HISTORIA DE LAS HEREJÍAS EN LA IGLESIA

CONSERVANDO LOS RESTOS II

Cuadragésimo  primera entrega

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EL JANSENISMO

Continuación…

4. Actividad e intrigas de Saint-Cyran. Su carácter. Desde 1621, el abad de Saint-Cyran se establece en París, dejando Poitiers no sabemos por qué razón. Jansenio lo llama desde Lovaina, y Saint-Cyran hace una visita a su amigo, en la que probablemente discurrieron acerca de la gran obra del Augustinus y del programa de regeneración de la Iglesia, repartiéndose entre los dos la labor dogmática y teológica, por un lado, y la de propaganda y organización, por otro.

De regreso a París da comienzo Saint-Cyran a sus calculados planes y a sus intrigas con la gente más selecta y espiritual de Francia. Se insinúa hábilmente en la amistad del omnipotente cardenal Richelieu, y por un momento pareció tenerlo favorable. Cultiva intensamente la familiaridad con Roberto Arnauld d’Andilly, a quien había conocido en Poitiers y de quien podía esperar apoyo y favor por desempeñar un alto cargo en la corte, como alto funcionario de Hacienda, y por sus relaciones de amistad y parentesco con las más nobles familias; por su medio se capta las simpatías de toda la familia de los Arnauld, especialmente de la M. Angélica y de Antonio Arnauld, que serán los abanderados del jansenismo y sus más firmes y fanáticos sostenedores.

Carlos de Condren, el más santo de los oratorianos seguidores de Bérulle, gozaba de gran autoridad en París; a él se presentó Saint-Cyran y pronto se hicieron amigos. Del mismo modo se atrajo el favor de Pedro de Bérulle, fundador del Oratorio, cardenal desde 1627 y uno de los personajes más autorizados de Francia. Saint-Cyran pretendió ganarse a todo el Oratorio y apoyarse en esta congregación de sacerdotes contra la Compañía de Jesús. Y no se puede negar que de hecho influyó notablemente en él, lo cual no es de maravillar; porque, floreciendo entonces en el recién fundado Oratorio un fervoroso espíritu de piedad y de reforma eclesiástica, acogieron sus miembros con entusiasmo todo lo que parecía llevar el mismo camino, como era la austeridad y el misticismo de Saint-Cyran, el cual se presentaba a la manera de un hombre inspirado por Dios para renovar el espíritu y la disciplina de la Iglesia, distinguiéndose como director de almas y consejero de varones espirituales. Tampoco es de extrañar que, habilísimo como era, intentase apoderarse, para sus fines, de la institución oratoriana, cuyo espíritu y cuya teología parecían seguir tendencias poco afines a las de los jesuitas.

Una fórmula de profesión religiosa, compuesta por Bérulle, acababa de ser condenada en París. Era de temer que también su importante obra ascética Grandeurs de Jésus cayese bajo la censura de la Sorbona. No bien llegaron estos rumores a oídos de Saint-Cyran, se apresuró a escribir a Jansenio, pidiéndole, como a doctor teólogo de Lovaina, diese su aprobación para que se imprimiera al frente del libro. Jansenio accedió a ello sin haber hojeado la obra.

No contento con esta muestra de benevolencia, el mismo doctor, a instancias siempre de Saint-Cyran, hizo que los oratorianos se estableciesen en Lovaina, confiando en que por medio de esa institución contrarrestaría mejor la influencia de la Compañía de Jesús.

Como San Vicente de Paúl, el gran evangelizador de los pobres y santificador del clero por medio de ejercicios espirituales a ordenandos, trataba íntimamente con Bérulle y De Condren y significaba mucho en los círculos eclesiásticos parisienses, quiso también Saint-Cyran entrar en su amistad, y, efectivamente, de ella gozó durante algunos años; pero cuando el Santo le oyó decir un día: «Dios me ha dado su luz para conocer que no existe la Iglesia desde hace más de seiscientos años. Antes de eso la Iglesia era un gran río de aguas puras y claras; hoy no lleva más que fango y suciedad»; y en otra ocasión: «El concilio de Trento fue más que nada una asamblea de escolásticos, donde no había sino intrigas y maquinaciones y parcialidades»; y sobre todo cuando le oyó palabras en pro del calvinismo: «Calvinus bene sensit, male locutus est», San Vicente de Paúl le reconvino, dejó de conversar con él, y lo mismo aconsejó a sus amigos.

Jansenio recomendó a Saint-Cyran que no se metiese a director espiritual de religiosas, porque esto le distraería de la gran tarea que traía entre manos. Saint-Cyran pensó que precisamente para esa gran tarea, que había emprendido en unión con Jansenio, podía sacar mucho partido de la intervención de las monjas. Y tras un largo asedio del convento de Port-Royal de París, se apoderó de aquella fortaleza, entrando como predicador y confesor de las religiosas, cuya superiora era la M. Angélica Arnauld. En el espíritu de ésta acertó a destilar, como veremos, todo su veneno.

¿Qué cualidades tenía el abad de Saint-Cyran para promover el jansenismo con tanto éxito en la capital de Francia? No podemos compartir el juicio de Sainte-Beuve, que le atribuye dotes geniales de inteligencia y carácter. Como teólogo era poco seguro, mal formado, sumamente confuso. Como moralista, dice Brémond, «adoraba la casuística, aun la más bicorne», la más intrincada y extravagante, de tal suerte que en ocasiones da la impresión de una mente perturbada. Era raro, a veces reservado y cauteloso, a veces imprudente, y con frecuencia incoherente en sus dichos. Cuando hablaba, solía padecer afasias e interrupciones súbitas, que él atribuía a voces interiores de Dios, con lo que ganaba prestigio entre sus oyentes. Cuando tomaba la pluma, «escribía mal sin el menor esfuerzo», en frase gráfica de Enrique Brémond, quien además le califica de enfermo mental, mediocre en todo, «viejo precoz», poseído de una «megalomanía dulce», neurótico, desequilibrado, «pobre hombre», «más digno de compasión que de admiración o de cólera»; reconoce, por otra parte, que era cordial y sencillo, nada atrabiliario, como algunos le han pintado; pero su cualidad principal era la de sojuzgar a las almas que le escuchaban, adueñarse de ellas y esclavizarlas.

Esto quiere decir que algo fascinante parece que irradiaba aquella persona de frente ancha, ojos vivos y cuerpo pequeño, bien conformado. Por algo se les impuso al mismo Jansenio y a Bérulle, a De Condren y al «gran Arnauld».

Por lo pronto hay que confesar que con los amigos era fiel y generoso, llevando hasta el extremo las expresiones de afecto y adhesión. Con sus buenos modales y apariencias de moderación disimulaba el ardor meridional de su temperamento. Su austeridad y aire místico le conciliaban el respeto y aun el fanatismo de sus discípulos. Frecuentemente, quizá con demasiada teatralidad, se las echaba de profeta inspirado por Dios. Rasgos iluministas encontramos muchos en su vida; en otras circunstancias, la Inquisición le hubiera formado proceso por alumbrado; ardía su interior con una religiosidad apasionada y sincera —esto es innegable—, pero extraviada.

El gran teólogo Pétau, su camarada de juventud, dijo de él que era un «espíritu inquieto, vano, presuntuoso, tétrico, poco comunicativo y raro». De hecho rara vez buscaba prosélitos, pero a los que venían a él los retenía con una fuerza casi mágica. San Vicente de Paúl lo acusó de doctrinas peligrosas y de que era muy soberbio y apegado a su propio sentir. Richelieu lo caló pronto, y declaró que era temible para la Iglesia y para el Estado: «Como vasco que es, tiene las entrañas cálidas y ardientes por temperamento; de este ardor excesivo brotan los vapores con los que se forman sus imaginaciones melancólicas y sus vanos sueños, que luego considera él como iluminaciones de Dios, y de estos sueños hace oráculos y misterios».

5. Muerte de Jansenio y prisión de Saint-Cyran. Íntimamente persuadidos los dos amigos, Jansenio y Saint-Cyran, de la alteza de su misión y de que su mayor obstáculo lo constituían los jesuitas, contra éstos luchaban de mil maneras. Mientras en París escribía Saint-Cyran, tratando de desprestigiar a aquel genial y caprichoso hombre de pluma, apologista de la religión, literato satírico y teólogo, que era el P. Garasse, no menos que a los jesuitas ingleses, mal avenidos entonces con los obispos por cuestiones de jurisdicción, en Lovaina redactaba Jansenio una obra voluminosa contra los hijos de la Compañía, que no se atrevió a publicar. Del mismo San Ignacio de Loyola, con ocasión de su canonización en 1622, se atrevían a hablar irrespetuosamente en la correspondencia privada.

Por este tiempo (1624, 1626-27), Jansenio hizo dos viajes a España, representando a la Universidad de Lovaina en la campaña que aquella Universidad había emprendido contra la enseñanza jesuítica en centros superiores. Venía Jansenio a presentar al rey las quejas de los doctores lovanienses y a requerir la adhesión de las Universidades españolas, Alcalá, Salamanca y Valladolid. Tuvo su doble misión muy escasa eficacia, y por contra sabemos que a Jansenio le hubiera ido mal en España si llega a detenerse más tiempo, pues la Inquisición empezó a sospechar de aquel doctor de Lovaina, que privadamente se permitía hablar de reformar la Iglesia.

Más tarde le vemos a Jansenio ocupado en la composición de un extraño libro, Mars Gallicus, invectiva sangrienta contra todos los reyes de Francia, incluso Luis XIII, a quien echa en cara sus indignas alianzas con los herejes. Con tal escrito se ganó una mitra, porque el rey de España, en agradecimiento, le otorgó el obispado de Iprés. Urbano VIII le confirmó el nombramiento en 1636, y ese mismo año tomó posesión de su diócesis. De obispo no cejó en su laborioso estudio y composición del libro Augustinus, hasta que el 6 de mayo de 1638 le alcanzó la muerte

En su última enfermedad dio muy notables muestras de piedad y devoción. Después de confesarse, recibió el Santo Viático y la Extremaunción con vivos sentimientos de humildad y fervor. Hizo su testamento y entregó a su capellán su gran obra manuscrita, a condición de que la pusiese en manos de sus dos amigos, el arcediano de Malinas E. van Caelen y el profesor lovaniense L. Froimont, quienes la harían imprimir. Media hora antes de su muerte añadió a su testamento un codicilo, en el que se sometía de antemano a las decisiones de la Iglesia como hijo obediente. Contaba al morir cincuenta y tres años cumplidos. En su biblioteca particular se hallaron gran cantidad de libros calvinistas y de tendencia antirromana, lo cual prueba que no eran solamente las obras de San Agustín y de los Santos Padres las que leía asiduamente.

Bastantes autores han dudado de la autenticidad o de la sinceridad de su testamento. Su conducta recelosa de conspirador, las misteriosas expresiones de su epistolario y el secreto con que guardó, por temor a Roma, sus opiniones sobre la gracia, dejando para la hora de la muerte la publicación de su libro, ofrecen bastante motivo de sospecha y nos hacen dudar de su ortodoxia subjetiva y de su buena fe.

Diríase que aquí el año de 1638 iba a ser fatal para el jansenismo, porque a la semana de morir Jansenio en Iprés era arrestado en París y encerrado en las prisiones de Vincennes el abad de Saint Cyran (14 de mayo). Richelieu había dado aquella orden de encarcelamiento porque, como sagaz político y perfectamente informado de las doctrinas jansenistas, comprendió que de aquella secta que acaudillaba el visionario de Saint-Cyran podía resultar un partido tan temible como el de los hugonotes. Además, ¿no había escrito Jansenio un libro contra los reyes de Francia y contra la política del propio Richelieu?

Muchos y muy poderosos personajes intercedieron en favor de Saint-Cyran. Richelieu no cedió lo más mínimo. A Condé le respondió que aquel hombre era más peligroso que seis ejércitos.

También el arzobispo de París dio un golpe a la propaganda jansenista suprimiendo el convento de Hijas del Santísimo Sacramento de la calle Goquilliére, filial de Port-Royal y gobernado por la M. Angélica bajo la dirección de Saint-Cyran. Este seguía desde la cárcel dirigiendo a las monjas de Port-Royal con cartas casi diarias, y en el convento se le tenía por un mártir.

6. Publicación del «Augustinus». Jansenio había muerto, pero quedaba en “buenas manos” su voluminosa obra manuscrita Augustinus, en la que trataba de exponer y defender el pensamiento profundo del gran Doctor de la Gracia.

Los albaceas del obispo de Iprés se apresuraron a dar el manuscrito a la imprenta y comenzó a estamparse con el mayor sigilo en las oficinas de J. Zégers.

Oliéronlo los jesuitas y trabajaron por impedirlo, alegando la prohibición de las doctrinas de Bayo y el precepto de Paulo V de que no se publicase libro alguno sobre la gracia sin aprobación del Santo Oficio. También el internuncio P. R. Stravio hizo cuanto estuvo de su parte por estorbar la publicación. El mismo Papa Urbano VIII prohibió el 19 de julio de 1640 se continuase la impresión del Augustinus, amenazando con penas canónicas a los desobedientes. Pero el mandato pontificio llegó tarde; la Universidad se mostró muy remolona en cumplir la orden de retirar de la venta todos los ejemplares, y al poco tiempo el libro corría por Alemania, según escribía el nuncio de Colonia, F. Chigi, y era muy solicitado y alabado de los calvinistas holandeses. «No hay obra como ésta para confirmar al pueblo en su fe calvinista», decía un predicador de la secta. Y Hugo Groot empezó a abrigar esperanzas de una posible unión entre calvinistas y católicos a base del Augustinus.

La primera edición salió con la aprobación de dos censores —uno de ellos Caelen—, que recomendaban la obra del obispo de Iprés como la expresión exacta y fiel del sentir de San Agustín. Sainte-Beuve, un literato laico, que no entiende de teologías, alaba «la belleza, si no dantesca, al menos miltoniana», del grueso infolio en tres tomos (dentro de un volumen) que lleva este título: Cornelii Iansenii Episcopi Iprensis, Augustinus, seu doctrina Sancti Augustini de humanae naturae sanitate, aegritudine, medicina adversus Pelagianos et Massilienses tribus tomis comprehensa (Lovaina 1640). Al año siguiente se reimprimía en París subrepticiamente con grandes encomios de cinco doctores de la Sorbona, amigos de Saint-Cyran, y en 1643 se reproducía en Rouen con los mismos encomios y aprobaciones.

El abad de Saint-Cyran lo leyó muy pronto en su prisión del castillo de Vincennes, y aun cuando confesó que echaba de menos un poquito de unción, agregó que, después de San Pablo y de San Agustín, ningún doctor había hablado tan divinamente sobre la gracia; éste será «el libro de devoción de los últimos tiempos… Durará tanto como la Iglesia…, y aunque el rey y el papa se junten para destruirlo, él es de tal naturaleza, que jamás lograrán su empeño».

7. El contenido del «Augustinus». Tres tomos o partes constituyen la obra. El tomo I, que llega hasta la columna 331, es una historia del pelagianismo y del semipelagianismo, «in quo haereses et mores Pelagii contra naturae humanae sanitatem, aegritudinem et medicinam ex S. Augustino recensentur». En otros libros expone la historia de Pelagio, de Julián de Eclana y de Celestio, con sus errores y los del semipelagianismo (Casiano, Gennadio), analizando muy prolijamente todos los puntos y cuidando de que en los semipelagianos se reflejen claramente los jesuitas.

El tomo II, «De gratia primi hominis, angelorum, de statu naturae lapsae et purae» (340 columnas), consta de nueve libros; después de una introducción sobre el método teológico, ponderando la autoridad de San Agustín y hablando contra la filosofía aristotélica, de la que salió el pelagianismo, y contra la vana ciencia de los escolásticos, a quienes trata indignamente, describe el estado de gracia del primer hombre y de los ángeles, la libertad del hombre inocente, la necesidad de la gracia, el estado de la naturaleza caída, la naturaleza y esencia del pecado original, las penas de este pecado (ignorancia, concupiscencia, disminución del libre albedrío y sus consecuencias); finalmente, el estado de naturaleza pura, negando la posibilidad de tal estado y declarando imposible la bienaventuranza natural y el amar a Dios naturalmente, todo con ideas de Bayo, de Lutero y de Calvino.

El tomo III, «De gratia Salvatoris», en diez libros (441 columnas), encierra la parte capital de la obra de Jansenio, y versa sobre la gracia actual, distinción entre la gracia de Adán y la del hombre caído, la gracia habitual y sus propiedades, crítica del concepto de gracia suficiente, imposibilidad de guardar ciertos mandamientos, negación de la voluntad salvífica universal, naturaleza de la gracia eficaz, delectación celeste y terrena, delectación victoriosa, gracia preveniente, concomitante, excitante, cooperante y subsiguiente, el libre albedrío, libertad y necesidad, concordia de la libertad y de la gracia, doctrina de San Agustín y su diferencia de la de Calvino, predestinación y reprobación.

El fundamento de los errores teológicos de Jansenio está en el concepto, semejante al de Lutero, sobre lo que puede el hombre en orden a la salvación. Lutero presentaba al hombre caído como radicalmente incapaz de hacer nada en orden a su salvación, y Calvino concluía que Dios es la única causa, el único autor, tanto de la salvación como de la condenación de cada individuo. Jansenio mitiga las consecuencias, pero conserva el principio. El hombre tiene voluntad y con ella puede querer; pero esa voluntad está internamente necesitada por una fuerza íntima, invencible. Quiere necesariamente, irresistiblemente, no puede no querer. Asevera, sin embargo, para salvar aparentemente el dogma, que aun el hombre caído tiene libertad, ya que ésta —dice— solamente es destruida por la coacción externa, no por la necesidad interna.

En el estado de inocencia paradisíaca la voluntad estaba perfectamente equilibrada, con perfecta indiferencia para inclinarse hacia el bien o hacia el mal; después del pecado original la voluntad es arrastrada por el peso de la concupiscencia y de la delectación, y no sólo perdió la libertad de hacer el bien, sino la de abstenerse del mal: «Periit libertas abstinendi a peccato».

En lugar de la libertad antigua, existe ahora, como único resorte que mueve el corazón humano, la delectación, que se presenta bajo dos formas: la delectatio caelestis, que impulsa a lo bueno, y la delectatio terrena, que impulsa a lo malo. Según una u otra delectación sea más fuerte, triunfará sobre la contraria. La voluntad se ve siempre y necesariamente obligada a seguir el impulso más fuerte, sin resistencia posible. «Quod amplius nos deiectat, secundum id operemur necesse esto». Este axioma —dice— convendría escribirlo con caracteres de oro. Así como el apetito celestial, cuando es preponderante (la gracia vencedora), obliga a practicar lo bueno, del mismo modo el apetito terrenal (la concupiscencia), cuando se sobrepone, obliga a practicar lo malo; y como lo practica el hombre voluntariamente, peca, aun cuando lo practique necesariamente.

De donde se sigue que no puede haber gracia meramente suficiente, sino que toda gracia realmente suficiente tiene que ser eficaz y relativamente vencedora. Lo indica ya en la misma definición de la gracia, que no es precisamente una ilustración de la mente y un movimiento de la voluntad que excita al alma hacia el bien, sino una suavidad celestial que previene a la voluntad y la hace querer y obrar lo que Dios había predeterminado; es una delectación celeste victoriosa.

Si no existe la gracia meramente suficiente, distinta de la eficaz, resulta que los justos, que a veces caen en el pecado —en cuyo caso no tienen gracia eficaz—, tampoco la tienen entonces suficiente; y si no tienen gracia ni eficaz ni suficiente, quiere decir que en las circunstancias actuales, sean cuales fueren sus esfuerzos, son incapaces de cumplir todos los preceptos divinos. Por eso afirma Jansenio que ciertos mandamientos de Dios son imposibles al justo a pesar de sus esfuerzos.

Si hay preceptos divinos imposibles de cumplir, no sólo para los infieles y pecadores endurecidos, sino para los justos, y si el hombre peca sólo porque le falta la gracia, a cuya recepción no puede contribuir en nada, síguese que su salvación o condenación no depende de su propia voluntad, sino solamente de la eterna predestinación de Dios; y sigúese también que Dios no da a todos los hombres los medios para salvarse y que Jesucristo no murió por todos los hombres, ya que, de haber muerto por todos, hubiera adquirido gracia para todos.

Tal es la doctrina que en el Augustinus se atribuye al Doctor de Hipona. Pero muy acertadamente dice L. Pastor que Jansenio lee a San Agustín con los ojos de Bayo. Comentando las últimas proposiciones, el citado historiador exclama: «Al hombre le hace lisiado en sus facultades naturales, y en su vida interior, una especie de máquina sin libertad; la historia universal, la grandiosa lucha entre la luz y las tinieblas, se convierte en mero juego de muñecos, y la victoria final de Dios en una victoria sobre títeres. De Dios hace la nueva doctrina un tirano, que da preceptos, pero no ofrece luego a la mayor parte de los hombres la más ligera posibilidad para su cumplimiento, y, finalmente, entrega los transgresores a la reprobación eterna, a la que de antemano los ha destinado»

LLORCA, GARCIA VILLOSLADA, MONTALBAN

HISTORIA DE LA IGLESIA CATÓLICA

Primer entrega:  LAS GRANDES HEREJÍAS ¿Qué es una herejía y cuál es la importancia histórica de ella?

Segunda entrega: La herejía en sus diferentes manifestaciones

Tercer entrega: Herejías durante el siglo IV. El Concilio de Constantinopla (381)

Cuarta entrega: Grandes cuestiones dogmáticas. San Agustín. Pelagianismo y semipelagianismo

Quinta entrega: El semipelagianismo

Sexta entrega: Monofisitismo y Eutiques.  San León Magno. Concilio cuarto ecuménico. Calcedonia (451)

 Séptima entrega: Lucha contra la heterodoxia.  Los monoteletas

 Octava entrega:  Segunda fase del monotelismo: 638-668

Novena entrega: La herejía y el cisma contra el culto de los íconos en oriente

Décima entrega: El error adopcionista

Undécima entrega: Gotescalco y las controversias de la predestinación

Duodécima entrega:  Las controversias eucarísticas del siglo IX al XI

Decimotercera entrega: El cisma de oriente

Decimocuarta entrega: El cisma de oriente (continuación)

Decimoquinta entrega: La lucha de la Iglesia contra el error y la herejía

Decimosexta entrega: Herejía de los Cátaros o Albigenses

Decimoséptima entrega: Otros herejes

Entrega especial (1era parte): La inquisición medieval

Entrega especial (2da parte): La inquisición medieval

Vigésima entrega: La edad nueva. El Wyclefismo

Vigésimo primera entrega:  El movimiento husita

Vigésimo segunda entrega: El movimiento husita (cont.)

Vigésimo tercera entrega:  El pontificado romano en lucha con el conciliarismo

Vigésimo cuarta entrega: Eugenio IV y el concilio de Basilea

Vigésimo quinta entrega: La edad nueva. El concilio de Ferrara-Florencia

Vigésimo sexta entrega: Desde el levantamiento de Lutero a la paz de Westfalia (1517-1648). Rebelión protestante y reforma católica

Vigésimo séptima entrega: Primer desarrollo del luteranismo. Procso y condenación de Lutero

Bula Exurge Domine

Bula Decet Romanum Pontificem

Vigésimo octava entrega: Desarrollo ulterior del movimiento luterano hasta la confesión de Augsburgo (1530)

Vigésimo novena entrega:  El luteranismo en pleno desarrollo hasta la paz de Ausgburgo 

Trigésima entrega: Causas del triunfo del protestantismo

Trigésimoprimera entrega:  Calvino. La iglesia reformada

Trigésimosegunda entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo

Trigésimotercera entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo (cont,)

Trigésimocuarta entrega: Movimientos heterodoxos y controversias. Los disidentes

 Trigésimoquinta entrega: Las sectas sismáticas orientales

Trigésimosexta entrega: La iglesia y el absolutismo regio

Trigésimo séptima entrega: España y Portugal. El regalismo

Trigésimo octava entrega:  El imperio alemán. Febronianismo y Josefinismo

Trigésimo novena entrega: La Iglesia y los disidentes

Cuadragésima entrega: El jansenismo