TERCER DOMINGO DE CUARESMA
En aquel tiempo: estaba Jesús echando un demonio, el cual era mudo. Cuando hubo salido el demonio, el mudo habló. Y las muchedumbres estaban maravilladas. Pero algunos de entre ellos dijeron: “Por Beelzebul, príncipe de los demonios, expulsa los demonios.” Otros, para ponerlo a prueba, requerían de Él una señal desde el cielo. Mas Él, habiendo conocido sus pensamientos, les dijo: “Todo reino dividido contra sí mismo es arruinado, y las casas caen una sobre otra. Si, pues, Satanás se divide contra él mismo, ¿cómo se sostendrá su reino? Puesto que decís vosotros que por Beelzebul echo Yo los demonios. Ahora bien, si Yo echo los demonios por virtud de Beelzebul, ¿vuestros hijos por virtud de quién los arrojan? Ellos mismos serán, pues, vuestros jueces. Mas si por el dedo de Dios echo Yo los demonios, es que ya llegó a vosotros el reino de Dios. Cuando el hombre fuerte y bien armado guarda su casa, sus bienes están seguros. Pero si sobreviniendo uno más fuerte que él lo vence, le quita todas sus armas en que confiaba y reparte sus despojos. Quien no está conmigo, está contra Mí; y quien no acumula conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, recorre los lugares áridos, buscando donde posarse, y, no hallándolo, dice: “Me volveré a la casa mía, de donde salí”. A su llegada, la encuentra barrida y adornada. Entonces se va a tomar consigo otros siete espíritus aun más malos que él mismo; entrados, se arraigan allí, y el fin de aquel hombre viene a ser peor que el principio”. Cuando Él hablaba así, una mujer levantando la voz de entre la multitud, dijo: “¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que Tú mamaste!” y Él contesto: “¡Felices más bien los que escuchan la palabra de Dios y la conservan!”
El Evangelio de este Tercer Domingo de Cuaresma es muy rico en enseñanzas.
Otros años hemos considerado parte de ellas.
Hoy quiero detenerme en el tema planteado al final de la parábola del Fuerte Armado: Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, recorre los lugares áridos, buscando donde posarse, y, no hallándolo, dice: “Me volveré a la casa mía, de donde salí”. A su llegada, la encuentra barrida y adornada. Entonces se va a tomar consigo otros siete espíritus aun más malos que él mismo; entrados, se arraigan allí, y el fin de aquel hombre viene a ser peor que el principio.
Ciertamente es muy instructiva y muy actual, porque esta desgracia les sucede con demasiada frecuencia a muchos cristianos…, que incurren en la reincidencia en el pecado.
Lo que vamos a decir de las reincidencias en faltas graves debe entenderse, en su debida proporción, también de las reincidencias, por malicia o por descuido, en pecados menores.
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Consideremos primero la malicia de la recaída.
Es claro que se trata de una odiosa ingratitud hacia Dios, Quien, como el más tierno de los padres, había venido al encuentro del pródigo y lo había perdonado, devolviéndole su amistad, su gracia y los derechos a la herencia celestial.
Y este desdichado, olvidando su triste estado pasado y la infinita caridad con que fue acogido, ultraja de nuevo a su Padre y no teme negar y crucificar de nuevo a Cristo, su Salvador.
Es otro desprecio ultrajante; porque, cayendo de nuevo en su pecado, el reincidente manifiesta que prefiere, en lugar de Dios, una satisfacción vil, un placer de un momento, una bagatela; le da prioridad al demonio sobre Jesús.
Este pecador parece rechazar el perdón recibido; es más, sugiere que se arrepiente de su penitencia, de su conversión, ya que, con el corazón gozoso, se entrega de nuevo a Satanás, como si, disgustado con el servicio de Dios, encontrase mejor el del demonio.
Es una perfidia; pues este pecador venía de hacer solemnes protestas de fidelidad, y las promesas formuladas ahora las pisotea para satisfacer sus pasiones, para entregar nuevamente su alma al demonio.
Además, aumenta la gravedad del pecado, porque lo comete con mayor conocimiento y mayor abuso de la gracia.
Notemos que su malicia aumenta en proporción al número de absoluciones ya recibidas.
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Pasemos ahora a los peligros de la recaída.
En primer lugar, la reincidencia en el pecado hace temer que la penitencia anterior no haya sido sincera y que, en consecuencia, no se haya perdonado el pecado, quedando nulo el Sacramento y sacrílega su recepción por falta de propósito de enmienda.
En el caso de haber sido válido el Sacramento, la recaída despoja al alma de las infinitas bendiciones que la absolución le había hecho recobrar: la vida de la gracia, la amistad y paz de Dios, el renacimiento de los méritos, el derecho al Cielo.
En consecuencia, hace al alma más débil y casi incapaz de resistir.
También dificulta la conversión; porque la recaída trae consigo el hábito del pecado, y el hábito engendra la necesidad; es una cadena de hierro que ata el alma…
Además, hace que el pecador se avergüence ante todo de sus debilidades… Ya no se atreve a recurrir a Dios, a quien tan indignamente ha traicionado… Luego, poco a poco, se endurece y, haciéndose habitual, acaba por sofocar todo remordimiento y eludir las caritativas advertencias de su confesor.
Finalmente, la recaída deleita al demonio, que cuida bien de guardar su presa, para que no se le escape otra vez, como quien guarda más de cerca a un prisionero que se ha escapado por primera vez.
En su horrible malicia, el demonio llega a servirse de dos atributos divinos: la misericordia infinita y la justicia soberana.
Ostentando la misericordia, incita al pecado: “Vuelve a hacer esta mala acción”, dice al pecador; “después, te arrepentirás de ello; y Dios, que siempre es tan bueno, te perdonará, como antes”.
Así, esta adorable bondad de Dios se convierte en un arma terrible contra nosotros, siendo manipulada por el demonio; mofándose de ella, nos arroja a la presunción.
Pero luego, la falta cometida es presentada bajo el rigor divino de su justicia, para hacer temer al pecador más allá de todo límite y precipitarlo a la desesperación.
¡Cuántos desgraciados han sido víctimas de esta táctica infernal!
San Agustín proporciona una excelente regla para contrarrestarla: Teme la justicia de Dios antes de pecar…, e implora, con arrepentimiento y confianza, su misericordia después de tu caída.
Finalmente, según la palabra divina, Satanás entra en esta alma con otros siete demonios peores que él; es decir, con pasiones más violentas y más depravadas, y todos los vicios reinarán allí como tiranos despiadados.
Entonces también se realiza el oráculo de Jesús: El último estado de este hombre se vuelve peor que el primero; pues éstos son como los preludios de la desesperación suprema, de la impenitencia final, de la condenación, del remordimiento eterno.
¿Quién puede, pues, concebir y decir el lamentable estado de tal alma? ¿No se trata, por así decirlo, de un caso desesperado? ¿No caben pocas posibilidades y esperanzas de regreso y recuperación?
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¿Cuáles son las principales causas de nuestras recaídas, tan frecuentes y tan lamentables?
Pueden ser múltiples; pero consideremos las principales y más comunes: la falta de vigilancia, la falta de oración, el abandono de los Sacramentos, su mala recepción.
En cuanto a la vigilancia, el Salvador dice: Velad y orad, para que no entréis en tentación.
El demonio, expulsado de un alma, nunca se retira del todo ni para siempre; si parece que la deja tranquila por un tiempo, es solo para sorprenderla mejor más tarde.
Huyamos, sobre todo, de ciertas ocasiones más peligrosas para nosotros, en las que infaliblemente sucumbiríamos.
El demonio, como pérfido enemigo, las despierta y trata de persuadirnos de que, gracias a la experiencia del pasado y con más atención, ya no arriesgamos nada.
¡Ilusión! ¡Presunción fatal!
Cuidémonos, asimismo, de ciertos malos hábitos. Porque desde hace tiempo no hemos vuelto a caer, creemos que estamos curados y sin defectos.
¡Pobre de nosotros! El fuego simplemente estaba escondido bajo las cenizas, y todo lo que se necesitó fue un ligero soplo de viento para reavivarlo y comenzar el incendio nuevamente.
En muchos desdichados el hábito se ha convertido en una segunda naturaleza para ellos; y, peor que eso, según las palabras de San Agustín, se ha convertido en «necesidad”.
Y exclama San Bernardo: ¡Ay, del que siempre gira en este círculo!
Por esa falta de atención y vigilancia sobre sí mismas, ¡cuántas almas vuelven así a sus días anteriores!
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En cuanto a la falta de oración, sabemos que, por nosotros mismos, sólo somos debilidad y miseria; nada podemos hacer, sino pecar, es decir añadir un aumento de debilidad y miseria a lo que ya éramos por nuestra naturaleza herida.
Por eso Nuestro Señor nos recomienda con tanta urgencia orar: Vigilad y orad.
Los que descuidan la oración y abandonan sus ejercicios de piedad o las prácticas religiosas se parecen soldados que se han despojado de sus armas… El enemigo puede volver: ¿qué resistencia encontrará?
Otros todavía rezan; pero tan poco y tan mal, que su oración es inútil, si es que no ofende a Dios.
¿Qué frutos puede uno pretender cosechar de tales oraciones? Dios no responde a tales oraciones, y el diablo no las teme.
Y estas pobres almas no tienen fuerzas para resistir; inevitablemente retroceden, y su condición empeora respecto de su estado anterior.
Dicen los Padres de la Iglesia y los Santos Doctores que un alma que ora bien es un alma que se salva…, pero un alma que ya no ora, o que ora siempre mal, es un alma perdida…
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La tercera causa de reincidencia o recaída es la negligencia en el acercamiento a los Sacramentos.
La Penitencia y la Sagrada Eucaristía son los medios ordinarios por los cuales Dios renueva y derrama más abundantemente su gracia en el alma.
Pero, si se los recibe sin la frecuencia o las disposiciones necesarias, no serán fructuosos.
Aquí llamo, una vez más, la atención sobre la Preparación para comulgar y la Acción de Gracias después de la Santa Misa.
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El Espíritu Santo, los Santos y una triste experiencia nos aseguran que la salvación se vuelve virtualmente imposible para los reincidentes.
Escuchemos a San Pablo, cuando escribe a los Hebreos: A los que, una vez iluminados, gustaron el don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y experimentaron la bondad de la palabra de Dios y las poderosas maravillas del siglo por venir, y han recaído, imposible es renovarlos otra vez para que se arrepientan, por cuanto crucifican de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios, y le exponen a la ignominia pública.
San Pedro, por su parte, hace esta grave advertencia: Porque si los que se desligaron de las contaminaciones del mundo desde que conocieron al Señor y Salvador Jesucristo se dejan de nuevo enredar en ellas y son vencidos, su postrer estado ha venido a ser peor que el primero. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia que renegar, después de conocerlo, el santo mandato que les fue transmitido. En ellos se ha cumplido lo que expresa con verdad el dicho: Un perro que vuelve a lo que vomitó y una puerca lavada que va a revolcarse en el fango.
Sin embargo, no se trata de una imposibilidad absoluta; Dios, infinitamente justo, es también infinitamente misericordioso y su gracia es todopoderosa.
¿Qué hará, entonces, el pobre pecador, que no debe desesperar, si finalmente quiere volver sinceramente al arrepentimiento?
Huir de las ocasiones de pecado, pues es muy cierto que un pecador habitual, dada la ocasión, cae infaliblemente en ella.
Por lo tanto, que huya, que rompa sus lazos…; basta de excusas y pretextos…
El hijo pródigo no se quedó en el lugar donde su virtud había hecho tan triste naufragio.
Hay que añadir una vigilancia exacta y severa.
Además, recurrir a Dios con oración humilde, confiada y continua.
También hay que combatir valientemente las malas inclinaciones, porque, como las raíces dejadas en la tierra, volverían a crecer y volverían a producir sus frutos fatales.
No hay que tener piedad con ellas, ni hacer concesiones.
También ayuda mucho el vivir en la santa presencia de Dios, cultivando la vid de nuestra alma con más celo, y buscando enmendar el tiempo perdido y desperdiciado.
Hay que recurrir al Sacramento de la Penitencia después de cada recaída, pero enseguida, con humildad y compunción.
Finalmente, acudamos a María Santísima, Refugio de los pecadores; y en cada tentación suplicarle: Acordaos, oh piadosísima Virgen… Madre de Dios, ruega por mí, ahora…
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Temamos los pecados de recaída.
Tengamos cuidado con la malicia y las ilusiones del demonio. Volvamos contra él sus propias armas… Jesús, su vencedor, ha quebrantado su poder, para que no pueda prevalecer contra nosotros.
San Juan Crisóstomo nos asegura que La verdadera fuerza de Satanás, es nuestra debilidad, o, mejor dicho, nuestra negligencia.
Seamos, pues, con la gracia de Dios, vigilantes y valientes…
Aprovechemos este santo tiempo de Cuaresma para corregir bien nuestras malas inclinaciones.
He aquí el tiempo aceptable…, he aquí el día de salvación.