MISA DEL DÍA
En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba desde el principio en Dios. Por Él fueron hechas todas las cosas, y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la Vida, y la Vida era la Luz de los hombres; y la Luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron. Hubo un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan. Éste vino como testigo a dar testimonio de la Luz, a fin de que por él todos creyesen. No era él la Luz, sino enviado para dar testimonio de la Luz. El Verbo era la Luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él, mas el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, los cuales no nacen de sangre, ni de concupiscencia de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Ante todo, a los que lean o escuchen este sermón, les deseo una santa Fiesta de Navidad.
El Evangelio de esta Misa del Día de Navidad, el inicio del Evangelio según San Juan, que leemos al final de casi todas las Misas a lo largo del Año Litúrgico, nos narra la generación eterna del Verbo y su Encarnación: En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba desde el principio en Dios… Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad…
El símbolo de San Atanasio, después de haber expuesto claramente el dogma de la Santísima Trinidad, enuncia el de la Encarnación Redentora en estos términos:
“El que quiera salvarse debe creer también fielmente la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo.
La verdadera fe es esta: que creamos y confesemos que Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y Hombre.
Es Dios por la substancia del Padre, engendrado antes de los siglos; y es hombre por la substancia de la madre, nacido en el tiempo.
Es perfecto Dios y perfecto hombre, subsistente de alma racional y de humana carne.
Igual al Padre según la divinidad, es menor al Padre según la humanidad.
Y aun cuando sea Dios y Hombre, no son dos, sino un solo Cristo.
Y uno, no por la conversión de la divinidad en la carne, sino por la asunción de la humanidad en Dios.
Es perfectamente uno, no por confusión de substancia, sino por la unidad de persona.
Y así como el alma racional y la carne son un solo hombre, así Dios y el Hombre son un solo Cristo. El cual padeció por nuestra salvación”.
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La Encarnación es la asunción de la naturaleza humana de parte del Verbo, para unir al hombre con Dios mediante la gracia. Dios se anonada para divinizarnos; desciende para hacernos ascender.
Dios podría habernos redimido de muchas maneras; pero su Amor eligió una —la Encarnación—, con la cual quedaría perfectamente satisfecha la justicia, y la misericordia tendría su máxima manifestación.
Jesucristo dio al Padre una reparación de un valor infinito por nuestros pecados; por su intermedio la misericordia y la justicia se abrazaron entre sí, unidas por el Amor.
En el Verbo Encarnado, Jesucristo, tenemos, pues, dos naturalezas —la naturaleza divina y la humana— y una sola persona: la Persona divina.
La naturaleza es aquello por lo cual una cosa es lo que es; en este caso, aquello por lo cual Dios es Dios y el hombre es hombre.
Por esto, siendo Jesucristo verdadero Dios, debe tener naturaleza divina; y siendo verdadero hombre, debe poseer la naturaleza humana.
Por otro lado, si en Jesucristo hubiese dos personas, divina y humana, no sería uno, sino serían dos seres; por un lado Dios, la Persona Divina; por el otro el hombre, la persona humana; o sea, no tendríamos el Hombre-Dios.
El dogma nos afirma que Jesús es verdaderamente hombre y verdaderamente Dios; y que el Hombre-Dios es una sola Persona, la Persona divina.
Jesucristo, en virtud de su doble naturaleza, puede ser llamado en verdad «Hijo del hombre» y también «Hijo de Dios»; y, por la unidad de persona, las acciones humanas de Jesucristo tienen dignidad y valor divino, porque son las acciones de la Persona divina.
Es éste el punto esencial que hay que advertir: nuestras acciones tienen un valor humano, limitado, finito; las del Hombre-Dios, al contrario, tienen un valor infinito.
Y no entenderemos jamás nada de Jesucristo, sino cuando estemos profunda, íntima, e intensamente convencidos de esta verdad: todo pequeño gesto, todo pensamiento, toda palabra, toda aspiración, el menor sufrimiento, toda plegaria, en fin todo acto de su naturaleza humana, tiene valor infinito, por razón de la subsistencia divina del Verbo.
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Primero vindicamos para Jesús su título más glorioso y en el que se funda toda la grandeza de los demás que se le atribuyen: el título de Hijo de Dios.
Jesús es el Hijo natural de Dios, y, por lo mismo, es Dios.
Cinco veces, por lo menos, se declara Jesús explícitamente a sí mismo Hijo de Dios. Hay, además, gran número de textos que revelan la preexistencia, la misión trascendental y las especiales relaciones que unen a Jesús con el Padre.
Podríamos llamar al cuarto Evangelio, el de San Juan, el Evangelio de la divinidad de Jesús: toda su finalidad dogmática y apologética se concentra, como en una tesis escolástica, en estas palabras: Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo Hijo de Dios…
Por ello no es de extrañar que San Juan Evangelista precisara de una manera especial la naturaleza y las propiedades del Hijo de Dios.
Jesús, en el cuarto Evangelio, es el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre; Todo lo que hace el Padre, lo hace asimismo el Hijo; Él y el Padre son una misma cosa, idéntica en realidad.
En la oración sacerdotal de Jesús, después de la Última Cena, es tan claro el pensamiento del Señor sobre su identificación con el Padre, que la teología de los siglos posteriores no ha podido añadir a aquellos textos nueva claridad. El resplandor o gloria de Jesús es la misma del Padre, ya antes de que el mundo fuese; todas las cosas del Padre son del Hijo, y todas las del Hijo son del Padre; Él está en el Padre, y el Padre está en Él; es una misma cosa con el Padre.
Esta unidad de Jesús con el Padre, esta inmanencia recíproca, esta solidaridad de vida, de acción, de pertenencia, indican, en el pensamiento del Evangelista, una misma naturaleza, aunque con distinción de Personas.
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La preexistencia y la preeminencia de Jesús, antes de todas las cosas y sobre todas ellas, son otro título de su divinidad.
Él es el Verbo de Dios, que existe en Dios mismo desde la eternidad y por quien han sido hechas todas las cosas.
Antes de que Abraham fuese, Él ya existe.
El Padre le ha dado poder sobre toda carne. Le ha sido dado todo poder, en el cielo y en la tierra; es el Señor del sábado, es decir, está sobre la misma ley; se dice a sí mismo más grande que Jonás y Salomón.
Ante esta visión de conjunto de los argumentos que los Evangelios nos ofrecen en demostración de la divinidad de Jesús, es inútil la estrategia de sus enemigos, de todos los tiempos, de ponderar la grandeza del lado humano de Jesús disimulando o combatiendo abiertamente su divinidad.
Jesús es absolutamente trascendental.
Cuando se hayan acumulado sobre Él todas las alabanzas que pueden rendirse a un hombre, nada se le ha dicho si no se le confiesa Dios, porque hay infinita distancia de las más elevadas cumbres que puedan conquistar los hombres hasta el pedestal inconmovible sobre que descansa la Persona y la obra de Jesús, Hijo de Dios.
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Jesús en los Evangelios es llamado Hijo de Dios, pero más repetidamente se le llama en los mismos Hijo del hombre.
Jesús es Dios verdadero de Dios verdadero; pero es, al propio tiempo, verdadero hombre como nosotros, compuesto de alma y cuerpo, con las mismas facultades espirituales, con los mismos elementos orgánicos, con iguales sentimientos, bien que todo estaba en Él sublimado a la máxima altura de perfección, porque es el Hombre-tipo.
Bosquejamos la figura humana de Jesús según se desprende de los textos bíblicos.
En distintas ocasiones se emplea en el Antiguo Testamento la locución hijo del hombre, y en todas ellas, excepto una sola, tiene la significación simple de hombre.
Por primera vez emplea el profeta Daniel la locución hijo del hombre en el sentido concreto de alguien que es el Hijo del hombre por antonomasia. En la famosa visión de los cuatro imperios, se le presenta al profeta como un Hijo de hombre, que debía fundar el quinto imperio, indestructible, que no será otro que el reino mesiánico: Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí que venía uno como Hijo de hombre con las nubes del cielo, y llegó hasta el Anciano… Y le dio la potestad y el honor y el reino… Su potestad es potestad eterna, que no será destruida...
Desde esta célebre profecía, el Hijo del hombre entre los hebreos, es sinónimo de Mesías.
Es un hombre que será Dios al mismo tiempo: la naturaleza humana viene manifestada por el apelativo Hijo del hombre; la naturaleza y el poder divinos se expresan con la forma con que en el Antiguo Testamento se presenta Dios a los hombres: sobre las nubes del cielo.
De hecho, los judíos del tiempo de Cristo hacían sinónimas las dos locuciones. Caifás, a la respuesta de Jesús: Veréis al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo…, entendió la alusión de Jesús a la profecía de Daniel y se rasgó las vestiduras, por creerle blasfemo, pues se atribuía la naturaleza divina.
El Hijo del hombre representa, pues, en la teología judía el sumo abajamiento de Dios que viene a la tierra en forma humana. El concepto no será preciso hasta que venga la novísima revelación de la Encarnación del Verbo; pero todo el pueblo espera el advenimiento de un Hijo de hombre que no será simple hombre como los demás.
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En los Evangelios Jesús se llama a sí mismo Hijo del hombre 82 veces. Nadie más que Él le llama así mientras vive en la tierra; San Esteban verá, en pleno Sinedrio, al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios.
¿Qué fin se propone Jesús al presentarse como Hijo del hombre? Demostrar, en primer lugar, que tiene una naturaleza humana como los demás mortales.
Es el Hombre por excelencia: un hombre-tipo, cuya perfección sobrepuja la de todos los hombres; pero que, en lo tocante a los constitutivos esenciales de la naturaleza humana, no difiere de los demás.
Dar, en segundo lugar, testimonio de su mesianidad. Pronuncia Jesús esta palabra a menudo con cierto énfasis, como para dar cuerpo vivo a la idea que del Mesías se han formado los judíos después de la profecía de Daniel.
Del hecho de que Jesús se llama a sí mismo Hijo del hombre se deduce esta conclusión: Jesucristo se presenta a los hombres como Verbo Encarnado.
Es por su Humanidad, unida personalmente a su Divinidad, que Jesús obra, sufre y triunfa.
Por eso aparece como Hijo del hombre en todos los textos que se refieren a sus funciones de Redentor, de Dios hecho hombre.
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Todo cuanto puede decirse de la naturaleza humana de Jesús viene encerrado en las breves y sublimes palabras de San Juan: El Verbo se hizo carne, es decir, se hizo hombre.
El que es Dios, sin dejar de serlo, sin sufrir mutación alguna, vino a ser hombre también, por cuanto tomó la naturaleza humana íntegra y la unió a su Persona divina.
Quiere ello decir que tomó Jesús un cuerpo como el nuestro.
La realidad del cuerpo de Jesús es el fundamento de toda su obra y de toda su gloria.
De su obra, porque su muerte, la separación de su alma y de su cuerpo, que se produce por el derramamiento de su sangre, es el precio de la remisión de los pecados de los hombres.
De su gloria, porque Jesús entró en ella por los padecimientos de su cuerpo.
Tomó Jesús un alma como la nuestra. Un alma que es el principio de donde arrancan sus potencias: su inteligencia, que crecía en sabiduría ante Dios y los hombres; su voluntad, que se manifestaba en mil formas, y que siempre se acomodaba a la voluntad suprema del Padre; su memoria, que le recordaba sucesos anteriores.
Alma y cuerpo de Jesús son el fundamento de su actividad emocional y afectiva. Su ternura por su Santísima Madre, la predilección por Juan el Evangelista, la pena por la muerte de su amigo Lázaro, la compasión que sentía por las turbas hambrientas, el menosprecio que le inspiraban escribas y fariseos, las congojas de Getsemaní, la santa ira que le inspira la profanación del templo: todo son movimientos sincrónicos de alma y cuerpo de Jesús.
Humanizar a Cristo con exceso es peligroso y abusivo, porque se le deforma al desgajar sistemáticamente el aspecto humano de su ser y de sus funciones de Dios.
Recordemos y tengamos presente que en Jesucristo no hay persona humana; sólo la Persona divina, la Persona del Hijo, está allí y a Ella deben atribuirse todos sus actos.
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Con estos datos de la Teología, junto al Pesebre, releamos y meditemos estos días el Prólogo del Evangelio según San Juan:
En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba desde el principio en Dios…
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad…

