar, el sacerdote ha entonado el Himno Angélico: “Gloria a Dios en las alturas”. Las campanas lanzadas a vuelo, acompañan el canto hasta el fin; pero a partir de este momento permanecerán mudas. La Iglesia quiere hacernos sentir que este mundo, testigo de los padecimientos y muerte de su Creador, ha dejado toda melodía y se ha quedado triste y desierto. Y añadiendo a esta impresión general, un recuerdo más preciso, nos trae a la memoria que los Apóstoles, pregoneros de Cristo, figurados por las campanas cuyo sonido llama a los fieles a la casa de Dios, han huido y han dejado a su Maestro en manos de sus enemigos.

Sin embargo, incluso cuando la Iglesia suspende por algunas horas la celebración del Sacrificio eterno, no quiere con eso que su divino Esposo pierda ninguno de los honores que le son debidos en el Sacramento de la Fe y de la Caridad.

La piedad católica ha hallado medio para transformar en un triunfo para la Eucaristía los instantes en los que la Hostia Santa parece como inaccesible a nuestra indignidad. Prepara un monumento en cada templo. Allí traslada el Cuerpo del Señor para que los fieles le honren con sus adoraciones en compensación de los ultrajes que recibió en estas mismas horas de parte de los judíos.

Para el Introito de la Misa, la Iglesia se sirve de las palabras de San Pablo para glorificar la Cruz de Jesucristo; celebra con entusiasmo al divino Redentor que, muriendo por nosotros, ha sido nuestra salvación: “Mas a nosotros nos conviene gloriarnos en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo; en quien están nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección; por el cual hemos sido salvados y libertados”.

En la Colecta, la Iglesia pone ante nuestros ojos la suerte tan diferente de Judas y del buen Ladrón; los dos culpables, pero el uno condenado y el otro perdonado. Pide al Señor que la Pascua de su Hijo, en cuyo relato se ven cumplidas esta justicia y esta misericordia, sea para nosotros remisión de los pecados y fuente de gracia: “Oh Dios, de quien recibió Judas el castigo de su pecado, y el ladrón el premio de su confesión, concédenos a nosotros el efecto de tu propiciación; para que, así como Jesucristo nuestro Señor, en su Pasión dio a los dos el diverso galardón de sus méritos, así nos dé a nosotros, destruido el error de la vejez, la gracia de su Resurrección”.

El gran Apóstol de las Gentes, después de haber reprendido a los Cristianos de Corinto por los abusos a que daban lugar los Ágapes, insiste en el poder que el Salvador dio a sus discípulos de renovar y hacer presente la acción sacrificial que acababa de realizar.

Pero nos enseña de un modo particular que, cada vez que el sacerdote consagra el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, “anuncia la muerte del Señor”, dando a entender por estas palabras, la unidad de sacrificios: el del Altar, que es Sacramental del de la Cruz.

San Pablo nos exhorta: “Examínese cada uno a sí mismo, y después coma de este pan y beba de este cáliz”, pues para participar de un modo íntimo del misterio de la Redención, para contraer una unión estrechísima con la Divina Víctima, debemos desterrar de nosotros todo lo que sea pecado.

“El que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él”, dijo el Salvador. ¿Puede haber algo más íntimo?

¡Con qué cuidado debemos purificar nuestra alma, unir nuestra voluntad a la de Jesús, antes de acercarnos a este altar que ha preparado para nosotros y al cual nos invita!

Pidámosle que nos prepare Él mismo, como preparó a los Apóstoles lavándoles los pies. Dicha acción encierra para nosotros una lección. Hace unos momentos nos decía el Apóstol: “Examínese cada uno a sí mismo”; Jesús dijo a sus discípulos: “Vosotros estáis limpios”; pero tuvo que añadir: “Mas no todos”.

Del mismo modo, nos dice el Apóstol que hay quienes se hacen reos del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Temamos la muerte de éstos, y examinémonos a nosotros mismos; examinemos nuestra conciencia antes de acercarnos a la Sagrada Mesa. El pecado mortal y el afecto al pecado, trocarían en veneno el alimento que da la vida al alma.

Por respeto a la santidad divina que va a venir a nosotros, debemos purificar hasta las más leves manchas. “El que ya está limpio, no necesita lavarse más que los pies”, dijo el Señor. Los pies son los lazos terrestres por los cuales estamos expuestos a pecar.

Vigilemos sobre nuestros sentidos y sobre los movimientos de nuestra alma. Purifiquémonos de estas manchas con una confesión sincera, con la penitencia, con las penas y mortificaciones, a fin de que, recibiendo dignamente este Santísimo Sacramento, despliegue en nosotros toda la plenitud de su virtud.

El Gradual está compuesto con las palabras que la Iglesia repite a cada instante durante esos tres días. San Pablo quiere con ellas reavivar en nosotros un reconocimiento profundo hacia el Hijo de Dios que se entregó por nosotros: “Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Por lo cual Dios le sobreensalzó y le dio un nombre que es sobre todo nombre”.

Al final de la ceremonia tiene lugar la Denudación del Altar. Este rito anuncia que se suspende el Sacrificio. El Altar permanecerá desnudo hasta que pueda ofrecerse a la Majestad divina la ofrenda sagrada; pero, para esto, es necesario que el Señor, vencedor de la muerte, salga triunfante de la tumba.

En este momento está en manos de los judíos, van a despojarle de sus vestidos, como nosotros despojamos su Altar. Va a ser expuesto a los ultrajes de todo el pueblo; por eso la Iglesia manda se acompañe esta ceremonia con la recitación del Salmo XXI, en el que el Mesías expone de una manera tan sorprendente la acción de los romanos, que, al pie de la Cruz, dividieron sus despojos.

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Judas salido del Cenáculo y se dirigió hacia el lugar donde se hallaban los enemigos del Salvador. Jesús, dirigiéndose entonces a sus fieles Apóstoles, les dijo: “Ahora va a ser glorificado el Hijo del Hombre”.

Hablaba de la gloria que había de seguir a su dolorosa Pasión; la cual comenzaba ya, siendo la traición de Judas el primer acto.

Después del largo Sermón de despedida, que abarca los capítulos 13 a 17 de San Juan, se levantaron todos y se dirigieron al Monte de los Olivos, donde estaba el Huerto de Getsemaní, a donde solía conducir Jesús a sus Apóstoles para descansar y rezar con ellos.

En ese momento, un sentimiento de dolor se apoderó de su alma; su naturaleza humana experimentó la suspensión de esa dicha que le procuraba la unión con la divinidad.

El Maestro siente la necesidad de apartarse; quiere huir, en su abatimiento, de las miradas de sus discípulos. Con todo, hace que le acompañen los que fueron testigos de su gloriosa transfiguración: San Pedro, Santiago y San Juan.

Las palabras que les dirige manifiestan elocuentemente la conmoción repentina que se ha realizado en su alma. Aquel cuyo lenguaje era siempre tan sereno, sus modales tan dignos, su voz tan afectuosa, ahora dice: “Mi alma está triste hasta la muerte, quedaos aquí y velad conmigo”.

Se aparta la distancia de un tiro de piedra; y postrado sobre la tierra exclama: “Padre mío, todas las cosas te son posibles, aparta de mí este cáliz, mas no se haga lo que yo quiero sino lo que Tú”.

Al mismo tiempo corría por sus miembros un sudor de sangre que empapaba la tierra. No era esto abatimiento, ni pasmo, sino una verdadera agonía.

Entonces Dios Padre envía auxilio a esta naturaleza que expira, y un Ángel recibe la misión de sostenerla.

Jesús es tratado como simple hombre; su humanidad deshecha, debe, sin otra ayuda sensible que la del Ángel, reanimarse y aceptar nuevamente el cáliz que le ha sido preparado.

¡Y qué cáliz era éste! Los dolores del alma, el quebranto del corazón, todos los pecados de la humanidad que había cargado con ellos y gritaban contra Él; la ingratitud de los hombres, que hará inútil para no pocos el sacrificio que va a ofrecer.

Jesús tiene que aceptar todas estas amarguras en este momento en que parece reducido completamente a la naturaleza humana; pero la virtud de la divinidad, que no le abandona, le sostiene, sin perdonarle, sin embargo, ninguna angustia.

Comienza su oración pidiendo no beber el cáliz; mas la termina diciendo a su Padre que no se cumpla otra voluntad que la suya.

Se levanta entonces dejando impresa sobre la tierra las huellas sangrientas del sudor que la violencia de la agonía había hecho correr por sus miembros; son las primeras gotas derramadas de la Sangre redentora en su Pasión.

Va al encuentro de sus discípulos y los encuentra dormidos. ¿No habéis podido, les dice, velar una hora conmigo? Ya comienzan a abandonarle los suyos.

Vuelve aún dos veces al lugar donde hizo la primera oración, desolado y sumiso. Dos veces se acerca a sus discípulos y las dos encuentra siempre la misma insensibilidad en esos hombres que había escogido para que velasen junto a Él.

Después reanimándose, dijo: “Levantaos, vamos; mirad que está aquí el que me entrega”.

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Aun estaba hablando cuando el jardín se vio invadido repentinamente por una chusma de gente conducida por Judas, armada y llevando teas encendidas.

La traición se lleva a cabo por la profanación de la señal de la amistad. “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?”. Palabras expresivas y llenas de ternura que debieran haber abatido a este desventurado a los pies de su Maestro. Pero era tarde.

Jesús se deja maniatar. Entonces los Apóstoles, descorazonados y embargados por el pavor, huyen. Sólo San Pedro con San Juan siguen desde lejos los pasos del Maestro.

La chusma que llevaba consigo a Jesús le hace recorrer el mismo camino que el domingo precedente transitó triunfante, cuando otra turba, entusiasmada, le aclamaba batiendo palmas y ramos de olivos.

Avanza la noche; pero aún tardará en aparecer la aurora. Los enemigos de Jesús han determinado entregarlo por la mañana al Gobernador Poncio Pilatos, como un perturbador del orden público. Entre tanto, le juzgan y le condenan como culpable en materia religiosa.

Su tribunal tiene el derecho de examinar las causas de esta índole, aunque no puede sentenciar a la pena capital. Jesús es conducido, pues, a casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde, según las disposiciones tomadas de antemano, debía verificarse el primer interrogatorio. Estos hombres sanguinarios pasarán la noche sin darse ningún descanso.

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El Jueves Santo está, pues, repleto de los beneficios de Nuestro Salvador:

– Ha instituido el Sacrificio y el Sacerdocio de la Nueva Ley.

– Nos ha dado su Carne y su Sangre por alimento espiritual.

– Su Corazón se ha desbordado con las más tiernas expansiones.

– Le hemos visto luchando con la debilidad humana ante la inminencia del cáliz de la Pasión y su triunfo sobre ella para salvarnos.

– Le hemos visto traicionado, maniatado y conducido cautivo a la Ciudad Santa para consumar su sacrificio.

Adoremos y amemos al Hijo de Dios, que pudo salvarnos a todos con la menor de sus humillaciones, y lo que hasta ahora ha hecho no es más que el exordio del gran acto del Sacrificio que su amor para con nosotros le ha hecho aceptar.

Pasemos la noche junto a Nuestro Redentor, adorando, agradeciendo y expiando…

No olvidemos consolar a la Madre de los Dolores…