PADRE LEONARDO CASTELLANI: CRISTO, ¿VUELVE O NO VUELVE?

Conservando los restos

A los fieles de los países del Plata,
previniéndolos de la próxima gran tribulación,
desde mi destierro, ignominia y noche oscura.

Leonardo Castellani, Captivus Christi, 1946-1951

SECCIÓN SEGUNDA

EL ANTICRISTO

11.- EL ANTICRISTO PROTESTANTE

El advenimiento del Protestantismo produjo una variación sustancial en la exégesis del Anticristo. Lutero aplicó la terrible etiqueta esjatológica al Papado, con lo cual es el primero que pone explícitamente en el tapete las dos tesis importantes —visibles en algunos Padres, como en Beatus de Líébana— de que:

1) el Anticristo no es un hombre singular, sino una institución;

2) la Iglesia fundada por Jesucristo puede corromperse, y de hecho se corromperá en los últimos días.

Por supuesto, esta última tesis es muy delicada para un católico —véase la cautela con que la propone Lacunza—, y para muchos, omnímodamente nefanda.

Como la propone Lutero, es herética y contra la Escritura.

Está ahí la gran promesa de Cristo sobre las Puertas del Infierno.

La frase “Ecclesia de medio fiet”, del primer comentor del Apokalypsis, San Justino Mártir, se debe interpretar en el sentido de una casi extinción, no de una corrupción. “Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿creéis que hallará fe en la tierra?” (Lucas XVIII, 8).

La exégesis protestante se encarnizó por más de un siglo contra el Papado, estribando fuertemente en la “interpretación del ángel” de la Visión 13 del Apokalypsis, o sea, la Visión de la Gran Ramera.

Sin ninguna duda, la ciudad que el ángel allí designa es Roma.

La evasiva necesaria de esta exégesis no tiene más remedio que referirla: o a la Roma pasada exclusivamente, o bien a una Roma futura, imaginaria y transformada; es decir, o bien a la Roma étnica, que San Pedro apellidó Babilonia, o bien a una Roma renegada, sede del Anticristo, que pudo imaginar, d’après Lacunza, Hugo Wast.

Lacunza liberó una verdad prisionera del Protestantismo. Es sabido que el pretexto y el pathos que sostuvo la somera armazón heterodogmática de Lutero y la más rígida de Calvino fue la corrupción de la Roma renascente y el mundanismo de la Roma papal; lo cual, es cierto, no eran meras calumnias, aunque tampoco era aquello que exageraban los vociferantes reformadores.

Naufragado el dogma luterano (ver Bossuet, Histoire des Variations) y convertido en siniestro espíritu maniqueo de la sociedad capitalista el calvinismo, lo que queda hoy del Protestantismo no es más que ese pretexto y ese pathos que fuera antaño su recóndita alma. De modo que Chesterton pudo definir el anglicanismo como una mezcla negativa de anticlericalismo y antirromanismo, o sea, orgullo racial nórdico y furor antisacerdotal.

En la primera sala de la Tate Gallery de Londres hay —o había en 1933, cuando la vi— lo menos cuatro cuadros de grandes pintores contemporáneos que traducen coloridamente este aserto: una escena del Gil Blas, con frailes disolutos en un mesón español; una fantasía de la derrota de la Armada Invencible; una glorificación de Isabel, la sucia virgen; y un brillantísimo cuadro histórico de Sargent, con un texto histórico de Sannazzaro al pie, que representa a la papisa Lucrecia Borgia sentada en el trono papal, soberbia de sirenal hermosura, con a sus pies un franciscano y un dominico que ignominiosamente le besan el alto y enjoyado chapín.

Toda la apologética de los disidentes y su actual dogmática está en este cuadro, que es un capolabor de la escuela llamada prerrafaelista: anticlericalismo y soberbia nórdica.

Lacunza ha liberado del horror de la soberbia protestante la amarga verdad de la parábola de la cizaña, que permanece mezclada al trigo sin poder ser arrancada ni por los ángeles hasta el fin del siglo.

En esta cizaña tropezó Lutero, quien quiso arrancarla y la desparramó.