SAN PEDRO Y SAN PABLO

MODELOS DE VIDA Y ESPERANZA EN LA GLORIA

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Por la fe hicieron los Santos maravillas, sufrieron persecuciones, practicaron virtudes excelentes, y padecieron con heróica constancia todo género de adversidades. Y bien, ¿no tenemos nosotros la misma fe? ¿no profesamos La misma religión? Pues, ¿en qué consiste que seamos tan poco parecidos a ellos? ¿en qué consiste que imitemos tan poco sus ejemplos? Siguiendo un camino enteramente opuesto al que los Santos siguieron, ¿nos podemos racionalmente lisonjear de que llegaremos al mismo término? Una de dos, o los Santos hicieron demasiado, o nosotros no hacemos lo bastante para ser lo que ellos fueron. ¿Nos atreveremos a decir que los Santos hicieron demasiado para conseguir el cielo, para merecer la gloria, y para lograr la eterna felicidad que están gozando? Muy de otra manera discurrían ellos de lo que nosotros discurrimos; en la hora de la muerte, en aquel momento decisivo en que se miran las cosas como son, y en que de todas se hace el juicio que se debe, ninguno se arrepintió de haber hecho mucho, todos quisieran haber hecho mas, y no pocos temieron no haber hecho lo bastante.

Hoy nos encomendamos a:

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SAN PEDRO, PRÍNCIPE DE LOS APÓSTOLES

(¿64? P.C.)

LA HISTORIA de San Pedro, tal como la cuentan los Evangelios, es muy conocida y no hay necesidad de relatarla aquí en detalle. Sabemos que era Galileo, que tenía su casa en Betsaida, que estaba casado, que era pescador y que era hermano del Apóstol San Andrés. Portaba el nombre de Simón, pero el Señor, en el primer encuentro que tuvo con él, le dijo que se llamaría Cefas, el equivalente, en arameo, de la palabra griega que significa «piedra» y que, en su forma española, derivó hasta convertirse en el apelativo Pedro. Nadie que haya leído, aunque sea superficialmente, el Nuevo Testamento, habrá dejado de advertir el sitio predominante que se le otorga siempre entre los primeros seguidores de Jesús. Fue él quien actuó como portavoz de los demás, al proclamar una sublime profesión de fe: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!» A él personalmente le dirigió el Salvador estas palabras, con una solemnidad que no tiene paralelo en los Evangelios: «¡Bendito seas, Simón, hijo de Jonás, porque no han sido la carne ni la sangre las que te revelaron estas cosas, sino mi Padre que está en los Cielos! Y Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella; a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: y todo lo que tú atares en la tierra, atado quedará en el cielo; y lo que desatares en la tierra, quedará desatado en el cielo».

No menos familiar es la historia de la triple negativa de Pedro hacia su Maestro, no obstante la advertencia que El mismo le había hecho sobre el particular. El caso fue relatado por los cuatro evangelistas con una abundancia de detalles que parece exagerada ante la pequeñez del suceso, si se le compara con los otros incidentes en la Pasión de Nuestro Señor y, esta misma singularización aparece como un tributo a la elevada posición que San Pedro ocupaba entre sus compañeros. Por otra parte, si bien las advertencias de Jesús no fueron tomadas en cuenta por el Apóstol, tengamos presente que estuvieron precedidas por otras palabras, asombrosas y desconcertantes por su extraño cambio del plural al singular en la misma frase: «Simón, Simón, mira que Satanás va tras de vosotros para zarandearos como el trigo en la criba; mas yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no parezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos».

Igualmente impresionante es la triple reparación que el Señor, con acentos de ternura, pero con una insistencia rayana en la crueldad, le pidió a su avergonzado discípulo junto al Lago de Galilea: «Cuando hubieron comido, Jesús le dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos? El respondió: Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Después volvió a decir: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Simón le respondió: ¡Sí, Señor; Tú sabes que te amo! Y El le dijo: Apacienta mis ovejas. Y por tercera vez le repitió: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Y él repuso: ¡Señor! ¡Tú, que sabes todas las cosas, bien sabes que te amo! Jesús volvió a decir: Apacienta mis ovejas».

Todavía más maravillosa es la profecía que Jesús hizo a continuación: «En verdad, en verdad, yo te digo: cuando tú eras joven te ceñías a ti mismo e ibas donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás las manos para que otro te ciña y te conduzca a donde tú no quieras». «Y esto», agrega el evangelista, «lo dijo para significar por cuál muerte habría de glorificar a Dios».

Después de la Ascensión, nos encontramos con que San Pedro se halla aún en primer plano. A él se le nombra primero en el grupo de los Apóstoles y se indica que moraba con los demás en «una habitación alta», donde «todos animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración con las mujeres y con María, la Madre de Jesús y, sus parientes», hasta la venida del Espíritu Santo, el día de Pentecostés. También fue Pedro quien tomó la iniciativa al elegir un nuevo Apóstol en el lugar de Judas y el que primero habló a la muchedumbre para darle testimonio de «Jesús» de Nazaret, un hombre autorizado por Dios a vuestros ojos, con los milagros, maravillas y prodigios que, por medio de El, ha hecho entre vosotros, a quien Dios ha resucitado, de los que todos nosotros somos testigos». Y se agrega más adelante: «Oído este discurso se compungieron sus corazones y dijeron a Pedro y los demás: Hermanos, ¿qué es lo que debemos hacer? A lo que Pedro respondió: Haced penitencia y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucisto». Entonces, «los que habían recibido su palabra, fueron bautizados» y se agrega que aquel día se añadieron a la Iglesia, «cerca de tres mil personas». También se ha registrado a Pedro como al primero que realizó un milagro de curación en la Iglesia cristiana. Un hombre cojo de nacimiento, se hallaba al borde del camino por donde Pedro y Juan subían hacia el Templo a orar y les rogó que le diesen limosna. «Pedro entonces, fijando con Juan la vista en aquel pobre, le dijo: Mira hacia nosotros. El los miraba de hito en hito, en espera de que le diesen algo. Mas Pedro le dijo: Plata y oro yo no tengo, pero te doy lo que tengo. En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y camina. Y tomándole de la mano derecha lo levantó, y al instante se le consolidaron las piernas y los pies. Y dando un salto, se puso en pie y echó a andar, y entró con ellos en el templo por sus propios pies, saltando y loando a Dios».

Al iniciarse la persecución que culminó con el martirio de San Esteban en presencia de Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, la mayoría de los nuevos convertidos a las enseñanzas de Cristo, se dispersaron, pero los Apóstoles permanecieron agrupados en Jerusalén, hasta que llegaron noticias sobre la acogida favorable que habían recibido en Samaria las predicaciones de San Felipe el Diácono. Entonces, San Pedro y San Juan se trasladaron a aquellas comarcas e impusieron las manos sobre los que San Felipe había bautizado. Entre éstos se hallaba un hombre al que conocemos con el nombre de Simón el Mago, quien presumía de poseer ocultos poderes y había adquirido mucha fama por sus hechicerías. Al ver el Mago lo que sucedía con los recién confirmados, se acercó a los Apóstoles para decirles: «Dadme a mí también esa potestad, para que cualquiera a quien imponga yo las manos, reciba el Espíritu Santo». Pero, aun cuando ofreció dinero, no obtuvo más que una rotunda negativa. Pedro le dijo: «Perezca tu dinero contigo; pues has juzgado que se alcanzaba por dinero el don de Dios.»

En la literatura apócrifa conocida como las «Clementinas», se representa a Simón el Mago, en una época posterior, al encontrarse con San Pedro y entablar una larga discusión con él y con San Clemente, mientras viajan de una a otra de las ciudades marítimas de Siria, en su travesía a Roma. Todavía antes que las Clementinas, San Justino Mártir (que escribió por el año de 152), declara que Simón el Mago fue a Roma, donde se le honró como a una deidad; pero debe admitirse que las evidencias citadas por Justino sobre este particular, son muy poco satisfactorias. También en las apócrifas «Actas de San Pedro» hay una dramática historia sobre los intentos del Mago para ganarse la voluntad de Nerón por medio de demostraciones de sus poderes ocultos, de los que pensaba valerse para volar por los aires. De acuerdo con aquella leyenda, San Pedro y San Pablo estaban presentes y, por medio de sus oraciones, anularon los poderes mágicos de Simón que, al emprender el vuelo, cayó a tierra y, poco después, murió a consecuencia de las heridas. Muchos otros relatos contradictorios son relatados por Hipólito (en su Phüosophumena) y varios escritores antiguos, siempre en torno a una discusión, a un conflicto entre Simón el Mago y los dos grandes Apóstoles, con Roma por escenario. A pesar de la debilidad de las evidencias, hubo una inclinación general entre los escritores cristianos primitivos, como por ejemplo San Ireneo, para considerar a Simón el Mago como «padre de los herejes» y, en eso debe haber algo de simbólico, porque los antagonistas del Mago eran siempre San Pedro y San Pablo, los representantes de la verdad cristiana en la capital del mundo de entonces.

Casi todo lo que sabemos de cierto sobre la existencia posterior de San Pedro, procede de los Hechos de los Apóstoles y de algunas alusiones en sus propias Epístolas y en las de San Pablo. Tiene particular importancia el relato sobre la conversión del centurión Cornelio, puesto que, a raíz de aquel acontecimiento, surgió el debate sobre la continuación de la práctica del rito de la circuncisión y el mantenimiento de la prescripción de la ley judía para no mezclarse con los gentiles ni comer algunos de sus alimentos. Con las instrucciones que recibió en el curso de una visión, San Pedro, tras algunos titubeos, llegó a admitir que la antigua costumbre había terminado y que la Iglesia fundada por Cristo, iba a ser para los gentiles lo mismo que para los judíos. San Pablo le dirigió algunos reproches, como sabemos por la Epístola a los Gálatas (cap. II), al calificarle de oportunista y falto de corazón por aceptar estrictamente aquellos principios. El incidente parece haber estado en relación con el congreso de algunos Apóstoles y ancianos en el Concilio de Jerusalén, pero no se sabe a ciencia cierta si esta reunión fue anterior o posterior a las réplicas que San Pablo dirigió a San Pedro en Antioquía. De todas maneras, fue la palabra de Pedro la que inspiró las conclusiones que adoptó la asamblea de Jerusalén. Aquella resolución decía que los gentiles convertidos al cristianismo, no necesitaban ser circuncidados ni observar la ley de Moisés. Por otra parte, a fin de no herir la susceptibilidad de los judíos, estos podrían abstenerse de la sangre y de comer carne de seres estrangulados, así como se abstenían de la fornicación y de los sacrificios a los ídolos. Estas decisiones fueron comunicadas a los cristianos de Antioquía y sirvieron para calmar las inquietudes de los numerosos fieles en la gran ciudad.
Es posible, aunque no contemos con datos concretos, que antes del Concilio de Jerusalén (¿49? P.c), San Pedro hubiese sido, durante dos años o más, el obispo de Antioquía y que también había ido hasta Roma y había tomado posesión de la que habría de ser su sede permanente. Los Hechos registran un incidente trágico al relatar la súbita y violenta persecución de Herodes Agripa I, posiblemente en el año 43. Se afirma que Herodes «mató a Santiago, el hermano de Juan, con la espada» —éste, por supuesto, era Santiago el Mayor, Apóstol, cuya fiesta se celebra el 25 de julio— y que, después, procedió a detener también a Pedro. Pero mientras tanto «la Iglesia, incesantemente, hacía oración a Dios por él» y Pedro, «no obstante que estaba dormido entre dos guardias, atado a ellos con dos cadenas; y los centinelas a las puertas de la prisión, haciendo guardia, «fue puesto en libertad por un ángel» y partió en busca de un refugio seguro», tal vez en Antioquía o quizá en Roma. Desde aquel momento, los Hechos de los Apóstoles no vuelven a mencionar a Pedro. La «pasión» de San Pedro tuvo lugar en Roma, durante el reinado de Nerón (54-68 P.c), pero no existe ningún relato escrito sobre el suceso. De acuerdo con una antigua tradición,  se encerró a San Pedro en la cárcel Mamertina, donde ahora se encuentra la iglesia de San Pietro in Carcere. Tertuliano, quien murió cerca del año 225, dice que el Apóstol fue crucificado; por su parte, Eusebio agrega que (un dato que tomó del autorizado Orígenes, muerto en 253), por expreso deseo del anciano Pedro, la cruz fue colocada cabeza abajo. El sitio debe haber sido el acostumbrado: los jardines de Nerón, escenario de tantos dramas terribles y gloriosos por aquel entonces. La tradición que otrora se aceptaba por lo común, de que el pontificado de San Pedro duró veinticinco años, no es probablemente más que una deducción, fundada en datos cronológicos. También hay una hermosa leyenda donde se narra que, a instancia de los cristianos de Roma, ansiosos por salvar a su obispo de una muerte segura, partió San Pedro de la ciudad y, en el camino, se encontró al Señor que venía en sentido contrario; el Apóstol le preguntó: «¿Quo vadis, Domine?» (¿A dónde vas, Señor?) Jesús repuso: «Voy a ser crucificado por segunda vez» y, al instante, San Pedro emprendió el regreso a Roma, porque había comprendido que aquella cruz de que habló el Salvador, le estaba destinada.

San Ambrosio fue el primero en relatar esta leyenda, en el curso de su sermón contra Auxencio. La coincidencia de algunos puntos del relato con los pensamientos expresados en los versículos 4 y 5 del himno «Apostolorum Passio», explica, como lo indica A. S. Walpole, que se haya atribuido ese poema a San Ambrosio. No es éste el lugar apropiado para discutir las objeciones que, de tanto en tanto, se han hecho contra el episcopado y el martirio de San Pedro en Roma (cf. fiesta de la «Cátedra de San Pedro», 18 de enero). Tal vez sea cierto, por otra parte, que ninguno de los investigadores más serios de la actualidad pone en tela de juicio la cuestión, porque consideran que las evidencias de documentos y monumentos, es suficiente y decisiva. Pero sí podemos hacer breves referencias sobre numerosos indicios de una antiquísima y vigorosa devoción popular por San Pedro y San Pablo en la Ciudad Eterna. De acuerdo con un punto de vista aceptado por la mayoría de los arqueólogos, en el año de 258, los cadáveres de San Pedro y de San Pablo fueron exhumados de sus respectivas tumbas en la Vía Ostiense, junto al Vaticano, para sepultarlos en un lugar oculto sobre la Vía Apia. Las excavaciones que se practicaron entre 1915 y 1922, tenían por objeto descubrir ese lugar oculto, o por lo menos algunos vestigios de él, pero las investigaciones no fueron coronadas por el éxito. Sin embargo, ahí se encontró el agujero o pozo de una catacumba. El lugar se llamó ad catacumbas, debido a que su característica más sobresaliente era una serie de tumbas o cámaras sepulcrales, construidas en el muro del pozo o de la depresión natural del terreno. Junto a aquellos sepulcros, se encontró el muro de una espaciosa sala abierta por uno de sus lados, que pudo haber sido construida alrededor del año 250. Por las decoraciones del muro y otros detalles, se trataba evidentemente de un lugar para las reuniones de carácter comunitario o ceremonial. Hay buenas razones para suponer que aquella sala fue el escenario de las reuniones que hacían los cristianos primitivos y que llamaban ágapes. No hay duda posible de que las placas de yeso que estaban adheridas al muro, tenían grafiti o escrituras que, con seguridad, datan de la segunda mitad del siglo tercero. Se podría pensar que los miembros de aquel grupo eran personas de mala educación que se entretenían en garabatear sus expresiones piadosas en las paredes, pero lo cierto es que, en todas y cada una de las inscripciones fragmentarias, se pone de manifiesto la devoción por los Santos Pedro y Pablo, de una manera o de otra. He aquí algunas muestras: «PETRO ET PAULO TOMIUS COELIUS REFRIGERIUM FECI». El refrigerium se llamaba a lo que se ofrecía de comer o de beber en aquellas reuniones y de lo que invariablemente se apartaba algo para los cristianos más pobres. De manera que la inscripción podría traducirse así: «Yo, Tomius Coelius, ofrecí un refrigerio en honor de Pedro y Pablo». «DALMATIUM BOTUM IS PR0MISIT REFRIGERIUM». «Por juramento, Dalmacio prometió ofrecer un refrigerio para ellos». Algunos de los escritos son simples invocaciones: «PAULE ET PETRE PETITE PRO VICTORE». «Pablo y Pedro, pedid por Victor». «PETRUS ET PAULUS IN MENTE ABEATIS ANTONIUS BASSUM». «Pedro y Pablo, tened presente a Antonio Basso».

Las inscripciones candidas, espontáneas y escritas, muchas veces, con graves faltas de ortografía, indican que existía un culto muy acendrado por los santos Pedro y Pablo en aquel lugar. La mayoría están escritas en latín y algunas en griego, pero hay muchas frases en latín, escritas con caracteres griegos. Ya dijimos que las placas de yeso estaban rotas y sus inscripciones eran fragmentarias y algunas, ilegibles, pero en ochenta del número total, aparecen los nombres de los santos Apóstoles, a veces el de Pedro primero o viceversa. No hay duda, por lo tanto, de que en la segunda mitad del siglo tercero, de acuerdo, en consecuencia, con una indicación del calendario Filocaliano (del año 324) que conmemora una traslación o una fiesta de los dos Apóstoles, en el 258, y en las catacumbas, de que existía por aquel entonces y en aquel lugar, una gran devoción por los dos Patronos de Roma. Ya a principios del siglo tercero afirmaba Cayo, según cita de Eusebio, que el lugar del triunfo de San Pedro se encontraba en la colina del Vaticano; el sitio del martirio de San Pablo se veneraba en la Vía Ostiense. El padre Dolehaye y algunos otros hagiógrafos distinguidos sostienen que los cuerpos de los dos Apóstoles fueron sepultados ahí desde un principio, y nadie los ha tocado; otros sugieren que fueron temporalmente sepultados en la Vía Apia, inmediatamente después del martirio, hasta que se construyeron sepulcros o santuarios en los mismos lugares de su muerte. En cualquier caso, la inscripción hecha por el Papa San Dámaso I (muerto en 384), en un sitio próximo a San Sebastián, no significa que ahí hubiesen estado sepultados los dos Apóstoles, sino que era la conmemoración de alguna fiesta instituida en 258, que por ailguna razón se celebraba en las catacumbas. En fecha posterior a la época en que se escribió lo anterior, se practicaron excavaciones bajo la basílica de San Pedro. Los resultados de aquellos trabajos, iniciados en 1938, se publicaron profusamente. El sitio y los restos fragmentarios de la tumba del Apóstol San Pedro, habían sido identificados sin lugar a duda , pero entonces, ahora y tal vez para siempre, está en el terreno de las posibilidades la suposición de que los restos humanos hallados en las proximidades de la tumba, sean los de San Pedro.

Los descubrimientos en el Vaticano aviviron el interés en los del sitio de San Sebastián; pero, por diversas razones, la teoría de que los restos de San Pedro fueron llevados en el año de 258 a las catacumbas y se quedaron ahí para siempre, es inadmisible. Al parecer, la fiesta doble de San Pedro y San Pablo ha sido conmemorada siempre, en Roma, el 29 de junio; Duchesne considera que esta práctica se remonta, por lo menos, a los tiempos de Constantino; pero en el oriente, esa conmemoración se asignaba, al principio, al 28 de diciembre. Lo mismo sucedía en Osytinchus, en Egipto, como atestiguan antiguos papiros, hasta el año de 536; pero en Constantinopla y en otras partes del Imperio Romano oriental, la fiesta del 29 de junio se aceptó poco a poco. En Siria, a principios del siglo quinto, como lo sabemos por una nota del «Breviario» sirio que dice así: «28 de diciembre, en la ciudad de Roma, Pablo, el Apóstol y Simón Cefas (Pedro), el jefe de los Apóstoles del Señor», la fecha era la que se observaba en el oriente.

SAN PABLO, APÓSTOL DE LOS GENTILES (¿67? p.c.)

DE ENTRE todos los santos cuyos datos nos proporcionan las Sagradas Escrituras, San Pablo es al que se conoce más íntimamente. No sólo poseemos un registro exterior de sus hechos, proporcionado por su discípulo San Lucas en los Hechos de los Apóstoles, sino que contamos con sus propias revelaciones íntimas de sus cartas que, si bien tenían el propósito de beneficiar a los destinatarios, ponen al desnudo su alma.

Sin transcribir una buena parte del Nuevo Testamento, sería difícil esbozar un retrato fiel del carácter y la personalidad del Apóstol de los Gentiles; pero suponemos que el Nuevo Testamento está en manos de todos nuestros lectores. En el primer volumen de esta serie, bajo la fecha del 25 de enero, se trató la conversión de San Pablo. En esta nota, nos ha parecido conveniente dejar de lado las treinta y dos páginas que dedica Butler a los viajes misioneros de Pablo y sus escritos, para hacer un resumen de lo que dice San Lucas en los últimos quince capítulos de los Hechos. Después de que Saulo fue derribado en el camino de Damasco, por la voz de Cristo y, de encarnizado perseguidor de los cristianos, se transformó en el más fiel de los siervos del Señor, se curó de la temporal ceguera que le aquejaba y se retiró a «Arabia», donde pasó recluido tres años. De regreso en Damasco, comenzó a predicar el Evangelio con fervor. Pero la furia de los enemigos de su doctrina creció a tal punto que, para salvar la vida, tuvo que escapar escondido en un cesto que se descolgó por la muralla de la ciudad. Se dirigió a Jerusalén, donde, lógicamente, los cristianos y los mismos Apóstoles, a quienes hacía poco perseguía, le miraban con mucha desconfianza, hasta que el generoso apoyo de Bernabé disipó sus temores. Pero no pudo quedarse en Jerusalén, puesto que el resentimiento de los judíos hacia él amenazaba con perderle y, advertido por una visión que tuvo mientras se hallaba en el templo, se refugió, durante algún tiempo en Tarso, su ciudad natal. Hasta ahí fue Bernabé para convencerle de que le acompañase a Antioquía, en Siria, donde los dos predicaron con tanto éxito, que pudieron fundar una numerosa comunidad de creyentes que, en aquella ciudad y por vez primera, se conocieron con el nombre de cristianos.

Al cabo de una estadía de doce meses, Saulo hizo su segunda visita a Jerusalén, en el año 44, junto con Bernabé, para llevar socorro a los hermanos que sufrían de hambre. Ya para entonces, todas las dudas respecto a la sinceridad de Pablo habían quedado disipadas. Después de regresar a Antioquía y, por inspiración del Espíritu Santo, él y Bernabé recibieron la ordenación sacerdotal y partieron hacia una jornada de misiones, primero a Chipre y después al Asia Menor. En Chipre convirtieron al procónsul Sergio Paulo y pusieron en ridículo al falso mago y profeta Elimas, por quien el romano se había dejado engañar. De ahí pasaron a Perga y atravesaron las montañas del Tauro para arribar a Antioquía de Pisidia; continuaron la marcha para predicar en Iconio y luego en Listra (donde al sanar milagrosamente a un tullido, se los tomó por dioses) : Bernabé era Júpiter y Pablo, Mercurio, porque era el que hablaba). Pero entre los judíos de Listra surgieron los enemigos que provocaron una rebelión contra los predicadores; apedrearon a Pablo (desde su visita a Chipre había cambiado su nombre de Saulo por el de Pablo) y lo dejaron por muerto. Sin embargo, no lo estaba y, con ayuda de Bernabé, escaparon para refugiarse en Derbe; a su debido tiempo, continuaron la marcha hacia el ambiente más tranquilo de Antioquía de Siria. En aquella primera expedición transcurrieron unos dos o tres años, puesto que, al parecer, en el año 49, Pablo fue por tercera vez a Jerusalén y estuvo presente en la asamblea, por la que se decidió definitivamente la actitud de la Iglesia Cristiana hacia los gentiles convertidos. Probablemente fue en el invierno entre los años 48 y 49, cuando ocurrió en Antioquía, el incidente, registrado en el segundo capítulo de la Epístola a los Gàlatas, de las reconvenciones hechas a San Pedro.

El lapso entre los años 49 y 52 encontró a San Pablo ocupado en la empresa de su segundo gran viaje. Acompañado por Silas, pasó de Derbe a Listra, sin preocuparse por lo que le había ocurrido ahí la primera vez; pero en esta segunda ocasión, fue cordialmente acogido por los fieles agrupados en torno a Timoteo, cuyos familiares moraban en la ciudad; por otra parte, Pablo se mostró más precavido y no dio ocasión a que los judíos se irritasen contra él y aceptó al circunciso Timoteo, cuyo padre era griego, pero por parte de madre, era judío. Junto con Timoteo y Silas, continuó San Pablo su jornada a través de Frigia y Galacia, sin dejar de predicar y de fundar iglesias. Sin embargo, no le fue posible avanzar más por la ruta que seguía hacia el norte, a causa de una visión que tuvo, en la que se le ordenaba devolverse hacia Macedonia. En consecuencia, partió desde la Tróade; al parecer, ya para entonces, el bienamado doctor San Lucas, autor de uno de los Evangelios y de los Hechos de los Apóstoles, formaba parte del grupo de viajeros. En Filipo ocurrió el interesante episodio de la joven adivina que, al paso del grupo, comenzó a vociferar: «¡Esos hombres son los servidores de Dios Altísimo!» A pesar de que aquella proclamación parecía ayudar a la causa de San Pablo, éste se volvió irritado hacia la joven y ordenó que la abandonase su espíritu de adivinación. Con aquello, la muchacha quedó desprovista de los poderes que la habían hecho famosa y, sus amos, que obtenían de ello pingües ganancias, comenzaron a lamentarse estrepitosamente y acabaron por llevar a Pablo y a Silas ante los magistrados. Los dos misioneros fueron apaleados y arrojados en la prisión, pero muy pronto, quedaron en libertad, por un milagro. No hay necesidad de describir las incidencias en cada una de las etapas de este viaje. La comitiva atravesó Macedonia, tocó Beroea, fue a Atenas y de ahí a Corinto. Se relata que, en Atenas, San Pablo pronunció un discurso en el Aerópago y tuvo ocasión de referirse y hacer comentarios, respecto al altar que se había erigido ahí, «al dios desconocido». En Corinto sus prédicas causaron profunda impresión y se dice que permaneció ahí durante un año y seis meses. Parece que, en el año 52, San Pablo partió de Corinto para hacer su cuarta visita a Jerusalén, posiblemente para estar presente en las fiestas de Pentecostés; sin embargo, su estancia fue breve, puesto que, muy pronto, le volvemos a encontrar en Antioquía.

Su tercer viaje abarcó dos años entre el 52 y el 56. Luego de atravesar Galacia, la provincia romana de «Asia», Macedonia y Acaia, retrocedió camino hacia Macedonia donde se embarcó para hacer una quinta visita a Jerusalén. Es posible que, durante este período, pasara tres inviernos en Efeso y fue ahí donde ocurrió el tumultuoso disturbio creado por Demetrio, el platero y tallador, cuando las prédicas de Pablo arruinaron los lucrativos negocios de los mercaderes en la compra y venta de las imágenes de la diosa Diana. Asimismo, se relata la forma indignada con que le recibieron los ancianos en Jerusalén y la conmoción popular que se produjo, cuando el Apóstol hizo una visita al Templo. Ahí fue detenido, maltratado y cargado de cadenas, pero tuvo oportunidad de defenderse brillantemente ante el tribunal. La investigación oficial quedó en suspenso y el reo fue enviado a Cesárea, porque se descubrió la conspiración de cuarenta judíos que habían jurado «no comer ni beber, hasta que Pablo estuviese muerto».

Su cautiverio en Cesárea duró dos años, los mismos que gobernaron el distrito los procónsules Félix y Festo, mientras que el proceso judicial aguardaba, en vista de que los gobernadores no podían encontrar prueba alguna de que el reo hubiese cometido un delito merecedor de castigo y, por otra parte, no querían hacer frente a las protestas y violencias populares, si declaraban inocente al reo odiado por los judíos. Entretanto, Pablo «apeló al César»; en otras palabras, exigió, valido en sus derechos de ciudadano romano, que su causa fuese vista por el propio emperador. Por lo tanto, el prisionero, bajo la vigilancia del centurión Julio, fue enviado a Myra y trasportado de ahí a Creta, en un barco alejandrino con un cargamento de trigo. Aquella nave, sorprendida por un huracán, naufragó frente a las costas de Malla. Tras largas demoras, San Pablo fue embarcado en otra nave que lo condujo al puerto de Puteoli y, de ahí, se trasladó por tierra a Roma. El libro de los Hechos lo abandona en este punto, en espera de su proceso ante Nerón. Desde entonces, los movimientos y la historia del gran apóstol son muy inciertos. Parece probable que fue procesado en Roma, tras un largo encarcelamiento y, declarado inocente, quedase en libertad. Hay pruebas de que todavía realizó un cuarto viaje. Algunos sostienen que visitó España, pero nosotros podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que fue una vez más a Macedonia, donde es posible que haya pasado el invierno entre el año 65 y el 66, en la ciudad de Nisópolis. Al regresar a Roma, fue de nuevo detenido y encarcelado. No se sabe con certeza si fue condenado junto con San Pedro, pero sí puede asegurarse que, en su calidad de ciudadano romano, la forma de la ejecución tenía que ser distinta. La tradición firmemente arraigada y, al parecer, digna de confianza, dice que le cortaron la cabeza, en un punto de la Vía Ostiense llamado Aquae Salviae (la actual Tre Fontane), cerca del sitio donde hoy se levanta la basílica de San Pablo Extramuros y donde se venera la tumba del Apóstol. Es creencia común que San Pablo fue ejecutado el mismo día y el mismo año que San Pedro, pero no hay pruebas ciertas sobre ello. Poco antes de su martirio, logró hacer llegar a su fiel Timoteo una emotiva carta que contenía estas famosas palabras: «Aún ahora estoy pronto al sacrificio. Sé que el día de mi tránsito está cerca. Mi sangre va a ser derramada como el vino de una copa. ¡Qué importa! He combatido la buena batalla; he consumado mi carrera. Sólo me resta recibir la corona que me dará, en el último día, el Señor, justo juez; y no sólo a mí, sino a todos los que esperan con amor su venida». 

VIDAS DE LOS SANTOS DE BUTLER

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