P. CERIANI: SERMÓN PARA LA FIESTA DE LA CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR

LA CIRCUNCISIÓN DE NUESTRO SEÑOR

Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el Ángel antes de ser concebido en el seno materno.

En este Domingo, la Liturgia festeja al mismo tiempo la Octava de la Navidad y la Circuncisión de Nuestro Señor. Y es porque el misterio de la Circuncisión es como la prolongación y un complemento del de la Encarnación y Natividad.

En efecto, San León Papa enseña enfáticamente:

“Solamente rinde a la fiesta de Navidad el homenaje de una verdadera adoración aquel que no tiene ninguna falsa opinión sobre la Encarnación. Ya que es tan peligroso negar la verdad de la naturaleza humana de Cristo, como rechazar la igualdad de gloria con su Padre. En cada una de sus dos naturalezas, es el mismo Hijo de Dios: tomando lo que es nuestro, sin perder lo que le es propio. Ya que la Divinidad, que le es común con el Padre, no sufrió ninguna disminución en su omnipotencia, y la forma de esclavo no perjudicó en modo alguno la forma divina”.

Y San Bernardo, con no menos claridad, dice:

“Grande y glorioso misterio, el Niño es circuncidado y recibe el Nombre de Jesús. ¿Por qué esta conexión? Recapacita, pues se trata del Mediador entre Dios y los hombres; y que, a partir de los primeros momentos de su Natividad, asoció las cosas humanas a las cosas divinas, lo más bajo a lo más sublime. Nace de una mujer, pero de una mujer en quien el fruto de la fecundidad no hizo perder la flor de la virginidad; es envuelto en pobres pañales, pero estos lienzos son honrados por las alabanzas angélicas; se oculta en un pesebre, pero una estrella brilla en el cielo para anunciar su llegada. Por ello, la circuncisión demuestra cuán real es la humanidad de la cual se revistió, mientras que su nombre indica la gloria de su majestad. Es circuncidado como verdadero hijo de Abraham, se lo pone por nombre Jesús como a verdadero Hijo de Dios”.

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Con estos dos textos tendríamos suficiente materia para meditar.

Sin embargo, recordemos que todos los misterios de Jesucristo contienen una gracia propia para nuestra alma.

¿Cuál es la gracia peculiar de los misterios que festejamos, la Navidad y la Circuncisión? La Iglesia misma nos lo indica en la Misa de Media Noche de Navidad. En la Oración Secreta resume sus anhelos y deseos de este modo:

Dignaos, Señor, aceptar la oblación que os presentamos en la solemnidad de este día, y haced que, por vuestra copiosa gracia y mediante este intercambio santo y sagrado, nos hagamos partícipes de aquella divinidad con la cual fue unida nuestra substancia humana por el Verbo.

Pedimos, pues, la gracia de compartir aquella divinidad, a la que fue unida nuestra humanidad, en la cual se verifica una especie de comercio con el mismo Dios, como dice la Liturgia: per hæc sacrosancta commercia

El Verbo toma nuestra naturaleza humana al encarnarse, y a cambio nos comunica una participación de su naturaleza divina.

Este pensamiento está expresado todavía de un modo más explícito en la Secreta de la Misa de la Aurora de Navidad:

Haced, Señor, que nuestras ofrendas sean conformes con los misterios de Navidad, que hoy celebramos; y que, así como el Hombre que acaba de nacer resplandece también como Dios, así también esta substancia terrestre [que asumió] nos comunique, todo cuanto en Él hay de divino.

He ahí, pues, la gracia propia del misterio de Navidad: hacernos partícipes de la Divinidad con la cual se halla unida nuestra humanidad, en la persona de Cristo, y recibir este don divino mediante esta misma humanidad.

El Niño de Belén es hombre y Dios; y la naturaleza humana que Dios asume, ha de servir de instrumento para comunicar su divinidad: así también esta substancia terrestre nos comunique, todo cuanto en Él hay de divino

En el Ofertorio de la Santa Misa, se expresa la misma idea: Oh Dios, que maravillosamente formaste la naturaleza humana y más maravillosamente la reformaste: haznos, por el misterio de esta agua y vino, participar de la divinidad de Aquel que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo Señor nuestro.

Por eso, en la Primera Antífona de las Vísperas de esta Octava, hemos recitado: ¡Oh admirable comercio!: el Creador del género humano, vistiéndose de un cuerpo animado, ha tenido a bien nacer de una Virgen; y, apareciendo como hombre aquí en la tierra, nos ha hecho participantes de su divinidad.

O admirabile commercium ! Este mutuo préstamo entre la criatura y el Creador, entre el Cielo y la tierra, constituye toda la esencia del misterio de Navidad.

Así lo expresa, una vez más, la antífona del Benedictus de Laudes: Un admirable misterio se nos declara hoy: se renuevan las naturalezas; Dios se hace hombre; continúa siendo lo que era y asume lo que no era, sin experimentar mezcla ni división.

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He aquí, pues, uno de los actos de este divino comercio: Dios asume, toma, nuestra naturaleza para unirse con ella mediante una unión personal, hipostática.

¿Cuál es el otro acto? ¿Qué nos dará Dios a cambio? Un don incomprensible, la participación real e íntima de su divina naturaleza es la moneda con que pagará el Verbo Encarnado a la humanidad el haberle prestado su naturaleza: nos ha hecho participantes de su divinidad…

Este Niño, siendo el propio Hijo de Dios, posee la vida divina, y en Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad; en Él se hallan reunidos todos los tesoros de la divinidad.

Mas, no los posee únicamente para Sí mismo; más bien parece que sólo ansia comunicarnos la vida divina, que es Él mismo… Un Niño nos ha nacido y nos ha sido dado el Hijo: Puer natus est nobis et filium datus est nobis, dice el Introito de esta Misa.

El ser Hijo de Dios, que Jesucristo tiene por naturaleza, lo tenemos nosotros por la gracia. El Verbo Encarnado es el autor de nuestra generación divina, dice la Oración Poscomunión de la Misa de Navidad.

He aquí los dos actos del comercio admirable que Dios realiza entre Él y nosotros: toma nuestra naturaleza con el fin de comunicarnos su divinidad; toma una naturaleza humana para hacernos partícipes de su vida divina; se hace hombre para convertirnos en dioses: Deus factus est homo, ut homo fieret Deus; y su nacimiento humano es el medio de que nosotros nazcamos a la vida divina…

En nosotros también ha de haber dos vidas; la una natural, que tenemos por nuestro nacimiento según la carne; la otra es sobrenatural e infinitamente superior a los derechos y exigencias de nuestra naturaleza.

Esta es la que Dios nos comunica por su gracia después que el Verbo Encarnado nos la mereció. Dios nos engendra a esta segunda vida por medio de su Verbo y la infusión de su Espíritu en la pila bautismal.

Es una vida nueva que se agrega a nuestra vida natural, aunque superándola y perfeccionándola. Ella nos hace hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, dignos de participar un día de su bienaventuranza y de su gloria.

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¿Cómo nos hace partícipes el Verbo Encarnado de su vida divina? Por medio de su humanidad. Ella le sirve de instrumento para comunicarnos su divinidad; y esto por dos motivos: la humanidad hace a Dios visible y, a la vez, le hace pasible.

En primer lugar, la hace visible. La Encarnación realiza esta maravilla inaudita de ver los hombres a Dios mismo, vivo entre ellos.

Si vivimos iluminados con su luz, seguiremos la verdadera senda que nos lleva a la vida; de tal modo que, conociendo a Dios viviente como hombre en medio de nosotros, nos veremos impelidos hacia los bienes invisibles.

Dice el Prefacio de Navidad:

Por el misterio de la Encarnación del Verbo se ha manifestado a los ojos de nuestra alma un nuevo resplandor de tu gloria; a fin de que, llegando a conocer a Dios bajo una forma visible, seamos atraídos por Él al amor de las cosas invisibles.

La humanidad de Cristo hace visible a Dios; pero, lo más estupendo todavía, es que hace que Dios sea pasible.

Para poder destruir en nosotros el pecado, exigía Dios una cumplida satisfacción, una expiación, sin la cual era imposible recuperarla.

Ahora bien, siendo el hombre simple criatura, estaba incapacitado para dar satisfacción por una ofensa de una malicia infinita, y, por otra parte, la Divinidad no podía sufrir ni expiar.

Dios no puede comunicarnos su vida, mientras no se borre el pecado, y, conforme al inmutable decreto de la eterna Sabiduría, el pecado no puede ser borrado, sino mediante una expiación dolorosa. ¿Cómo se resolverá este problema?

La Encarnación del Verbo es la solución que la divina Sabiduría supo encontrar. La humanidad asumida por el Verbo es pasible; ella sufrirá y expiará.

Tales sufrimientos y expiaciones pertenecerán, con todo, como la misma humanidad, al Verbo, y recibirán de la Persona divina un valor infinito suficiente para rescatar el mundo, destruir el pecado y hacer aumentar la gracia en las almas.

¡Oh comercio admirable! El Verbo nos pide una naturaleza humana para hallar en ella un medio de padecer, un medio de expiar, un medio de merecer y colmarnos de bienes.

El hombre se apartó de Dios por la carne; y Dios libra al hombre haciéndose carne; la carne que asume el Verbo de Dios se convierte en instrumento de salvación para el hombre.

Por eso, en la fiesta de Navidad, atribuye la Iglesia nuestra salvación al nacimiento mismo temporal del Hijo de Dios:

Concédenos, oh Dios Omnipotente, que la nueva alianza de tu Hijo en la carne nos libre de la antigua servidumbre que nos tenía cautivos bajo el peso del pecado.

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De cualquier manera que consideremos este comercio o intercambio, y sean cuales fueren los detalles en que nos fijemos, siempre nos parecerá admirable.

Es admirable el parto de una Virgen. Una madre jovencita ha dado a luz al Rey cuyo nombre es eterno, uniendo la honra de la virginidad a las alegrías de la maternidad.

Admirable, por cierto, se nos presenta la unión indisoluble, aunque sin confusión, de la divinidad y de la humanidad en la Persona única del Verbo.

Admirable es este trueque, por los contrastes que caracterizan su realización: Dios nos participa su divinidad, si bien la humanidad que Él toma para comunicarnos su vida divina es débil y sensible al dolor.

Admirable es este intercambio en su origen, que no es otro sino el amor infinito que Dios nos profesa.

Admirable es, por fin; este comercio en sus frutos y efectos, pues por él, Dios nos devuelve su amistad y con ella el derecho de entrar en posesión de la herencia eterna, mirando de nuevo a la humanidad con amor y agrado infinitos, en la asumida por su Hijo.

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Moisés, admirando el misterio de la zarza ardiente, decía: iré y veré esta gran maravilla

Nosotros debemos decir: Quiero contemplar y dedicarme a conocer siempre más y más esta maravilla sobre toda maravilla…

La maravilla de Dios, inmutable por esencia, que empieza a ser…

La maravilla de Dios, que permanece Dios, sin perder nada de su majestad ni de su gloria, y que se apropia las debilidades y las miserias de la triste humanidad…

La maravilla del culto supremo reservado hasta entonces únicamente a Dios, y rendido ahora a un Hombre-Dios, no sólo por los hombres, sino por los Ángeles que adoran en Él a la debilidad omnipotente, al Eterno nacido en el tiempo, al Infinito reducido a un pequeño espacio, al Autor del mundo, descendido a la condición de sus criaturas…

Debemos contemplar y estudiar al Creador en su creatura; al Cielo en la tierra; la gloria suprema en la ignominia; la riqueza infinita en la pobreza; la inmortalidad en la muerte…

Hemos de meditar este misterio de la vida divina en la humanidad, de las perfecciones del Cielo hechas visibles en la tierra, de la más profunda humildad en la más sublime elevación, de la abnegación en la divinidad, de la humildad absoluta en Aquél a quien se debe todo homenaje…

San Pablo hacía de Jesucristo su estudio continuo y su única ciencia. Conocer a Jesucristo era toda su ambición; y en comparación de esta ciencia divina, todo lo demás le parecía una pérdida, más que una ventaja.

Estimemos, pues, apreciemos el estudio y el conocimiento de Jesucristo…

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Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, exclama San León Magno, y, una vez hecho participante de la divinidad, ¡guárdate bien de decaer de tan sublime estado!

Si conocieseis el don de Dios…, decía Nuestro Señor a la samaritana. Si supieseis Quién es el Hijo que os ha sido dado… Si le recibieseis cual Él se merece…

No se diga de nosotros: Vino a sus propios dominios, y los suyos no le recibieron…

Tal es la disposición fundamental en que debemos estar para que este admirable comercio produzca en nosotros todos sus frutos.

Únicamente la fe nos hará conocer los términos y el modo con que se realiza, así como ahondar en las profundidades de este misterio.

Es la gracia que debemos pedir a la Santísima Virgen y al Buen San José… a los Pastores y a los Reyes, al Anciano Simeón y a la Profetiza Ana…