MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI
EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO
Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.
Capítulo Octavo
LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Continuación…
3
La Trinidad y los demás dogmas cristianos
Tal es, brevemente expuesto, el dogma de la Santísima Trinidad, que no fue revelado de un modo explícito en el Antiguo Testamento, sino que fue como un sol cubierto de nubes, que sólo con la venida de Nuestro Señor Jesucristo fue claramente puesto de manifiesto.
Llegada que hubo la hora de la revelación completa, Dios enseñó a la humanidad este altísimo misterio. El dogma de la Santísima Trinidad no nos habría sido revelado en el orden puramente natural, porque no hubiera existido razón alguna para hacerlo; pero en el orden sobrenatural y la vida cristiana, si se prescinde de este dogma, no se entiende nada.
¿Cómo enunciar, por ejemplo, el dogma de la Encarnación, prescindiendo de la Trinidad, desde el momento que no se ha encarnado ni el Padre, ni el Espíritu Santo, sino sólo el Hijo?
¿Cómo se puede describir Pentecostés o la venida del Espíritu Santo, sin una noción de la Trinidad?
¿Cómo se puede pensar en el Paraíso, o sea, en la visión de Dios como es en sí mismo, sin tener que admitir la conveniencia de la revelación de este misterio, que comienza a indicarnos en la tierra con la fe, lo que un día contemplaremos cara a cara?
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La Trinidad y la vida sobrenatural
Pero hay más. La vida cristiana es inconcebible sin la Trinidad; y cuanto más sobrenaturalmente vivamos, tanto más comprenderemos lo que significa que Dios es Padre, es Hijo, es Espíritu Santo.
1. — Cuando el cristiano piensa en Dios Padre, no puede olvidar que el Padre es aquél «del cual depende toda paternidad en el cielo y en la tierra», como dice San Pablo. Dios Padre ha comunicado su vida divina al Hijo, a su Hijo natural, desde toda la eternidad, y, en el tiempo, nos la comunica también a nosotros, hijos suyos adoptivos, mientras nos eleva al estado sobrenatural.
Por ello, cuando oramos así: «Padre nuestro, que estás en los cielos», con la palabra Padre, recordamos sí la primera persona de la Trinidad, pero también toda nuestra vida sobrenatural. Por lo tanto, el que descuida al Padre, descuida por lo mismo su divinización, o sea, su verdadera grandeza.
2. — Cuando el cristiano piensa en Dios Hijo, no puede menos que conmoverse.
La vida divina que deriva del Padre al Hijo, pasa del Hijo a la humanidad —que Él une personalmente en la Encarnación—, y del Hombre-Dios se vuelca en todas las almas. No había nada más conveniente que esto: que para otorgarnos el don de convertirnos en hijos adoptivos del Padre, no se encarnase la primera o la tercera Persona, sino el Hijo Natural de Dios, el cual, de este modo, como lo observa San Pablo, se convertía en «el primogénito entre muchos hermanos».
Otra cosa más: los que nunca piensan en la Santísima Trinidad, no pueden vivir sobrenaturalmente; porque ¿cómo se puede concebir la vida sobrenatural de la gracia, en el que olvida al autor de la misma gracia, al único mediador entre Dios y el hombre?
3. — Finalmente, el verdadero cristiano no puede menos que pensar en el Espíritu Santo, en el Amor substancial entre el Padre y el Hijo.
Si somos hijos de Dios por los méritos de Jesucristo, también nosotros estamos unidos al Padre y lo amamos. Pero el nuestro es y no puede ser sino un amor natural. Nos une a Dios el amor sobrenatural, que nos es infundido por el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, como Cristo es su cabeza. Él une a la Esposa de Cristo con el Padre. Es Él el que obra en nuestras almas por medio de la gracia, con la caridad, con sus virtudes y con sus dones. El Espíritu Santo es el huésped divino del alma justa; y ¿cómo podríamos ignorar su presencia, si amamos de veras al Señor? ¿Qué es nuestro amor, si estamos en gracia, sino un efecto del Espíritu divino?
Y cuando amamos sobrenaturalmente a nuestro prójimo, ¿qué otra cosa hacemos sino tomar a la Santísima Trinidad por modelo? Como las tres Personas de la Trinidad son un solo Dios, así todas las personas verdaderamente cristianas deben ser una sola cosa y un solo corazón. El mismo Jesucristo ha desarrollado este pensamiento en el discurso de la Última Cena, y oró de esta manera: «que ellos (mis discípulos) sean una sola cosa, como yo y Tú, Padre, somos uno».
Con mucha razón, pues, exclamaba San Agustí: «El misterio de la Trinidad es un gran misterio y un arcano saludable».
Nada más fecundo para la vida cristiana: nada más esencial, por último, para nuestras preces.
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La Trinidad y la oración cristiana
La oración de la Iglesia y la Liturgia Sagrada son un reclamo continuo de la Trinidad.
Hago la Señal de la Cruz y digo: «En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Canto el Gloria in excelsis o el Te Deum: y alabo, adoro, agradezco y suplico al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Recito el Credo: y proclamo mi creencia en Dios Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo.
Digo el Pater Noster: y, si lo digo bien, necesariamente debo pensar en la Trinidad.
Resuena un vagido en una casa: ha nacido un niño. Se lo conduce a la fuente sagrada y se lo bautiza en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Cuando el Obispo impone sus manos sobre el confirmando en la Confirmación, es la tercera Persona de la Trinidad que se invoca y el nuevo soldado de Cristo es signado con la señal de la Cruz, es confirmado con el crisma de la salud, pero siempre en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
La Misa es otra continua invocación de la Trinidad. A la Santísima Trinidad es ofrecido el Sacrificio, la Hostia pura, santa e inmaculada, el Pan santo de la vida eterna y el Cáliz de la perpetua salvación.
Si nos presentamos al tribunal de la Penitencia, el ministro de Dios nos absuelve en Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
El Orden constituye al que lo recibe ministro de Dios uno y trino; en el Matrimonio, es la Trinidad que bendice y sella el juramento de los esposos; y hasta en el lecho de la muerte, después de la Extrema Unción, el sacerdote recomienda el alma que se halla próxima a partir de este mundo, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
¿Qué más? Todo himno de la Iglesia, termina cantando: «Sea gloria a Dios Padre, a su único Hijo y al Espíritu Paráclito por todos los siglos de los siglos». Todas las oraciones del Breviario y del Misal imploran gracias «por la intercesión de Nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina en los siglos de los siglos». Millares de veces, tanto en las preces de la Liturgia, como en las privadas, cantamos: «¡Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo! —Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto»
¡Y quizás nuestro corazón no tiene ni siquiera un saludo o una palpitación de amor para la Trinidad! El mismo Gloria Patri lo mascullamos y lo destrozamos distraída e ignominiosamente… ¡Ay! Nos interesamos en tantas cosas, quizás hasta de la política y del deporte; pero ignoramos «los misterios principales de nuestra santa fe»; o, si los sabemos de memoria, los repetimos como loros.
A menudo, el que contempla el mar o admira el océano, siente una fuerza misteriosa que lo subyuga: es la voz de las olas. El ojo forcejea por lanzar la mirada más adelante; pero inútilmente quiere dominar, en vano busca el término de las aguas, que se extienden en lontananza, y dan la sensación del infinito. Es lo que sucede en el misterio de la Trinidad.
Dios nos toma y nos conduce frente al océano de su Esencia, grande, inmensa, infinita. Creemos abarcarla con la ávida mirada de la frágil razón humana; pero sentimos la nada de nuestra inteligencia y la vanidad de nuestra soberbia. Y como un día, en las alturas del Palacio Doria, de Génova, arrobados José Verdi y Josué Carducci en la contemplación del mar de la Liguria, como abrumados por la inmensidad exclamaron: «¡Creo en Dios!»; así nosotros, ante el misterioso mar del Dios uno y trino, adoremos en recogimiento y cantemos Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
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RECAPITULACIÓN
1. El dogma trinitario nos enseña que en Dios hay tres Personas en una sola naturaleza. La teología ilustra el misterio y ve un reflejo de la Trinidad sacrosanta en el alma humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
2. No puede prescindir de este dogma el que aspira a poseer una fe, una vida y una oración verdaderamente cristiana:
a) En cuanto a la Fe, no se podrían comprender las otras verdades (p. ej. la Encarnación y Pentecostés) sin la Trinidad.
b) En la Vida, nosotros —hijos adoptivos de Dios por los méritos de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza— estamos por su intermedio unidos al Padre, mediante el amor sobrenatural, que nos es infundido por el Espíritu Santo. Por lo tanto, una vida cristiana que descuida la Trinidad, es un absurdo.
c) Las Oraciones de la Iglesia y la Liturgia Sagrada se inspiran en la Trinidad.
No basta.
La segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado y se hizo hombre para redimirnos.
¿Cómo ha sucedido esto?
Lo veremos en el siguiente capítulo: El Verbo Encarnado, Redentor del mundo.
