P. CERIANI: SERMÓN PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

En aquel tiempo: tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: Levantaos, no tengáis miedo. Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.

El Evangelio de este Segundo Domingo de Cuaresma presenta a nuestra meditación el misterio de la Transfiguración de Nuestro Señor ante tres de sus Apóstoles.

Jesús toma consigo a sus tres privilegiados y los lleva aparte, a un monte alto.

San Pedro, Santiago y San Juan habrán subido a esta cumbre con el ímpetu que les daba esta distinción del divino Corazón, con el reconocimiento de esa intimidad.

Sólo tienen un deseo, y es que dure mucho tiempo. Están dispuestos a hacer cualquier cosa para prolongarlo…; hallan bueno estarse allí…

El estar cara a cara con el Señor, especialmente con el Señor transfigurado, los embriaga.

Jesús nos invita a la misma intimidad…, nos eligió y nos apartó, nos llevó a una altura separada del mundo y cerca del Cielo.

Pero… ¿tenemos gusto por las cumbres? ¿No nos acontece de llenar, a veces, de mundanidad lo que debería ser un estar solos con el Maestro?

En definitiva, no andamos por las cumbres, porque no nos liberamos suficientemente de lo que nos mantiene atados al llano.

Debemos subir, para ver a Jesús en lo alto del monte…; debemos dejar a los pies del mismo todo lo que no sea Jesús solo.

Y es verdad que sólo las almas separadas pueden disfrutar de la Transfiguración del Señor…

El día que nos separemos del valle para subir a las montañas solitarias, encontraremos a Jesús, y gustaremos, como los Apóstoles, la divina atracción.

No seremos partícipes de una visión exterior, sino que Jesús mismo se revelará a nosotros en una íntima comunión de almas.

Para ello es necesario que todo en nosotros esté en silencio; tenemos que entrar, de alguna manera, en la nube que representa el olvido de nosotros mismos, para poder oír la voz del Padre que nos revela al Hijo bienamado, y que nos exhorta a escucharlo.

Pidamos a Jesús el deseo de las alturas, así como también el coraje de liberarnos de nosotros mismos para que podamos acompañarlo a la cima del monte, a solas con Él.

Pidamos al Señor que nos muestre lo que nos aleja de las cumbres, que nos dé el gusto y el entusiasmo de la escalada, y que nos prepare para la transfiguración de su encuentro.

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Y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo

Este es el ideal que debemos desear alcanzar: no ver más que sólo a Jesús, aspirar sólo a Él y contemplarle en todo y todo en Él.

Pero también debemos pensar en otro deber que nos incumbe: ser como una «humanidad suplementaria” de Jesús, a través de la cual los hombres puedan ver a Jesús.

Por lo tanto, debemos realizar en nuestra vida una transfiguración.

En otras palabras, tenemos que desaparecer a nosotros mismos para darle espacio a Jesús; es necesario que Él crezca y que nosotros disminuyamos, para que todos los que se nos acerquen no vean más que a Él solo.

Es necesario que Él aparezca a través nuestro…

Para eso debemos purificarnos de todo aquello que pueda establecer una barrera opaca frente a Jesús.

Es necesario realizar una transfiguración espiritual…

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Y, precisamente, la admirable Transfiguración de Nuestro Señor en el Tabor es la imagen de otra transfiguración, enteramente espiritual y misteriosa, que la gracia de Dios obra en las almas fieles…; y ésta es, en sí misma, la condición y la prenda de la gloriosa transfiguración que les espera en la otra vida…

Todos los cristianos están llamados a esta doble transfiguración; todos deben aspirar a ellas sin cesar, y vivir para merecerlas, ayudados de la gracia, claro está.

¡Pero qué pequeño número…, cuán pocos trabajan para hacerse dignos de ella!

Consideremos, en primer lugar, la naturaleza y el carácter de la transfiguración espiritual.

Ella consiste propiamente en la restauración del hombre espiritual por la infusión de la vida divina en su alma, es decir, el estado de gracia y de santidad.

El pecado separa violentamente el alma de Dios, oscurece su belleza, altera e incluso destruye en ella la imagen y la semejanza de Dios.

Pero una verdadera y sincera regeneración por el Bautismo, o la conversión por la Penitencia, renueva entre ella y Dios la amistad antes rota; y, restaurando su belleza original, restaura los rasgos del Creador.

Esta vida nueva y sobrenatural, esta transformación de la naturaleza por la gracia, es la vida cristiana, la vida de Jesús; es el reflejo divino sobre el alma, porque Jesús es el verdadero sol y la verdadera vida de las almas.

Es evidente que esta transfiguración espiritual, absolutamente necesaria para la salvación, requiere o presupone primero la abominación y la ruptura con el pecado, así como también la huida de todas las ocasiones peligrosas, y la enmienda de los vicios y faltas.

Es, pues, la renuncia a nosotros mismos exigida por Nuestro Señor; es despojarnos del hombre viejo, como dice San Pablo, y revestirnos del hombre nuevo, para convertirnos en una nueva criatura en Dios y manifestar en nosotros la vida y las virtudes de Jesucristo.

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Para que esta transformación sea verdaderamente completa y perfecta, el alma debe participar de alguna manera en la divina transfiguración, de manera que se realice la íntima unión con Nuestro Señor.

Dice San Pablo:

“Antes erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Andad, pues, como hijos de la luz. El fruto de la luz consiste en toda bondad y justicia y verdad … Y no toméis parte con ellos en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien manifestad abiertamente vuestra reprobación”.

Admirable revelación que nos muestra cómo la buena conducta procede del conocimiento y participación sobrenatural de la luz de Cristo.

He aquí la transfiguración que cada uno debe realizar en su propia vida.

San Cipriano observa que “Jesucristo es nuestra luz, no sólo porque nos revela los secretos de la salvación y la eficacia de una vida nueva, sino también porque nos descubre todos los proyectos, la malicia y los fraudes del diablo para preservarnos de ellos”.

¡Qué hermosa y grandiosa es la conversión de un alma así santificada y transfigurada en Jesús!…

Nuestro Señor es el esplendor del Padre, luz de luz, verdadero sol de justicia. Así apareció en Tabor. Y aquí radica la maravilla: al comunicarnos su gracia y su vida, nos transforma en su misma imagen, nos hace hijos de la luz, nos llena de su verdad, nos hace brillar con su resplandor, para que iluminemos el mundo como Él y atraigamos a los hombres que quieran dejarse iluminar.

Dijo Nuestro Señor a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede esconderse una ciudad situada sobre una montaña. Y no se enciende una candela para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, y así alumbra a todos los que están en la casa. Así brille vuestra luz ante los hombres, de modo tal que, viendo vuestras obras buenas, glorifiquen a vuestro Padre del cielo”.

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Para darnos una idea de este prodigio operado invisiblemente en el alma, recordemos cómo Dios hizo luminoso por fuera el rostro de Moisés cuando bajaba del Sinaí. El patriarca no sabía que de su rostro emanaban rayos de luz, como resultado de sus pláticas con el Señor; pero Aarón y los hijos de Israel vieron que su rostro emitía fulgores.

Así, los santos son imágenes vivas de Jesucristo, objeto de admiración para los Ángeles y de edificación para los hombres. Aunque todavía vivos en la tierra y revestidos de su cuerpo mortal, actúan ya como habitantes del Cielo; llenos del Espíritu Santo, hacen resplandecer la gracia de Dios en ellos, e iluminan el mundo con sus virtudes y la belleza de su vida.

El Padre Celestial se complace en estos servidores fieles, en estos hijos de la luz.

¿Quién expresará los goces íntimos, la paz, el fulgor inefable de las almas así transfiguradas? Santo ardor, ciencia infusa, éxtasis admirables de los Santos así transformados en Jesús.

¡Maravillosa transfiguración, feliz estado, en espera de la gloriosa transfiguración del Cielo!

Nuestro Salvador quiere para todos sus hijos, para todos sus discípulos, esta transformación y transfiguración en Él; y ofrece a todos la gracia y los medios.

¡Pero qué pocos fieles hay a este llamado!

¿Cómo hacer entonces? ¿Cuáles son los medios para realizar esta transfiguración en nosotros?

Para que esta transfiguración espiritual tenga lugar en nuestras almas se necesita, ante todo, humildad y compunción de corazón, es decir, una verdadera conversión; porque Dios da su gracia a los corazones humildes y penitentes.

¡Cuántas almas purificadas, santificadas, transfiguradas por la humilde, confiada y frecuente recepción del Sacramento de la Penitencia!

Es necesario, además, subir con Jesús a la cumbre del Monte Santo, es decir, despegarse de las criaturas, amar el retiro, la oración, la conversación con Dios.

Pero es necesario orar con fe, confianza y fervor. Obsérvese que todos los Santos fueron hombres de oración; y qué maravillosas luces recibieron en sus conversaciones con Dios, ya sea para sí mismos, ya sea para los demás.

Los Apóstoles vieron claramente la Transfiguración de Nuestro Señor; pero ellos mismos no se transfiguraron, porque estaban abarrotados: “sus ojos estaban cargados”.

Lo fueron más tarde, en el Cenáculo, cuando el Espíritu Santo descendió a posarse sobre ellos, en Pentecostés. Aquél día estaban ya vigilantes y perseverantes en la oración; poseían la fe, el espíritu de oración, la mortificación…, además de la frecuente meditación sobre la Pasión de Nuestro Señor.

Sobre el Tabor, Moisés y Elías conversaban con Jesús acerca de la cruel muerte que iba a sufrir en Jerusalén. Y es que el amor a la cruz y a los sufrimientos es condición de la santidad; es una de las marcas por las que reconocemos a las almas transfiguradas.

Finalmente, debemos vivir en la más íntima unión con Jesús. Esta unión, iniciada en la oración, se perfecciona y realiza sobre todo en la Sagrada Comunión, donde Jesús penetra enteramente en nuestra alma, es decir, por su ser divino y humano, su vida, su gracia, su espíritu…

Es entonces cuando el alma se transfigura interiormente por completo y puede decir: Yo vivo; pero no soy yo quien vive; es Jesús quien vive en mí.

En este Tabor místico, en esta unión íntima con Jesús, el alma encuentra la fuerza necesaria para seguirlo hasta el Calvario y beber con Él el cáliz de toda amargura…

Y allí, en el Calvario, adquiere esta felicidad de la gloriosa transfiguración que le espera en el Cielo, como dice San Pablo: “El mismo Espíritu da testimonio, juntamente con el espíritu nuestro, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, si es que sufrimos juntamente con Él, para ser también glorificados con Él”.

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Esforcémonos, pues, en ser fieles a las gracias de Dios, para así ser transformados, transfigurados en Jesús.

Seamos hijos de la luz, glorifiquemos a Dios por la santidad de nuestra vida; llevemos a Jesús dentro de nosotros por todas partes y siempre; mostrándolo y dándolo a todos, es decir, confesándolo delante de los hombres, cumpliendo religiosamente sus preceptos y sus leyes, para que un día se manifieste y se entregue a nosotros en la gloria celestial, y nos confiese ante su Padre.