DOMINGO SEGUNDO DE CUARESMA
Tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: Levantaos, no tengáis miedo. Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.
El Evangelio de este Segundo Domingo de Cuaresma presenta a nuestra meditación el misterio de la Transfiguración de Jesucristo.
Un misterio de gloria en medio de la Cuaresma… La Santa Iglesia sabe por qué nos hace meditar en él durante este Tiempo Litúrgico Penitencial…
Nuestro Señor acababa de anunciar su Pasión a los Apóstoles, y les declaró que quien quiera ser su discípulo debe renunciar a sí mismo y llevar su cruz tras de Él. Sin embargo, para suavizar la impresión que producen tales palabras, añadió la promesa de que algunos de ellos no morirían sin haber visto antes al Hijo del hombre en su gloria. Fue, de hecho, seis días después que ocurrió la maravilla de la Transfiguración, relatada en el Evangelio de hoy.
Es también para fortalecer nuestra fe y nuestra esperanza que la Iglesia, como una tierna madre, hace leer este Evangelio el Segundo Domingo de Cuaresma. Ella quiere animarnos a hacer penitencia, a renunciar a nosotros mismos y a sufrir de buen corazón las tribulaciones de esta vida, pensando en la gloria celestial que nos espera, si somos fieles y si llevamos valientemente nuestra cruz en pos de nuestro divino Maestro y Modelo.
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¿Por qué Nuestro Señor lleva consigo sólo a tres de sus Apóstoles?
Primero, toma tres, porque este número lo requería la Ley para dar un testimonio no sospechoso.
Pero sólo toma tres, porque quería que este misterio permaneciera oculto por el momento.
También quiso hacernos entender que, en el orden de la Providencia, los favores extraordi-narios no se conceden a todos, sino sólo a unas pocas almas escogidas.
Para su transfiguración, Nuestro Señor escogió como testigos de su gloria a los mismos tres discípulos que también habían de ser testigos de su agonía en Getsemaní.
Con esto nos enseña que, a veces, da consuelos a sus siervos para fortalecerlos y prepararlos para los sufrimientos y las pruebas; y que, si queremos compartir su gloria, también debemos tener en cuenta que compartiremos sus sufrimientos y humillaciones.
Nuestro Señor los condujo a un monte alto y apartado, para hacernos entender que se manifiesta a las almas fieles en la soledad, lejos de los placeres y distracciones del mundo, lejos de los ruidos de la tierra, lo más cerca posible del Cielo.
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Cuando llegaron a la cima, Jesús se puso a orar, y fue durante esta oración que tuvo lugar su transfiguración. Su rostro se volvió brillante como el sol, y sus ropas, por efecto de este deslumbrante brillo de su cuerpo, se volvieron blancas como la nieve.
Dejando por un momento aquella bajeza y aquella flaqueza, bajo las cuales había consentido esconderse por amor a nosotros, dejó que la Divinidad se desvelara y resplandeciera, que irradiase envolviendo todo su cuerpo.
Esta manifestación era entonces aquel maravilloso estado que le era propio y natural, en virtud de la unión hipostática, y que había de ser también el atributo concedido por Dios a un cuerpo glorificado.
De este modo, se puede decir que la Transfiguración fue menos un milagro que la cesación o suspensión temporal de un milagro. Este consistía, precisamente, en el hecho de que Nuestro Señor ocultó constantemente su Divinidad, para mostrar durante todo el curso de su vida mortal sólo la fragilidad y la humildad exterior de nuestra humanidad.
Dice San Jerónimo: “El Señor, pues, apareció por un momento con la gloria y la majestad con que será revestido, cuando venga para juzgar a todos los hombres y reinar eternamente”.
La Transfiguración es el preludio de los futuros esplendores de la Resurrección; aunque, incluso después de la Resurrección, Jesús, en su sabiduría, quiso suspender aún el resplandor que convenía a su cuerpo resucitado.
Observemos, sin embargo, que a los Apóstoles no les fue dado, en este feliz momento, contemplar la esencia divina.
Fue una confirmación de la verdad que Jesús tuvo que inculcarnos en todos los sentidos: El que se humilla, será exaltado.
Una especie de solicitud constante por parte del Padre consistió en glorificar maravillosamente a su Hijo, especialmente en los misterios donde Jesús tuvo que mostrar más humildad y abajamiento.
Así vemos asociada aquí la predicción de la Pasión con esta gloria celestial de la Transfiguración.
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Se aparecieron Moisés y Elías porque estos dos santos e ilustres personajes representan y recuerdan los dos grandes hechos que prepararon la venida del Mesías: la Ley y la Profecía.
Vinieron, en nombre de todos los Santos de la Antigua Alianza, a dar testimonio de Jesús, Fundador de la Nueva, y a reconocerlo como su Señor y su Salvador, como el Supremo Legislador, el verdadero Mesías, en Quién se cumplen todas las figuras y todas las profecías anunciadas.
Y hablaban con Jesús acerca de su salida de este mundo, la cual había de cumplir en Jerusalén; es decir, las escenas de su pasión, cruz, muerte, resurrección y ascensión.
¡Qué tema de conversación entre Jesús, Moisés y Elías, en un momento tan glorioso!
La muerte de Cristo es, pues, en efecto, el punto central de la Ley y de los Profetas: de la Ley, a través de las numerosas víctimas figurativas; de los Profetas, por sus oráculos tan precisos como multiplicados.
¡Qué lección para nosotros, servidores y discípulos de Jesús! Si nuestro corazón estuviese lleno de gratitud y amor por Él, ¿no deberíamos pensar continuamente en su pasión y en su muerte? ¿Puede haber para nosotros un objeto de conversación más hermoso?
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Los tres Apóstoles contemplaron con admiración este incomparable espectáculo. Y San Pedro, encantado y como fuera de sí, exclamó: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Sus palabras son ciertamente la marca de su amor, pero testimonian mucha confusión en su mente. Deslumbrado por una imagen de gloria celestial, quiere quedarse allí. Olvida que Cristo debe sufrir y morir para entrar definitivamente en su gloria; y que también nosotros debemos trabajar y sufrir con Él y morir por él, para participar de esta gloria de nuestro Maestro y gustar, sin fin ni mezcla, las delicias del Cielo.
Muchas almas comparten este engaño de San Pedro. Aspiran a los consuelos divinos, sin querer pasar por pruebas y tribulaciones; no piensan que éstas llevan a aquellos y, sobre todo, que hay que buscar a Dios mismo antes que a sus consuelos.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra. La nube aparece en la Sagrada Escritura como el signo de la presencia de Dios; y se oyó salir de ella una voz, no de Moisés ni de Elías, sino del mismo Padre Celestial, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.
Es la segunda vez que el Padre Eterno proclama a Jesús su Hijo amado y objeto de sus bendiciones; la primera había sido en el Jordán, durante el Bautismo de Nuestro Señor.
Dios Padre quiso con esto fortalecer nuestra fe en su divino Hijo y animarnos a amarlo más y a escucharlo en todo.
Las figuras de la Ley y las sombras de las Profecías deben desaparecer; debemos mirar sólo la luz brillante del Evangelio, y seguirla, pues es el mismo Jesús: Yo soy la luz del mundo… La luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
¡Dichosos los Apóstoles, por haber oído la voz y haber visto la luz! ¡Feliz San Pedro al escuchar su magnífica confesión de fe, que había pronunciado tan poco antes, así ratificada y confirmada de la misma boca de Dios!
Si obedecemos a la voz del Padre, también nosotros llegaremos a la gloria del Cielo.
Ahora bien, esta voz nos habla a través de muchos órganos: las máximas divinas del Evangelio, las definiciones y decisiones de la Santa Iglesia, las instrucciones de los legítimos pastores, los libros espirituales, las santas inspiraciones…
El esplendor celestial y esta voz divina golpearon a los Apóstoles de tal manera que cayeron con el rostro en tierra, como aplastados por el miedo….
Si esta voz hace temblar así a los santos, ¡cuán formidable será para los impíos en el día de la justicia y de la venganza!
Jesús, como un buen Maestro, se acerca a sus discípulos y los toca suavemente, para mostrarles que está muy cerca de ellos y que no tienen nada que temer, y les dijo: Levantaos, no tengáis miedo.
Pidamos al divino Salvador que cuando estemos allí, postrados, temblando por nuestros pecados y nuestra indignidad y sin atrevernos a levantar los ojos al cielo, nos haga oír esas dulces palabras: ¡Levántate, no temas!
San Pedro y sus dos compañeros miraron hacia arriba y solo vieron a Jesús… La nube celestial se había disipado, Moisés y Elías habían desaparecido; las delicias anticipadas del Cielo habían llegado a su fin…
Pero, ¡cuán profundamente quedó grabado este recuerdo en el corazón de los tres bienaventurados Apóstoles!
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Mientras bajaban del monte, Jesús les hizo una recomendación y les dijo: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.
Dice San Jerónimo que “Nuestro Señor no quiso al principio que esto se predicara entre los hombres, por temor de que la magnitud del prodigio les hiciera parecer increíble, y que después de tan imponente gloria, la cruz no fuese un escándalo para estas mentes groseras”.
Pero, sobre todo, admiremos la humildad del divino Salvador, que así quiso mantener oculta su gloria, para que no fuera obstáculo a su pasión y a su muerte. Recordemos que San Pablo enseña que, si los príncipes de este mundo hubieran conocido la sabiduría de Dios, jamás habrían crucificado al Señor de la gloria.
Jesús eligió para manifestarse con este brillo una montaña remota, y tomó sólo tres testigos; pero, a la hora de sufrir todas las ignominias y todos los horrores del suplicio de la cruz, elegirá el Calvario, accesible a todos, a las puertas de Jerusalén, y querrá exponerse a la mirada de todo un pueblo.
¡Oh humildad divina! ¡Oh misterio de la sabiduría de Dios!
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Decíamos al principio que el Evangelio de este Segundo Domingo de Cuaresma presenta a nuestra meditación el misterio de la Transfiguración de Jesucristo. Y llamamos la atención al hecho que se trata de un misterio de gloria en medio de la Cuaresma… Y dijimos que la Santa Iglesia sabe por qué nos hace meditar en él durante este Tiempo Litúrgico…
Ahora estamos en condiciones de comprender qué relación hay entre la Transfiguración y la Pasión, entre el Tabor y el Calvario…
La Transfiguración pone fin al escándalo de la Pasión.
Belén y Nazaret nos muestran a Jesús pobre y humilde…
Las escenas de la Pasión nos hacen verlo débil, reducido a la impotencia, saciado de reproches, cubierto de ignominia, el más bajo de los hombres…
Este misterio de la Cruz es escándalo para los judíos y locura para los gentiles, porque llegaron a la conclusión de que Jesús no podía ser Dios…
Pero la Transfiguración del Tabor ilumina y explica toda la vida de Jesús, y especialmente el Calvario…
Previene y detiene el escándalo de la Pasión y de la muerte de Jesús, revelándonos por un momento su Divinidad, mostrándolo en la gloria que le es propia y natural, y que Él sólo ha velado para redimirnos y salvarnos…
Este rostro, que será profanado, desfigurado e irreconocible en la Pasión, se vuelve, en el Tabor, más brillante que el sol…
Todo este cuerpo, que será magullado y ensangrentado, aquí resplandece…
Estas ropas, que en el Calvario se jugarán a los dados, al azar, tienen en el Tabor más brillo que la nieve…
En el Gólgota, Jesús será crucificado entre dos ladrones; en el Tabor, es adorado por dos de los más venerables Santos de la Antigua Alianza…
En el Calvario será burlado por todos, abandonado por sus discípulos y hasta por su propio Padre; en el Tabor el Padre celestial lo proclama su Hijo amado y ordena a todos que lo escuchen…
En Getsemaní, los tres discípulos lo verán en los dolores de la agonía; aquí, lo ven en el esplendor del Cielo…
También San Pedro apelará más adelante a esta escena, de la que fue testigo presencial: “No apoyamos los misterios del Hijo de Dios en fábulas o ficciones, sino en esta gloria deslumbrante, de la que nosotros mismos hemos sido testigos en el monte santo, y en el testimonio que dio entonces la voz del Padre Celestial”.
Y lo mismo hará San Juan: “Hemos visto su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre”.
El Tabor quita, pues, el escándalo de la Cruz y del Calvario…
La Transfiguración nos dice que Aquel a quien seguimos con lágrimas en todas las dolorosas fases de la Pasión es verdaderamente, por su naturaleza, consustancial a Dios su Padre, coronado de gloria y de honra, Rey de los cielos, alegría de los Ángeles, el Juez soberano, que volverá un día, en toda la gloria de su majestad, para juzgar a todos los hombres…
¡Qué sentimientos de fe y de amor debe suscitar en nosotros este relato, el recuerdo de la Transfiguración de nuestro divino Jesús!…
La Transfiguración es, pues, un acicate capaz de suscitar en nosotros mayores sentimientos de fe, de gratitud y de amor, mayor paciencia y generosidad en la aceptación de nuestros sufrimientos y de nuestras pruebas, una firme esperanza del Cielo…
Creer en Jesús, observar su ley, amarlo y sufrir de todo corazón con Él y por Él, este es el camino hacia la perfección, la salvación y la gloria…
Pensemos en todo esto hoy, durante esta Santa Cuaresma y en el curso de nuestra vida; y, con la ayuda de la gracia, trabajemos para llegar a ser cristianos verdaderamente transfigurados; esta transfiguración espiritual será prenda de la transfiguración gloriosa que nos espera en el Cielo, que obtendremos por los méritos de Nuestro Señor.