¡SÍ!
HAY RESPUESTA
Como es sabido, no me ocupo de los dichos y hechos de Decimejorge.
Si en esta oportunidad lo hago, no es tanto para refutar una de sus tantas falsedades, sino con la única intención de presentar la doctrina católica sobre el sufrimiento.
Que la respuesta cristiana al sufrimiento, sirva a nuestros lectores.
El viaje de Decimejorge a Asia, que comenzó el pasado 15 de enero con una estadía de dos días en Sri Lanka, estuvo lleno de improvisaciones: la visita sorpresa a un templo budista, su rápido regreso desde Tacloban debido a la tormenta tropical que amenazaba la zona… Pero la intervención de una niña hizo que también cambiara su alocución…
Un niño y una niña leyeron sus cortos discursos.
Glyzelle Palomar, filipina de 12 años que vivía en la calle, le preguntó entre lágrimas:
Hay muchos niños abandonados por sus propios padres, muchas víctimas de muchas cosas terribles, como las drogas o la prostitución. ¿Por qué Dios permite estas cosas, aunque no es culpa de los niños? ¿Y Por qué tan poca gente nos viene a ayudar?
Los dos niños le regalaron a Decimejorge un libro con fotografías y una pulsera de su asociación y entonces Bergoglio la acarició para consolarla y la niña se fundió con él en un fuerte abrazo.
El testimonio de los dos niños y las lágrimas de Glyzelle fueron la “inspiración” para Decimejorge, que dejó de lado el discurso que tenía preparado y pidió permiso para improvisar en español:
Me alegro de estar con ustedes esta mañana. Mi saludo afectuoso a cada uno, y mi agradecimiento a todos los que han hecho posible este encuentro. En mi visita a Filipinas, he querido reunirme especialmente con ustedes los jóvenes, para escucharlos y hablar con ustedes.
Quiero transmitirles el amor y las esperanzas que la Iglesia tiene puestas en ustedes. Y quiero animarlos, como cristianos ciudadanos de este país, a que se entreguen con pasión y sinceridad a la gran tarea de la renovación de su sociedad y ayuden a construir un mundo mejor.
Doy las gracias de modo especial a los jóvenes que me han dirigido las palabras de bienvenida, Jun Chura, Leandro Santos II y Rikki Macolor. Muchas gracias.
Y la pequeña representación de las mujeres (Glyzelle Palomar). Demasiado poco. Las mujeres tienen mucho qué decirnos en la sociedad de hoy. A veces somos demasiado machistas y no dejamos lugar a la mujer, pero la mujer es capaz de ver las cosas con ojos distintos de los hombres.
La mujer es capaz de hacer preguntas que los hombres no terminamos de entender. Presten ustedes atención, ella (Gyzelle), hoy ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta y no le alcanzaron las palabras, necesitó decirlas con lágrimas. Así que cuando venga el próximo Papa a Manila, que haya más mujeres.
Yo te agradezco Jun que hayas expresado tan valientemente tu experiencia. Como dije recién, el núcleo de tu pregunta, casi no tiene respuesta. Solamente cuando somos capaces de llorar sobre las cosas que vos viviste podemos entender algo y responder algo.
La gran pregunta para todos “¿Por qué sufren los niños?”. Recién cuando el corazón alcanza a hacerse la pregunta y a llorar, podemos entender algo.
Existe una compasión mundana que no nos sirve para nada. Vos hablaste algo de eso. Una compasión que a lo más nos lleva a meter la mano al bolsillo y dar una moneda. Si Cristo hubiera tenido esa compasión, hubiera pasado, curado a tres o cuatro y se hubiera vuelto al Padre. Solamente cuando Cristo lloró y fue capaz de llorar, entendió nuestros dramas.
Queridos chicos y chicas, al mundo de hoy le falta llorar. Lloran los marginados, lloran aquellos que son dejados de lado, lloran los despreciados; pero aquellos que llevamos una vida más o menos sin necesidades, no sabemos llorar. Solamente ciertas realidades de la vida se ven con los ojos limpios por las lágrimas.
Los invito a que cada uno se pregunte: ¿Yo aprendí a llorar? ¿Yo aprendí a llorar cuando veo a un niño con hambre, un niño drogado en la calle, un niño que no tiene casa, un niño abandonado, un niño abusado, un niño usado por una sociedad como esclavo?
O mi llanto, es ese llanto caprichoso de aquel que llora porque le gustaría tener algo más. Y esto es lo primero que yo quisiera decirles: Aprendamos a llorar, como ella nos enseñó hoy. No olvidemos este testimonio. La gran pregunta “por qué sufren los niños” la hizo llorando. Y la gran respuesta que podemos hacer todos nosotros es aprender a llorar.
Jesús en el Evangelio lloró, lloró por el amigo muerto, lloró en su corazón por esa familia que había perdido a su hija, lloró en su corazón cuando vio a esa pobre viuda que llevaba a enterrar a su hijo, lloró y se conmovió en su corazón cuando vio a la multitud como ovejas sin pastor. Si vos no aprendés a llorar, no sos un buen cristiano. Y este es un desafío.
Jun Chura y su compañera que habló hoy nos han planteado este desafío, y cuando nos hagan la pregunta “por qué sufren los niños”, por qué sucede esto o esto otro de trágico en la vida, que nuestra respuesta sea o el silencio o las palabras que nacen de las lágrimas. Sean valientes, no tengan miedo a llorar.
Gyzelle ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta…
Si Decimejorge hubiese dicho que él no tiene respuesta…, esto hubiese sido un escándalo…
Pero, decir que es la única pregunta que no tiene respuesta…, es falso…
¡SÍ! Hay respuesta. La Teología Católica dispone de ella:
LA PROVIDENCIA DE DIOS
EL MAL
Y
EL SUFRIMIENTO
EL MAL
Uno de los problemas más angustiosos que puede plantearse la pobre inteligencia humana en torno a la providencia y gobierno de Dios sobre todas sus criaturas, es la existencia del mal en el mundo, en su doble aspecto físico y moral.
Es un hecho indiscutible que en el mundo existe el mal moral: toda clase de crímenes y desórdenes.
Existe también el mal físico: toda clase de dolores y sufrimientos.
El mal moral recibe el nombre de mal de culpa (malum culpæ); y al mal físico se le denomina mal de pena o de castigo (malum pœnæ).
¿Cómo se explica la existencia de ambos males en el mundo, si todo está regido y gobernado por la Providencia de Dios? ¿Cómo puede compaginarse la bondad de Dios con los desórdenes y penalidades que afligen a la humanidad, salida de sus manos creadoras?
Santo Tomás trató expresamente varias veces el problema del mal, señalando su naturaleza y sus causas. En sus obras se encuentra la más alta filosofía del mal que la razón humana, iluminada por la fe, ha sabido presentar hasta hoy.
Naturaleza del mal
El mal es una privación, o sea, la ausencia de una cualidad o perfección en un ser que debería naturalmente poseerla.
Que el hombre no tenga alas para volar no es ningún mal; es una simple negación de una cualidad que la naturaleza humana no reclama en modo alguno; pero que un hombre sea ciego o no tenga ojos es un verdadero mal físico, puesto que el hombre debe naturalmente tener ojos para ver.
El mal es, pues, una negación privativa en el seno de una substancia que le sirve de soporte.
Relaciones entre el bien y el mal
No podría existir el mal sin la existencia de alguna substancia en el seno de la cual pueda establecerse la privación.
Ahora bien, esa substancia a la que puede afectar el mal es un ser y, por tanto, un bien.
Por consiguiente, el sujeto del mal, o sea, su verdadero y único soporte, es el bien.
Pero no el bien opuesto o contrario al mal (ya que dos contrarios —blanco y negro— no caben en un mismo sujeto), sino otro bien. El sujeto de la ceguera no es la visión —de la cual es ella privación—, sino el hombre o animal ciego.
El mal no puede destruir totalmente el bien.
La disminución de la aptitud para el bien no es cuantitativa o por vía de substracción (como si le fueran quitando al pecador cantidades de humildad a medida que comete pecados de orgullo), sino por vía de atenuación o remisión, como corresponde a las cualidades; o sea, que se trata de una disminución de la intensidad o energía para la práctica de la virtud contraria a ese pecado.
Pero nunca puede suprimirse del todo, porque siempre queda en el alma la capacidad radical para el bien: el pecador más envilecido conserva todavía en su alma la capacidad de convertirse en un santo bajo la acción de la gracia de Dios.
Por consiguiente, la relación que se establece entre el mal y el sujeto que le sirve de soporte jamás puede ser tal que llegue a consumir o destruir totalmente el bien; de lo contrario, el mal se consumiría y destruiría a sí mismo al faltarle el sujeto donde radicar.
El mal absoluto (o sea, sin un sujeto bueno donde resida) no existe ni puede existir: se destruiría por completo a sí mismo.
Causa del mal
Es necesario afirmar que todo mal ha de tener alguna causa.
Ahora bien: la causa del mal no puede ser más que el bien; porque el hecho de ser causa no puede convenirle más que al bien: nada puede ser causa más que en la medida en que existe; y todo lo que existe, en tanto que existe es ser y es forzosamente un bien.
Que el bien sea, en primer lugar, causa del mal a modo de causa material se deduce del hecho de que el bien es el sujeto del mal.
En cuanto a causa formal, el mal no la tiene, porque consiste precisamente en la privación de una forma.
Tampoco tiene causa final, porque el mal es privación del orden al fin debido.
En cuanto a la causa eficiente la tiene ciertamente el mal, pero no directa, sino indirectamente: el bien causa indirectamente el mal al causar un bien al que se adhiere un mal, sea por deficiencia de la causa principal, sea por defecto del instrumento que utiliza, sea por indisposición de la materia sobre la que actúa.
De todo esto se infiere que el mal sólo indirecta y accidentalmente tiene causa y que, de este modo, la causa del mal es el bien.
Finalidad del mal
El mal no puede ser jamás objeto directo de la intención de ningún agente, por muy malo y perverso que éste sea. Porque nadie quiere ni puede querer más que lo que le apetece, y todo lo apetecible tiene razón de bien (real o aparente), a lo cual se opone el mal.
El agente puede equivocarse apeteciendo una cosa que a él le parezca un bien, aunque en realidad sea un mal; pero jamás podrá apetecer el mal en cuanto mal: el objeto propio de la voluntad es el bien y, por lo mismo, le es absolutamente imposible querer alguna cosa bajo la razón de mal.
Sin embargo, el mal puede ser objeto indirecto de la intención.
Por ejemplo, cuando el capitán de un barco ordena arrojar las mercancías al mar para aligerar el peso de la nave y salvarla en medio de una tempestad, quiere y busca directamente un bien, que es salvar la nave y la vida de los marineros; y quiere también, pero indirectamente (o sea permitiéndolo, obligado por la necesidad) el mal de la pérdida de las mercancías.
División del mal
El mal puede afectar al orden físico o al orden moral.
En el orden físico puede acontecer de dos modos:
a) por falta de la debida integridad en el ser a quien afecta (v.gr. la falta de piernas o de brazos en un hombre)
b) por defecto de la operación que realiza ese ser:
b’- ya sea porque carece en absoluto de ella (v.gr. la parálisis total en un hombre que deberla andar)
b’’- ya sea porque no tiene el orden y modo debidos (v.gr., la cojera en el cojo).
En el orden moral, o sea el relativo a las acciones voluntarias de las criaturas racionales y libres, el mal se divide en:
a) mal de culpa, que se produce cuando a la acción voluntaria le falta la debida ordenación al fin señalado por la naturaleza o por el mismo Dios (lo que ocurre en cualquier clase de pecado).
b) mal de pena, que es el castigo impuesto directamente por Dios al pecador, o a través de la naturaleza caída por el pecado de origen.
Por donde aparece claro que Dios es el autor del mal de pena (que es un verdadero bien, puesto que restituye el orden de la justicia conculcada), pero de ninguna manera es autor del mal moral, que constituye, precisamente, el desorden del pecado.
El pecado o mal de culpa
La única causa intrínseca o subjetiva del pecado es la voluntad defectible del pecador que lo comete.
El pecado consiste en una acción voluntaria desordenada. Esa acción, en cuanto voluntaria, procede simplemente de la voluntad; y, en cuanto desordenada, procede de la voluntad defectible, que al obrar no se ha sujetado a la regla del bien o de la moralidad.
La causa del pecado o mal moral no debe buscarse, pues, fuera del propio agente, o sea fuera de la propia voluntad insubordinada contra su regla, la recta razón.
Dios no es en modo alguno causa del mal moral, ni directa ni indirectamente.
Es cierto que Dios concurre físicamente a la acción pecaminosa del pecador, pero únicamente en cuanto acción, pues en este sentido la acción es buena y no podría producirse en modo alguno por la causa segunda sin la previa moción y concurso de Dios como Causa primera.
Pero de ningún modo procede de Dios el defecto de la acción (que es en lo que consiste formalmente el pecado), ya que esto proviene única y exclusivamente de la defectibilidad del libre albedrío humano, que puede inclinarse hacia un bien aparente tomándolo equivocadamente como un bien real.
Exactamente como ocurre con la cojera de un cojo, que no procede de la fuerza motriz de su organismo (que es una cosa buena y movida por Dios como Causa primera), sino del defecto de su rodilla, sobre el que nada tiene que ver la fuerza impulsora del movimiento.
Objeción: Dios no tiene nada que ver con el defecto existente en el libre albedrio de la criatura y no le alcanza, por lo mismo, absolutamente en nada la responsabilidad del pecado, a pesar de concurrir físicamente a la acción que lo producirá; pero, dado que Dios conoce todas las cosas de antemano y previendo con toda certeza que, si mueve a la acción al pecador, estando su voluntad inclinada al mal en un momento determinado, se producirá de hecho el pecado, ¿por qué le mueve o empuja a la acción? ¿Por qué no se abstiene de intervenir como Causa primera, impidiendo con ello la acción, es cierto, pero impidiendo también el pecado?
Respuesta: Dios nos ha creado completamente libres. Y únicamente respetando nuestra libertad, tanto cuando se inclina al bien real como cuando se inclina, con tremenda equivocación, al bien aparente, puede justificarse el mérito de las buenas obras y la responsabilidad subjetiva del pecado.
El mérito consiste en hacer voluntariamente el bien pudiendo hacer el mal; y el pecado consiste en hacer voluntariamente el mal pudiendo hacer el bien.
Dios no quiere el mal moral, el pecado, ni en sí mismo ni como un medio para un fin.
Pero lo permite, es decir, no lo impide, porque ha dado libertad al hombre y porque puede hacer que del pecado surjan efectos buenos (revelación de su justicia y misericordia, prueba moral de los buenos, castigo de los malos mediante sus propios pecados o de los otros).
Objeción: ¿Por qué Dios ha dado la libertad, pues sabía que habría de ser mal empleada?
Respuesta: Mediante la libertad, la criatura participa de la soberanía divina. Dios ha querido dar al hombre este don, sabiendo que el hombre abusaría de él para su propia desgracia y desventura.
El abuso de la libertad para pecar no pertenece necesariamente al uso de la libertad.
Los Bienaventurados en el Cielo no pueden pecar y viven, no obstante, en un estado de libertad incomparablemente más perfecta que la de la tierra.
Objeción: ¿Por qué ha creado Dios al hombre en un estado de imperfección y no en un estado de perfección?
Respuesta: El estado de perfección relativa, reservado a la Bienaventuranza eterna, debe ser adquirido mediante el mérito; y allí cabe el demérito.
El castigo del pecado o mal de pena
La razón de ser de la pena es una especie de vindicta justa y necesaria que toma el orden perturbado por el pecado contra el desorden, que es la esencia misma de la culpa.
De donde se sigue que toda culpa entraña necesaria y fatalmente la obligación de sufrir una pena.
Todo lo que está contenido bajo un determinado orden forma una especie de todo con relación al principio de ese orden. Por tanto, todo lo que se levanta contra un orden deberá ser reprimido por este mismo orden y por el principio de ese orden.
Siendo el pecado un acto desordenado, es manifiesto que cualquiera que peca obra contra un orden.
Es preciso, pues, que sea reprimido por ese orden contra el cual pecó.
Esta represión constituye precisamente la pena o castigo del mismo.
Como el pecado consiste en una operación desordenada procedente de un agente voluntario, el sujeto de la pena no será la operación mala en sí misma, sino el sujeto de esa operación voluntaria, o sea, el pecador.
Por eso dice Santo Tomás: La culpa es el mal de la acción; la pena es el mal del agente.
Aunque la operación no sea el sujeto de la pena, la represión o castigo deberá, sin embargo, alcanzarla.
Por eso la naturaleza de la pena consiste en la substracción de los bienes necesarios para la buena operación: bienes del alma, bienes del cuerpo, bienes exteriores.
La causa de la pena es el principio del orden violado, o sea, aquel que impone el fin y el orden de la operación al fin.
Ahora bien, la voluntad humana se encuentra contenida bajo tres órdenes:
a) El orden de la recta razón.
b) El orden de los que gobiernan exteriormente.
c) El orden universal del gobierno divino.
Cada uno de estos órdenes es perturbado por el pecado, porque todo aquel que peca obra contra la razón, contra la ley humana y contra la ley divina.
Se hace, pues, acreedor de una triple pena:
a) una, por parte de sí mismo, que es el remordimiento de su propia conciencia;
b) otra, por parte de los hombres, cuyo orden conculcó;
c) y otra, en fin, por parte de Dios, por haberse apartado de su ley suprema.
Pero, así como la culpa es, en definitiva, la insubordinación de la operación ante el principio supremo que impone el fin último a la misma, así también la causa de la pena es, en definitiva, Dios, primer principio y último fin del orden violado.
El pecado, pues, no es directamente la causa de la pena, pero lo es en el sentido de disposición.
Hay una cosa que el pecado causa directamente, y es el constituir al hombre en sujeto digno de la pena.
Siendo la causa subjetiva del pecado la voluntad defectible, la pena deberá afectar a esa misma voluntad.
Efectivamente, es de esencia de la pena que sea contraria a la voluntad; tiene por efecto contrariar la voluntad del pecador.
La culpa se distingue de la pena en que la primera es voluntaria y la segunda contra la voluntad del que la mereció.
Todos los males que caigan sobre el pecador en castigo de su culpa, aunque no recaigan directamente sobre su voluntad misma, no le afectan sino en función de su voluntad.
Esta oposición o contrariedad puede ser:
− o a la voluntad actual,
− o a la voluntad simplemente habitual,
− o a la inclinación natural de la voluntad.
Por eso puede ocurrir que el pecador no se dé cuenta en un momento dado, de que está siendo castigado por su pecado por no oponerse el castigo a la voluntad actual, sino sólo a la habitual o a la simple inclinación natural de la voluntad.
Nada queda impune en el orden moral perturbado por el pecado, aunque no se dé cuenta de ello el pecador.
La finalidad de la pena consiste en la reparación.
El acto del pecado constituye al hombre reo de pena en cuanto que constituye una transgresión del orden de la justicia divina; orden al que el hombre no puede volver sino por la reparación de la pena, que vuelve a su fiel la balanza de la divina justicia desequilibrada por el pecado.
El que se ha permitido voluntariamente un placer o una satisfacción desordenada, es muy justo que sufra, según el orden de la justicia divina, de grado o por fuerza, algún dolor o pena contraria a su voluntad.
La finalidad de la pena consiste, pues, esencialmente, en compensar por esta contrariedad involuntaria la voluntaria contrariedad con que el agente se hizo culpable ante el principio ordenador, revolviéndose contra él y contra el fin legítimamente impuesto por él.
Existen otros fines accesorios o secundarios de la pena, tales como el restablecimiento del orden de la justicia violada por el pecado; la curación de las potencias del alma, que la culpa precedente había desordenado; la reparación del escándalo causado a los demás por el pecado, etc.
EL PROBLEMA DEL SUFRIMIENTO
El llamado problema del sufrimiento o del dolor, en definitiva no es otra cosa que el mal de pena que ha caído sobre la humanidad en castigo del pecado original y de nuestros pecados personales.
Incluso los dolores y sufrimientos que afectan a las personas inocentes (niños, almas santas y, sobre todo, Jesucristo y María Santísima) se explican perfectamente por la eficacia redentora del dolor y la solidaridad natural y sobrenatural entre todos los miembros de la humanidad caída por el pecado de origen y reparada por el sacrificio inefable de Cristo Redentor.
LA SOLUCIÓN TEÓRICA DEL CRISTIANISMO
Para comprender la solución cristiana del problema del sufrimiento o del dolor es indispensable conocer los elementos de la concepción cristiana de la vida, tanto en el orden natural como en el orden sobrenatural de la gracia.
Presupuestos naturales para la solución cristiana del sufrimiento
La existencia de Dios
Dios existe y es el Creador del universo.
Pero la Causa primera, infinitamente inteligente, no ha producido las cosas de una manera ciega y fatal. Las ha dispuesto según un plan admirable de belleza y armonía.
Todas las cosas tienen una misión que cumplir. En su camino hacia su fin están en íntima conjunción y solidaridad, de forma que los individuos se subordinan a la especie; las especies inferiores a las superiores; las partes al todo.
Todo se resuelve en una maravillosa armonía universal, que canta la gloria de Dios, fin de la creación.
La vida futura
Pero la presente vida es demasiado poca cosa para tan alta finalidad. El hombre no es sólo materia, sino también espíritu. El alma humana, está destinada a la inmortalidad feliz.
No todos los hombres llegarán allá, porque es condición indispensable el cumplimiento del deber; pero a este cumplimiento —que está perfectamente a nuestro alcance— ha vinculado Dios su promesa infalible de eterna felicidad.
La Providencia divina
En virtud de la divina Providencia, todo tiene por mira la conservación del orden establecido por Ella para nuestro bien.
Dios tiene recursos inagotables para lograrlo.
Es propio del sabio alternar la justicia y la misericordia, la severidad y la bondad, la inflexibilidad y la condescendencia.
La solidaridad de la creación
El mundo constituye un todo ordenado y armónico. Cada cosa ocupa su puesto.
Lo inferior, subordinado a lo superior; el individuo, a la perfección del universo, y éste a Dios.
Hay que aceptar las ventajas y los inconvenientes de esta solidaridad humana.
Consecuencias derivadas de estos presupuestos naturales
Ya con solos estos elementos naturales podemos entrever la solución del problema del dolor. Ellos iluminan suficientemente las causas y la finalidad del sufrimiento humano y la actitud que hemos de adoptar frente a él.
La existencia de un Dios lleno de sabiduría y de misericordia nos hace comprender que el dolor no es un hecho ciego e irracional, como quieren los pesimistas, sino un elemento que entra en los planes y gobierno de Dios para extraer de él grandes bienes para nosotros.
La existencia de la vida futura nos recuerda que este valle de lágrimas y de miserias es un destierro fugaz y transitorio, que desembocará muy pronto para siempre en los resplandores y alegrías inefables de la Patria Bienaventurada.
La Providencia divina nos garantiza que “todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios” (Rom. 8, 28) y que nada ni nadie podrá arrebatarnos de sus manos (cf. Io. 10, 28), si nosotros no queremos apartarnos voluntariamente de sus caminos.
La solidaridad, en fin, con los demás hombres nos recuerda que no estamos solos en nuestros sufrimientos. Nuestros hermanos tienen el deber de ayudarnos. Y por encima de todo, nos ayudará ese Dios lleno de bondad y de misericordia, que alimenta a las aves del cielo y viste majestuosamente a los lirios del campo.
La paternidad divina y la vida futura son verdades suficientemente poderosas para llenarnos de coraje y de valor.
Dios nos ama. Si permite el dolor, será indudablemente por nuestro bien. Si nos niega el consuelo en la tierra es porque nos lo quiere dar inmenso en la eternidad.
Presupuestos sobrenaturales
El pecado original
Si Adán y Eva no hubieran pecado no hubieran conocido jamás el dolor, ni tampoco ninguno de sus descendientes. Pero el pecado produjo la tremenda catástrofe.
La explicación más radical y profunda del problema del dolor hay que buscarla en el dogma del pecado original.
Con él todo se explica perfectamente; sin él nos envuelven las tinieblas del más impenetrable de los misterios.
Pero, si este dogma pone de manifiesto la terrible solidaridad de todos los hombres en el mal, hay otros tres que nos muestran la sublime solidaridad en el bien: la Redención, la Gracia y la Comunión de los Santos.
La Redención
La misericordia infinita de Dios se compadeció del hombre pecador y decretó la Encarnación.
El Hijo de Dios hubiera podido escoger para salvarnos un camino lleno de gloria, de poder, de gozo y de alegría; pero escogió el camino de la humillación, de la debilidad, del sufrimiento y del dolor.
No hay miseria ni dolor que no haya aliviado en los demás; pero tampoco hay miseria ni dolor que no haya experimentado en su Persona. Todo el transcurso de su peregrinación sobre la tierra, de Belén hasta el Calvario, está sembrado de espinas y bañado en sudor de sangre.
La Gracia
Dios quiso ser Padre de los hombres. Para ello no había otro procedimiento posible que comunicarnos su propia naturaleza divina, haciéndonos partícipes de ella. Y la maravilla se obró en nosotros: la gracia de Dios nos hace partícipes de la naturaleza divina.
El primer hombre la perdió junto a un árbol para sí y para todos sus hijos. Pero Cristo nos la reconquistó en el árbol sagrado de la Cruz.
La Comunión de los Santos
Según este dogma admirable, la humanidad redimida por Jesucristo forma una gran familia, cuya Cabeza es Cristo y cuyos miembros somos todos nosotros, solidarizados con Él.
Los que vivimos y luchamos acá en la tierra, lo mismo que los que han traspasado ya las fronteras de este mundo y nos aguardan, en el Purgatorio o en el Cielo, estamos íntimamente unidos y hermanados.
Nada se pierde de cuanto sale de un corazón puro. Los sufrimientos que parecen más inútiles, los ejemplos que parecen más estériles, las plegarias al parecer más infructuosas, puesto que no han alcanzado lo que pedían, entran, sin embargo, en el tesoro y patrimonio social para ser distribuidos según los justos y amorosos designios del Padre común.
Consecuencias de los presupuestos sobrenaturales
Estos cuatro dogmas son un chorro de luz que disipa por completo las tinieblas del problema terrible del dolor, dándonos una explicación completa y acabada, la única posible del mismo.
a) El pecado original, agravado por nuestros pecados personales, explica perfectamente la responsabilidad del hombre y la necesidad del dolor redentor.
b) El dogma de la Redención nos muestra el amor inefable de Dios y la finalidad redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y acabado al que debemos imitar en todas nuestras tribulaciones. Él Hijo de Dios nos enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de elevación moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad.
c) El dogma de la Gracia nos confirma en la convicción de la inmensa bondad de Dios y alimenta nuestra esperanza en una ayuda superior, procedente de nuestro Padre, capaz de sostener nuestras débiles fuerzas en la lucha contra el sufrimiento y el dolor.
d) El dogma, en fin, de la Comunión de los Santos, nos hace comprender mejor el porqué de tantas muertes prematuras, tantos sufrimientos inmerecidos, tantos sacrificios, aparentemente vanos y estériles, que escandalizan y cuyo misterio se esconde a nuestra ignorancia y presunción.
Causas del sufrimiento
Pero para mayor consuelo de las almas que sufren, veamos las causas del sufrimiento, que nos dan la clave para comprender mejor su triple altísima finalidad: física, moral y religiosa.
Causas internas a nosotros
Nos inclinamos fácilmente a buscar fuera de nosotros las causas de nuestros dolores. Pero ante todo deberíamos preguntarnos si no hemos sido nosotros mismos los artífices de nuestra desventura, los verdugos de nuestra felicidad; si no hemos abierto, acaso, las puertas al dolor con nuestros errores y nuestras culpas.
Siempre que nos salimos del orden, somos castigados, cayendo en el dolor.
Causas externas a nosotros
Sin embargo, no todos los dolores y sufrimientos son consecuencia de nuestros propios desórdenes. De lo contrario, no se explicaría el dolor de tantos seres inocentes como sufren y seguirán sufriendo en el mundo entero: niños pequeños, almas purísimas, santos eminentes, y, sobre todo, Cristo y su Madre Santísima.
La Iglesia condenó la siguiente proposición de Bayo: Las aflicciones de los justos son todas absolutamente castigo de sus pecados; de aquí que lo que sufrieron Job y los mártires, a causa de sus pecados lo sufrieron (Dz. 1072); y esta otra de Quesnel: Dios no aflige nunca a los inocentes, y las aflicciones sirven siempre o para castigar el pecado o para purificar al pecador (Dz 1420).
Veamos, pues, cuáles son las principales causas externas de nuestros sufrimientos y dolores.
1ª) La solidaridad con nuestros primeros padres
Dios no es autor del dolor ni de la muerte: Él nos creó felices e inmortales. Fue el pecado quien introdujo el dolor y la muerte en el mundo. El dolor y la muerte son la paga y estipendio del pecado.
2ª) La solidaridad con los miembros de la sociedad, doméstica y civil
a) Nuestra propia familia. De ella recibimos bienes inmensos, pero a veces también grandes dolores.
La ley de la herencia explica muchas enfermedades físico-psicológicas. Las culpas y errores de uno de sus miembros repercuten deshonrosamente sobre todos los demás.
¡Cuántos niños inocentísimos nacen condenados a las enfermedades más horribles por culpa de sus mismos progenitores! (alcoholismo, sífilis, etc.). ¡Cuántos padres honorables acaban sus días en una amarguísima vejez por los crímenes y desórdenes de sus hijos!
La mayor parte de las miserias que afligen a una familia depende, ordinariamente, de sus propios componentes.
b) La sociedad en que vivimos. La responsabilidad de los grandes sufrimientos que azotan a la humanidad alcanza, en mayor o menor grado, por acción o por omisión, a casi todos los hombres, esparciendo por doquier semillas de luto y desventura, de las que nadie tiene la culpa sino el propio egoísmo de los hombres.
3ª) Las fuerzas de la naturaleza
Las fuerzas cósmicas de la naturaleza se conjuran también contra nosotros. El alimento que ingerimos, el agua que bebemos, el aire mismo que respiramos, contienen muchas veces gérmenes de muerte. El fuego que nos calienta provoca muchas veces un incendio. El viento suave que nos acaricia puede transformarse en tremendo y destructor huracán. El agua que riega y fecundiza nuestros campos produce espantosas catástrofes cuando se desborda en imponente riada. La electricidad, que tantas comodidades nos proporciona, puede electrocutarnos en un instante de descuido. El mar, que nos sirve de recreo junto a la playa, puede convertirse en nuestra tumba. La misma tierra que nos alberga y nos regala con sus frutos puede sepultarnos vivos cuando la sacude un movimiento sísmico del todo inesperado y repentino. Finalmente, el trabajo diario y el desgaste inevitable de nuestro organismo nos acercan poco a poco al sepulcro.
Dios, autor de la naturaleza y de sus leyes cósmicas, deja ordinariamente que las cosas sigan su curso normal, gobernando y dirigiendo el mundo de una manera mediata, o sea valiéndose del engranaje normal de las causas segundas. Pero a veces interviene inmediatamente por imperativo de su justicia (castigos individuales o colectivos) o de su infinita misericordia, enviándonos dolores físicos que nos purifican y aumentan nuestros méritos para el Cielo.
Finalidad física del dolor
Dios permite el dolor en vista de un bien
Dios, que ha establecido con su infinita sabiduría el orden admirable del universo, no puede vacilar en sacrificar, cuando es necesario, un bien inferior a un bien superior, el bien particular al bien general, el del individuo al de la sociedad, el bien material al espiritual, el físico al moral, el profano al religioso, el terreno al celestial.
Todo lo que nos ocurre en el tiempo es un incidente trivial; poco importa sufrir ochenta años acá en la tierra si logramos gozar después en el Cielo por toda la eternidad.
La conservación de las fuentes del dolor es un bien mayor que su supresión
Si Dios nos quitara la libertad, no podríamos pecar y nos ahorraríamos un cúmulo enorme de sufrimientos; pero tampoco podríamos merecer el Cielo. La vida social nos trae grandes dolores; pero también nos proporciona ventajas y beneficios. La naturaleza física nos produce enfermedades y acabará produciéndonos la muerte; pero sin ella sería del todo imposible la vida.
¿Será razonable reprochar a Dios el habernos dado todos estos bienes, sólo porque alguna vez podemos abusar de ellos o lleguen a ser peligrosos?
Suprimid la libertad, la vida social y las leyes de la naturaleza física, y desaparecería al instante el orden y la armonía maravillosa del universo, volviendo todo a la más completa desolación y al más espantoso de los desórdenes.
No es admisible una continua intervención milagrosa de Dios
Dios podría suprimir la mayor parte de nuestros dolores particulares interviniendo milagrosamente y de continuo sobre la voluntad perversa de los hombres y sobre las leyes físicas de la naturaleza.
Pero esto no constituiría un bien, sino un aumento del mal para el conjunto del universo. Debería para ello cambiar de naturaleza al hombre y modificar todas las leyes de la naturaleza dictadas por su infinita sabiduría.
Dios no puede rectificar nada, pues nada ha hecho que se pudiera hacer mejor.
Las excepciones milagrosas confirman la sabiduría de sus leyes fijas. La excepción, empero, no puede convertirse en regla.
El dolor físico nos trae muchísimos bienes
Es el egoísmo quien nos impide ver la armonía del conjunto, detrás y por encima de nuestro yo.
El que se lastima al caer, es difícil que sepa reconocer las grandes ventajas de la ley de la gravedad terrestre; el que ha perdido a un ser querido en una tempestad marítima, no comprenderá fácilmente que sin tempestades el mar sería un inmenso pantano palúdico y mortífero para toda la humanidad.
En la vida sensible, el dolor es un timbre de alarma que nos avisa del peligro. El hambre, la sed, el cansancio…, todo es providencial. En las enfermedades es el dolor el que orienta casi siempre a los médicos para su diagnóstico y curación.
El dolor es una fuente de alegrías. La dificultad, la contradicción y la desventura nos hacen apreciar mejor las alegrías de la victoria y del triunfo.
En el orden sobrenatural, es inmensa la eficacia del dolor físico. El ejemplo de Cristo se repite en su Iglesia. En nosotros mismos, el dolor es el camino de la grandeza, de la santidad y de la gloria.
Finalidad moral del dolor
Si la perfección moral es un bien precioso, y su adquisición o conservación depende enteramente de nosotros, no hay esfuerzo ni dolor que no deba aceptarse con gozo para conquistarla, conservarla o aumentarla.
Todo aquello que pueda ayudarnos a conseguir nuestra perfección moral y a combatir el pecado, debemos considerarlo como un gran beneficio, como uno de los factores más eficaces de nuestra felicidad.
Tal es el papel del dolor. Es un gran medio de expiación de nuestras culpas pasadas y de prevención contra las futuras, un gran medio de elevación moral.
El dolor expía nuestras culpas. A veces, aquella desgracia, que atribuimos a la casualidad o a la mala suerte, no es sino el castigo de alguna culpa pasada, una forma inesperada de expiación.
El dolor purifica y sana. El alma destrozada por el dolor se libera del fango de la culpa y recobra su antigua belleza y su antiguo vigor. El dolor cura y sana las heridas más rebeldes y los vicios más inveterados. Doblega y vence la violencia de las pasiones y hace más fácil el ejercicio de la virtud. ¡Cuántos hombres han encontrado el camino de su redención el día en que cayeron enfermos!
El que nos visita y azota con el dolor no es, pues, un tirano que desfoga sus crueles caprichos, sino un juez que castiga las ofensas a la majestad de la ley; un padre que castiga para corregir; un médico que nos receta una medicina amarga para devolvernos la salud.
A los que se creen inocentes… ¿Qué delito he cometido para que Dios me trate así?, se atreven a decir algunos insensatos. No advierten que todos somos culpables, porque todos hemos pecado. Olvidan que, si alguno dice que no ha pecado, se engaña a sí mismo y la verdad no está en él.
Sólo Cristo pudo decir en verdad: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? Todos los demás hemos de bajar la cabeza y golpearnos el pecho.
Sin embargo, es un hecho que sufren también los inocentes. Pero su sufrimiento tiene una finalidad redentora sublime; constituye para ellos su título supremo de gloria y la garantía más preciosa de una inefable recompensa.
El dolor redime. La obra redentora de Cristo no terminó del todo. Podemos y debemos continuarla nosotros a través de los siglos. Es preciso completar, a fuerza de dolor, lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia. No es en modo alguno crueldad por parte de Dios asociarnos íntimamente a sus dolores redentores, sino una prueba impresionante de amor y de predilección al querer valerse de nosotros para una empresa tan alta y sublime. Sepamos agradecerlo y besemos la mano que nos bendice con tan inefable recompensa.
El dolor preserva. La tentación suena con demasiada frecuencia ante nuestros oídos aturdidos. Dios, nuestro Padre amoroso, está vigilando alerta, y nos envía el ángel del dolor para apartar las insidias y descubrir el engaño.
El dolor educa. En la escuela del dolor la inteligencia se hace más aguda, vigilante y reflexiva. En ella se madura la virtud de la prudencia, se adquiere la experiencia de la vida y se comprende su seriedad.
Valor social del dolor. Al igual que para los individuos, las desventuras y dolores son para las naciones medios de expiación y de purificación. Se trata de una ley general, que se cumple todavía con más exactitud aplicada a la colectividades que a los mismos individuos particulares; porque a estos últimos les espera después de esta vida la sanción correspondiente a los actos buenos o malos, mientras que los pueblos y naciones, colectivamente considerados, no existirán en el más allá. Es, pues, acá en la tierra, donde deben recibir la sanción adecuada.
Para comprender ciertas convulsiones que destrozan los pueblos y naciones, y ciertas tragedias y catástrofes que ensangrientan la tierra, no basta fijarse únicamente en los factores económicos o políticos, es preciso tener en cuenta los de orden moral y religioso.
Hay que remontarse más arriba hasta encontrar su causa en la despreocupación y el desprecio de la ley moral, única verdadera defensa de la prosperidad y bienestar de los pueblos.
Para los pueblos y naciones, lo mismo que para los individuos, los sufrimientos y dolores, además de un medio de expiación de sus culpas colectivas, constituyen también un medio excelente de defensa y de elevación. Cuando la atmósfera que respira un pueblo está envenenada, se hace necesaria una tempestad purificadora.
Ciertamente que estos remedios enérgicos suponen para el organismo social el martirio y el dolor; pero en la intención del Señor de las naciones están destinados a evitar dolores mucho más grandes e irreparables.
Finalidad religiosa del dolor
El castigo de las ofensas hechas a Dios
Un Dios que permaneciese indiferente a la violación más descarada de todas sus leyes, que permitiese pisotear todos sus derechos sin oposición alguna, no sería digno del nombre de Dios.
Una tal actitud no podría calificarse de bondad y de misericordia, sino de debilidad, negligencia e incumplimiento de las leyes indeclinables de la justicia, de la verdad y del bien. Tiene que castigar, y castiga de hecho, inexorablemente a los delincuentes.
El sufrimiento es el gran ministro y ejecutor de su justicia.
Los caminos de la justicia divina
Para castigar la rebelión y la ingratitud de los hombres, no tiene Dios necesidad de recurrir siempre a sanciones extraordinarias y a intervenciones excepcionales. En las leyes ordinarias con las cuales gobierna a las criaturas, existen los elementos suficientes para hacer sentir a los hombres el peso de su autoridad y para alcanzar el fin sapientísimo de su infinita justicia.
El hombre que se olvida de Dios, que se rebela y se aleja de Él, encuentra en su propia culpa la más grave y terrible sanción.
Dios es la luz verdadera, la verdadera riqueza, la verdadera libertad. El que se aleja de Él, perdiendo la gracia y sus auxilios, cae en la obscuridad, en la miseria, en la esclavitud de sus pasiones.
Y esto que sucede al individuo se verifica de manera más visible todavía en los pueblos y naciones. La apostasía de Dios, que es su mayor delito, trae consigo fatalmente los más horribles desastres, las más espantosas ruinas. No hemos de buscar en otra parte la explicación adecuada y el último porqué de las grandes guerras y cataclismos internacionales que han azotado de continuo a la humanidad pecadora apartada de Dios.
El dolor nos retorna a Dios
Olvidados de la realidad suprema, nos abandonamos a las ilusiones y a la pequeñez inconmensurable del mundo sensible. Es entonces cuando Dios nos visita y azota con el dolor para despertarnos de nuestro mortal adormecimiento.
El dolor nos recuerda que esta vida no es la vida
Es un hecho que, cuando el mundo nos sonríe, nos olvidamos del Cielo. Cuando el destierro es muy dulce, se le toma por la patria. Si el hombre no tuviera nunca nada que sufrir, se haría terreno y se olvidaría de sus destinos eternos. El dolor nos trae la nostalgia de la Patria y aviva en nuestras almas el deseo del infinito.
Objeciones
Una grave dificultad: la prosperidad de los malvados
Si el dolor es consecuencia de la violación de la ley divina, ¿cómo se explica el hecho tan frecuente de la espléndida prosperidad de los malvados?
La solución es muy fácil y sencilla. No hay hombre tan malo que no tenga algo de bueno, ya que la maldad absoluta no existe ni puede existir.
Y como Dios es infinitamente justo y no quiere dejar sin recompensa las buenas acciones, cualquiera que sea la persona que las realice, premia en esta vida las pocas cosas buenas que hacen los malvados y perversos —a base de esa prosperidad y triunfo puramente humano y temporal—, reservándoles para la eternidad el castigo de los crímenes horrendos que cometen.
Por eso se ha dicho que no hay peor señal de eterna reprobación que el triunfo del malvado en medio de sus desórdenes y crímenes.
Otra gran dificultad: las tribulaciones de los buenos
En realidad, esta nueva dificultad está ya resuelta con lo que acabamos de decir. Si es verdad que no hay hombre tan malo que no tenga algo de bueno, también lo es que no hay hombre tan bueno que no tenga algo de malo.
Es muy justo, pues, que Dios castigue en esta vida esas pequeñas flaquezas de sus fieles servidores y amigos, reservándoles para la eternidad el premio de sus muchas buenas obras.
Además, en virtud del dogma de la Comunión de los Santos, el dolor y sufrimiento de los buenos tiene una finalidad altísima y sublime: continuar a través de los siglos la misión redentora de Cristo, completando lo que falta a su Pasión por el bien de su cuerpo que es la Iglesia.
La muerte precoz de los buenos
¿Por qué permite Dios que la muerte venga a segar en flor una vida inocente, llena de risueñas esperanzas?
Dios es nuestro Padre amorosísimo; nada permite ni permitirá jamás que no sea para nuestro mayor bien. Cuando arranca una de estas vidas jóvenes, será por razones muy serias, por motivos absolutamente superiores a los pobres cálculos humanos.
Dios ve el futuro con mayor claridad que nosotros el presente. ¿Quién puede asegurarnos que ese joven, lleno de virtudes angelicales, hubiese perseverado así toda su vida? ¿Y si más tarde se hubiera desviado por los caminos del mal y hubiese desembocado en el abismo de la eterna desesperación?
La vida terrena es un mero pretexto para alcanzar la vida eterna, no tiene valor alguno sino en función de la eternidad.
Adoremos en silencio los planes de Dios y no abriguemos jamás en nuestro pecho la menor duda de que nos ama con ternura y nos gobierna con infinita sabiduría.
Por otra parte, sería el colmo de la insensatez y de la locura lamentar que un ser querido, terminada la vida terrena, haya entrado para siempre en el Cielo.
LA SOLUCIÓN PRÁCTICA DEL CRISTIANISMO
Modo de aliviar el dolor
Es perfectamente legítimo, desde el punto de vista cristiano, luchar contra el dolor y tratar de aliviarle en lo posible por todos los medios lícitos a nuestro alcance: Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no se haga como yo quiero, sino como tú lo quieres.
Combatir sus causas
El medio más eficaz para aliviar el dolor es combatir sus causas.
El consuelo de las lágrimas
Llorar no es pecado, ni siquiera una debilidad. Revela, por el contrario, grandeza de alma. El llanto espontáneo ante la desgracia ajena es signo inequívoco del afecto que profesamos al que sufre o de la compasión que nos inspira.
Santo Tomás prueba que las lágrimas alivian el dolor:
Las lágrimas y los sollozos alivian naturalmente la tristeza, y esto por dos razones:
a) Primera, porque todo lo nocivo, reconcentrado interiormente, aflige más, sobreexcitando la atención del alma sobre ello; al paso que, cuando transciende al exterior, la atención del alma se divide al tender igualmente hacia fuera, atenuándose así el dolor interno. Por eso los hombres sumidos en tristeza logran mitigarla manifestándola exteriormente por el llanto o los sollozos y también por la palabra.
b) Segunda, porque siempre la operación connatural al hombre, según la disposición del momento, le es deleitable; y el llanto y los gemidos son operaciones connaturales al triste o dolorido y, por lo mismo, se le hacen deleitables. Por tanto, como toda delectación mitiga de algún modo la tristeza o el dolor, se sigue que por el llanto y los sollozos se alivia la tristeza.
Lloremos, pues, cuando nos visite el dolor, que esto aliviará el peso interior que nos oprime.
Pero no nos olvidemos de mirar al Cielo a través del cristal de nuestras lágrimas y de bendecir a Dios, que nos visita con el dolor para abrillantar nuestras almas como el oro en el crisol.
El trabajo material o intelectual
Por una ley psicológica perfectamente explicable, se sufre tanto más cuanto mayor conciencia tengamos de nuestro dolor, cuanto más profunda y largamente reflexionemos sobre los dolores que nos afligen. Los dolores presentes se aumentan con el recuerdo de los dolores pasados y se agigantan, sobre todo, ante el espectro de los que nos amenazan inexorablemente en el futuro.
En vista de esta ley psicológica indiscutible, todo aquello que pueda contribuir a absorber nuestra atención apartándola del objeto del dolor, servirá sin duda alguna de alivio y de consuelo.
El mismo sueño y ciertas prácticas higiénicas (baños, duchas frías, etc.) ejercen sobre el organismo humano una acción sedante y tranquilizadora que disipa muchas veces las nubes tormentosas del dolor.
El placer y la alegría
Al cristiano no le está prohibido en modo alguno el placer honesto y la alegría sana. La alegría cristiana no tiene más límites que los del deber, la obediencia, la higiene del cuerpo y del alma, el amor de Dios y del prójimo.
Una sana diversión, un espectáculo sano y agradable, la práctica moderada de los deportes, el trato amistoso con nuestros amigos, y otras cosas por el estilo son perfectamente lícitas y pueden contribuir poderosamente a aliviar nuestros dolores y amarguras.
En esto, como en todo lo humano, la virtud está en un equilibrado término medio: tanto cuanto, ni demasiado, ni poco.
Es un vicio pernicioso la disipación y la alegría excesivas e inmoderadas, pero no es menor la misantropía exagerada, que rehúye el trato normal con nuestros semejantes y considera vitandas las más legítimas y nobles expansiones del espíritu y del corazón.
El consuelo del amor fraterno
Si el sufrir es siempre duro, sufrir a solas es mucho más horrible.
Santo Tomás expone de qué manera el dolor y la tristeza se mitigan por la compasión de los amigos:
El que un amigo se conduela de nuestras tristezas es naturalmente consolador, y esto por dos razones:
a) La primera, porque, siendo propio de la tristeza el apesadumbrar, viene a ser como una carga, de la cual procura ser aliviado el que la sufre; y, por lo mismo, cuando uno ve que otros se contristan de su tristeza, se forma cierta idea de que aquella carga la llevan con él, como si se esforzaran en aligerársela, y, en consecuencia, soporta como más llevadera la carga de la tristeza, de modo semejante a lo que ocurre con las cargas materiales.
b) La segunda razón y más convincente es porque, en el hecho mismo de que los amigos se contristen con él, conoce que es amado por ellos, lo cual le sirve de satisfacción, como es evidente. Y como toda satisfacción mitiga la tristeza, se sigue que el amigo que se conduele de nuestra tristeza alivia nuestro dolor.
Consolar es consolarse
Otro procedimiento muy eficaz para aliviar nuestros dolores es tratar de aliviar los del prójimo.
Consolar es consolarse, y esto por dos razones: la primera, porque es el premio de la caridad, que se recibe inmediatamente en el corazón; la segunda, porque hace olvidar nuestros dolores al compararlos con los del prójimo.
El egoísta que se cierra en su dolor, que no piensa más que en sí mismo y no se preocupa de otra cosa que de su propio sufrimiento, lo ve crecer y agigantarse por momentos. Mientras que la apertura hacia los demás para compadecernos de sus dolores refluye sobre nosotros en forma de alivio, porque representa una especie de desahogo y de saludable distracción.
Consolar al triste es una de las obras de misericordia más hermosas y uno de los deberes cristianos más sublimes.
El consuelo que viene de lo alto
Por encima de todos estos consuelos humanos, es indudable que el más eficaz y confortante es el que ha de venirnos de lo alto.
Para que el consuelo sea pleno y el alivio vigorice totalmente las fuerzas del alma es preciso que quien lo proporcione comprenda la grandeza e intensidad de nuestros dolores sin necesidad de explicárselos detalladamente; es necesario que sea inmensamente bueno y generoso, dulce y paciente; que nos ame sin restricción y sin reservas, sin segundas intenciones, sin fallos desconcertantes; es necesario que tenga en su mano los medios oportunos para venir eficazmente en nuestro auxilio; que nos sepa iluminar en nuestras oscuridades e incertidumbres, animarnos en nuestras desolaciones, alentarnos en nuestros desfallecimientos, remediar nuestras amarguras, ungir con bálsamo nuestras llagas; que pueda protegernos contra todas las amenazas, defendernos de todos nuestros enemigos, liberarnos de todos los peligros…
Es indudable que sólo Dios cumple todas estas condiciones.
La resignación cristiana
El dolor es inevitable en este valle de lágrimas y de miserias.
La desesperación no remedia nada. Es inútil tratar de rebelarse contra el dolor inevitable.
Lo único que lograríamos con la desesperación sería debilitar más nuestras fuerzas quebrantadas, irritar mayormente nuestra sensibilidad, volver más profundas y peligrosas nuestras heridas.
Tampoco sirve la resignación estoica, o sea la aceptación pasiva del dolor, en una indiferencia irracional, en un encogerse de hombros sin ninguna resistencia y sin ninguna reacción.
Esa actitud estoica es irracional, porque nuestra inteligencia tiene derecho a conocer el porqué de los sacrificios que se nos imponen.
El fatalismo tampoco es solución. No nos consolaremos pensando que el sufrimiento es una ley impuesta a todos los humanos por un poder supremo, ciego e inexorable, cuyos decretos son inapelables y que aplasta todo cuanto trate de oponérsele.
Además de una herejía, esa actitud intelectual es una insensatez, que no remediaría nada.
Bien distinta es la actitud del verdadero cristiano. No permanece pasivo ante el dolor propio o ajeno y procura prevenirlo con todos los medios lícitos de que dispone. Y cuando se siente alcanzado por él, no permanece impasible a sus estragos, no intenta cubrir con orgullo su debilidad: llora, gime, pide socorro a Dios. Pero, si llora, no se desespera; si gime, no se rebela; si pide ayuda, no pretende obtenerla siempre.
Cuando todos los recursos humanos se han venido abajo, cuando la ciencia y el amor se han declarado impotentes, el cristiano tiene todavía un refugio. Para él, existe un Dios bueno, sabio y omnipotente, del cual dependen todos los acontecimientos de la vida, todos los fenómenos del universo. Un Dios que conoce nuestras miserias, oye nuestras voces de auxilio y puede, si lo cree útil, socorrernos y consolarnos. Inefable en sus consejos, incomprensible en sus designios, vigila todos los caminos humanos. Y cuando la oración no es oída en seguida, el cristiano no se desanima: vuelve a pedir ayuda con más fe, con más fervor, con más grande pureza de intención.
Y si, finalmente, se malogra todo ello y no obtiene respuesta alguna a su plegaria, sabe bajar la cabeza y aceptar con serena resignación los designios inescrutables de Dios, que es el más amoroso de los padres.
El amor al dolor
A los discípulos auténticos de Jesucristo no se les pide tan sólo sufrir con paciencia y resignación las inevitables tribulaciones de la vida. Se les pide algo mucho más elevado y sublime todavía. Se les pide que, a imitación de Cristo, amen el dolor y se abracen espontáneamente a la Cruz.
En contra de lo que el mundo cree, la mortificación cristiana voluntaria, realizada por amor a Cristo y con el deseo ardiente de asociarse a su Pasión redentora, es una fuente inagotable de alegrías y consuelos inefables.
Los principales grados y las etapas más importantes del amor al sufrimiento y a la Cruz son los siguientes:
No omitir ninguno de nuestros deberes a causa del dolor que nos producen.
Aceptar con resignación las cruces que Dios permite o nos envía.
Practicar la mortificación voluntaria.
Preferir el dolor al placer.
Ofrecerse a Dios como víctima de expiación.
La victoria final sobre el dolor
La solución cristiana supone la vida futura.
Exponiendo la solución teórica dada por el cristianismo al problema del dolor, hemos visto que la existencia de la vida futura constituye uno de sus fundamentos básicos.
Es cierto que, poniendo en práctica muchos de los consejos que acabamos de recordar, podremos aliviar en gran escala nuestros sufrimientos y dolores; pero jamás desaparecerán del todo mientras vivamos en este valle de lágrimas y de miserias. Es preciso aguardar la vida bienaventurada del Cielo, en la cual la virtud se asociará para siempre a la felicidad y encontrará la adecuada recompensa a todas sus luchas y sacrificios.
Al igual que sucede con la solución teórica, la solución práctica cristiana no aparecerá perfecta sino al traspasar las fronteras del más allá.
Como únicamente en el Cielo brillará para nosotros la luz definitiva sobre las causas y la finalidad del dolor, solamente allí encontraremos la explicación enteramente satisfactoria de todas nuestras aflicciones de la tierra y el triunfo pleno y definitivo sobre el sufrimiento.
Acá en la tierra, el consuelo ha de ser forzosamente muy imperfecto, y el triunfo sobre el dolor muy incompleto y parcial.
Si no existiese una vida ultraterrena y superior en la que sean finalmente satisfechos los deseos angustiosos de tantas almas buenas, enjugadas tantas lágrimas inocentes, reparadas todas las injusticias y restablecidos todos los derechos legítimos, se podría incluso dudar de la Sabiduría y de la Bondad de Dios y sería imposible la serenidad de la resignación.
Sin la luz que desciende del Cielo sobre la tierra, nada ni nadie podría endulzar el aspecto terrible del dolor ni disipar las negras sombras que lo envuelven.
Ya San Pablo decía que, “si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres” (I Cor. 15, 19)
La fe cristiana nos asegura que en el Cielo nuestras lágrimas serán enjugadas para siempre y ya no volveremos a conocer la muerte, ni el luto, ni el dolor (Apoc. 21, 4); que ahora sembramos entre lágrimas y después recogeremos con alegría el fruto de nuestros trabajos y dolores (Ps 25, 5); que el cuerpo será sembrado animal y resucitara espiritual (I Cor. 15, 36); que de nuestra alma, sumergida en un océano de deleites, redundará sobre nuestro cuerpo una gloría inefable. Apagada su sed en el torrente de las delicias divinas, nuestro corazón gozará de una plenitud inmensa de felicidad que no conocerá jamás su ocaso.
Nuestra inteligencia, ayudada por la luz de la gloria, verá claramente a Dios tal como es en sí mismo, cara a cara; lo conocerá como Él nos conoce a nosotros (I Cor. 13, 12).
Verá todos los misterios de su vida íntima, la armonía de sus perfecciones, los profundos secretos de su ciencia, la sabiduría de sus designios, el amor infinito que inspira su gobierno. En Dios, causa y prototipo de todo cuanto existe, veremos en su pleno fulgor las bellezas y maravillas del universo y la perfección insuperable de sus leyes. Se rasgarán por completo los velos, se disiparán las dudas.
A esta posesión intelectual de Dios, seguirá la de la voluntad; a la visión, el amor. Un amor grande, irresistible, triunfante, plenamente correspondido. Un amor que no dejará desear ya nada más; que saciará plenamente nuestra hambre de felicidad y llenará por completo el abismo infinito de nuestro corazón.
De la visión y del amor de Dios brotará un gozo indescriptible que cancelará por completo y para siempre todos los dolores pasados. Un gozo inmenso, como el Dios que lo produce; una alegría y felicidad inefables, como nadie puede imaginar ni sospechar acá en la tierra.
Y todo ello para siempre, con seguridad firmísima, sin posibilidad alguna de perderlo jamás. La etapa de lucha y de prueba termina con la muerte acá en la tierra. Allá arriba, los Bienaventurados están definitivamente confirmados en el bien y en la gracia de Dios. No pueden pecar y, por tanto, no podrán perder jamás la felicidad inefable que les embriaga el corazón.
Ante esta soberana perspectiva, que estamos ya casi tocando con las manos, dada la brevedad de nuestra vida acá en la tierra, ¿qué pueden significar nuestros dolores y sufrimientos? ¿Qué tienen que ver las amarguras y tribulaciones de la tierra, si las comparamos con el inmenso peso de gloria que nos aguarda en la eternidad?
No nos contristemos como los que no tienen esperanza. No nos parezca demasiado duro conquistar el Cielo eterno con algunos padecimientos temporales. No consideremos excesivo que, antes de configurarnos con Cristo glorioso, tengamos que configurarnos con sus padecimientos y su muerte. El dolor pasará, las tribulaciones se acabarán, el sufrimiento se extinguirá para siempre. Y todo ello quedará sustituido por una sublime e incomparable gloria que no terminará jamás.
En terrible contraste con esta visión de paz y de amor que brilla en la ciudad de los bienaventurados, la fe cristiana nos habla de otra mansión donde reina el eterno dolor y la eterna desventura.
Es la mansión horrenda de los que se han negado definitivamente a amar y, en justo castigo de su obstinación y protervia, están condenados a consumirse eternamente en el más terrible de los odios y en el más espantoso de los dolores.
En nuestras manos está nuestro futuro destino. A nosotros corresponde escoger el camino de la salvación o de la perdición, del gozo infinito o del dolor eterno. A nosotros incumbe cerrar para siempre la historia de la tribulación y de las lágrimas o continuarla para siempre en la terrible inmensidad de lo eternamente irremediable.
Vale la pena sufrir ahora un poco con resignación cristiana y hasta con conformidad y heroica alegría; vale la pena sufrir en pos de Cristo crucificado los trabajos y dolores que tenga a bien enviarnos durante nuestra breve peregrinación sobre la tierra, con el fin de poderle acompañar para siempre en los resplandores y alegrías inefables de la eternidad bienaventurada.
Padre Juan Carlos Ceriani
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