PARÁBOLAS DE LA CRIBA
Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha pedido para cribaras como trigo. Pero yo he rogado por ti para que no falte tu fe; y tú a tu vez confirma a tus hermanos … (Lc.XXII, 31). Todo reino dividido contra sí mismo será desolado; y toda ciudad o casa dividida en sí misma, caerá (Mt.XII, 25; Mc.III, 23).
El Papado es el principio de la unidad de la Iglesia; y lo es porque es infalible; y debe ser infalible para poder serlo.
Este dicho oscuro de Cristo a Pedro («mas yo he rogado por ti para que no falle tu fe») es el fundamento escriturístico del dogma de la inerrancia de los Pontífices Romanos; y el que sigue es una obvia verdad sobre el destino de las naciones cuando están en guerra civil abierta o latente, a causa de que está dividida la Autoridad o no hay autoridad; que es lo que pasaría a la Iglesia si no poseyera una Autoridad absoluta, es decir, infalible en algunos casos, lo que le pasó a los Protestantes en cuanto rechazaron esa Autoridad absoluta, clave de unidad y quisieron reponerla en un Libro… y en la Opinión Pública o Libre Examen.
Mis tres primeras publicaciones (y va ya de esto 35 años), fueron en loor y defensa del Papado: tres sonetos y un cuento en la revista del «Salvador», dos artículos en la revista «Criterio» sobre la Infaliblez del Sumo Pontífice. De esa posición no me he movido un milímetro en medio siglo, ni como escritor ni como persona.
La Infaliblez (evitaremos esa palabra impronunciable in-fa-li-bi-li-dad) fue «definida» o sea declarada dogma de fe por el Concilio Vaticano en 1870 (canon 1837) junto con el Primado del Sumo Pontífice. Los protestantes pusieron el grito en el cielo diciendo que los R.C. «habían divinizado un hombre»: pues sólo Dios puede ser infalible. Pero, hijos, cualquier hombre puede ser infalible si tiene evidencia científica de una verdad: si yo me demuestro con evidencia un teorema matemático, mi razón es infalible en esta coyuntura, no puede errar; y si Dios concedió esto a la razón humana, bien puede (y debe, osamos decir) concedérselo también a la fe, que se basamenta no en la Razón sino en Su Palabra, con la Razón.
¿Prueba ese oscuro oráculo, dirigido a Simón Pedro antes de la Pasión, que Cristo quiso hacerlo infalible en la fe, a él y los Sucesores? Prueba, si se considera juntamente con la colación del Primado (parábola anterior, 52), y por ende, con todo el Evangelio. Pedro era ya cabeza de la Iglesia, y la misión divina de la Iglesia es «enseñar» la fe; y si en esa misión pudiera equivocarse, Dios mismo nos engañó, absit. Luego la Cabeza de la Iglesia no puede equivocarse en materia de fe, cuando enseña «ex cátedra» como dicen; es decir, no como persona privada, sino oficial, formal y solemnemente. «Pero yo he rogado a Dios que no falle tu fe, a pesar de todos los zarandeos de Satanás; mas tú a tu vez corrobora a tus hermanos». ¡Y bastantes zarandeos hubo en el Concilio Vaticano; y siempre la Iglesia, si vamos a eso! Puestas en esa luz, las palabras de Cristo no pueden significar otra cosa que: la fe de Pedro, y por ende de la Iglesia, y por ende de los Apóstoles y después de los Obispos unidos a Pedro, no será vencida por Satanás: «las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella».
«Y tú a tu vez corrobora a tus hermanos», como más tarde le dirá: «Apacienta mis ovejas y mis corderos, si es que me amas».
Todos los Santos Padres lo entendieron así y el Papa ha sido creído sin duda desde la muerte de Cristo hasta ahora; hecho que se resume en el famoso dicho de san Agustín: «Roma locuta, causa finita»; Roma ha hablado, pleito terminado. San León I el Magno dice elegantemente en su sermón de Navidad 2°, mediado el siglo V:
«Común era el peligro de los Apóstoles; sin embargo el Salvador toma cuidado de Pedro; porque el estado de los demás será seguro, si la mente del Príncipe no es vencida». Y así una nube de testigos de todos los tiempos: todos los Santos Padres prácticamente; lo que se llama técnicamente «la Tradición».
En libros que son de bronce han explicado y defendido todo esto el francés De Maistre («Du Pape»), el ruso Solowief («Rusia y la Iglesia Universal»], y el inglés Newman («Apología pro vita sua»). El argentino no los necesita porque aquí no se niega la infaliblez del Papa; se la exagera y malentiende, sí. Los pueblos nórdicos son bastante vivos para tratar de conservar a Cristo arrojando al Papa; los latinos cuando les da la loca, arrojan todo junto; y los argentinos más bien que eso, olvidan; tienen que hacer plata, y así dejan en el Leteo al Papa ya Cristo que lo fundó. Sin embargo no está mal escribir hace 35 años o bien ahora acerca de eso un poco. «No interesa». ¡Sí interesa!
La ruina cunde en las sociedades cuando se dividen, dijo Cristo: «desolabuntur». A los protestantes les pasó así desde el momento que perdieron la cabeza… de la Iglesia. A un siglo de Lutero, Bossuet pudo escribir su «Historia de las Variaciones de las Iglesias Protestantes», que hizo gemir al filósofo Leibnitz; mas hoy día son ya incalculables las sectas, y no se pueden abarcar ni en una Enciclopedia, no digamos Historia: sólo el metodismo prevalente en los EE.UU. tiene unas 19 ramas mayores, más las menores; de modo que ya no se animan a llamarse «iglesias»; se llaman «denominaciones»; como dando a entender que los que «varía» es solamente los nombres, cuestión de palabras, el fondo es igual. Cuentos: no se pueden encontrar tres protestantes juntos en un café que crean exactamente lo mismo: y esta desintegración de la dogmática ha traído el afloje de las normas morales; y después, la «desolación» que dijo Cristo: el escepticismo, el modernismo, el ateísmo. La ciudad dividida en sí misma, por falta de cabeza autoritativa, fue desolada, y es escombros y ruina; y pudrición.
«Creador de todas las cosas, si no quieres que el hombre sea la más desdichada de tus criaturas, danos un maestro infalible hasta el fin del mundo. Si no hay un medio para todos de llegar a la certidumbre acerca de la primera pregunta del niño: ¿Por qué?; y de la última que en la cima de la especulación se hace el filósofo: ¿Para qué?, el hombre es una pobre cosa absurda, desdichada y feroz. Porque siempre que pierde su fe, Señor, el hombre pierde su ley; y nosotros hemos visto y sabemos que una sociedad de hombres sin leyes peor que un cubil de tigres… «
Mi antañón artículo consiste capitalmente en una larga oración cuyo comienzo copio; que no es sino un glosa sudamericanamente elocuente de las últimas páginas de Newman en su «Apología»; que no son sino una glosa de una «cuestión» seca y técnica de santo Tomás en la Summa acerca de lo que sería la Razón humana sin la Revelación; en que el Angélico diseca las dificultades enormes, ya imposibilidades, de la razón sola, dada la natura humana y sus condiciones actuales, para arribar a saber sin intervención de Dios las verdades más necesarias al mortal. Y después de reseñar todos los datos, incluso la existencia de los Libros Santos (de las palabras más claras que hay en ellos: Este es mi Cuerpo, 213 interpretaciones distintas y contrarias había hecho la licencia del Libre Examen ya en tiempos de Belarmino: De Eucharistia, Lib. 1, cap. 8), termina así:
«Señor, contra la corrupción de esa fuerza intelectual y viva (la razón humana) danos un remedio sobrenatural y vivo. No nos hable Moisés, que dudaremos; háblanos tú, Señor, y creeremos. He aquí, para remedio de nuestro peligro, lo que pedimos:
Danos para siempre un maestro de las cosas divinas que no pueda errar;
Danos una promesa tuya confirmada con tu sello de que no podrá errar;
Danos una Sociedad Visible como una ciudad sobre una altiplanicie, como una antorcha sobre un candelero para que aun los más pobres y rudos podamos distinguir en su cúspide al maestro que no yerra.
Señor, contra el orgullo de la carne y la lujuria del espíritu, contra la seducción del desorden, contra la fatalidad de las tinieblas, contra lodos los poderes del Mal y la Oscuridad, concédenos el milagro de la Infalibilidad».
Los dos ensayos que escribí hace medio siglo (reproducidos después en «Cristo ¿vuelve o no vuelve?», pág. 103, Edit. Paucis, 1951, H. Irigoyen 545), son mejores que éste, helás. «Juventud, divino tesoro. Te has ido para no volver». Bueno, aquellos dos los escribí con tinta, y ahora los firmo con sangre. Eran un acto de fe; hoy son más quizá. «Pero el sol de invierno es de oro. Cada día mejor que ayer».
No he llegado a escribir un libro de bronce (entre otras razones, porque vivo en una nación de barro cocido) pero a mi pobre manera no envidio a De Maistre, Solowief y Newman. Si no puedo decir con Horacio:
«Exegi monumentum aere perennius»
al menos
«Exegi monumentum figulináceum»
(y avisen si no consta el asclepidiaco). O si no puedo decir con Dante
«Si che fui quarto tra cotanto senno»
al menos
«Si che fui’l primo nel paese muto».
¿Diré, quejándome, que el Papado no recompensa con justicia mi devoción invariable a su divina infaliblez?
Por desgracia, es verdad. Y por desgracia debo decirla antes de morir. Algunas veces es lícito, y aun deberoso, el quejarse. Cristo se quejó, y por cierto, más que yo. Por ejemplo, cuando dijo: «Pater meus me honorificavit, et vos inhonorastis me».