PADRE JUAN CARLOS CERIANI: FIESTA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

FIESTA DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

Cuando hubo nacido Jesús en Betlehem de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos del Oriente llegaron a Jerusalén, y preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo”. Oyendo esto, el rey Herodes se turbó y con él toda Jerusalén. Y convocando a todos los principales sacerdotes y a los escribas del pueblo, se informó de ellos dónde debía nacer el Cristo. Ellos le dijeron: “En Betlehem de Judea, porque así está escrito por el profeta: Y tú Betlehem del país de Judá, no eres de ninguna manera la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti saldrá el caudillo que apacentará a Israel mi pueblo”. Entonces Herodes llamó en secreto a los magos y se informó exactamente de ellos acerca del tiempo en que la estrella había aparecido. Después los envió a Betlehem diciéndoles: “Id y buscad cuidadosamente al niño; y cuando lo hayáis encontrado, hacédmelo saber, para que vaya yo también a adorarlo.” Con estas palabras del rey, se pusieron en marcha, y he aquí que la estrella, que habían visto en el Oriente, iba delante de ellos, hasta que llegando se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver de nuevo la estrella experimentaron un gozo muy grande. Entraron en la casa y vieron al niño con María su madre. Entonces, prosternándose lo adoraron; luego abrieron sus tesoros y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra. Y avisados en sueños que no volvieran a Herodes, regresaron a su país por otro camino.

Celebramos hoy la Fiesta de la Epifanía o Manifestación del Señor.

Esta Fiesta es el coronamiento y el complemento de su Natividad en Belén. El Señor, que apareció por vez primera en el mundo en medio del sosegado silencio de la noche, en la callada soledad de un establo y bajo la frágil debilidad de un Niño, vuelve a manifestarse hoy, pero de un modo completamente distinto. Ahora se presenta envuelto en la gloria y en el brillo de su realeza divina.

Navidad nos trajo la Nueva Luz. De igual modo que, después de Navidad, en el hemisferio norte, el sol natural se renueva, por decirlo así, del mismo modo también el sol sobrenatural, Cristo, el Sol de justicia, según la Sagrada Liturgia, en el tiempo que sigue a la Navidad, vuelve a presentarse fresco y rozagante, para iluminar al mundo con su nueva luz y para derramar sobre él los tesoros de su calor y de su vitalidad.

¡Surge, Jerusalén!… ¡Levántate! ¡Alégrate y salta de gozo!… Y la Iglesia, obediente, canta jubilosa. Se diría que no se sacia de contemplar la gloria del Señor. Es como si la trasladasen a las delicias del Tabor y, cual otro Pedro y compañeros, exclamase: Señor: ¡qué bien se está aquí!… Su corazón se desborda de santo optimismo…

Y esto es lógico, es normal, pues Epifanía es la fiesta de la manifestación pública de la divinidad, de la gloria, del señorío y de la realeza del Niño del Pesebre.

De hecho, es la fiesta instituida para honrar tres grandes manifestaciones de la Divinidad de Jesucristo a los hombres:

– la primera, en la vocación de los tres Reyes Magos, es decir, de los gentiles, de todos los pueblos, a la fe, a la Santa Iglesia.

Los mismos Magos lo reconocieron como Dios, adorándolo y ofreciéndole, junto con otros dones, incienso.

– la segunda, fue el Padre Eterno quien lo proclamó Hijo suyo en el claro testimonio dado el día de su Bautismo, al declarar: Éste es mi Hijo muy amado; en él tengo yo puestas todas mis complacencias.

– la tercera, cuando Él mismo se manifestó como Dios, en el primer milagro público, realizado en las Bodas de Cana, al convertir el agua en vino.

De los tres acontecimientos, el viaje de los Magos es el que ocupa mayor lugar en la Liturgia de este día, y casi es el único al que la Iglesia y los fieles prestan la atención. Los otros dos tendrán su digna conmemoración en días y domingos sucesivos. Si se los ha unido en una misma fiesta, ha sido por entrañar cada uno una magnífica manifestación de la divinidad de Jesucristo.

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Como Dominador y como Rey, como Hijo predilecto del Eterno Padre, hoy hace su entrada solemne en su Estado, y celebra sus desposorios con la humanidad, la fiesta de su señorío, de su universal dominio sobre los hombres.

Los presentes que ofrecieron cada uno de los Magos al recién nacido, fueron: incienso, oro y mirra, que llevaban en preciosos cofres. Por este triple don adoraron a Jesucristo como Dios, como Rey y como Hombre mortal. Cada uno de estos tres dones simboliza una virtud, a saber: el incienso, la oración; el oro, la caridad; y la mirra, la mortificación.

En la persona de los tres Reyes Magos del Oriente, el Señor convida a todos los pueblos de la tierra al banquete de sus bodas. Todos podemos tomar parte en el festín nupcial de la gloria eterna.

La Epifanía es también un claro anticipo de la futura aparición del Señor ante los ojos de toda la humanidad, con ocasión de su Parusía. El Niño de Belén volverá a presentarse un día, como Rey del universo y como Juez de todos, revestido de gran poder y majestad. Entonces todos tendrán que reconocerle como Rey, todos tendrán que doblar ante Él sus rodillas y habrán de confesar que Él es el Señor.

¿Qué otra cosa puede y debe ser nuestra vida de cristianos, sino una continua espera, un ardiente anhelo, una perpetua vigilia de la última y gloriosa Epifanía del Señor? Así es cómo obra también la Santa Iglesia.

Sus ojos, su corazón y todas sus súplicas no tienen otro blanco más que éste, o sea, la vuelta del Señor, para llevar eternamente consigo a su Esposa.

¡Qué poco pensamos nosotros en la aparición del Señor! ¡Qué poco anhelamos la revelación de su gloria! Permanecemos todavía sumergidos de lleno en el torrente de la vida terrena. Vivimos enteramente fascinados por el encanto de los placeres de este mundo.

¡Qué diferencia entre nosotros y nuestra Santa Madre la Iglesia!

Con la Sagrada Liturgia de Epifanía, anticipémosle, pues, ya desde ahora, el homenaje de nuestro profundo y cordial acatamiento. Unámonos con los tres Reyes Magos y adoremos con ellos al Señor y al Rey, al Sumo Sacerdote y a la divina Víctima; entreguémonos totalmente a Él; acatemos sumisos su Señorío sobre nosotros.

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En el establo, en el pesebre, debajo del velo de su pobreza, de su vida obscura, de su desamparo, de su debilidad infantil, el Señor es Rey, es el Fuerte.

Fuerte, cuando nos redime y salva del lodazal del pecado y del cautiverio de Satanás, príncipe de este mundo.

Fuerte, cuando nos eleva hasta la altura de la divina filiación y nos hace partícipes de la misma vida de Dios y de la gloria que nos alcanzó con su anonadamiento y con sus dolores.

Dejémonos, pues, conquistar por Él, y abracémonos con su pobreza, con su humildad, con su debilidad. De este modo, Él reinará también en nosotros. De este modo, nosotros seremos fuertes como Él y en Él.

Como los Santos Reyes, vayamos al establo, adoremos junto al pesebre…

Encontraron al Niño y a su Madre… Por María, los tres Magos del Oriente lograron ver y pudieron adorar al Niño del pesebre. Sólo María pudo proporcionarles esta dicha.

Ahora bien, la Santa Iglesia representa a la Santísima Virgen María. Por la Iglesia alcanzamos nosotros a Cristo, conseguimos nuestra salvación.

La gloria del Señor resplandece sobre ti, Iglesia. Las tinieblas cubren toda la tierra y la obscuridad invade todos los pueblos. Sobre ti, en cambio, el Señor brilla como el sol, y su gloria te ilumina.

Llegará el día en que todos los pueblos caminarán guiados por tu luz y los reyes por el resplandor de tu astro. Levanta tus ojos y mira a tu alrededor: todos los que serán congregados en torno tuyo, que vendrán a Ti, porque en Ti, solamente en Ti, pueden encontrar a Cristo, al Salvador.

Por eso, la Iglesia celebra hoy su fiesta sin temores ni sobresaltos. Es que conoce su misterio, su secreto.

Asociémonos también nosotros al gozoso y tranquilo optimismo de la Iglesia y de su Liturgia. Cuanto más nos unamos a Ella en el dolor, más gozaremos, con Ella, de su inquebrantable confianza…

El Señor ha nacido en Ti. Su claridad Te ilumina.He aquí que ya llega el Dominador y el Señor…

La Antífona del Benedictus dice: Hoy ha sido desposada la Iglesia con su celestial Esposo, porque en el Jordán lavó Cristo sus pecados; corren los Magos, con sus ofrendas, a las reales nupcias, y se alegran los convidados, al ver convertida el agua en vino.

¡Un magnífico cuadro de bodas! Levanta tu vista y mira a tu alrededor: todos éstos serán congregados en torno tuyo, vendrán a Ti. Tus hijos vendrán hasta Ti desde lejanas tierras, y tus hijas afluirán de los cuatro puntos cardinales. Entonces los contemplarás, y tu corazón saltará de gozo… Así dice la Epístola de la fiesta.

La puerta para entrar en la Santa Iglesia es el Bautismo (Octava de la Epifanía, Bautismo de Nuestro Señor). Con el Evangelio del Segundo Domingo después de la Epifanía alcanzamos la más alta cima del espíritu litúrgico de este tiempo: es el Evangelio de las Bodas de Caná.

Por medio del Santo Bautismo, los pueblos ingresan en la Santa Iglesia, para desposarse con Cristo, con el Señor, y para poder, de ese modo, tomar parte, con la Iglesia y por su intermedio, en el banquete nupcial de Cristo, en su Reino.

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Ecee advenit Dominator Dominus… La Liturgia tiene siempre muy fijo ante su vista el día del retorno del Señor, el día en que ha de volver, con toda su gloria, para conducir a su Esposa, la Iglesia a las beatíficas nupcias del Reino.

¡Ven, Señor!, deja que te veamos, que te saludemos, que te adoremos y te sirvamos.

Cristo es Rey de las almas… Él es quien les inspira todos sus impulsos y movimientos hacia el bien.

Ilumina el entendimiento con su luz y lo somete poderosamente a su verdad, al yugo de la fe.

Domina en las conciencias y dicta leyes, recompensa y castiga.

Sujeta la voluntad a su ley y la hace regirse por ella.

Conduce y guía con ojo certero y con brazo robusto todos los pasos del alma, todos los momentos de nuestra vida, todos los latidos de nuestro corazón. Nada deja al azar; todo lo tiene en su vigorosa mano. Dirige de modo maravilloso las almas que Él ha escogido para la gloria eterna. Con su gracia omnipotente ilumina la vista y ablanda los corazones. Ilustra el entendimiento con luz sobrenatural, vigoriza el alma con fuerza sobrehumana y dispone la voluntad para los preciosos frutos de la redención.

¡Con qué maravilloso esplendor brilla el poder de su reinado en las almas de los Santos! Ellos son realmente un triunfo de la omnipotente acción de la gracia de Cristo. ¡Cómo resplandecerá de nuevo su reinado cuando Él vuelva con gloria y majestad! ¡Qué inenarrable gozo el nuestro, cuando podamos contemplar, por siempre jamás y sin velo alguno, la claridad de este reinado!

¡Cristo es Rey! Su reino es la creación entera. Todo cuanto existe en los Cielos y en la tierra pertenece a Él, al divino Rey del Pesebre, del silencioso Rey del Tabernáculo. Todo está sujeto a Él, todo yace postrado a sus pies, todo está en sus manos; Él lo rige y lo gobierna todo de mil distintas maneras. Creámoslo así, acatémosle convencidos.

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Consideremos la gracia otorgada a la Reyes de Oriente y las consecuencias de su fidelidad a la misma.

Hemos visto su estrella... La sagrada liturgia nos hace vivir hoy la pública manifestación de Cristo al mundo pagano. En los Magos, llamados al pesebre, reconozcamos a toda la humanidad: la del pasado, la del presente y la del porvenir. Reconozcámonos, sobre todo, a nosotros mismos. Nosotros somos, en efecto, quienes nos encaminamos hacia Cristo, estimulados por su gracia, que nos ilumina, nos resucita y nos libra de toda atadura.

La estrella que nos guía, a través de la noche y de las miserias de esta vida mortal, es nuestra Santa Fe. Con ella no nos intimidará ni nos engañará la astucia de Herodes…, el maligno…, el diablo…

Su gracia es quien nos ha hecho encontrarle a Él. Ella es también la que nos lo hace encontrar de nuevo en el Santo Evangelio, en la Santa Iglesia y en los Santos Sacramentos, principalmente en el de la Sagrada Eucaristía.

Sólo un poco de espera, y la estrella volverá a brillar perpetuamente sobre nuestras cabezas; y nosotros volveremos a hallar a Jesús con María, su Madre, sentados ambos en un trono, a la diestra del Padre, y envueltos en la plenitud de su poder y de su gloria.

El Señor se nos ha manifestado: ¡venid y adorémosle! Dichoso el momento aquel en que podamos contemplar la gloria del Señor cara a cara, imperecedera, eternamente… Entonces será la verdadera Epifanía del Señor…

Respondamos con toda nuestra alma a nuestra divina vocación. Obedezcamos alegremente a la estrella de la Fe. Sigamos constantes su luz y su dirección. Correspondamos y seamos fieles a nuestro santo Bautismo. Sigamos a nuestra Santa Madre la Iglesia, que es la bendita casa en la cual hemos encontrado, en la cual hallaremos siempre al Niño y a su Madre.

Como los Magos del Oriente, abandonemos generosamente todas las comodidades que pueda ofrecernos esta vida terrena, librémonos de todo lo que pueda obstaculizar o retardar el camino que nos lleva a Cristo.

Apresurémonos a llegar a Él, para presentarle nuestros dones: el incienso de nuestra sumisión y de nuestra adoración; el oro de nuestra fe y de nuestra fidelidad; la mirra de nuestra buena disposición para soportar todas las penas y sacrificios, todos los deberes, todos los dolores, renuncias, cruces y humillaciones que Él quiera exigirnos.

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Cristo es Rey. He aquí la revelación que nos hace la fiesta de la Epifanía.

¡Oh Cristo, sé mi Rey! Reina en mi entendimiento, en mi voluntad, en mis afectos, en mis inclinaciones, en todos mis actos.

¡Hágase en todo tu santa voluntad!

Sea ésta la confesión que nos arranque la celebración de esta hermosa Fiesta.

Consagrémonos enteramente a Cristo y, por Él y en Él, al Eterno Padre.