Padre Juan Carlos Ceriani: VIGESIMO SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

 

LA CARIDAD DE MARÍA SANTÍSIMA

Si han seguido esta serie de sermones, si han reflexionado sobre los temas tratados, es de esperar que hayan comprendido la misión de Nuestra Señora. Esto es muy importante, pues su comprensión dispensa mucha luz e infunde mucha fortaleza para seguir el camino trazado por Dios, al mismo tiempo que dispone las almas para recibir los méritos obtenidos por Ella y alcanzar su auxilio y protección.

En este sentido, es fundamental considerar la puesta en práctica de las virtudes teologales por María Santísima. Ya hemos estudiado la Fe y la Esperanza de Nuestra Señora. Veamos hoy su Caridad.

La caridad es, esencialmente, la vida de Dios. Dios es caridad, dice San Juan.

¡Qué palabras tan breves y tan substanciosas! En ellas se encierra todo lo que es Dios, con su majestad infinita, con su omnipotencia y omnisciencia, con su eternidad…

Dios es caridad; ya está dicho todo con esto.

Pues bien, eso es María Santísima. También Ella participa, en cuanto es dado a una criatura, de la vida de Dios; pero de modo más excelso, más perfecto y verdadero que ningún otro ser, pues lo que no tuvo por naturaleza, lo tiene por gracia; y Dios quiso que nadie la aventajara en su caridad; que nadie pudiera compararse con Ella, en cuanto a vivir esa vida de Dios.

Sólo Ella ama a Dios más que todas las criaturas juntas; sólo de Ella se puede decir también que es el amor.

Y ésta es y debe ser nuestra vida; también quiere Dios que participemos de su vida; y se digna ponerse ante nosotros como objeto a nuestro amor. Sólo cuando amamos a Dios en sí mismo y por sí mismo y al prójimo en Dios y por Dios podemos decir que vivimos nuestra vida propia.

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Por eso mismo, porque es tan necesario este elemento de la caridad en la vida del hombre, Dios se lo ha impuesto como un precepto.

Pero hay una criatura en la que la caridad no es un precepto; una que no amó ni ama a la fuerza, sino que en Ella el amor es el dulcísimo y naturalísimo acto de toda su vida; que vive una vida constante de amor…

¡Ésa es nuestra Madre…!

¡Qué vida la de María! Imposible para Ella vivir, ni un momento siquiera, sin amar a Dios. Es lo único de lo que no es capaz, de apartar su Corazón ni un instante fugacísimo de Dios.

Y ama María a Dios, como Dios mismo nos lo ha mandado, con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas.

La Santísima Virgen ama a Dios con todo su corazón. Ya está dicho con esto la intensidad de su amor. No entrega al Señor un corazón dividido, no reserva ni una fibra para Sí misma, ni para dársela a criatura alguna. Todo entero…, sin limitaciones ni reservas, sin titubeos ni regateos. Todo y siempre.

Dios no quiere corazones divididos. Dividir, es matar el amor.

Dios tiene derecho al amor total del corazón humano. Y, sin embargo, parece que el hombre tiene empeño en regatearle ese amor; divide su corazón entre Dios y las criaturas; y muchas, muchísimas veces, da a éstas la preferencia, lo mejor, la parte mayor para ellas…, y luego, lo que sobra, las piltrafas del amor, para Dios…

Y aún creemos que hacemos mucho cuando así le amamos… ¡Qué repugnancia no dará a Dios un tal amor, un corazón así!

María ama a Dios con toda su alma, con todas las potencias.  Su entendimiento, no se ocupa en otra cosa que no sea Dios o la lleve a Dios. Su memoria, recuerda sin cesar y le pone delante los beneficios y gracias que del Señor ha recibido. Su voluntad, no aspira sino a cumplir, en todo, la voluntad de Dios y someterse a ella, humildemente y, también, alegremente.

En esto pone Ella todas sus complacencias. Y, efectivamente, tener sus delicias y sus complacencias únicamente en el cumplimiento de la voluntad de Dios, eso es en verdad amarle con toda su alma.

María ama al Señor con todas sus fuerzas. Es consecuencia del corazón y del alma que totalmente ama a Dios. Pero esto quiere decir que es tal la intensidad de este amor, que no retrocede ante nada, que está dispuesta a todo, al mayor sacrificio si es necesario para este amor. Y, efectivamente, Dios le exigió sacrificios como a nadie; y por amor de Dios, de esta manera tuvo que sufrir como nadie, ya que el dolor y el sufrimiento están en razón directa del amor.

Ésa fue la vida de María siempre; nunca se quejó de sus sufrimientos, nunca le pareció demasiado grande ningún sacrificio, nunca dejó de hacer nada, con prontitud y generosidad, de lo que la pedía la voluntad de Dios.

Examinemos nuestro amor a Dios… ¿Podemos decir que cumplimos con exactitud ese primero y más importante mandamiento? Respondamos con sinceridad si podemos decir que amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas…; y si estamos dispuestos a dejarlo todo antes que perderle y dejarle a Él.

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Es muy conveniente detenerse a analizar este amor de la Virgen Santísima a Dios, para ver en él, claramente expresados, los caracteres o cualidades que ha de tener el verdadero y perfecto amor.

El amor de Nuestra Señora es perfectísimo. Esto quiere decir que su amor no está mezclado con egoísmos de ninguna clase.

El amor perfecto a Dios es un amor que ama por ser Dios quien es, digno de ser amado pues es el Bien Sumo. Es un amor que no busca nada de recompensa, no ama a Dios por los bienes o regalos que de Él espera recibir, ni siquiera por asegurar así la bienaventuranza eterna.

María amó y ama a Dios con este purísimo y perfectísimo amor. Y este amor fue, precisamente, el que tanto enamoró a Dios…

Es de absoluta necesidad que amemos a Dios con amor de predilección, de preferencia, que coloca a Dios en primer lugar, y lo prefiere siempre a todos los demás amores.

Éste fue y es el amor de la Santísima Virgen; un amor sumo en el sentimiento y en el afecto; pero, sobre todo, en el aprecio y en la predilección.

Es el Corazón totalmente desprendido de sí mismo, despegado de todo, sin compromisos con nada ni con nadie; el Corazón que no siente atractivo sino por Dios.

No es posible un amor grande e intenso que no sea a la vez doloroso y triste, porque necesariamente se ha de entristecer al ver a quien se ama despreciado, desconocido, injuriado.

El amor de María tuvo que ser intensamente triste, al contemplar la dureza del corazón de aquel pueblo escogido, que tan mal correspondía a los beneficios de Dios.

¡Cuál sería el dolor de la Santísima Virgen cuando conoció la envidia, la hipocresía refinada, la rabia y el odio que anidaba en aquellos sepulcros blanqueados, que terminó en la persecución enconada de que hicieron objeto a su Hijo!

Sufrió de parte de los mismos Apóstoles. ¿Cuánto no debió sufrir María al ver la rudeza de aquellos hombres, que no acababan de penetrar en la divinidad de su Hijo y en la espiritualidad de su reino? ¡Y cómo sufriría con Judas, con Pedro, con los demás que huyeron en la Pasión o fueron tan incrédulos en la Resurrección!

No olvidemos estas notas características del amor; y por ellas midamos la intensidad de nuestro amor a Dios.

Consideremos nuestros propios pecados, y si los detestamos con verdadera contrición y sentimos un gran dolor de haberlos cometido; pues la contrición no es más que eso, el amor triste y doloroso con que ama el alma avergonzada y arrepentida.

Y el que de veras ama a Dios, ha de sentir dolor no sólo por sus propios pecados, sino por los de sus prójimos, y se afligirá por ellos, como si fueran suyos.

No se puede ver con indiferencia que se desconozca a Dios, y que se trabaje tan poco por estudiarle y comprenderle; que se le ofenda tanto y de tantas maneras, y por toda clase de hombres.

Los santos tenían su mayor tormento en ver que Dios no era amado como debía por los hombres, y se esforzaban, con su cariño y amor, en suplir tantas injurias, tantos pecados y tanto deshonor. Esto mismo debemos hacer, en compañía de nuestra querida Madre, la Santísima Virgen, hasta conseguir que Dios se dé por contento con nuestro amor, y con él olvide las ofensas propias y ajenas.

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Otros caracteres del amor que debemos a Dios, y del que a Él tuvo la Santísima Virgen, son: la complacencia y la benevolencia, que vienen a ser como los actos interiores de amor de Dios, en que nuestra alma puede y debe ejercitarse cuando ama.

El amor de complacencia, es el amor que Dios se tiene a Sí mismo. Al contemplar su propia esencia y ver en ella su santidad infinita, su bondad suma, no puede por menos de tener una complacencia infinita.

Nosotros podemos, y debemos, amar a Dios de esta manera. Aunque visto a tan gran distancia, cual es la que nos separa de Dios, no podemos dejar de contemplar su incomparable hermosura, su santidad, su poder, su sabiduría, su justicia y su misericordia.

Hemos de tener complacencia especial en admirar reflejadas en las criaturas todas esas perfecciones de Dios, deleitándonos al verle y contemplarle tan grande, tan sublime, tan magnifico, gozándonos de que sea como es, y extasiándonos ante la excelencia de todos sus atributos y perfecciones.

Esta complacencia es la que constituye la gloria de los Santos en el Cielo, quienes, al ver la hermosura de la esencia divina, sienten tal gusto y felicidad, que no pueden contenerse sin prorrumpir, en compañía de los Ángeles en aquel cántico del Santo, Santo, Santo…, que ha de durar por toda la eternidad.

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El amor de benevolencia es, como su nombre lo dice, el amor que quiere el bien y busca y trabaja por hacer bien a quien ama.

Aquí podemos abismarnos ante el amor de benevolencia tan infinito que Dios nos ha tenido.

En cambio, nosotros, qué poco amor de benevolencia podemos tener a los que amamos; por lo menos, qué ineficaz es; es tan poco lo que podemos darles… Queremos, deseamos, pero no podemos. ¡Cuántas veces hemos de contentarnos con demostrar nuestro deseo!

Pero lo extraordinario es, que tratándose de Dios no es así… Aunque parezca mentira, también podemos y debemos amar a Dios de esta manera…. No sólo podemos desear un bien a Dios, sino que podemos dárselo…

Y ¿qué podemos hacer por Él? ¿Qué podemos dar a Dios?

La gloria extrínseca que le puede venir de las criaturas. Dios todo lo ha creado para su gloria; y, por lo mismo, las criaturas han de dar gloria a Dios a su modo. Pero este modo es muy imperfecto, ya que ellas no tienen conocimiento ni pueden alabar a Dios, que son las dos condiciones para tributarle la gloria. Luego, es el hombre el que, en nombre de toda la creación, debe dar a Dios esta gloria de todas las criaturas.

Trabajar por honrar, servir, alabar y glorificar a Dios, es amarle con amor de benevolencia, es darle a Dios lo que podemos y debemos darle.

Naturalmente, que con eso no añadiremos a Dios ni un grado más de su gloria intrínseca y esencial, pero habremos aumentado su gloria exterior, que consiste en las alabanzas y homenajes que debe tributarle la creación entera, como a su Señor y Criador.

El celo, es lo segundo que también podemos dar a Dios, esto es, buscar almas, ganar almas en las que Dios sea conocido, amado, alabado y glorificado.

El celo es como la llama del amor; si hay fuego de amor, habrá llamas de celo. Ése es el que devoraba a todos los Santos y les lanzaba a arrostrar los mayores peligros y la misma muerte, con tal de dar a Dios almas ganadas con sus sacrificios y trabajos.

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Veamos el ejemplo de María. ¡Qué amor de complacencia el suyo! ¿Quién conoce mejor que Ella a Dios para apreciarle y amarle cada vez más y complacerse en sus perfecciones infinitas?

Por otra parte, nadie causó en Dios un amor de complacencia como Ella.

El Señor no ve en nosotros nada digno de complacerle; pero en María no es así; nada hay en Ella que no agrade y entusiasme a Dios. ¡Qué gusto tener tal Madre!

Y en cuanto al amor de benevolencia, aún más claramente se echa de ver en María Santísima la perfección de su amor. Ella dio a Dios lo que nadie pudo darle. Ni en la tierra, ni en el Cielo, se dio jamás gloria mayor que la que da el Corazón de su Madre Inmaculada.

Por último, encendámonos en el celo que ardía y arde siempre en su Corazón, pues ése es el horno donde fueron siempre las almas santas a caldearse, para de allí ir a abrasarse en el fuego del Corazón de Cristo, y con él correr luego a incendiar y quemar y abrasar a toda la tierra.

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El amor al prójimo es la segunda parte del mandamiento primero de la Ley de Dios: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.

En la Antigua Ley, se decía: Ama al prójimo como a ti mismo, pero ahora Jesucristo dice: Amaos unos a otros como yo os he amado.

¡Qué intensidad, tan distinta de amor! Hemos de amar al prójimo hasta el sacrificio, hasta la muerte, pues así nos amó Cristo.

Pensemos ahora, ¿cómo sería el amor de María a los hombres?, ¿cómo nos seguirá amando actualmente desde el Cielo?

No se puede comprender su amor, sino comparándole con el del mismo Jesucristo. Después de Él, y de manera más parecida a la de Él, nadie nos ama como María, Madre del Buen Amor.

Es un amor de madre, pero una madre que reúne en su corazón todas las ternuras maternales que Dios repartió entre las demás. Cristo mismo, nos hizo hijos suyos al pie de la Cruz. Somos hijos de sus dolores y sufrimientos, pues tanto le costamos y tanto le hacemos sufrir.

Somos hermanos de Cristo, ¿cómo, pues, no nos ha de amar a la vez y del mismo modo que a su Hijo?

María no puede menos de ver cuánto nos ama Dios. Ella no puede ver con indiferencia una cosa tan amada y querida por Dios.

Eso sólo bastaba, pero mucho más cuando Él se lo manda. ¿Qué va a hacer la obedientísima María, sino abrazarse con esta cruz de nuestra maternidad y empezar a amarnos con todo su Corazón, como ha amado a su Hijo?

¡La Madre de Dios es nuestra Madre! Luego, nos ama a como ama a Jesús.

Una buena madre no hace distinciones entre sus hijos, ama a todos por igual; si acaso hace alguna distinción, es con el hijo enfermo, desgraciado, miserable, con aquel que más la ha hecho sufrir.

¿Podremos decir algo semejante de María? Entonces, sus predilecciones serán por nosotros… En cierto modo, podemos decir que nos ama aún más que amó a su Jesús.

Al pie de la Cruz no dudó en autorizar, en consentir la muerte de Jesús con tal de que nosotros vivamos.

Dios hizo el Corazón de la Virgen con una ternura especial, cual convenía para amar a su Hijo. Esa misma delicada ternura de María es para nosotros, se emplea en amarnos… ¡Qué dicha la nuestra! ¿Qué más podemos desear ni anhelar?

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Nuestra obligación es amar al prójimo como Jesús y María nos aman.

Este amor, ha de ser un amor sobrenatural, es decir, no hemos de amar precisamente por simpatías, ni rechazar a nadie por antipatías.

Por consiguiente, hemos de amar al prójimo en Dios, es decir, porque es algo de Dios, imagen viva de Dios.

Hemos de amarle por Dios, porque Él nos lo manda y nos lo enseña con su ejemplo, para así obedecerle y para mejor imitarle.

Hemos de amarle para Dios, buscando su bien espiritual y tratando de llevarle por el camino que asegure su posesión en el Cielo.

Además, ha de ser un amor universal, esto es, que no excluya a nadie; a buenos y a malos, a los que nos quieren y a los que nos odian, a los conocidos y amigos, y a los extraños y desconocidos.

Debe ser un amor sacrificado, como el de Jesús, como el de María, por el bien del prójimo, especialmente por su bien espiritual. Hemos de sacrificarlo todo, no hemos de contentarnos con hacer lo menos costoso, sino lo que creamos más provechoso; hemos de orar por él y, si podemos, debemos hacer más, debemos buscarle, hablarle, corregirle, atraerle. En fin, debemos practicar aquello de hacernos todo para todos, para llevarlos a todos a Cristo.

Así entendieron esta lección los santos. ¿Qué no hizo un Javier, un Claver, una Teresa de Jesús, etc., por el prójimo, por los pecadores, por los herejes y cismáticos y hasta por los mismos infieles?

Amemos a nuestros hermanos con todo el ensanche de nuestros corazones.

Estas palabras y estos afectos se aprenden únicamente mirando a Jesús, y en la escuela de María.

Que la Mediadora de todas las gracias, la Madre del Amor hermoso, nos obtenga una caridad fervorosa y práctica.

Hemos reiterado insistentemente que es muy importante y muy necesario tener presente que, de la misma manera que Nuestra Reina y Madre auxilió a los creyentes de todas las épocas, lo mismo hará con los fieles de hoy en día, ya sea guardándolos de algunos acontecimientos, o bien dándoles la fortaleza necesaria para sobrellevarlos.

Pues bien, digamos hoy que es muy importante y muy necesario tener presente que, de la misma manera que Nuestra Reina y Madre amó a los creyentes de todas las épocas, lo mismo hará con los fieles de hoy en día. Y, precisamente porque los ama, los guardará de algunos acontecimientos, o les dará la fortaleza necesaria para sobrellevarlos.