CONSERVANDO LOS RESTOS II
Cuadragésimo quinta entrega
BLAS PASCAL, ABANDERADO DEL JANSENISMO
Continuación….
6. Devoción a la Virgen. Restricción mental. Atricionismo. Pascal sabía escoger los temas; iba dejando los graves problemas del principio para descender a casos prácticos que interesan a todo el mundo, tanto más graciosos y amenos cuanto más ligeramente tratados con su salsa de burlas.
La nona provincial (De Paris, ce 3 juillet 1656) trata «de la falsa devoción que los jesuitas han introducido para con la Santísima Virgen; de las facilidades inventadas por ellos para salvarse sin trabajo, entre las dulzuras y comodidades de la vida; expone sus máximas sobre la ambición, la envidia, la gula, los equívocos y restricciones mentales, las libertades permitidas a las muchachas, los trajes de las mujeres, el juego, el precepto de oír misa».
Materia fecunda y tentadora para cualquier satírico y humorista.
Las principales burlas y sátiras caen sobre el libro del P. Pablo de Barry (Le paradis ouvert—Philagie par cent dévotions—à la mère de Dieu, aisées à practiquer, Paris 1636), el cual promete la salvación, según Pascal, a cuantos practiquen estas fáciles devociones: «Saludar a la Santísima Virgen al encontrarse con sus imágenes; recitar el rosarito de los diez gozos de Nuestra Señora; pronunciar frecuentemente el nombre de María; encargar a los ángeles que le hagan reverencia de nuestra parte; desear construirle más iglesias que cuantas levantaron todos los monarcas juntos; saludarla todos los días a la mañana y a la tarde; decir todos los días el avemaria en honor del Corazón de María…»
Devociones, como se ve, tal vez demasiado ingenuas, infantiles, populares, pero en ningún modo despreciables. San Bernardo y San Buenaventura y otros muchos Santos no hubieran tolerado la sátira pascaliana en este punto.
No bastan, claro está, esas prácticas para salvar a nadie; pero ¡a cuántos les habrán puesto en camino de salvación!
Pascal rechaza las devociones en nombre de la devoción esencial. Los jansenistas nunca se distinguieron por la devoción a la dulce Madre de Dios, devoción que, si a nosotros nos parece la más tierna, amorosa y confiada, para el abad de Saint-Cyran era «terrible».
No se fíe el lector de Pascal cuando éste afirma que los ascetas jesuitas prometen la salvación al que practique aquellas devocioncillas, por más que descuide los grandes deberes del cristiano. Bien clara es la intención de esos autores de exhortar a lo fácil, a fin de que por ello alcance el pecador gracia, para cumplir sus deberes fundamentales.
Del mismo modo que al P. Barry, satiriza al P. Pedro Le Moyne por su libro La devotion aisée (Paris 1652), que obtuvo muchas ediciones y fue vertido al italiano; libro que, según Brémond, «no hace sino parafrasear algunos capítulos de la Introducción a la vida devota», con el mismo espíritu y doctrina, aunque con menos unción.
Viene luego a las restricciones mentales que los jesuitas aconsejan para poder cometer sin pecado todos los perjurios; v. gr., si te preguntan: ¿Has hecho tal cosa?, puedes responder con tranquila conciencia: No (con tal que en voz baja digas: el día de hoy o antes de ayer). —¿Lo juras? —Lo juro. —¿Juras que en tal negocio contribuirás con tu capital? —Juro (y en voz baja: que digo) que contribuiré.
Es curioso advertir aquí que no hay herejes que hayan abusado tanto de la restricción mental, en juramentos de fe, como los jansenistas. Y el mismo Blas Pascal usó de semejante restricción en la carta 16ª, porque, habiendo lanzado sus adversarios la idea de que el autor ignoto de las Provinciales tenía que ser uno de Port-Royal, trató de despistar al público con estas terminantes palabras: Je ne suis pas de Port-Royal. ¿Y cómo podía decir eso con verdad él, que solía pasar temporadas en Port-Royal, viviendo entre aquellos solitarios amigos suyos, uno de los cuales, A. Singlin, era su director espiritual, y otros dos, Arnauld y Nicole, colaboraban tanto en la composición de las Provinciales, preparándole la materia y corrigiendo luego el escrito, que bien pueden llamarse coautores? Insistían los jesuitas en que el que se ocultaba bajo el seudónimo Luis de Montalte no era sino un secretario de Port-Royal. ¿Y cómo podía negarse esto sino usando de un equívoco y de una restricción mental? «Si todas las Provinciales fueran tan verdaderas como esta aserción —escribe un autor tan benévolo como Sainte-Beuve—, habría que admirarse de que De Maistre haya puesto al lado del Menteur de Corneille lo que él llama Les Menteuses de Pascal»
Y Ernest Havet comenta: «Si Pascal no es a la letra y absolutamente de Port-Royal, lo es por muchos capítulos; lo es sobre todo por el corazón. El rebajarse a tal equívoco debe debilitar la fuerza de su requisitoria contra las restricciones mentales».
Donde aparece el jansenista típico es en la décima provincial (De Paris, ce 2 août 1656). Allí Pascal desfoga toda su furiosa incomprensión contra las supuestas «mitigaciones de los jesuitas al sacramento de la Penitencia, con sus máximas concernientes a la confesión, satisfacción, absolución, ocasiones próximas de pecar, contrición y amor de Dios».
Se indigna contra la doctrina de la atrición, que, a su juicio, dispensa de amar a Dios, en lo cual revela una mentalidad rabiosamente janseniana y palmariamente antitridentina, por rigurosamente contricionista.
Dice: «La licencia que se toman para transgredir las reglas más santas de la vida cristiana llega hasta la destrucción completa de la ley de Dios. Violan el gran mandamiento que comprende la ley y los profetas. Atacan a la piedad en el corazón, quitándole el espíritu que da la vida; dicen que el amor de Dios no es necesario para la salvación, y hasta pretenden que esta dispensa de amar a Dios es la ventaja que Jesucristo trajo al mundo. Es el colmo de la impiedad. El precio de la sangre de Jesucristo, ¿será obtener la dispensa de amarle? Antes de la Encarnación había obligación de amar a Dios; pero después que Dios ha amado tanto al mundo, que le ha dado su Hijo unigénito, el mundo rescatado por Él ¿estará desobligado de amarle? Extraña teología de nuestros días… He ahí el misterio de la iniquidad cumplido. Abrid, en fin, los ojos, Padre mío, y si los demás descarríos de vuestros casuistas no os han impresionado, que estos últimos, tan excesivos, os hagan echar pie atrás».
Ante tan extraña teología, ¿cómo el científico Pascal no se puso a averiguar en las genuinas y legítimas fuentes la verdad de una acusación que de otro modo resultaba atrozmente calumniosa? Es muy edificante enarbolar el amor a Dios conculcando el amor al prójimo. Da pena ver a un hombre tan extraordinario y genial apelar de ese modo a lo patético y sacar las cosas de quicio por seguir ciegamente la inspiración de sus dos musas, Arnauld y Nicole.
La voz de Pascal resonó en todas las naciones católicas, y aun el día de hoy halla eco en muchas partes.
7. Réplicas de los jesuitas. Pascal a la defensiva. El triunfo parecía ya conseguido. Los jansenistas se relamían de gozo experimentando el cambio que en muchos se iba obrando, los cuales empezaban a tenerles a ellos por los defensores del puro y auténtico cristianismo, y a los jesuitas por corruptores de la verdadera piedad. No pocos curas de París, de Rouen y de otras ciudades, así como varios obispos, se declaraban en contra de los casuistas.
Tal vez Pascal pensó en colgar su pluma en la espetera, ya que el tema dogmático estaba agotado y el moral no daba más de sí. Pero entonces arreciaron los escritos de los jesuitas contra el autor de las cartas y le movieron a éste a defenderse.
Ya después de la tercera y de la quinta provincial se habían publicado algunas réplicas de plumas no jesuíticas. Después de la séptima, el P. Claudio de Lingendes, viendo a su Orden cada día más desprestigiada ante el público de París, determinó salir en su defensa con la Première réponse aux lettres que les jansénistes publient contre les jésuites.
En ella manejaba estos argumentos:
1) Los autores de las cartas son jansenistas y, por lo tanto, herejes; esto debería bastar,
2) Las doctrinas que los jesuitas han escrito solamente para los doctores, a quienes no podrían hacer daño, esas mismas —pero deformadas— son expuestas ahora en lengua vulgar a personas que no pueden distinguir lo verdadero de lo falso.
3) Estas cartas no ofrecen de nuevo más que una narración digna de un farsante; son obra de un destrozador de la teología moral, que habla de ella con fastidiosa importunidad.
4) El autor miente muchas veces con desvergüenza; hace decir a los jesuitas lo que jamás han dicho, y mutila los pasajes.
5) En materia muy grave y digna de respeto emplea un estilo satírico y chocarrero.
6) El error o equivocación de uno lo atribuye a todos los jesuitas, y los aciertos y cosas bien dichas por muchos de ellos se los calla como si nada significaran.
En fin —concluía demasiado confiadamente—, «los sabios se burlan de estas cartas, las gentes de bien las detestan, los sencillos se escandalizan, los herejes las aplauden, los libertinos las alaban, los bufones encuentran aquí su propio estilo; por lo demás, los jesuitas darán su respuesta, la Iglesia su censura, los magistrados su castigo».
Los jesuitas, sí, respondieron una y otra vez, especialmente el P. Nouet, insistiendo en el inconveniente de hablar con poca seriedad de las cosas santas y calificando a las Provinciales de peligrosas para la fe y las costumbres.
Pascal sintió dolorosamente en su carne las flechas de estas acusaciones, que le pintaban con colores de impío y de hereje. Comprendió que tenía que defenderse, y, en efecto, se le ve cambiar de tono y de actitud. Por primera vez retrocede en la batalla. No abandona del todo el tono irónico, pero su ironía ya no es burlona; es una ironía que sangra de indignación.
En adelante no van dirigidas las cartas «à un provincial de ses amis», sino «aux Révérends Pères Jésuites»; así de la 11ª a la 16ª; la 17ª y la 18ª, al P. Annat.
8. Últimas cartas. El 18 de agosto de 1656 firma Pascal su undécima carta. En ella se defiende enérgicamente de haber ridiculizado las cosas santas. La seriedad jansenística se subleva en su corazón.
¿Acaso son cosas santas las extravagancias de los casuistas. ¿No se burlaron los Santos Padres de los errores ridículos? En cambio, ¿no es burlarse de las cosas santas la manera de hablar del P. Binet en su Consolación de los enfermos, y del P. Le Moyne en su Devoción fácil y en sus Pinturas morales, particularmente en el libro VII, titulado «Elogio del pudor»? ¿No están los escritos de los jesuitas llenos de calumnias, y el P. Brisabier no ha calumniado a las religiosas de Port-Royal? ¿Y no han deseado la condenación de sus adversarios?
El 9 de septiembre escribe la duodécima carta, rechazando las imposturas que el P. Nouet le atribuye y acumulando textos para demostrar que los jesuitas dispensan a los ricos de hacer limosnas y que favorecen la simonía, acusaciones lanzadas también en cartas anteriores. Nouet contesta con nuevos escritos, vigorosos y claros, achacándole otras imposturas, y Pascal, en la carta 13ª (30 de septiembre) y en la 14ª (23 de octubre), pretende justificarse, insistiendo monótonamente en lo que antes dijo sobre las máximas de Lessio, Escobar, Henríquez, Regnault, Filliucci y otros de la Compañía, concernientes al homicidio para vengar una ofensa.
También el P, Morel (con seudónimo) publica en Lyón una Réponse générale a l’auteur des lettres qui se publient depuis quelque temps contre la doctrine des jésuites, invitándole a la paz y a emplear su pluma en contra de los impíos, herejes y libertinos.
Pascal no escucha la invitación, y en nueva carta, fechada el 25 de noviembre, replica airadamente que los calumniadores son los jesuitas, cuyas calumnias crecen de día en día; por eso no hay que creerles nada de lo que dicen contra las Provinciales. «Vuestra intención, Padres míos, es mentir y calumniar, y acusáis a vuestros enemigos con plena deliberación de crímenes que sabéis no han cometido, porque vosotros creéis que podéis hacerlo sin perder el estado de gracia».
Sigue en la carta 16ª (del 4 de diciembre) defendiéndose del cargo de impostor, y se eleva con calurosa elocuencia para rechazar indignado las violentas acusaciones del P. Bernardo Meynier (Port-Royal et Genève d’intelligence contre le très saint sacrement de l’autel, Poitiers 1656), que presentaba a Saint-Cyran, Arnauld y Pascal como perfectos calvinistas. Termina excusándose de la largura de la carta, pues no ha tenido tiempo para hacerla más corta, pensamiento ingenioso, aunque no original.
En las últimas apunta veladamente el temor de que sus adversarios arranquen a la autoridad una medida de violencia contra el autor de las Provinciales y contra los impresores que las estampaban clandestinamente. No hubo decreto, pero sí una ordenanza o bando del lugarteniente civil prohibiendo imprimir cosa alguna sin privilegio y sin nombre de autor, Eran muchos los que anhelaban la continuación de las cartas, y Pascal, despreciando la ordenanza pública, prosiguió su tarea, apoyado por los de Port-Royal.
La 17ª (23 de enero de 1657) y la 18ª (24 de marzo) se dirigen personalmente «Au Révérend P. Annat, Jésuite». Había este Padre participado en la polémica, publicando, entre otras cosas, La bonne foi des jansénistes en la citation des auteurs (Paris 1656), contra «el secretario de Port-Royal», queriendo probarle que «lo que los jansenistas llaman la moral de los jesuitas es lo mismo que la moral de los sorbonistas, de los tomistas, de los escotistas, de los teatinos», etcétera, y empeñándose principalmente en demostrar la mala fe de Pascal cuando falsificaba los textos. Al fin le decía: «Dediqúese más bien a componer comedias y farsas, pues un espíritu burlón como el suyo es el más propio para tal empleo… Dícese por ahí esta frase: «Es mentiroso como un jansenista». Cuidado, no sea que para señalar a un hombre que atribuye y cita falsedades haya que decir: «Es impostor y falsario como un jansenista».»
Al P. Annat se le temía, no sólo por sus escritos contra Arnauld y Pascal, sino porque era confesor del rey y podía mucho con las autoridades civiles y religiosas; mérito del P. Annat fue el haberle llevado a Pascal al terreno dogmático, donde el libelista no asentaba bien el pie.
En la misma impresión de los pliegos de la carta 17ª tuvo Pascal grandes dificultades, porque la policía inspeccionaba librerías e imprentas. «En el libro que acabáis de publicar —escribe acerbamente irritado— me tratáis de hereje, en tal forma que no se puede sufrir, y me haría sospechoso si no respondiese como un reproche de tal naturaleza se merece».
A la acusación de que los de Port-Royal son herejes porque se aferran a las cinco tesis, contesta: «Yo no soy de Port-Royal». «Y aunque Port-Royal defendiese esas doctrinas, yo os declaro que nada podríais concluir contra mí, porque yo, gracias a Dios, no estoy apegado a nadie en la tierra, si no es a la sola Iglesia católica, apostólica y romana, en la cual quiero vivir y morir, y en la comunión con el papa, su soberano jefe, fuera de la cual estoy persuadidísimo de que no hay salvación».
Lástima que tras una confesión de fe tan hermosa recaiga en la distinción jansenística afirmando: «Es de fe que las cinco proposiciones condenadas por Inocencio X son heréticas, pero nunca será de fe que sean de Jansenio».
Apela a la historia eclesiástica para sostener su posición con hechos sobre los cuales erraron los Papas, y confunde miserablemente el mero hecho histórico, sin relación esencial con el dogma, con el hecho que los teólogos llaman dogmático. Insiste en que los Papas y los Concilios no son infalibles in quaestione facti, porque en estas cuestiones no hay más juez que los sentidos y la razón. «De todos modos, aquí no diremos que el papa se ha engañado —lo cual es penoso y desagradable—, sino que vosotros, los jesuitas, habéis engañado al papa, lo cual a nadie escandalizará, pues os conocen bien».
Pero el P. Annat, infatigable, sigue urgiendo, y lo que es más grave, el Papa Alejandro VII declara que las cinco proposiciones han sido condenadas como expresión fiel del sentido de Jansenio. Esta Bula pontificia del 16 de octubre de 1656 se recibe en París el 17 de marzo de 1657, cuando Pascal trabaja en la carta 18ª.
La Asamblea del Clero impone su formulario de fe. Pascal en su última carta (24 de mayo de 1657) redobla sus esfuerzos por librar a los jansenistas de la nota de herejía; su doctrina es la misma que por entonces sostenía Arnauld. Serían herejes los jansenistas si no condenasen las cinco proposiciones, mas no cuando niegan que sean de hecho de Jansenio, aunque lo asegure el Papa. «Todas las potencias del mundo no pueden por autoridad persuadir un punto histórico ni cambiarlo; no hay nada que pueda hacer que haya sucedido lo que no sucedió». Los jansenistas son, pues, «católicos en lo del derecho, razonables en lo del hecho e inocentes en lo uno como en lo otro».
9. ¿Por qué se interrumpieron las «Provinciales»? Pascal preparaba la 19ª carta y aun pensó en la 20ª, pero es lo cierto que con la 18ª acabó su polémica. ¿Por qué motivos o razones?
Piensa Jovy que se sentía cansado y herido de los golpes del adversario.
Ciertamente el rumor de que Pascal era hereje iba creciendo entre los lectores de las réplicas jesuíticas, y esto le dolía en el alma, como un aguijón envenenado. Acaso temió incurrir en algo más que censuras eclesiásticas cuando el Parlamento de Aix condenó a ser quemadas por mano del verdugo las 17ª primeras cartas provinciales (febrero 1657). También le impresionarían los avisos de ciertos jansenistas austeros, como A. Singlin, que estimaban poco cristiano ese modo de defender a Port-Royal. El moderno jansenista A. Gazier opina que la razón verdadera fue que se negociaba entonces una paz entre los jansenistas y la Iglesia, y no convenía polemizar ni exasperar más las pasiones. No consta.
Las Cartas Provinciales, como se las llamó poco exactamente, publicadas sin censura y en forma primero anónima, después bajo seudónima, se coleccionaron inmediatamente en un volumen, que vio la luz sin dificultad en país calvinista, con el siguiente título: Les Provinciales ou lettres écrites par Louis de Montaite à un provincial de ses amis et aux RR. PP. Jésuites sur le sujet de la morale et de la politique de ces Pères (Colonia, falso, en vez de Amsterdam, 1657).
El mismo año se hizo una traducción inglesa, y al siguiente salió la traducción latina, con notas explicativas: Ludovici Montalti litterae provinciales de morali et política iesuitarum disciplina a Wilhelmo Wendrockio Salisburgensi theologo e gallica in latinam linguam translatae et theologicis notis illustratae (Colonia, en realidad Amsterdam, 1658). Ese Guillermo Wendrockio no era otro que el tímido N. Nicole, que así esquivaba las censuras de Roma.
También en Colonia, en 1658, se dice impresa la traducción española, hecha por un tal Gracián Cordero, de Burgos, que probablemente era un jansenista francés hispanizante, cuando no un judío.
10. ¿Qué pensar de las «Provinciales»? Lo que piensa la Iglesia podemos deducirlo del hecho de haberlas condenado el 6 de septiembre de 1657, al ponerlas en el Índice de libros prohibidos por decreto de Alejandro VII. También la Inquisición española las condenó como heréticas y calumniosas. En París sufrieron la pena ordenada por el derecho de entonces para los libros heréticos y libelos difamatorios: la del fuego (14 de octubre 1661). Y antes hemos aludido al decreto del Parlamento de Provenza (9 de febrero de 1657) contra el autor de las Provinciales, «cartas repletas de calumnias, falsedades, suposiciones y difamaciones contra la Facultad de la Sorbona, dominicos y jesuitas, para hundirlos en el desprecio y turbar con escándalo la tranquilidad pública», por lo cual se manda que dichos «libelos infamatorios sean quemados por el ejecutor de la alta justicia, con prohibición a todos los impresores de venderlos bajo pena de galera».
Literariamente, creo que se las ha estimado en más de lo que valen, desde Boileau, que las tiene por la obra en prosa más perfecta de la lengua francesa, hasta Chateaubriand, que las califica de «una mentira inmortal».
Interesará oír a Voltaire y De Maistre, dos polos opuestos en religión y en todo.
Dice Voltaire: «Se intentaba por todos los medios hacer odiosos a los jesuitas. Pascal hizo más: los puso en ridículo. Sus Lettres Provinciales, que aparecieron entonces, eran un modelo de elocuencia y de donaire. Las mejores comedias de Moliere no tienen más sal que las primeras provinciales. Bossuet no tiene nada más sublime que las últimas. Es verdad que todo el libro descansa sobre un fundamento falso. Se atribuye injustamente a toda la Compañía las opiniones extravagantes de ciertos jesuitas españoles y flamencos. Iguales se podrían haber desenterrado entre los casuistas dominicos y franciscanos, pero era a los jesuitas a quienes únicamente se odiaba».
Y José de Maistre: «Ningún hombre de gusto podrá negar que las Lettres Provinciales sean un lindo libelo que hace época en nuestra literatura, puesto que es la primera obra verdaderamente francesa que se haya escrito en prosa. Pero yo creo también que gran parte de su fama se debe al espíritu de facción, interesado en hacer valer la obra, y más aún a la cualidad de los hombres a quienes ataca… Si las Lettres Provinciales, con todo su mérito literario, hubieran sido escritas contra los capuchinos, hace tiempo que no se hablaría de ellas… La monotonía del plan es un gran defecto de la obra… La extremada aridez de la materia y la imperceptible pequeñez de los escritores atacados en estas cartas hacen este libro bastante difícil de leer». Y en otra parte dice que «se bosteza admirándolas».
Históricamente hay que hacerles el reproche de la inexactitud, por no decir de la mentira. Pascal tiene una excusa, y es su ignorancia (aunque él no admite que la ignorancia excuse de pecado). No era teólogo dogmático ni moral, y escribía de las más arduas cuestiones según lo que le dictaban en Port-Royal. Cita los autores y los comenta y ridiculiza, muchas veces sin haberlos hojeado ni entendido. Preguntado una vez si los había leído, respondió que a Escobar, sí, lo había leído dos veces todo entero (la principal de sus obras morales consta de siete volúmenes en folio, no fáciles de leer en el escaso tiempo de que disponía Pascal); de los demás no había hecho más que verificar por sí los textos aislados que le presentaban sus amigos. Pero se ha demostrado que ni a Escobar lo conocía íntegramente. Pascal ignoraba, seguramente, que el P. Antonio de Escobar y Mendoza, una de las cabezas de turco de las Provinciales, publicó nada menos que 32 grandes volúmenes de cuestiones en todo o en parte morales.
«Este austero religioso, que hasta los ochenta años no se había dispensado nunca de la observancia rigurosa de los ayunos de la Iglesia; este celoso misionero, cuyo apostolado se ejerció con preferencia, durante cincuenta años, en los hospitales y prisiones, recogió en sus libros los resultados de su larga experiencia, los cuales intentó corroborar con las opiniones de doctores autorizados. Se ha podido anotar en sus escritos alguna nota poco exacta, algún argumento poco sólido, alguna solución demasiado condescendiente con la flaqueza humana; pero la obra de Escobar, tomada en su conjunto, hace honor a la ciencia moral, y tan sólo basándose en textos mutilados se le han podido achacar máximas escandalosas o ridículas».
Algo semejante se podría decir de casi todos los demás, a quienes cita mal e interpreta peor.
No hay que olvidar, con todo, que entre los mismos jesuitas hubo excesos que merecieron el reproche de los buenos teólogos y de la Santa Sede. Los moralistas de aquella época fueron infinitos, y no todos pueden hombrearse con figuras tan altas como Lugo, «el mayor moralista después de Santo Tomás», a juicio de San Alfonso de Ligorio, ni con Tomás Sánchez, Laymann, Azor, Sa, Castropalao, Busen-baum y otros de la misma Orden.
El exceso de los que propendían al laxismo, como Bauny, pudo proceder de cierta relajación de los criterios morales que se notaba en casi todas partes, y concretamente del casuismo, que se imponía en todas las ciencias como una necesidad de aplicar los grandes principios a los casos concretos. En moral, la casuística es tan necesaria como en medicina, en derecho, en política. Y desde los comienzos del Renacimiento se cultivó preferentemente, como todo lo psicológico y humano. Ya en el siglo XIII encontramos la casuística en la Summa de casibus paenitentiae, de San Raimundo de Peñafort, O. P.; en el siglo XV, en la Summula confessorum, de San Antonino de Florencia, O. P., y a principio del XVl, en la Summa summarum, del dominico Silvestre Prierias.
Si entre los casuistas del XVII hubo quienes se excedieron, inclinándose al laxismo, no fue defecto de solos los jesuitas, ni fueron éstos los más censurables. Pascal podía haber encontrado otros nombres que le hubieran dado mayor motivo de crítica. ¿Por qué no lo hizo? Ahí estaban el presbítero Juan Sánchez, los teatinos Marco Vidal y Antonino Diana, el dominico Miguel Zanardi, el cisterciense Caramuel, los carmelitas Casiano de San Elías y Leandro del Santísimo Sacramento, el clérigo regular Zacarías Pasqualigo, Tomás Hurtado, de los clérigos regulares menores, y otros que pasan por los más benignos entre los laxistas.
Pensaba Pascal que la raíz y origen del laxismo estaba en el probabilismo, en lo cual andaba muy errado. Es cierto que este sistema se hallaba entonces en formación y pudo alguna vez explicarse torcidamente. Pero la Iglesia, que condenó tantas veces al laxismo, nunca censuró la doctrina probabilista.
11. Resultado de las «Provinciales». Empecemos por decir que las refutaciones de las Provinciales influyeron en el mismo Pascal, mas no en el público. La mejor, sin duda, la más legible, fue la del P. Gabriel Daniel, buen literato e historiador, que le puso por título Entrétiens de Cleandre et d’Eudoxe sur les Lettres au provincial (Colonia 1694); pero, aunque escrita en elegante estilo, llegó tarde y aun provocó polémicas, v. gr., con el benedictino Petit-Didier.
De una manera más exacta y positiva, a mediados del siglo XIX, el abate Maynard fue detallando minuciosamente todos los errores y falsificaciones que contiene el texto de las Provinciales. Y más recientemente, el crítico, poeta y novelista Rémy de Gourmont, en su Chemin de velours (París 1902), hace de ellas a su manera una refutación racional y filosófica.
Emprendidas para salvar del anatema al jansenismo, las Provinciales no consiguieron su fin primario. Lo único que lograron fue entretener un poco a la opinión, echando una capa al toro de la condenación pública y distraerla un momento con el trapo rojo de la moral jesuítica.
Y ciertamente consiguieron el descrédito de la Compañía de Jesús en los centros intelectuales y en buena parte del clero y de la burguesía. Muchos se abstuvieron de dar fe a lo que afirmaba Pascal, pero, aun reconociendo la exageración del libelista, se quedaron con que «¡Algo habrá!» Y a fuerza de repetir las mismas acusaciones, se formó un ambiente desfavorable. De esta experiencia histórica pudo aprender Voltaire su maligna observación: «Calumnia, que algo queda».
Pero, además, las Provinciales perjudicaron gravemente a la Iglesia católica. Pascal sirvió de modelo a Bayle, Voltaire, Diderot y demás enciclopedistas, mostrándoles las armas más eficaces en la polémica religiosa. Estos librepensadores no hicieron sino extender a toda la Iglesia los ataques de Pascal a la Compañía de Jesús.
Al combatir el sano y católico humanismo de los jesuitas, al repetir mil veces que éstos engañaban al Papa en la cuestión jansenística, Pascal puso a muchos de sus lectores en una terrible encrucijada: o seguían el cristianismo rebelde, orgulloso, austeramente falsificado de Port-Royal, o echaban por el camino opuesto, el del libertinaje, el de la indiferencia religiosa, que tantos estragos hacía entonces en Francia.
12. Los últimos instantes de Pascal. ¿Retractó sus ideas jansenistas en los últimos instantes de su vida? Mucho se ha discutido acerca de ello. Nuestra opinión es que no. Murió persuadido de que la verdad estaba con él y de que el Papa, infalible en materia de fe, no lo era en cuestión de hechos, por más que estos hechos estuviesen íntimamente relacionados con el dogma.
Pascal quiso permanecer siempre hijo fiel de la Iglesia, pero creyó que eso podía compaginarse con la insumisión interna a la condenación de las cinco tesis in sensu lansenii. Obstinadamente se negó —más que Arnauld y Nicole— a suscribir el formulario sin restricciones, porque le parecía una traición a la verdad histórica, y él no era capaz de firmar una cosa que le parecía falsa.
Da pena leer aquellas famosas líneas que escribió al saber que las Provinciales se ponían en el Índice: «Jamás los santos se callaron… Ahora bien, después que Roma ha hablado, y, según creemos, ha condenado la verdad; después que se han escrito libros en contra, y esos libros han sido censurados, es preciso gritar tanto más alto cuanto más injustamente se nos censura y cuanto más violentamente se quiere ahogar la palabra, hasta que venga un papa que escuche a las dos partes y consulte a la antigüedad para hacer justicia… Si mis cartas son condenadas en Roma, lo que yo condeno en ellas es condenado en el cielo: Ad tuum, Domine Iesu, tribunal appello».
Hay quien ve en estas palabras el grito de todas las herejías, cismas y apostasías. ¡No tanto! Pascal nunca jamás pensó en ser hereje. Otros, en cambio, quieren justificarlo, diciendo que esa frase es de San Bernardo, escrita por el Santo con ocasión del disgusto que se llevó cuando un sobrino suyo alcanzó de Roma permiso para pasar de la Orden cisterciense a la cluniacense. Así es la verdad. Y ciertamente en San Bernardo no es grito de rebeldía contra Roma, sino de fe en la justicia divina. Las circunstancias y, consiguientemente, el sentido de la frase de Pascal varían mucho. En el caso de San Bernardo se trataba de una decisión privada, en que el Papa podía equivocarse y obrar mal; mientras que en el de Pascal era una decisión autoritativa y pública, en que todo cristiano tenía obligación de someter su propio juicio y aceptar la decisión romana.
¿Y en la hora de la muerte? Oigamos la declaración que hizo su confesor, Pablo Berrier, ante el arzobispo de París: «El dicho señor párroco de San Esteban… respondió que él conoció al dicho señor Pascal seis semanas antes de su muerte; que le confesó bastantes veces y le administró el santo Viático y el sacramento de la Extremaunción, y que en todas las conversaciones que tuvo con él durante la enfermedad notó que sus sentimientos eran siempre muy ortodoxos y sumisos perfectamente a la Iglesia y a nuestro Santo Padre el Papa. Además, él le dijo en una conversación familiar que le habían enzarzado en el partido de esos señores (de Port-Royal), pero que hacía dos años que se había retirado de ellos, porque había notado que iban demasiado adelante en las cuestiones de la gracia y parecían no tener la sumisión debida a nuestro Santo Padre el Papa; que, sin embargo, él lamentaba que se relajase tanto la moral cristiana, y que en los dos últimos años se había dedicado exclusivamente al negocio de su salvación y a un trabajo que tenía entre manos contra los ateos y los políticos de este tiempo en materia de religión».
Desde 1665 se repiten las protestas de la familia de Pascal contra tal declaración. Y el mismo P. Berrier responde reconociendo que las palabras de Pascal pudieron tener otro sentido. En otra declaración añadió: «Yo nunca he dicho que Pascal se retractó. Sólo dije que Pascal murió como muy buen católico, que tenía una paciencia suma y una gran sumisión a la Iglesia y a nuestro Santo Padre el Papa».
Mucha sumisión al Papa, se entiende in quaestione iuris; pero in quaestione facti parece que Pascal nunca se sometió a la decisión pontificia con asentimiento interno. Falleció el 19 de agosto de 1662, a los treinta y nueve de su edad.
LLORCA, GARCIA VILLOSLADA, MONTALBAN
HISTORIA DE LA IGLESIA CATÓLICA
Primer entrega: LAS GRANDES HEREJÍAS ¿Qué es una herejía y cuál es la importancia histórica de ella?
Segunda entrega: La herejía en sus diferentes manifestaciones
Tercer entrega: Herejías durante el siglo IV. El Concilio de Constantinopla (381)
Cuarta entrega: Grandes cuestiones dogmáticas. San Agustín. Pelagianismo y semipelagianismo
Quinta entrega: El semipelagianismo
Sexta entrega: Monofisitismo y Eutiques. San León Magno. Concilio cuarto ecuménico. Calcedonia (451)
Séptima entrega: Lucha contra la heterodoxia. Los monoteletas
Octava entrega: Segunda fase del monotelismo: 638-668
Novena entrega: La herejía y el cisma contra el culto de los íconos en oriente
Décima entrega: El error adopcionista
Undécima entrega: Gotescalco y las controversias de la predestinación
Duodécima entrega: Las controversias eucarísticas del siglo IX al XI
Decimotercera entrega: El cisma de oriente
Decimocuarta entrega: El cisma de oriente (continuación)
Decimoquinta entrega: La lucha de la Iglesia contra el error y la herejía
Decimosexta entrega: Herejía de los Cátaros o Albigenses
Decimoséptima entrega: Otros herejes
Entrega especial (1era parte): La inquisición medieval
Entrega especial (2da parte): La inquisición medieval
Vigésima entrega: La edad nueva. El Wyclefismo
Vigésimo primera entrega: El movimiento husita
Vigésimo segunda entrega: El movimiento husita (cont.)
Vigésimo tercera entrega: El pontificado romano en lucha con el conciliarismo
Vigésimo cuarta entrega: Eugenio IV y el concilio de Basilea
Vigésimo quinta entrega: La edad nueva. El concilio de Ferrara-Florencia
Vigésimo sexta entrega: Desde el levantamiento de Lutero a la paz de Westfalia (1517-1648). Rebelión protestante y reforma católica
Vigésimo séptima entrega: Primer desarrollo del luteranismo. Procso y condenación de Lutero
Vigésimo octava entrega: Desarrollo ulterior del movimiento luterano hasta la confesión de Augsburgo (1530)
Vigésimo novena entrega: El luteranismo en pleno desarrollo hasta la paz de Ausgburgo
Trigésima entrega: Causas del triunfo del protestantismo
Trigésimoprimera entrega: Calvino. La iglesia reformada
Trigésimosegunda entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo
Trigésimotercera entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo (cont,)
Trigésimocuarta entrega: Movimientos heterodoxos y controversias. Los disidentes
Trigésimoquinta entrega: Las sectas sismáticas orientales
Trigésimosexta entrega: La iglesia y el absolutismo regio
Trigésimo séptima entrega: España y Portugal. El regalismo
Trigésimo octava entrega: El imperio alemán. Febronianismo y Josefinismo
Trigésimo novena entrega: La Iglesia y los disidentes
Cuadragésima entrega: El jansenismo
Cuadragésima primer entrega: El jansenismo, continuación.
Cuadragésima segunda entrega: En plena lucha jansenista
Cuadragésima tercera entrega: Aspecto moral del jansenismo
Cuadragésima cuarta entrega: Blas pascal, abanderado del jansenismo