P. CERIANI: SERMÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: Yo soy el pastor, el Bueno. El buen pastor pone su vida por las ovejas. Mas el mercenario, el que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, viendo venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo las arrebata y las dispersa; porque es mercenario y no tiene interés en las ovejas. Yo soy el pastor bueno, y conozco las mías, y las mías me conocen, —así como el Padre me conoce y Yo conozco al Padre— y pongo mi vida por mis ovejas. Y tengo otras ovejas que no son de este aprisco. A esas también tengo que traer; ellas oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor.

Nos encontramos en el Segundo Domingo de Pascua, Domingo del Buen Pastor.

Como sabemos, dedico los sermones de estos Domingos al Libro del Apocalipsis y sus aplicaciones.

El Domingo pasado, casi al terminar, decía: Todos los cristianos que no creen en la Segunda Venida de Cristo, o no la esperan, se plegarán a esa nueva fe universal que se ha gestado. Y ella les hará creer en la venida del Otro. Y cité el capítulo quinto de San Juan: Porque yo vine en el nombre de mi Padre y no me recibisteis; pero otro vendrá en su propio nombre y le recibiréis.

Vemos bien presentadas las figuras del Buen Pastor y del Lobo… Nuestro Señor y el Otro… Cristo y el Anticristo…

Esto nos lugar a hablar hoy del Misterio de Iniquidad…, sobre el cual nos instruye San Pablo y está en estrecha relación, no sólo con el Anticristo, el Otro, sino también con el Buen Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, como veremos más adelante…

Citemos, antes que nada, a San Pablo, en el capítulo segundo de su Segunda Carta a los Tesalonicenses:

Con respecto a la Parusía de nuestro Señor Jesucristo y nuestra común unión a Él, os rogamos, hermanos, que no os apartéis con ligereza del buen sentir y no os dejéis perturbar, ni por espíritu, ni por palabra, ni por pretendida carta nuestra en el sentido de que el día del Señor ya llega.

Nadie os engañe en manera alguna, porque primero debe venir la apostasía y hacerse manifiesto el hombre de iniquidad, el hijo de perdición; el adversario, el que se ensalza sobre todo lo que se llama Dios o sagrado, hasta sentarse él mismo en el templo de Dios, ostentándose como si fuera Dios.

¿No os acordáis que estando yo todavía con vosotros os decía estas cosas?

Y ahora ya sabéis qué es lo que le detiene para que su manifestación sea a su debido tiempo.

El misterio de la iniquidad ya está obrando ciertamente, sólo hay el que ahora detiene hasta que aparezca de en medio.

Y entonces se hará manifiesto el inicuo, a quien el Señor Jesús matará con el aliento de su boca y destruirá con la manifestación de su Parusía.

Aquel inicuo, cuya aparición es obra de Satanás con todo poder y señales y prodigios de mentira, y con toda seducción de iniquidad para los que han de perderse en retribución de no haber aceptado para su salvación el amor de la verdad.

Y por esto Dios les envía poderes de engaño, a fin de que crean la mentira, para que sean juzgados todos aquellos incrédulos a la verdad, los cuales se complacen en la iniquidad.

En esta Segunda Carta, San Pablo continúa animando a sus fieles de Tesalónica a que se mantengan firmes en la fe y en la práctica de la vida cristiana.

Particularmente insiste en que antes de que llegue la Parusía se manifestarán algunos signos anunciadores: ha de venir la apostasía, y ha de manifestarse el hombre de iniquidad, de pecado, el inicuo.

Todo el pasaje, de marcado sabor apocalíptico, está dentro del marco tradicional del Antiguo Testamento que, a partir ya del Génesis, presenta a Satanás y a sus fautores terrenos enfrentándose a la acción divina entre los hombres.

Como entonces, también ahora, por dura que sea la lucha, la victoria definitiva está de parte de Dios y de los suyos.

Parece claro que San Pablo, al hablar de apostasía y manifestación del hombre de pecado, está refiriéndose a acontecimientos concretos en una época determinada. El misterio de iniquidad está en acción, dice.

Por lo tanto, la apostasía ha de preceder al hombre de iniquidad, cuya aparición será la culminación del misterio de iniquidad…

La apostasía será, pues, como el clima favorable a la desembozada aparición del inicuo.

La referencia a la apostasía no era novedad. Jesucristo ya había dicho que al final de los tiempos surgirán pseudoprofetas, que engañarán a muchos, y que habrá gran enfriamiento en la caridad, con peligro de ser seducidos incluso los elegidos, si ello fuera posible.

La misma doctrina encontramos en el Apocalipsis, hablando de la Bestia que luchará con los fieles y los vencerá, quedando sólo aquellos cuyos nombres están en el libro de la vida.

Esta indicación que hace San Pablo de la apostasía, como signo precursor a la Parusía, estaba dentro de la prédica apostólica; de ahí que escribiese a sus lectores: ¿No recordáis que estando entre vosotros ya os decía esto?

En efecto, la presencia del artículo, la apostasía, indica que se trata de una apostasía bien determinada, conocida ya de los tesalonicenses, sobre la que sin duda habían sido instruidos por el Apóstol.

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A continuación, San Pablo habla del hombre del pecado, del hijo de la perdición, del inicuo; todas expresiones que caracterizan la depravación moral de este personaje.

La descripción que hace de él, presentándolo como adversario de Dios y de cuanto se relaciona con Dios, sin admitir más Dios que a sí mismo, está inspirada en el lenguaje de los Profetas.

La primera cuestión es la de saber si San Pablo se refiere a un personaje concreto individual, o más bien en una colectividad, es, a saber, el conjunto de las fuerzas del mal que se oponen a Cristo.

La opinión tradicional es que se trata de una persona concreta e individual, sumamente perversa y fascinadora, que aparecerá al final de los tiempos y provocará la gran apostasía.

Este personaje recibe en la Tradición la denominación de Anticristo, expresión que vemos empleada por San Juan en sus Cartas.

Sin embargo, hay autores que suponen en San Pablo la idea de un Anticristo más bien colectivo, pues lo concibe como algo que se manifestará en el futuro, pero que ya está operando en la actualidad, y que podría manifestarse en el presente.

Esto supone que coexiste con la generación de San Pablo, y lo mismo coexistirá con las generaciones venideras.

Dada la implicación de Satanás en toda esta lucha contra Cristo, es muy posible que San Pablo se refiera al plan maligno del diablo para frustrar, en cuanto sea posible, la obra de Cristo, plan que Lucifer está llevando a cabo en vida de San Pablo, valiéndose de esos muchos anticristos de que habla San Juan.

Por eso San Pablo dice: “se hará manifiesto”; porque, así como todos los bienes y virtudes de los Santos que precedieron a Cristo, fueron figura de Cristo; de la misma manera, en todas las persecuciones de la Iglesia los tiranos fueron como figura del Anticristo en que él estaba latente; y así, toda aquella malicia que estaba escondida en ellos, se hará patente a su tiempo.

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Entonces, el hombre de iniquidad, de pecado, está ligado íntimamente con el misterio de la iniquidad, que culminará con la llegada del inicuo, el cual encabezará la rebelión máxima contra Dios; a punto tal que se hará pasar por Dios.

El misterio de iniquidad provocará a su tiempo la revelación del Anticristo; personaje en el que alcanzará su punto culminante toda la lucha de los anticristos anteriores, y que triunfará sobre todos los que creerán a la mentira, por no haber aceptado el misterio de la sabiduría.

Ya está operando desde el principio, en forma subrepticia, de cizaña mezclada con el trigo, a causa del dominio adquirido por Satanás sobre Adán, y mantenido sobre todos sus descendientes que no aprovechan la Redención de Cristo.

Es, no sólo el gran misterio de la existencia del pecado y del mal en el mundo, sino principalmente ese misterio de la apostasía, que llevará al triunfo del Anticristo sobre los Santos, a la falta de fe en la tierra, y, en una palabra, a la aparente victoria del diablo y derrota del Redentor hasta que Él intervenga para triunfar gloriosamente.

Destaquemos que San Pablo menciona al hombre de pecado en el futuro escatológico. Él viene por obra de Satanás, confederado con él; y por su poder obrará señales y maravillas mentirosas con todo engaño de iniquidad para los que se pierden.

Por no haber acogido esa verdad evangélica, que se presentaba con milagros auténticos, acogerán la mentira, que se presenta con milagros engañosos y lleva a la condenación.

Los que hayan rehusado la verdad serán entregados a la mentira de este inicuo.

Los judíos, como hemos citado, lo recibirán como su Mesías: Yo he venido en el nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viniere en su propio nombre, ¡a ése lo recibiréis! (San Juan, V, 43), donde los exégetas ven una profecía de la aceptación que tendrá el Anticristo como falso Mesías.

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La verdad es la marca registrada de los que están en el misterio de la piedad, la mentira es la marca de los que están bajo el misterio de la iniquidad.

Esa es la característica del espíritu de iniquidad: el engaño, la mentira, el pecado y la confusión que conduce a la impiedad.

Los hijos de Dios hemos sido llamados a evitar y borrar la iniquidad. Debemos ser conscientes de que la medida en que nos opongamos al mal y, con ello, a la iniquidad, será la medida en que la propia iniquidad no se enseñoree ni de nuestro corazón ni de nuestra vida.

En efecto, si hay un misterio de iniquidad es porque hay un misterio de piedad.

El misterio de la piedad consiste en que Dios se hizo hombre; por eso, el misterio de la iniquidad radica en que el hombre pretende hacerse Dios.

El personaje del misterio de la piedad es Cristo; el del misterio de la iniquidad es el Anticristo.

El contexto de la Segunda Carta a los Tesalonicenses nos habla de dos manifestaciones: la manifestación del último y el mayor de todos los Anticristos (el Inicuo), y la manifestación de la Segunda Venida de Cristo o, precisamente, Parusía.

La manifestación de la Primera Venida de Cristo se llama el misterio de la piedad, la Parusía se llama el misterio de la gloria.

Según San Pablo, el misterio de la gloria no vendrá sin que antes venga el misterio de la iniquidad.

Si analizamos detenidamente la Sagrada Escritura, veremos que la iniquidad no es solamente el pecado, sino que el pecado es parte de esa iniquidad.

Por ello la iniquidad es la incredulidad y la negativa a creer en Cristo. Es el rechazo del único camino para ingresar en la comunión de vida con el Padre, el Hijo y el Santo Espíritu. Es la culminación de la apostasía.

El Misterio de Iniquidad es el odio a Dios y la adoración idolátrica del hombre. Es el principio de la Ciudad del Hombre, que lucha desde el comienzo contra la Ciudad de Dios; es el eco multiplicado en las edades del «No serviré” de Satanás.

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Estos tremendos anuncios escatológicos para los tiempos que precederán a la Parusía o Retorno de Cristo, coinciden con lo que Él mismo nos dijo muchas veces, al revelarnos que a su vuelta no hallará fe en la tierra; que su regreso sorpresivo será como en los días de Noé y los días de Lot, en que nadie temía ni creía en la catástrofe; que en esos últimos tiempos se enfriará la caridad de la mayoría y será tal la iniquidad que aún los escogidos, si posible fuera, se perderían, si bien los tiempos serán abreviados por amor de los elegidos.

Estos tiempos calamitosos del fin son también anunciados por San Pedro, por San Judas y por los Profetas Isaías, Ezequiel y Daniel.

Dios permitirá, pues, un punto culminante en la potencia de las tinieblas, un misterio de iniquidad antes de la consumación del misterio del reino.

Y entonces la estructura temporal de la Iglesia existente será presa del Anticristo, fornicará con los reyes de la tierra —al menos una parte ostensible de ella, como pasó ya en su historia—, y la abominación de la desolación entrará en el lugar santo.

Recordemos algunas citas importantes, que muchos ignoran, otros silencian y algunos encubren.

San Agustín, al comentar las señales que precederán a la Segunda Venida de Nuestro Señor, escribió al Obispo Hesiquio:

“Cuando se obscurezca el sol, y la luna no dé su fulgor, y las estrellas caigan del cielo, y las fuerzas de los cielos se estremezcan, la Iglesia no aparecerá (Ecclesia non apparebit). La perseguirán los impíos, sobremanera crueles, los cuales, desechado todo temor, sonriéndoles la felicidad del mundo, dirán: paz y seguridad. Entonces caerán las estrellas del cielo y se estremecerán sus fuerzas, porque muchos que parecían resplandecer por la gracia, se rendirán a los perseguidores, y caerán, e incluso se estremecerán los más seguros en la fe”.

San Agustín no dice que la Iglesia dejará de existir; simplemente dice que ella se oscurecerá, a punto tal de no ser visible, de la misma manera que el sol o la luna se oscurecen durante un eclipse, y en su lugar aparece, se ve, otro astro. Sin embargo, mientras el astro eclipsado no se ve, no aparece, sigue existiendo igual que antes.

Esta interpretación de las palabras proféticas de nuestro Señor por parte del gran Doctor de Hipona es muy consoladora para nosotros en estos tiempos difíciles y confusos, pues confirma que la Iglesia puede estar eclipsada, pero, no por ello, dejar de existir…

Explicando aquello de la abominación de la desolación en el lugar santo, San Jerónimo dice: “La abominación de la desolación puede significar también toda doctrina perversa (Omne dogma perversum). Si, pues, vemos levantarse el error en el lugar santo, es decir, en la Iglesia, y presentarse como una doctrina divina, debemos huir de la Judea a las montañas, esto es, dejar “la letra que mata” y la perversidad judía, acercándonos a las colinas eternas, desde las cuales hace resplandecer Dios su luz admirable, y mantenernos sobre el techo y sobre la azotea, adonde no pueden llegar los dardos inflamados del demonio; no bajar a recoger nada de la casa de nuestra vida primera, ni ir a buscar lo que está detrás de nosotros; antes bien, sembrar en el campo de las Sagradas Escrituras a fin de recoger sus frutos”.

Un siglo antes, San Victorino mártir, Obispo de Pettau, redactó un comentario sobre el capítulo XI del Apocalipsis. En él escribió, comentando el Día del Señor: “Esto sucederá en los últimos tiempos, cuando la Iglesia haya sido quitada de en medio”.

Por su parte, el Cardenal Manning nos asegura que “los Santos Padres, tanto de Oriente como de Occidente, tanto los griegos como los de la Iglesia latina, todos ellos por unanimidad, dicen que, durante el reinado del Anticristo, el Santo Sacrificio del Altar cesará; y que entonces la Iglesia se dispersará, será impulsada a ir al desierto, y será por un tiempo, como era en el principio, invisible, oculta en las catacumbas, las cuevas, las montañas, los escondrijos. Durante un tiempo será barrida, por así decirlo, de la faz de la tierra”.

El futuro gran Cardenal Pie, en noviembre de 1859, con ocasión de la solemnidad de la recepción de las reliquias de San Emiliano, se expresó de este modo:

“A medida que el mundo se aproxime de su término, los malvados y los seductores tendrán cada vez más la ventaja. No se encontrará casi ya la fe sobre la tierra, es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas las instituciones terrestres. Los mismos creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias. La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con Dios, dada por San Pablo como una señal precursora del final, irán consumándose de día en día. La Iglesia, sociedad ciertamente siempre visible, será llevada cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas. Finalmente, habrá para la Iglesia de la tierra como una verdadera derrota: «se dará a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos». La insolencia del mal llegará a su cima”.

Por último, Monseñor Straubinger, respecto del Libro del Apocalipsis, dice: “Llama la atención de los expositores el hecho de que, no obstante la coincidencia de la escatología apocalíptica con la del Evangelio y de las Epístolas, y haber escrito San Juan 30 años más tarde, no haya referencias expresas al Nuevo Testamento ni a las instituciones eclesiásticas nacidas de él, ni a los presbíteros, obispos o diáconos de la Iglesia, cosa que confirma sin duda su carácter estrictamente escatológico”.

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Para terminar, meditemos bien, en silencio, en la oración, las siguientes palabras, que pertenecen al Padre Roger-Thomas Calmel:

“Nuestra Señora, que aplasta al Dragón por su Inmaculada Concepción y su Maternidad Virginal; Ella, que es glorificada hasta en su cuerpo y que reina en los Cielos junto a su Hijo; Ella domina como soberana todos los tiempos de nuestra historia, y, particularmente, el tiempo más temible para las almas: el tiempo de la venida del Anticristo, o aquel de la preparación de esta venida por sus diabólicos precursores.

María se manifiesta, no sólo como la Virgen poderosa y consoladora en las horas de angustia para la vida terrenal y corporal, sino especialmente en lo que la representa como la Virgen que socorre, fuerte como un ejército en orden de batalla, en los tiempos de devastación de la Santa Iglesia y de agonía espiritual de sus hijos.

Ella es Reina para toda la historia del género humano, no sólo para los tiempos de angustia, sino también para los tiempos del Apocalipsis.

Henos aquí ahora que entramos en un tiempo de Apocalipsis. No cabe duda de que aún no estamos en la tormenta de fuego que aterroriza los cuerpos, pero ya estamos en la agonía de las almas, porque la autoridad espiritual parece ya no ocuparse de defenderlas, parece desinteresarse tanto de la verdad de la doctrina como de la integridad del culto.

Es la agonía de las almas en la Iglesia Santa, minada desde el interior por los traidores y los herejes todavía no condenados.

Pero los tiempos de Apocalipsis están siempre marcados por las victorias de la gracia. Porque, incluso cuando las bestias del Apocalipsis entren en la ciudad santa y la expongan a los últimos peligros, la Iglesia no deja de ser la Iglesia: ciudad bien amada, inexpugnable al diablo y a sus secuaces, pura y sin mancha, de la cual Nuestra Señora es la Reina.

Ella es la Reina Inmaculada, que hará acortar, por Cristo su Hijo, los años siniestros del Anticristo. Incluso, y sobre todo, durante este período, Ella nos obtendrá perseverar y santificarnos. Ella nos conservará la parte que nos es absolutamente necesaria de una autoridad espiritual legítima.

Ella nos persuade, esta Virgen dulcísima, Reina de los mártires, que la victoria está escondida en la propia Cruz y que será manifestada; la radiante mañana de la resurrección se levantará pronto para el día sin ocaso de la Iglesia Triunfante.

En la Iglesia de Jesús, presa del modernismo incluso entre los jefes, en todos los niveles de la jerarquía, el sufrimiento de las almas, la quemadura del escándalo alcanza una intensidad abrumadora; este drama no tiene precedentes; pero la gracia del Hijo de Dios Redentor es más profunda que este drama.

Y la intercesión del Corazón Inmaculado de María, que obtiene toda gracia, no se interrumpe nunca. En las almas más abatidas, las más cercanas a sucumbir, la Virgen María interviene día y noche para resolver misteriosamente este drama, rompe misteriosamente las cadenas que los demonios imaginaban irrompibles. Solve vincla reis.

Todos nosotros, a los que el Señor Jesucristo, mediante una marca singular de honor, llama a la lealtad en estos nuevos peligros, en esta forma de lucha de la cual no tenemos experiencia —la lucha contra los precursores del Anticristo que irrumpieron en la Iglesia— volvamos a nuestra fe; recordemos que creemos en la divinidad de Jesús, en la maternidad divina y la maternidad espiritual de María Inmaculada.

Entreveamos, al menos, la plenitud de gracia y de sabiduría que se esconde en el Corazón del Hijo de Dios hecho hombre y que deriva con eficacia a todos los que creen; vislumbremos también la plenitud de ternura y de intercesión que es el privilegio único del Corazón Inmaculado de la Virgen María.

Recurramos a Nuestra Señora como sus hijos, y entonces tendremos la inefable experiencia que los tiempos del Anticristo son los tiempos de la victoria: la victoria de la redención plenaria de Jesucristo y de la intercesión soberana de María”.

Que Nuestra Señora del Apocalipsis nos sostenga y confirme en nuestro combate, porque, como siempre decimos: Ante los eventos inminentes, los comunes e invariables (como son la familia, los hijos, lo económico, lo material, las enfermedades, la muerte…), así como los que son propios del tiempo que nos toca vivir (la apostasía generalizada, el epílogo del misterio de iniquidad y la llegada del Anticristo…), en vista de estos sucesos nuestras «seguridades»…, nuestras “esperanzas”…, deben fundamentarse en el triunfo del Inmaculado Corazón de María, nuestra Esperanza… Spes nostra…