MONS. OLGIATI – LA PIEDAD CRISTIANA – Continuación… – X – EL ROSARIO

Monseñor FRANCISCO OLGIATI

LA PIEDAD CRISTIANA

SEGUNDA PARTE

LAS PRÁCTICAS DE PIEDAD

Continuación…

OLGIATI-PIEDADX

EL ROSARIO

Emilio De Marchi, en un preciosísimo libro, digno en verdad de ser difundido profusamente entre la juventud, titulado La edad preciosa, cuenta que un joven de gran porvenir —un joven «a la moderna», se entiende—, tuvo una cuestión personal con el Rosario.

Leamos juntos la interesante página.

«Alberto quiere a su abuela y se enorgullece de jugar todas las noches a las barajas con ella para divertirla. Pero cada año que pasa la pobre viejecita se ovilla más en su sillón, y el joven se endereza sobre la vida y levanta la cabeza para contemplar por encima de los libros y de los bancos de la escuela el mundo que se agita afuera y que lo llama de vez en cuando con poderosos atractivos.

Se siente con fuerza para llegar hasta la partida cotidiana; sin embargo, no se resigna al Rosario que desde hace cuarenta años, y siguiendo la costumbre de sus tiempos, suele rezar la buena abuela entre las ocho y las nueve de la noche en la cocina, rodeada de la familia y de la servidumbre. Esta costumbre, que se remonta por la vía de la tradición doméstica quizás hasta hace doscientos años, se hizo tan necesaria en la vida de la pobre vieja, que renunciaría con menos sufrimiento al vino y al café. Su corazón tiene necesidad de ver todas las noches, entre las ocho y nueve, a toda su familia reunida alrededor del amplio hogar de la cocina, amos y criados, viejos, jóvenes y niños, y también algún buen amigo si llega a tiempo.

Un Rosario, dice ella, hace menos mal que un cuarto de hora de murmuración, y puesto que ninguno quiere ser el primero en levantar la bandera de la rebelión, desde hace cuarenta años la costumbre se transformó en una necesidad de la vida como el sentarse a la mesa a las ocho y servir el té a las once.

Pero Alberto, por muchas razones, no se aviene a rezar su Rosario, y cinco o seis veces la abuela lo buscó inútilmente entre los presentes.

—¿Por qué no está? ¿Está enfermo? ¿Dónde está? —pregunta sacudiendo la cabeza.

La buena mujer ni se imagina que un Rosario pueda repugnar, y menos a uno de los suyos.

—Y bien —preguntó una mañana el padre al hijo— ¿qué tengo que decirle a la abuela?

El padre, por su parte, nunca faltó durante cuarenta años al Rosario, pero no quería mostrarse duro o intolerante con un muchacho que ya era todo un hombre.

—Perdón, papá, entiendo… pero, Dios mío, este Rosario y en estos tiempos… yo respeto las costumbres… pero no veo la razón… bueno… me parece hasta ridículo.

—Muy bien —concedió el padre—, no pretendo obligarte a una cosa que te repugna. Únicamente te pregunté qué es lo que debo decir a la abuela cuando pregunta por ti.

—Dile que…

Durante largo tiempo Alberto buscó en todos los rincones de su cabeza una respuesta adecuada, que lo salvase del fastidio del Rosario y que al mismo tiempo no fuese un golpe para el débil corazón de la viejecita. El papá, con la mano extendida y abierta frente a él, esperaba tranquilamente la respuesta.

—Dile que… dile lo que mejor te parezca.

—No, querido; perdona —dijo el padre sonriendo—.

Si durante todos estos años yo hubiera encontrado una respuesta efectiva, yo hubiera sido el primero en usarla. Pero como nunca he podido encontrarla, es necesario que me digas exactamente qué debo responder.

—Y bien dile, dile que… —Alberto volvió a buscar y a raspar en el repertorio de las frases comunes y terminó diciendo—: lo pensaré.

—Está bien; pero hasta que encuentres la respuesta procura no faltar. Mamá se inquieta, ¿sabes?

Un velo de conmoción cubrió la voz del padre.

—Sí, lo pensaré… —replicó el hijo en voz queda y salió rápidamente.

Su espíritu, que esperaba una pendencia y que, a las primeras palabras habría fruncido el ceño y mostrado las uñas, quedó afligido frente a la tierna docilidad y al triste tono de la voz paterna.

Se puede tomar por asalto una fortaleza de piedra, no un castillo de naipes.

—Lo pensaré —volvió a decirse a sí mismo.

Ha pasado un año, y desde aquel día Alberto no encontró todavía dos palabras para resolver un problema tan fácil».

El señorito Alberto tiene hoy muchos imitadores.

Éste es un caso curiosísimo, que merece atención: por un lado, no sólo las abuelas, sino una pléyade de grandes hombres, aman y rezan hoy día el Rosario, apreciándolo como una de las oraciones preferidas de la piedad cristiana; por otro, una multitud de hombres mezquinos cubre tal devoción con su más cordial desprecio.

El contraste no podrá ser más estridente. Un Alejandro Volta, el inventor de la pila eléctrica, rezaba todos los días en familia la corona; y Manzoni no reparaba en responder al rosario de Antonio Rosmini.

Augusto Conti escribió un lindo librito sobre La corona de mi Rosario, pidiendo en su última página que le atasen con él sus manos después de muerto; y Contardo Ferrini, en público, en el tren, viajando de Pavía a Milán, lo rezaba piadosamente. El nieto de Ernesto Renan, Psichari, cuando moría como héroe en el campo de batalla, tenía atado alrededor del brazo heroico su rosario; y un poeta francés, Francis Jammes, con su novela Le rosaire au soleil nos dio una pequeña joya. No debemos olvidar tampoco a León XIII tan devoto del Rosario, ilustrado por él con tantas Encíclicas, en las que lo indicaba como un remedio para los graves males de la sociedad moderna.

Tres son las causas de estos males —enseñaba el inmortal Pontífice—: la aversión a la vida escondida y laboriosa, mal al que dio como remedio la consideración de los misterios gozosos; el horror al sufrimiento, que tiene su remedio en los dolorosos, y el olvido de los bienes eternos, objeto de nuestra esperanza, cuyo remedio se encuentra en los misterios gloriosos.

Y aun es innegable que muchos, si debieran describir el Rosario, lo compararían con la máquina de dormir, de la que no hace mucho hablaban los periódicos.

Así decía la noticia, telegrafiada nada menos que de Berlín:

«Los individuos atormentados por el insomnio, que, después de revolverse entre las sábanas como perdidos en la marea, aferran con temblorosas manos el tubito del narcótico, imprecando contra el campanario que, inexorablemente, hace pasar las horas y el chofer noctámbulo que deja el escape abierto, pueden alegrarse. De ahora en adelante tendrán a Morfeo al alcance de la mano, es decir, de la llave. Un doctor berlinés, Hans Salomón (sin duda, se trata de un descendiente directo del gran Rey) pudo meterlo en lata, a disposición de los señores clientes.

Se trata de una especie de maquinita de dulce ronroneo, que se carga como un reloj y que, después de 40 minutos de murmullo cada vez más suave, se apaga dulcísimamente, haciendo dormir.

Dicen las noticias que un bebé, rebelde al persuasivo arrorró materno, se durmió como un rosado lirón, con el pulgar en la boca, ante la extasiada beatitud de sus papas, y que un equipo de actores algo escépticos en cuanto al sistema, fueron encontrados roncando en sillones dispuestos alrededor de la maravillosa máquina, y más aun, el más desconfiado era el formidable contrabajo de la orquesta».

Sin embargo, muchos no necesitan semejante aparatito, pues, cuando rezan la corona, infaliblemente su inteligencia se adormece y quizás también se les cierran los ojos.

La explicación del enigma es ésta: rezan el Rosario sin conocer el método que han de seguir. Del gran cuadro del Rosario, no han visto ni el marco, ni la tela, que convendrá observar brevemente.

***

1

LAS ORACIONES DEL ROSARIO

Empecemos dando una mirada a las oraciones, que constituyen como el marco del Rosario.

1º)
Deus in adjutorium meum intende! Domine, ad adjuvandum me festina! Como de propósito, siempre iniciamos tan mal nuestro Rosario que en vez de la hermosura de una esplendorosa aurora, presenta en el principio las espesas tinieblas de una distracción.

Así pues, el Rosario, es comenzado con una invocación afligida; y hay que oírla cantar a los Benedictinos, en sus oficios, para intuir todo su significado: «¡Oh Dios, ven en mi ayuda! ¡Señor, apresúrate en venir a socorrerme!»

Había una vez un antiguo catequista que explicaba a un grupo de jóvenes tan hermosas palabras. Primero las pronunciaba en latín, correctamente. Luego se volvía a los niños y preguntaba: —¿Quién de vosotros es capaz de traducírmelas bien, pero bien, eh? Algunos no sabían qué responder; y el buen viejo bromeaba amablemente: —¡Caramba, lo que me toca ver! ¿Es posible que se repitan tantas veces las mismas palabras sin saber lo que significan? Otros más grandes le daban la traducción exacta; pero él replicaba: —Sí, es una traducción exacta, pero no la más bella. Finalmente la traducía él mismo, previo un ejemplo.

«Suponed hijitos, que en vuestra casa hay un incendio o que entran ladrones. Cuando os dais cuenta, ¿qué hacéis? En seguida gritáis: ¡Socorro!, ¡socorro! Ahora bien, también nuestra vida está acechada por ladrones y a veces hay llamas de pasiones, de tentaciones y del mal; y nos volvemos a Dios con el grito: ¡Socorro!, ¡socorro! La verdadera y más feliz traducción del Deus, in adjutorium meum intende, etc., es ésta y no otra».

Sinceramente: ¡tenía razón!… Y, lastimosamente, estamos equivocados, porque ¿cuándo pronunciando esas palabras, las acompañamos con semejante anhelo y con una tal invocación al Señor? Nunca.

2º)
Gloria Patri… etc., Requiem aeternam. Ni el sol acierta a salir, cuando recitamos el Gloria y el Requiem. Es verdad, claro, que los labios hacen resonar el saludo a la Trinidad, o la voz de esperanza para las almas del Purgatorio; pero la mente no piensa ni en el Padre, ni en el Hijo, ni en el Espíritu Santo, ni tampoco en el Purgatorio. ¡Cosa extraña! No hay en este mundo una persona, aun la más humilde, a quien tratemos tan mal como a Nuestro Señor.

Aunque hablemos al último de los miserables, estamos atentos a lo que decimos; en cambio, cuando hablamos con Dios, hemos contraído la costumbre de pronunciar las frases sin saber o sin atender a lo que estamos diciendo.

3º) El Padrenuestro. Cada misterio comienza con la oración dominical (que pocos años ha causó sorpresa en Milán y en las principales capitales del mundo).

En el patio de San Ambrosio, contiguo a la Universidad Católica, se representó un drama sagrado: Cada Cual, que se puede resumir así:

El protagonista del drama, Cada Cual (y el nombre mismo dice al público: de te fabula narratur; ésta no es la historia de un solo individuo, sino de toda la humanidad), es un rico satisfecho, no perverso de corazón, sino embebido de la filosofía del mundo, orgulloso de su riqueza, de su gallarda juventud, de sus fáciles amoríos, de la larga clientela de parientes y amigos, y el cual de improviso, mientras exulta en las alegrías de un espléndido convite, entre músicas y danzas, entre brindis y cantos, es asido por la Muerte. Cantó el poeta: «Cuando la diosa severa a nuestro hogar desciende, sé que de lejos el resonar de sus alas se oye»: pero si llega inadvertida, como sucede a menudo, la mente presintiéndola, se siente rozada por el ala helada.

Este escalofriante saludo puede ser una invitación de la Gracia. También Cada Cual lo siente y en su duda entre el angustioso terror a la huésped indeseada y la báquica ebriedad del carpe diem está reflejada con plástica evidencia la visión de la inquietud y del contraste trágico que en tantas almas de pecadores se debate entre la razón y el instinto, entre la conciencia y el placer, entre la voz de Dios y la del demonio.

Cuando aparece la Muerte, todos los que rodean a Cada Cual lo abandonan: los parásitos, los siervos, los parientes; la primera en huir, loca de terror, es la amante, la mujer a quien él ha colmado de caricias y presentes; también lo deja el buen amigo, quien reafirma su deseo de vivir; el oro que fue su orgullo y su poder y que él quisiera llamar en su ayuda se burla de él con palabras de un atroz sarcasmo.

Frente a la Muerte, que está por llevarlo ante Dios, el juez eterno, Cada Cual se siente terriblemente solo. Pero una tímida voz resuena a sus oídos; es la voz de las buenas obras que él pudo realizar durante su vida: una lágrima pura, una miseria socorrida, un acto de justicia, un gesto o una palabra de piedad; y también, una voz más alta y sonora, la voz de la fe, que le recuerda el Credo de su juventud inocente, que despierta en él el sentido adormecido de la religión, el dolor del arrepentimiento y la voluntad de la expiación, y lo hace caer de rodillas a invocar el Padre Nuestro que estás en los cielos.

La Fe y las Obras salvarán a Cada Cual. En vano se desencadena la danza demoníaca que quisiera raptar su alma; la Fe les cierra el paso y los obliga a hundirse afrentados en el infierno. Despojado de sus vestidos de seda y ceñido con el tosco sayal del peregrino, Cada Cual se extiende en su tumba y a su alrededor los Ángeles del Paraíso, orando, inclinan sus alas blancas y doradas.

Ahora bien, cuando en la representación el artista pronunciaba las palabras del Padrenuestro, él público entero se estremecía. Y muchos, luego de terminado el espectáculo, comentaban: «Jamás, como esta noche, hemos comprendido el Padrenuestro, tan bien recitado y que tanto nos ha conmovido…»

Choca, tal vez, que se comprenda el Padrenuestro en un teatro, recitado por un actor tal vez incrédulo.

Casi dan ganas de protestar, pero quizás conviene no insistir, porque si alguno escuchase el Padrenuestro de nuestros Rosarios, ciertamente no se conmovería…

4º)
Dios te salve, María… Cada Rosario que rezamos contiene cincuenta saludos dirigidos a la Virgen. ¡Oh, si fueran semejantes en verdad a otras tantas rosas, que merecieran ser llevadas por nuestro Ángel a la Virgen!…

Recordaré la leyenda del «Hermano Ave María», como la encontré en los Squilli di Risurrezione. Es sumamente graciosa.

El Hermano «Ave María» era un oscuro fraile, que vivía en un pobre monasterio, atendiendo la cocina y cultivando un huertecito. No sabía leer, ni escribir, y ninguno jamás se ocupó de enseñarle algo.

Ni siquiera sabía las oraciones comunes que saben todos. Pero sentía en su corazón un gran amor por la Virgen y, no pudiendo dirigirse a Ella con las oraciones de los otros frailes, no hacía más que repetir el cariñoso saludo: «Ave María». Y «Ave María» decía al despertarse, «Ave María» al acostarse, «Ave María» en la Iglesia, en el coro, en su celdita, en el comedor, en el huerto que cultivaba, en la cocina cuando preparaba el parco manjar de los frailes; siempre y donde se encontrara, repetía el cariñoso saludo «Ave María».

Por ello lo llamaban el «Hermano Ave María». El «Hermano Ave María» murió y su último saludo fue «Ave María»; y cuando sus hermanos lo pusieron en el ataúd y se reunieron a su alrededor para salmodiar oyeron una voz que venía de adentro que cantaba: «Ave María». Abrieron el féretro, pero el frailecito estaba muerto de verdad. Llevado al cementerio, bajado el cajón a la fosa y cubierto de tierra, se oyó aún un dulce canto: «Ave María». Y los frailes que al día siguiente se fueron a rezar sobre la tumba, encontraron un lirio que había florecido allí. Alrededor de la cándida corola estaba escrito con letras de oro: «¡Ave María!»

Quisieron transportar la prodigiosa flor para conservarla como precioso tesoro; pero al sacarla de la tierra, los frailes se encontraron con que el tallo delicadísimo tenía sus raíces en el corazón del «Hermano Ave María».

Nuestras Avemarias, ¿tienen en realidad sus raíces en el corazón? Nos viene a la memoria el título de una novela de D’Annunzio: Quizás sí, quizás no… Aunque más bien no, que sí.

Monseñor Dupanloup, el célebre obispo de Orleans, se maravilló un día al visitar a una jovencita, que moría en la frescura de sus veinte años. La había encontrado serenísima frente al terrible paso a la eternidad.

—¿Es posible? —le preguntó. Y la niña: —Monseñor, todos los días de mi vida recé el Rosario. Por lo tanto, todos los días supliqué, por lo menos cincuenta veces, a la Virgen que rogara por mí «ahora y en la hora de nuestra muerte: nunc et in hora mortis nostrae«. ¿Quiere que no tenga confianza en estos momentos en la asistencia materna de la Virgen?

También nosotros, en vez de malgastar nuestras Avemarias tendremos que recordar que cada Ave pronunciada significa la invocación y la preparación de una buena muerte, serena, santa, alegrada por la sonrisa de la Virgen.

Lo sabemos. La repetición, hecha tantas veces, de las mismas oraciones, fue llamada una práctica inútil, una puerilidad. Lo será para quien, pequeño de cabeza y de corazón, únicamente ve la parte material y externa de las cosas, no el espíritu que las vivifica y sublimiza. ¡Cuán exhaustiva y admirablemente respondía Antonio Rosmini en un discurso sobre el Rosario, impreso por primera vez en Milán en 1843!:

«Estas dos oraciones del Padrenuestro y del Avemaria, tan simples y tan sublimes, son repetidas mil veces en el rezo del Rosario; repetición que demuestra que el Rosario es una devoción de amor, y que del mismo modo refuerza la debilidad de la mente humana, que con tanto trabajo se fija en los sentimientos espirituales. En verdad, es costumbre del amor repetir las mismas palabras. Observad a un amante. Mientras habla a la persona amada, no se contenta con decirle una sola vez que la ama, manifestarle una sola vez sus diferentes afectos, rogarle una vez sola que le corresponda; el amor lo obliga a repetir, a repetir sin interrupción y sin cansancio mil veces las mismas cosas, las mismas expresiones afectuosas, los mismos sentimientos, los mismos suspiros, las mismas promesas, y nunca le parece haberlas declarado suficientemente tal cual las siente dentro de sí, nunca le parece haberse desahogado hasta la saciedad. Así hace el devoto, así obra el que ama a María, con Ella, con su Madre; así obra el amante de Dios con su Sumo Bien, su amor celestial. Repitamos, entonces, ¡oh hermanos!, como verdaderos amadores de Dios, la oración dominical a nuestro celestial Padre; repitamos como enamorados de María la salutación angélica a nuestra celestial Madre; pero sea tal el amor que para repetir tales acentos nos mueva los labios, que cuando los repitamos no sintamos nunca tedio, ni cansancio».

5º)
Salve, Regina… Es el conmovedor saludo a la Reina, Madre de Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra.

Hace pocos años, se realizaba en Pidenza, en un monasterio de las Ursulinas, una Semana Social de la Juventud Católica Femenina. Es superfluo describir la vivacidad de las niñas reunidas en aquellas jornadas.

La alegría era turbada únicamente porque se sabía que una Hermana estaba agonizando en aquella casa. Se temía molestarla. Pero la generosa agonizante era de un parecer bien distinto. Le agradaba esa alegría cándida y pura; ofrecía sus dolores por el apostolado de la Acción Católica; y quiso que, bajo la ventana de la celda donde se iba apagando, aquellas niñas cantasen la Salve Regina. Fue una escena indescriptible: es mejor imaginarla que describirla.

6º) Las Letanías. ¡Cuánto uno gustaría las Letanías, si fueran dichas con el corazón!

El gemido de la imploración: «Kyrie eleison, Christe eleison! ¡Señor, ten piedad de nosotros! ¡Cristo Jesús, ten piedad de nosotros!»

El saludo a la Trinidad: «Pater de coelis Deus; etcétera».

He aquí las invocaciones, en las que es fácil observar una triple nota sobresaliente:

a) El saludo a la Madre (Mater Christi, Mater divinae gratiae, etc.);

b) El saludo a la Virgen (Virgo prudentissima, Virgo veneranda, Virgo praedicanda, etc.);

c) El saludo a la Reina (Regina Angelorum, Regina Patriarcharum, etc).

Estas tres partes principales de las Letanías pueden ser ilustradas por el recuerdo de las once Ursulinas de Valenciennes, mártires de la Revolución Francesa, canonizadas en mayo de 1920.

El Comisario de la Revolución las había condenado a muerte. Frente a su pequeño Crucifijo, habían implorado durante toda la noche a Jesús fuerza y gracia para soportar el martirio. La oración trajo fortaleza a sus almas. Y la más clara y serena alegría resplandecía en sus rostros.

Al amanecer las santas vírgenes fueron conducidas ante sus verdugos, para ser transportadas al patíbulo. Era costumbre que los condenados fueran despojados de todo: solamente se les dejaba una túnica.

Y los verdugos arrancaron a las Hermanas sus vestiduras sagradas, vestidas en la primavera de la vida, cuando el alma juvenil vibraba de amor virginal.

Como víctimas inocentes, no se opusieron; pero entre las manos tenían un tesoro precioso: la corona de su Santo Rosario.

«Dejadnos el Rosario», respondieron a los verdugos que querían arrancarles también ese querido signo de piedad. «¿Para qué os ha de servir un Rosario en el patíbulo?», observaron los verdugos.

También el juez rió; y dio orden de que les fueran atadas las manos y que los rosarios les fuesen puestos en la cabeza, a manera de una corona.

Las santas vírgenes se alegraron. Pasaron luego por las calles de la ciudad cantando las Letanías de la Virgen. Fueron hacia el martirio, con el mismo entusiasmo con que, después del noviciado habían ofrecido al Señor sus votos solemnes. Cuando llegaron a la guillotina, quisieron besar las manos de los verdugos, saludaron como triunfadoras a la muchedumbre que asistía conmovida. Puestas en fila, de modo que subieran ordenadamente los ensangrentados escalones del patíbulo, era tal su deseo de martirio, que el verdugo tuvo que usar de su fuerza, porque todas querían ser las primeras en morir por Jesús. Y mientras las almas de las santas heroínas volaban al cielo a recibir el premio por su virtud, sus cabezas caían, coronadas por el hermoso emblema de la Virgen del Rosario.

También la revolución del pecado nos condenó a todos a la muerte. Y por lo mismo, también nosotros, imitando a las hermanas de Valenciennes, queremos atravesar las calles de la vida con la plena conciencia de la belleza y del valor de nuestro Rosario, mientras el corazón eleva hacia el Cielo el dulce canto de las Letanías.

Continuará…