CONSERVANDO LOS RESTOS II
Cuadragésimo sexta entrega
QUESHEL, TERCER CAUDILLO DEL JANSENISMO
Referidas quedan las circunstancias y vicisitudes por las que se llegó a la paz Clementina (1669), que fue mirada como un triunfo de los jansenistas. Hubo muchos que poco después retractaron expresa y terminantemente el juramento con que subscribieron el formulario.
A la sombra de esa paz equívoca se propagaron las ideas jansenísticas por medio de numerosos escritos, no menos que las prácticas morales y litúrgicas de carácter rigorista, favorecidas por muchos párrocos, religiosos y obispos.
1. Arnauld y Quesnel. Primeros pasos de éste. En 1679 Luis XIV hubo de tomar medidas contra Port-Royal, excesivamente visitado, dispersando a los solitarios. Arnauld huyó a Bélgica ese mismo año, porque Luis XIV le vigilaba. Desde el destierro seguía con mirada atenta las fases de la lucha en que estaban empeñados sus secuaces y amigos. En 1662 buscó refugio más seguro en Delf, ciudad holandesa. Allí fue recibido como un enviado de Dios por el vicario apostólico Juan Neercasel, quien le confió los mejores estudiantes de teología, a fin de que trabajase en su formación. Entre esos estudiantes se contaba Pedro Codde, el futuro autor del cisma de Holanda. Principalmente ocupábase Arnauld en escribir libros como Le fantôme du Jansénisme (1683), de tendencia cismática, con injurias para la Santa Sede, y en recoger cuantos datos y noticias podía contra la Compañía de Jesús en obras como La Moral pratique des Jésuites, représentée en plusieurs histoires arrivées dans toutes les parties du monde (1690-1693), cinco volúmenes, que vienen a ser continuación de los dos que con el mismo título había escrito el portroyalista S. de Pontcháteau. Sañudamente ataca a los misioneros de la China, la India y el Japón, así como las doctrinas de cualquier maestro jesuita.
Vuelto a Bruselas, trabajó en perfecta unión con Quesnel, en cuyos brazos entregó el alma a Dios el 6 de agosto de 1694, a los ochenta y cinco de edad. Su corazón, conforme a su última voluntad, fue trasladado a Port-Royal.
Desde aquel momento, el jefe indiscutible del movimiento jansenista era Quesnel.
Pascasio (Pasquier) Quesnel nació en París en 1634. Estudió las humanidades en el Colegio de la Compañía, y después de cursar en la Sorbona la filosofía y la teología, entró en el Oratorio de Bérulle en 1657. Dos años más tarde se ordenó de sacerdote.
Ya desde entonces se dio a conocer como excesivamente propenso al rigorismo, y en 1673 retractó formalmente el juramento que años antes había hecho y repetido del formulario de Alejandro VII y de la asamblea del clero.
En 1666 fue enviado al Seminario de San Maglorio como segundo director, y allí, al par que trabó amistad con Arnauld, empezó a componer su gran obra: Réflexions morales sur le nouveau Testament, que tantas polémicas había de suscitar, y que al principio se reducía a una especie de comentario a las palabras de Nuestro Señor en el Evangelio: Las palabras de la Palabra encarnada (1668). Otro libro que publicó entonces, S. Leonis Magni Opera omnia (1675) con notas, fue puesto en el Índice. Al mismo tiempo daba conferencias en la casa de San Honorato sobre el dogma, la moral y la disciplina de la Iglesia.
Con el fin de limpiar de todo jansenismo la Congregación del Oratorio, pidió al arzobispo de París, Mons. De Harlay, que alejasen de París a Quesnel. Este hubo de retirarse en 1678 a Orleáns, luego a Mons y en seguida a Bruselas. Aquí se encontró con su amigo Arnauld.
Las Reflexiones morales, aquel librito de corto volumen, empapado en religiosa unción, había ido incrementándose en sucesivas ediciones hasta convertirse en cuatro gruesos volúmenes, saturados de herejías sobre la gracia, el libre albedrío, la redención, la predestinación, los méritos de Jesucristo, la autoridad suprema de la Iglesia, etc. Así lo publicó en 1692, 1693, 1695. Las ideas jansenistas iban tan encubiertas con el velo de la piedad y devoción, que muchos no las echaron de ver, tanto que Antonio de Noailles, obispo entonces de Chalona y que al año siguiente pasaría a ser arzobispo de París y cardenal, lo recomendó solemnemente a su clero con una entusiasta aprobación. ¡Cuántos males se originaron de aquí!
El libro obtuvo enorme difusión y aplauso. Con todo, no faltaron los perspicaces que descubrieron el error. Ya en París, cayó en la cuenta Noailles de lo imprudente de su apología, y procuró que algunos teólogos, entre ellos Bossuet, corrigiesen el libro, sin desaprobarlo. No se logró por oposición de los jansenistas.
2. Se reanuda la contienda jansenística. No todo era tranquilidad y sosiego desde la paz Clementina, pero la lucha no se reencendió propiamente hasta principios del siglo XVIII; con ocasión del caso de conciencia —otro caso de conciencia de aquellos que tanto promovían los enemigos del casuismo.
En 1701 se publicó un opúsculo, Cas de conscience, verdaderamente sensacional, que vino a soplar las viejas cenizas.
Proponía lo siguiente: un sacerdote jansenista, confesor y director espiritual de un eclesiástico, ha oído que éste, su dirigido, tiene ideas singulares y poco seguras, por lo cual le interroga sobre nueve puntos. El penitente responde: 1) Que condena las cinco proposiciones en todos los sentidos condenados por la Iglesia, pero en la cuestión de facto, es decir, si se hallan o no en el libro de Jansenio, sólo tiene una sumisión de respeto y silencio, creyendo que las decisiones de los Papas no obligan a más, aun a los firmantes del formulario… 2) Que es de opinión que todas las acciones deben ir movidas por el amor de Dios, y si no, irán manchadas con algún pecado… 3) Que el que asiste a la misa con afecto al pecado mortal comete un nuevo pecado mortal a causa de su mala disposición, contraria a la piedad y respeto que se debe a Dios en el ejercicio del culto… 4) Que lee y tiene por buenos los libros De la frecuente comunión y las Cartas de Saint-Cyran y otros autores jansenistas. El confesor no se atreve a negar la absolución a tal penitente, pero, por si acaso, eleva su consulta a los teólogos de la Sorbona.
Deliberaron sobre la cuestión cuarenta doctores, atendiendo sobre todo al primer punto, y respondieron taxativamente —entre ellos estaban Elias Dupin y Noel Alexandre— que no debía negarse la absolución en aquel caso.
Aunque el dictamen era privado, los jansenistas, gozosos, se apresuraron a lanzarlo a la publicidad con las firmas de los cuarenta doctores. Contra tan manifiesta violación de los decretos pontificios alzaron su voz de protesta algunos obispos, entre ellos Bossuet y, más que nadie, Fénelon. El Papa Clemente XI, por un Breve del 12 de febrero de 1703, condenó la respuesta sorbónica y urgió a Luis XIV a que tomase medidas enérgicas contra el jansenismo, que alzaba la cabeza con gesto revolucionario. Todos los doctores del dictamen se retractaron, menos el pertinaz Petitpied y Elias Dupin, que fueron desterrados por el rey.
Como las monjas de Port-Royal des Champs se resistiesen a someterse y rehusasen obedecer a la Bula Vineam Domini (1705), que ratificaba las censuras de Inocencio X y de Alejandro VII, declarando ser insuficiente el silencio respetuoso, se les prohibió terminantemente recibir más novicias (1706), se las puso en entredicho (1707), y, por fin, en el año 1709 Clemente XI dio permiso al monarca para trasladarlas a otros monasterios. El 27 de octubre, comisarios de Luis XIV, escoltados por guardia militar, derribaron violentamente las verjas de la abadía; poco después se veía el desfile de las quince religiosas de coro y siete legas, últimos supervivientes de la antigua comunidad, que salían en dirección a diferentes casas monásticas. La famosa abadía de Port-Royal alcanzó entonces a los ojos de los fanáticos jansenistas o jansenizantes la categoría de santuario venerando, y muchos, como madame de Sevigné, corrían en peregrinación allá, hasta que los agentes del rey hicieron demoler sus muros y su iglesia (1710).
Los jesuitas, y particularmente el P. Le Tellier, que, como confesor del rey, ejercía gran influencia en la corte, fueron acusados de la destrucción de aquel nido de sectarias. Que aquéllos no tuvieron parte en tal decreto lo ha demostrado el P. Bliard contra Saint-Simon. La culpa no estuvo sino en la testarudez fanática de aquellas 22 monjas, casi todas ancianas, enfermas e ignorantes, que se negaban a obedecer al rey y al papa.
3. Las Reflexiones morales, de Quesnel, y la Bula Unigenitus. Desde 1703, en que el capuchino P. Timoteo de la Fié-che denunció a Roma las Reflexiones morales, de Quesnel, se estaba examinando esta obra por encargo del papa.
En Francia, el jesuíta J. F. Lallemant (no confundirlo con Luis, el gran espiritual) publicó primero Le P. Quesnel séditieux (París 1704) y luego Le P. Quesnel hérétique (París 1705). Lallemant tenía amistad y correspondencia con Fénelon, arzobispo de Cambray.
El temperamento de este amable y nobilísimo Fénelon era el más opuesto al jansenismo. Sus pastorales de 1704 y 1705 ponían en claro que la distinción del derecho y del hecho abría la puerta a todas las herejías e imposibilitaba a la Iglesia la conservación del depósito de la fe. En años posteriores siguió escribiendo con el mismo espíritu, refutando el error jansenista aun en cartas dirigidas a Quesnel, por lo cual era uno de los personajes más aborrecidos de los jansenistas.
Solicitó del Papa el monarca francés una Bula condenatoria de la obra quesneliana, con tal que antes de expedirla la enviase a París para ser examinada con criterios galicanos. También el rey de España le rogó al Romano Pontífice en 1704 procediese contra el jansenismo que cundía en los Países Bajos. Clemente XI accedió, declarando en la Bula Vineam Domini (16 de julio de 1705) que no bastaba el silencio obsequioso, sino que había que rechazar como heréticas las cinco tesis con la boca y con el corazón.
Tres años más tarde, el mismo Papa, por un Breve (Universi Dominici gregis, 13 de julio de 1708)— que no fue recibido en Francia a causa de ciertas cláusulas contrarias a las libertades galicanas— prohibió la lectura de las Reflexiones morales, y mandó bajo pena de excomunión que todos los ejemplares existentes fuesen arrojados a las llamas.
La soberbia de Quesnel se rebeló, diciendo que aquel documento Pontificio era «efecto de negra intriga, obra de tinieblas y de horrible maquinación…, atentado escandaloso contra el episcopado, pieza subrepticia y de efecto nulo».
El fluctuante Noailles, arzobispo de París, influido por los jansenistas, y particularmente por P. De la Tour, general de los oratorianos, y por Renaudot, se negó a retirar su aprobación dada al libro de Quesnel, y tomó medidas violentas, impropias de un principe de la Iglesia como él era. Así, en 1711, como se hiciese propaganda en París, por las calles y aun en las paredes del palacio arzobispal, de las pastorales del obispo de Lugon y del de la Rochela, contrarias al libro, mandó que se recogiesen, prohibiendo su lectura. En 1713 suspendió a todos los jesuitas de su arzobispado, privándoles de toda jurisdicción, por creerlos autores o inspiradores de dichas pastorales. Nadie se imagine por eso que Noailles fuera jansenista; tan pronto se mostraba favorable a Quesnel como combatía la obra jansenista del segundo abad de Saint-Cyran, M. De Barcos (Exposition de la foi catholique touchant la grâce et la prédestination); era más bien veleidoso, y terco cuando sentía lastimado su amor propio.
Fatigado Luis XIV de tantos alborotos y deseando que también Noailles condenase el libro de Quesnel, rogó al Papa, ya en 1711, expidiera una Bula bien detallada, clara y terminante, que zanjase definitivamente la cuestión. Clemente XI señaló una comisión de cinco cardenales y nueve consultores teólogos (un barnabita, un servita, el jesuita P. Alfaro, un franciscano de la Tercera Orden, un franciscano observante, dos dominicos, un benedictino y un agustino) que examinasen despacio la doctrina de Quesnel. Y al cabo de dos años de largas conferencias, vencidos los muchos enredos y entorpecimientos que se le pusieron, salió por fin la famosa Bula Unigenitus (8 de septiembre de 1713).
En forma global se condenan en ella 101 proposiciones de Quesnel como falsas, o malsonantes, o perniciosas, o impías, o blasfemas, o heréticas, etc. La doctrina de Jansenio sobre la naturaleza caída y sobre la gracia retoña en estas tesis quesnelianas, pero además asoma su cabeza de víbora el error de Edmundo Richer sobre la potestad de la Iglesia, sobre la necesidad del consentimiento universal y el concepto del papa como caput ministeriale. De aquí que el jansenismo se diera la mano con el galicanismo para formar el jansenismo parlamentario.
4. Aceptantes y apelantes. Puede decirse que en toda la Iglesia una nube inmensa de testimonios —reyes, obispos, universidades— se levantó en favor de la verdad católica, proclamada por el Papa en su grave y solemne Bula. Sólo el jansenismo se encrespó rebelde, y con él aquellos elementos prevenidos contra Roma y hostiles a los jesuitas.
Luis XIV trabajó por que todos aceptasen la Bula Unigenitus. Con gran revuelo de los quesnelianos convocó una reunión extraordinaria de los obispos que se hallaban en París. Aun entre éstos hubo discrepancias. La mayoría aceptaba la condenación de Quesnel; se dividían al señalar el modo como se había de aceptar.
Los del ala derecha querían una aceptación pura y simple, sin pedir explicaciones ni darlas. El centro lo constituían muchos que, aceptando pura y simplemente la Bula, deseaban se diese a los fieles una instrucción pastoral que explicase el sentido de las proposiciones condenadas; esto lo creían conveniente para excluir las falsas interpretaciones que otros podrían dar.
Por intervención de A. G. Rohan, cardenal de Estrasburgo, estas dos facciones se unieron, formando el grupo de los aceptantes, que eran cuarenta.
Pero el ala izquierda, compuesta de nueve obispos con Noailles, rehusaba aceptar la Bula sin pedir antes al Papa una explicación del sentido condenado.
Cuando, por fin, en 1714 se redactó el acuerdo, se creyó que la minoría cedería, mas no sucedió así. Al publicarse por todo el reino la Bula Unigenitus con la pastoral colectiva de la Asamblea, la inmensa mayoría de los obispos —ciento diecisiete— no dudaron en aceptarla, y lo mismo hicieron las universidades, fuera de la de Reims, que resistió algún tiempo. Seis obispos guardaron completo silencio, y Noailles declaró que él pediría al Papa una explicación.
Clemente XI escribió al arzobispo de París lamentando que permaneciese obstinado con los jansenistas. Intentó el rey, con asentimiento del Romano Pontífice, convocar un concilio nacional, en el que compareciesen los oposicionistas con Noailles; pero la muerte de Luis XIV (1º de septiembre del año 1715) impidió esta solución y dio motivo a que, con el cambio de gobierno, reaccionase el jansenismo, siendo nombrado Noailles presidente del Consejo de Conciencia.
La Sorbona alegó que ella no había aceptado la Bula sino a la fuerza, y no pocos pretendieron obligar al Papa a explicar el sentido de la condenación. Clemente XI se mantuvo firme y amenazó a Noailles con despojarle de la dignidad cardenalicia.
Intervino Rohan, pacificador; pero cuando bajo su presidencia se celebraba una reunión de obispos y parecía próxima la concordia, cuatro obispos recalcitrantes, el de Boulogne, el de Mirepoix, el de Montpellier y el de Senez, apelaron al futuro concilio (1º de marzo de 1717). De ahí el nombre de apelantes. A ellos se adhirió la Sorbona y en secreto el arzobispo Noailles.
5. Muerte de Quesnel. Sumisión de Noailles. ¿Quién era el alma de este movimiento revolucionario y el héroe venerado por todos los jansenistas y jansenizantes? El oratoriano Pascasio Quesnel, que desde el extranjero movía los hilos de toda la trama. Residía en Bruselas, según queda dicho, hasta el año 1703, en que, por sus polémicas y a consecuencia de la reacción católica que se obró contra el caso de conciencia, fue encerrado en las prisiones del arzobispo de Malinas, por orden del rey de España, juntamente con su compañero el maurino P. Gerberon. Quesnel consiguió evadirse y corrió a refugiarse en Holanda.
Contra la Bula Unigenitus protestó vivamente: «No puede aceptarse —decía— sin condenar buena parte de los dogmas de la fe, y basta saber un poco de catecismo para ver inmediatamente que no se puede adherir a la bula en cuestión»; «seria traicionar a la Verdad y violar la justicia el condenar y proscribir las cien verdades condenadas por la bula».
Saltó de gozo cuando supo la actitud de los obispos apelantes en 1717, pero dos años después cayó enfermo, y, viéndose cercano a la muerte, firmó una profesión de fe, persistiendo en afirmar que en sus Reflexiones morales no hay cosa disconforme con la doctrina eclesiástica y renovando su apelación a un concilio, aunque detestando el cisma.
En su testamento perdona por amor de Dios y de todo corazón a todos aquellos de quienes ha recibido ofensas e injusticias y a cuantos le han acusado de errores y cismas. Murió en Amsterdam el 2 de diciembre de 1719, a la edad de ochenta y cinco años.
Aunque de carácter afable y piadoso, se obcecó en su error con terquedad increíble; desarrolló una actividad semejante a la de su amigo Arnauld, y tanto o más que Arnauld contribuyó a dar al jansenismo del siglo XVIII su carácter agresivo y revolucionario. A Quesnel se le ha hecho también responsable de la decadencia del jansenismo doctrinal y hondamente religioso, que casi desaparece para convertirse en un mero partido de oposición contra Roma y aun contra el episcopado y contra la monarquía, como se vio en la Revolución francesa.
Con la muerte de Quesnel el jansenismo quedó sin jefe. Noailles no era propiamente jansenista. Se revolvía contra la Bula Unigenitos, no porque no creyese que aquellas proposiciones condenadas eran erróneas, sino porque se imaginaba que todo iba dirigido contra él, aprobador incauto de las Reflexiones morales.
La sinceridad de su conducta queda muy malparada en el asunto de los apelantes y de su reconciliación. El Santo Oficio condenó la apelación, y los mismos apelantes fueron excomulgados por la Bula Pastoralis officii (28 de agosto de 1718). Noailles apeló también de esta Bula, y el Parlamento, que empezaba a hacer causa común con el jansenismo, no la aceptó.
Se temía un cisma dentro del clero francés. Intrigas y protestas contra Roma de parte de algunos obispos; escritos sectarios, bien pagados por los cuantiosos recursos de una caja (botte à Perette) que procedía de Pedro Nicole (+ 1695), aumentados por las cuotas y donaciones de otros jansenistas; intrusiones del Parlamento en las cuestiones religiosas; gritos revolucionarios; galicanismo y jansenismo unidos en torpe maridaje; todo esto impregna el aire de confusión y de inquietud, preparando el ambiente para una revolución contra Roma y contra el régimen político.
Gracias al abate Dubois, al cardenal Rohan y a otros obispos celosos y enérgicos, se evitó un cisma, y en 1720 se llegó a una concordia. El Parlamento hizo de la Bula ley del reino, y Noailles se comprometió a aceptarla públicamente, dirigiendo una pastoral con explicaciones a sus fieles. Hízolo dolosamente, metiendo ciertas cláusulas restrictivas que no figuraban en el ejemplar enviado al Papa, por lo cual éste hizo constar que no se daba por contento con lo hecho.
Muerto Clemente XI el 19 de marzo de 1721, le sucede Inocencio XIII, que confirma la Bula Unigenitus, y no llega a reinar tres años completos. En mayo de 1724 sube al trono de San Pedro Benedicto XIII, que también confirma la Bula.
Peor que el arzobispo de Parts se portaba el obispo de Senez, que en una pastoral de 1726 manifestaba tendencias revolucionarias y cismáticas. Juzgado por un tribunal eclesiástico, con aprobación del rey, fue suspendido de sus funciones episcopales.
Noailles, al paso que envejecía, se ablandaba. Viendo que se le acercaba la muerte, escribió secretamente al Papa (19 de julio de 1728) haciendo profesión de sumisión y obediencia a la Santa Sede. Benedicto XIII le exhortó a que la hiciera pública, y Noailles por fin se sometió públicamente el 11 de octubre de 1728, después de quince años de rebeldía; no sabemos si su retractación fue del todo sincera. Murió el 4 de mayo de 1729.
6. El convulsionismo de San Medardo. Con la desaparición de Noailles perdieron los apelantes su más fuerte sostén. También la Sorbona, reconociendo que su prestigio se había mermado notablemente por favorecer a los adversarios de Roma, quiso echar pie atrás. Un real decreto de 1729 le propuso la expulsión de los recalcitrantes. Deliberó la Facultad Teológica sobre el asunto y acordó declarar nula la apelación y cuantas manifestaciones hubiera hecho en este sentido. Casi todos los doctores se sometieron, y los que no, fueron borrados de la lista de doctores sorbónicos.
La secta jansenista no pudo menos de resentirse con tales golpes. Siguieron, sin embargo, en su ciega intransigencia algunos obispos, como los de Auxerre y Montpelíier; no pocos párrocos y ciertos religiosos, principalmente oratorianos y benedictinos de San Mauro.
Como también la autoridad del rey era contraria a la herejía y no se veía personaje de autoridad que levantase el prestigio de la secta, ésta trató de ganarse el favor popular con el recurso más aparatoso y que más conmueve a los pueblos: con los milagros.
Hacía falta un taumaturgo, y lo encontraron en el diácono francisco de París (1690-1727), que acababa de morir, después de una vida virtuosa dedicada a obras de caridad, aunque afiliado al jansenismo. Había sido enterrado en el cementerio parisiense e Saint-Médard, y en torno de su sepulcro empezaron a reunirse algunos jansenistas con otras gentes, esparciendo el rumor de que por su intercesión se obraban allí milagrosas curaciones.
Pronto las peregrinaciones se multiplicaron, y con ellas un hervidero de supercherías, gentes de ínfima clase social, hombres arruinados, mujeres sospechosas y truhanes venían a pedir favor al santo jansenista. Por sugestión o por malicia, muchos gritaban que se sentían repentinamente curados.
A las curaciones milagrosas sucedió una segunda fase más espectacular: el convulsionismo. Hombres y mujeres daban saltos, hacían contorsiones y movimientos desordenados entre los gritos y aplausos del vulgo. Había quienes proferían vaticinios y caían en éxtasis. Centenares de convulsionarios, en verdadera epidemia de psiconeurosis y de histeria, convirtieron el cementerio de Saint-Médard en teatro de las acciones más extravagantes e indecentes, tanto que ocasionaron la intervención de la policía, y el cementerio fue cerrado por orden real en 1732.
Refugiados en casas particulares y condenados por la autoridad eclesiástica del arzobispo de París, M. De Vintimille, los convulsionarios jansenistas continuaron cometiendo excesos inmorales, de lo que no hay que hacer responsables a los jansenistas más autorizados, que siempre reprobaron el convulsionismo.
7. Parlamentarismo jansenista. El Parlamento, siempre galicano y antirromano, unióse estrechamente con el jansenismo en la cuestión de Quesnel. Desde ese momento se observan dos direcciones en la secta jansenista: el jansenismo moral, vulgar, degenera en el convulsionismo de Saint-Médard, que va tomando diversas formas hasta el fareinismo o secta de flagelantes, sugestionados por la conducta anormal de Bonjour, párroco de Fareins. La otra dirección, el jansenismo superior y doctrinal, se refugia en el Parlamento galicano, resultando de esta alianza el parlamentarismo jansenista, que se resiste a toda prescripción episcopal, a las órdenes reales y a los documentos pontificios, rechazando aun la Bula de canonización de San Vicente de Paúl (1737).
Era cuestión de principios. Pero la resistencia se hizo más tenaz y violenta con la célebre cuestión de la negación de sacramentos y los billetes de confesión. Es el caso que la mayor parte del clero determinó negar los sacramentos, aun in extremis, a los apelantes obstinados o que no presentasen un billete que atestiguara se habían confesado con un legítimo sacerdote. Tal determinación fue aprobada por Benedicto XIV. Sucedió que, conforme a esta medida, murió sin sacramentos el oratoriano P. Lemére en 1752. El escándalo fue enorme. Los apelantes acudieron al Parlamento, el cual comenzó a perseguir a los sacerdotes y obispos que seguían la costumbre de exigir el billete.
Protestaron los obispos ante el rey, y Luis XV anuló el mandato del Parlamento. Este no cedió, y como el monarca se mostrase débil e indeciso, varios sacerdotes sufrieron proceso y encarcelamiento. El mismo arzobispo de París, el integérrimo y valiente Cristóbal de Beaumont, fue desterrado de la corte.
El mayor triunfo del jansenismo tuvo lugar en 1762, cuando el Parlamento, cediendo a sus impulsos antirromanos y a la filosofía anticristiana y atea de los ministros enciclopedistas, logró la supresión de la Compañía de Jesús en Francia, primer acto de la supresión general o extinción del Instituto de San Ignacio en toda la Iglesia (1773).
El fruto de esta ruidosa victoria se había de cosechar pronto en la Revolución francesa. En su cismática Constitución civil del clero le cupo buena parte al jansenismo revolucionario, que proclamaba las libertades galicanas y llevaba debajo del brazo la Enciclopedia.
8. El jansenismo en otros países. En Holanda, el jansenismo, rebelde a la Bula Unigenitus, se constituyó en iglesia cismática por obra del vicario apostólico Pedro Codde (1648-1710), antiguo discípulo de Arnauld. Más adelante, el llamado Cisma de Utrecht se adhirió fervorosamente al conciliábulo de Pistoya, y todavía en 1854 protestó contra la definición dogmática de la Inmaculada y en 1870 contra la definición de la infalibilidad pontificia. En 1907 contaba con 27 parroquias, 31 sacerdotes y 8.573 fieles.
Del jansenismo italiano algo se ha dicho al tratar del sínodo o conciliábulo de Pistoya (proscrito por la Bula Auctorem fidei, de 28 de agosto de 1794). Precisemos algunas ideas.
Es preciso convenir con G. Mantese en que el jansenismo asume en Italia caracteres propios. «No es ciertamente el jansenismo clásico de Jansenio y de Saint-Cyran el importado en Italia, ni siquiera el de Arnauld, sino el quesnelianismo del siglo XVIII, fraccionado en mil cuestiones religioso-políticas, devoto y obsecuente al galicanismo parlamentario, enemigo declarado de los jesuitas, del absolutismo eclesiástico y en algún momento también del civil.
En Italia, como en Francia, este tardío jansenismo es más activo en el campo político y en la defensa de las prerrogativas del gobierno, con perjuicio de los sagrados derechos de la Santa Sede, que no en el campo religioso-doctrinal… Ciertamente parece exagerado lo que dice Ettore Rota, cuando supone que el jansenismo italiano deriva de los enciclopedistas más que de los apelantes franceses, y constituye con la masonería la primera fuente del Risorgimento italiano… Es necesario notar aquí que en Italia, junto a la corriente de los enciclopedistas, que desembocó en el jacobinismo de la Revolución francesa, había una corriente más moderada de la Ilustración, que aborrecía el deísmo y el ateísmo y que, amando la religión, pretendía conducirla a su primitiva pureza por medio de reformas realizadas por los príncipes, corriente iluminística que, al sobrevenir la revolución, participó de sus ideales de libertad y de igualdad, aunque manteniendo una línea de conducta que desaprobaba los errores del jacobinismo fanático. A esta corriente moderada de la Ilustración, más que a los errores de Jansenio y Saint-Cyran, se adhirieron nuestros jansenistas italianos»
Confaloniero de todos ellos es el teólogo Pedro Tamburini (1737-1827), inspirador del sínodo de Pistoya y polemista batallador. A su lado estuvo combatiendo José Zola (1739-1806), de carácter más reflexivo y de no menor influencia en los círculos jansenistas. Bien conocido es el obispo de Pistoya, Escipión Ricci, y a su lado el arzobispo de Tarento, José M. Capecelatro, y el obispo de potenza, Juan Andrés Serrao. Ricci, severo reformador, profesaba el febronianismo; los otros dos prelados, meridionales y volcánicos, han podido ser definidos como «dos auténticos anticlericales de mitra y pastoral».
Lo más doloroso fue que el jansenismo lograse hacer su nido en la misma Roma, especialmente durante el pontificado de Benedicto XIV. Dos purpurados, principalmente, favorecían la corriente jansenista: el cardenal Domingo Passionei (1682-1761), que en su lujosa villa o eremitaggio de Camaldoli, junto a Frascati, pasaba gran parte del año entre amigos y literatos leyendo a Voltaire, recreándose con las Provinciales de Pascal y maquinando contra los jesuitas; y el cardenal Mario Marefoschi (1714-1780), amigo de Passionei, pero de vida mucho más austera, a cuya biblioteca venían de vez en cuando Tamburini y Zola con otros amigos jansenistas.
Entre éstos descollaba el erudito, filósofo y arqueólogo Juan Gaetano Bottari (1689-1775), profesor de historia eclesiástica en la Sapienza y subprefecto de la Biblioteca Vaticana, tan amigo de Passionei y de Benedicto XIV como enemigo de los jesuitas. Por medio de Bottari entró en la familiaridad del Papa y del magnífico cardenal otro erudito de vida sacerdotal y sin mácula, Pedro Francisco Foggini (1713-1783), crítico y teólogo de rígida tendencia agustinista, que también pagó tributo al jansenismo.
Eran muchos en Roma los del clero secular, y no menos los del regular, que estaban tachados de jansenistas y se reunían en tertulias para murmurar —cuando más no podían— de sus enemigos los jesuitas.
Tres son los círculos más famosos en la literatura de la época: el círculo del Archetto, en el palacio Corsini del Transtévere, presidido generalmente por Bottari; el de la Vallicella, o de los oratorianos, en la Chiesa Nuova, y el del Quirinal, en el palacio de la Consulta, residencia de Passionei cuando no se hallaba en su villa.
Se ha dicho, y con razón, que el jansenismo, sombrío y misterioso originariamente, no hubiera hallado favorable acogida en el espíritu italiano de no haberse presentado bajo la veste de un partido eminentemente jurisdiccionalista.
Lo mismo se puede afirmar, y con mayor exactitud aún, del escaso y pobre jansenismo español, acerca del cual, por confundirse casi enteramente con el regalismo, bastará remitirnos a lo que allí queda expuesto.
LLORCA, GARCIA VILLOSLADA, MONTALBAN
HISTORIA DE LA IGLESIA CATÓLICA
Primer entrega: LAS GRANDES HEREJÍAS ¿Qué es una herejía y cuál es la importancia histórica de ella?
Segunda entrega: La herejía en sus diferentes manifestaciones
Tercer entrega: Herejías durante el siglo IV. El Concilio de Constantinopla (381)
Cuarta entrega: Grandes cuestiones dogmáticas. San Agustín. Pelagianismo y semipelagianismo
Quinta entrega: El semipelagianismo
Sexta entrega: Monofisitismo y Eutiques. San León Magno. Concilio cuarto ecuménico. Calcedonia (451)
Séptima entrega: Lucha contra la heterodoxia. Los monoteletas
Octava entrega: Segunda fase del monotelismo: 638-668
Novena entrega: La herejía y el cisma contra el culto de los íconos en oriente
Décima entrega: El error adopcionista
Undécima entrega: Gotescalco y las controversias de la predestinación
Duodécima entrega: Las controversias eucarísticas del siglo IX al XI
Decimotercera entrega: El cisma de oriente
Decimocuarta entrega: El cisma de oriente (continuación)
Decimoquinta entrega: La lucha de la Iglesia contra el error y la herejía
Decimosexta entrega: Herejía de los Cátaros o Albigenses
Decimoséptima entrega: Otros herejes
Entrega especial (1era parte): La inquisición medieval
Entrega especial (2da parte): La inquisición medieval
Vigésima entrega: La edad nueva. El Wyclefismo
Vigésimo primera entrega: El movimiento husita
Vigésimo segunda entrega: El movimiento husita (cont.)
Vigésimo tercera entrega: El pontificado romano en lucha con el conciliarismo
Vigésimo cuarta entrega: Eugenio IV y el concilio de Basilea
Vigésimo quinta entrega: La edad nueva. El concilio de Ferrara-Florencia
Vigésimo sexta entrega: Desde el levantamiento de Lutero a la paz de Westfalia (1517-1648). Rebelión protestante y reforma católica
Vigésimo séptima entrega: Primer desarrollo del luteranismo. Procso y condenación de Lutero
Vigésimo octava entrega: Desarrollo ulterior del movimiento luterano hasta la confesión de Augsburgo (1530)
Vigésimo novena entrega: El luteranismo en pleno desarrollo hasta la paz de Ausgburgo
Trigésima entrega: Causas del triunfo del protestantismo
Trigésimoprimera entrega: Calvino. La iglesia reformada
Trigésimosegunda entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo
Trigésimotercera entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo (cont,)
Trigésimocuarta entrega: Movimientos heterodoxos y controversias. Los disidentes
Trigésimoquinta entrega: Las sectas sismáticas orientales
Trigésimosexta entrega: La iglesia y el absolutismo regio
Trigésimo séptima entrega: España y Portugal. El regalismo
Trigésimo octava entrega: El imperio alemán. Febronianismo y Josefinismo
Trigésimo novena entrega: La Iglesia y los disidentes
Cuadragésima entrega: El jansenismo
Cuadragésima primer entrega: El jansenismo, continuación.
Cuadragésima segunda entrega: En plena lucha jansenista
Cuadragésima tercera entrega: Aspecto moral del jansenismo
Cuadragésima cuarta entrega: Blas pascal, abanderado del jansenismo
Cuadragésima quinta entrega: Blas Pascal, abanderado del jansenismo, continuación