RADIO CRISTIANDAD: EL FARO

Conservando los restos

ABANDONÁNDOLE

Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)

Entonces todos los discípulos,
ABANDONÁNDOLE, huyeron.
(San Mateo, XXVI, 56)

RELICTO EO

Cesar de orar es siempre hacerle traición. La oración, por lo tanto, debería ser perpetua en nosotros, pero esta obligación nos cansa, esta consigna nos pesa. Buscamos excusas, creamos pretextos, y ya que crear es sacar algo de la nada, cuando se trata de inventar pretextos para no trabajar, siempre y en todo momento estamos dispuestos a ello.

Dicen algunos: “Yo no puedo orar siempre, tengo demasiado que hacer”. Otros añaden todavía: “No puedo orar siempre, no tengo nada que decir”.

“Nada que decir” y “Demasiado que hacer” son, generalmente, las dos excusas a que se reducen las razones de las personas activas y de las perezosas, de las almas apresuradas y de los espíritus indolentes.

Y, sin embargo, no pueden existir motivos válidos para dispensarse de una orden divina, y si la oración es el alma de nuestra vida, sería necio invocar la necesidad de vivir para no orar, como sería absurdo invocar la intensidad del trabajo que hay que hacer para justificar un régimen de inanición, o la urgencia de una decisión para no tomar ninguna.

“No puedo orar siempre”, “Tengo demasiado que hacer”. Como si la oración fuese antes que todo rebusca y esfuerzo.

Es principalmente una ofrenda y una aceptación.

Y los que tienen mucho que hacer, tienen mucho que ofrecer, deben empezar por ofrecer lo que hacen. Y los que tienen mucho que hacer tienen mucho que aceptar, porque toda acción produce reacciones, todo movimiento lleva consigo algún magullamiento, y todo el que obra, padece.

La plegaria de oblación me es necesaria. Siempre es posible para mí, porque ofrecer mis acciones o mi reposo, no consiste en distraerme de lo que hago para murmurar en secreto alguna oración, sino más bien mantener la rectitud de la mirada clara, esa rectitud serena de intención, y obrar y descansar hasta distraerse únicamente por Dios, y porque el hacerlo es una cosa buena. Lo que se ha ofrecido, queda por lo mismo consagrado.

Yo debería ofrecer a Dios todos mis instrumentos de trabajo, porque si existen, es porque Él me los da, y, además, porque deben conducirme a Él.

Se representa a las imágenes católicas de los Santos Patronos, pese a todos los iconoclastas, teniendo en las manos, como para ofrecerlos a Dios, los objetos de su suplicio o de su simple ocupación, y desde el cepillo tradicional de San José hasta la pluma de ganso de los doctores, todos esos atributos simbolizan lo que han hecho o lo que han padecido.

Señor, te ofrezco no mi sangre, que hoy nadie me la pide, ni aun mi sudor, yo hombre del Norte más acostumbrado al invierno que el verano, pero —atramenti vectigal— te ofrezco toda esta tinta extendida en forma de palabras sobre todas estas hojas de papel, te ofrezco mis diplomas de magistrado o mis cuadernos de estudiante, mis registros de contabilidad o mis manuscritos de filólogo, te ofrezco mi aguja de bordadora o mi fusil de soldado, porque todo este trabajo humano, con su alegría silenciosa o su sorda queja, este trabajo del electricista y del profesor, del caminero o del guardabosques, todo este inmenso trabajo no es forzosamente indigno de ti, y puesto que es honrado, Tú eres el que comunica su bondad.

Mi oración, pues, durará tanto como mi trabajo, y aun informará enteramente mi reposo, como el perfume empapa el algodón, y hará de toda mi vida una incesante oblación, un sincero homenaje. — Oportet semper orare.

“No puedo orar siempre”, “No tengo nada que decir”. Excusa vana, error latente. ¿No tienes nada que decir? Pero la oración no es ante todo un discurso, ni es la frase la que honra a Dios, ni la idea rara, ni la palabra escogida, ni la fría corrección de los gramáticos. No es la sintaxis la que rige la oración, y el diccionario resulta inútil para los contemplativos analfabetos. La oración no es ante todo un discurso; es principalmente una espera y una acogida. La espera del que viene al mundo, la espera de la Redención que se cumple y del Reino que se acerca. Y si no tengo nada que decir, tengo mucho que esperar, tengo que esperarlo todo, puesto que me hallo despojado de los únicos bienes verdaderos.

Los discursos me han cansado; todas esas palabras, sonoras y un tantico hipócritas, esas declaraciones forzadas, esas peroratas oratorias y ese tono patético, no puedo soportarlo, oh Dios mío, en mis relaciones contigo. Y aun para expresar mi arrepentimiento, prefiero la sobriedad de nuestros actos de contrición tradicionales al lirismo exagerado de los literatos y poetas; prefiero decirte que me arrepiento de todo corazón por haberte ofendido con mis pecados, y que porque te amo detesto el mal cometido; prefiero esta fórmula sencilla y sin afeites a las exclamaciones patéticas: «¿Quién dará agua a mi cabeza, y a mis ojos una fuente de lágrimas para llorar día y noche?» (Jeremías, IX, 1)

Y si la oración consistiese en un hermoso discurso, tendría excelentes motivos para descuidarla.

Pero esperarte y acogerte, eso es orar como los elegidos de Sión, y puedo y debo esperar a cada instante la gracia actual, y acoger en mí los progresos de tu acción libertadora.

Debo esperarte porque Tú eres mi curación y mi perfeccionamiento, mi perdón y mi gloria, porque todo lo bueno que se realiza y todo lo bueno que se prepara procede de Ti; y los que han rehusado acogerte, se han quedado en tinieblas; y los que no han querido esperarte, los has calificado de malos siervos.

Perpetua oración, la de las almas siempre abiertas.

Un espejo nunca se cansa, de reflejar los objetos; un eco nunca se cansa de devolver el ruido de la cascada — abyssus abyssum, invocat. Aunque el espejo haya reflejado a todo el mundo, aún está dispuesto a volver a empezar; aún está fresco y preparado; y después de haber repetido durante diez siglos el clamor de las cataratas, el eco no se ha enronquecido o debilitado, es claro y potente como en el instante en que por primera vez a impulso del río se desmoronó la barrera de las rocas.

Reflejar es la esencia misma del espejo; repetir es el ser propio del eco, y ser no fatiga.

Mi oración debería llegar a ser tan íntima, tan perpetua que en adelante no fuese ya más que la unión consciente de mi voluntad y la tuya, oh Dios mío; que no me fatigara ya, ni debiera pretextar cansancios para dispensarme de ella. Porque reflejarte y repetirte, ser tu reflejo y tu eco, esa es ciertamente la ley de mi naturaleza y la que me exige tu gracia. Y orar es una cosa definitiva.

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