P. CERIANI: MISA DE LA AURORA DE NAVIDAD

MISA DE LA AURORA

En aquel tiempo los pastores decían entre sí: Vayamos hasta Belén y veamos eso que ha sucedido, que el Señor nos ha manifestado. Y se fueron presurosos; y encontraron a María, y a José, y al Niño acostado en un pesebre. Y, al verlo, conocieron ser verdad lo que se les había dicho acerca de aquel Niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron, y de lo que los pastores les decían. Y María guardaba todas estas palabras, meditándolas en su corazón. Y se volvieron los pastores, glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto, según se les había dicho.

Ante todo, a los que lean o escuchen este sermón, les deseo una santa Fiesta de Navidad.

Esta es la Misa de la Aurora.

Después de haber meditado anoche en las palabras y actos del Niño Dios y la Virgen Madre, consideremos ahora lo que pasaba en el Cielo cuando nació Cristo Nuestro Señor en la tierra.

Las jerarquías de los Ángeles, como veían claramente la infinita majestad y grandeza de Dios, y, por otra parte, le miraban tan humillado, arrinconado y desconocido de los hombres, quedaron admirados en extremo de tanta humildad, y con grandes ansias de que fuese honrado y venerado de todos, deseando, si Dios les diera licencia, bajar al mundo a manifestarle y darle a conocer.

Entonces el Padre Eterno mandó lo que comenta San Pablo: Cuando entró a su primogénito en el mundo, dijo: Adórenle todos sus ángeles.

Todos, dice, sin faltar ninguno; y todos desde el Cielo le adoraron con suma reverencia.

Los Serafines, encendidos en amor, mirándole se tenían por helados, y con pronta humildad le reconocían por su Dios.

Los Querubines, llenos de ciencia, en presencia del Niño se tenían por ignorantes, y con grande temblor le adoraban y reverenciaban como a su Señor.

Y lo mismo hacían los otros Coros Angelicales.

El Padre Eterno quiso manifestar el nacimiento de su Hijo a los pastores que estaban en la comarca de Belén velando y guardando su ganado, enviando para esto un Ángel, que se cree fue San Gabriel.

Rodeándoles con una luz celestial, les dijo: Mirad que os traigo una nueva de grande gozo para todo el pueblo; porque ha nacido para vosotros el Salvador en la ciudad de David; esto tendréis por señal, que hallaréis al Infante envuelto en pañales y puesto en un pesebre.

No quiso Dios manifestar este misterio ni enviar este Ángel a los sabios de Belén, porque eran soberbios; ni a los ricos, porque eran codiciosos; ni a los nobles, porque eran regalados; sino a los pastores, porque eran pobres, humildes, trabajadores, y estaban en vela, atendiendo a su oficio.

Estas disposiciones quiere Dios en aquellos a quien ha de dar parte de sus misterios; pues por esto dijo que los encubre a los sabios y prudentes y los revela a los pequeñuelos y humildes.

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Destaquemos cómo es materia de sumo gozo que el Salvador nace para nosotros. No nace para sí, porque no viene a salvarse a sí mismo; ni nace para los Ángeles, porque no viene a salvarlos; sino que nace para los hombres, porque viene a salvarnos; y todo cuanto hizo y padeció, es para nosotros.

Y todo lo que padece en el pesebre, es para perdonar nuestros pecados, para encendernos en amor de las virtudes y para enriquecernos con gracias.

Y las señales para hallar al Salvador nacido son infancia, pañales y pesebre.

¿Quién pensaría que cosas tan bajas habían de ser señas para hallar y reconocer al Dios de la majestad?

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Estando el Ángel diciendo esto a los pastores, de repente apareció allí la muchedumbre del ejército celestial, bendiciendo y alabando a Dios, diciendo: Gloria sea a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.

Quien les envió fue el Padre Eterno; y lo hizo para honrar a su Hijo, que tan humillado estaba por su amor, porque siempre tuvo cuidado de ensalzarle cuando Él se humillaba, y para que los Ángeles enseñasen a los hombres con su ejemplo lo que habían de hacer en este caso.

Los Ángeles cantan: Gloria a Dios en las alturas…

Por estas palabras nos enseñan que toda esta obra de la Encarnación es gloria de Dios por excelencia; de modo que ninguna de sus obras le da tanta gloria como ésta, por la cual merece ser alabado de todos.

En los Cielos es por ella especialmente glorificado; y es razón que lo sea en nuestra tierra, pues por esta causa está llena de la gloria de Dios, como lo dijeron los Serafines cuando el Profeta Isaías vio la gloria de este Señor.

Levantemos el corazón a las alturas para que glorificar el Santo Nombre de Dios en la tierra, como le glorifican los Ángeles en el Cielo.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

Gloria al Padre, porque nos dio a su Hijo; gloria al Hijo, porque se hizo Hombre por nuestra salvación; y gloria al Espíritu Santo, de cuyo amor procede esta obra.

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Y en la tierra, paz…

Que es como decir: con esta insigne obra viene la paz a los moradores de la tierra, y no paz limitada, sino muy cumplida:

Paz con Dios y con los Ángeles, paz a cada uno consigo y con los demás hombres.

Porque este Salvador trae la reconciliación del mundo con su Padre, el perdón de los pecados, la victoria sobre los demonios, la sujeción de la carne al espíritu, la unión y concordia de las voluntades entre sí y con Dios, de la cual procede la alegría de la conciencia, y la paz que sobrepuja a todo sentido, como dice San Pablo.

Jesucristo es Príncipe de la paz. Y de Él estaba escrito que en sus días nacería la justicia y la abundancia de la paz.

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A los hombres de buena voluntad.

La paz, aunque originalmente nace de la buena voluntad que Dios nos tiene, con lo cual la ofrece a todos los hombres, sin embargo, con efecto solamente la gozan los que tienen buena voluntad, bien intencionada, conforme con la de Dios y sujeta a su divina ley.

De suerte que no se promete la paz a los hombres por ser de buen entendimiento o agudo ingenio, ni de grandes fuerzas o insignes talentos y dones de naturaleza; porque con todas estas cosas puede haber mucha guerra y discordia y enemistad de Dios; y aunque falten, no nos faltará la paz si tenemos buena voluntad.

Y así, hemos de hacer más caso de ella que de todo lo demás, porque, como dice San Gregorio Magno: Ninguna cosa hay más rica, ni más amable, ni más pacífica, que la buena voluntad; así como, al contrario, ninguna cosa hay de más miserable, ni más turbada, ni más aborrecible, que la mala voluntad.

Y por esto, con gran fervor hemos de pedir al Salvador que nace, nos libre de la mala, y nos dé la buena, pues es don y gracia suya.

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De este modo, una vez que partieron los Ángeles, se exhortaban mutuamente los pastores diciendo: Vayamos a Belén, y veamos con nuestros ojos lo que se nos ha dicho; y así, con gran prisa comenzaron a caminar hasta el portal.

Los pastores, por lo tanto, no echaron en olvido la revelación, sino que con caridad se animaban unos a otros; porque las inspiraciones y mandatos de Dios no se han de olvidar, sino ejecutar, exhortándonos con palabras y ejemplos al cumplimiento de ellos.

Los pastores tuvieron gran obediencia; porque, aunque el Ángel no les mandó expresamente ir a Belén, entendieron ser ésta voluntad y gusto de Dios, pues para eso lo revelaba e inspiraba.

Al perfecto obediente le basta tener cualquier significación de la divina voluntad para ponerla luego por obra, aunque sea menester dejar por esto, como los pastores, cuanto tiene.

Y ejecutaron con gran fervor lo que Dios quería; y por esto se dice que iban aprisa, movidos del divino Espíritu, con deseo de ver cumplido lo que el Ángel les dijo.

Y su fervor les hizo dignos de hallar lo que buscaban. Y entraron los pastores en el portal de Belén, y hallaron al Infante con su Madre.

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Es de suponer que saldría del rostro del Niño Dios una luz y resplandor que penetraría sus entendimientos, y les descubriría con viva fe cómo el que allí estaba era Dios y Hombre, Salvador del mundo y el Mesías prometido en la ley.

Y con esta luz encendidos en amor suyo, con gran reverencia, postrándose en tierra le adoraron y agradecieron su venida al mundo, suplicándole llevase adelante esta obra y se compadeciese de su pueblo de Israel; y también se ofrecerían a servirle con palabras llenas de devoción.

También es de creer que le ofrecieron algo de lo que tenían, conforme a su pobreza, porque Nuestro Señor les traería a la memoria aquello del Deuteronomio, que dice: No aparecerás vacío delante del Señor.

Con gran amor lo aceptó el Niño, y les volvió en retorno copiosos dones de su gracia, de modo que no salieron vacíos de su presencia.

También la Virgen Madre se los agradeció con humildad, y ellos la admiraron con gran respeto, admirados de la santidad que en Ella resplandecía, y le contaron todo lo que les había pasado con los Ángeles, de lo cual recibió grandísima alegría por la gloria de su Hijo.

Los pastores se volvieron alabando y glorificando a Dios por lo que habían visto, y lo publicaban a cuantos encontraban, causando gran admiración en todos.

Mientras tanto, María Santísima conservaba todas estas cosas, confiriéndolas en su corazón.

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Finalmente, acerca de todas estas demostraciones, es muy útil considerar cuatro clases de personas que hubo en Belén y su comarca, y el modo como se comportaron respecto de este Nacimiento del Hijo de Dios, aplicándolo a nosotros mismos para nuestra conveniencia.

Unos ni asomaron al portal de Belén; y aunque oyeron lo que decían los pastores y se admiraban de oírlo, con todo eso no se movieron para ir a verlo, embebidos en sus ocupaciones y negocios, como muchos ahora no acuden a contemplar estos misterios, de pereza y por acudir a otras cosas de su gusto.

Otros, acaso, entraban en aquel portal como de paso, pero ni reconocían al Niño ni a la Madre, ni penetraban más de aquel exterior que veían, y pasaban adelante.

Tales son los que asisten a estos misterios con fe muerta, sin reparar ni ahondar lo que hay en ellos, y así no sacan ningún provecho.

Pocos,como fueron los pastores, entraron movidos por Dios y con viva fe adoraron al Niño, y sacaron grandes provechos; pero no se quedaron allí, sino que regresaron a su oficio, alabando a Dios y pregonando sus maravillas.

Tales son los justos; que a tiempos se dan a la oración y contemplación de estos misterios, y de allí salen a cumplir sus obligaciones y predicar lo que han conocido de Dios, moviendo a otros para que le busquen y conozcan.

Finalmente, la Virgen Madre y el Buen San José siempre estuvieron en el portal, asistiendo al Niño y sirviéndole con amor, y conservando en la memoria todo lo que veían y oían, confiriéndolo en su corazón.

¡Qué coloquios tan divinos haría la Virgen de todo esto! Meditaría y compararía lo que es Dios en el Cielo con lo que tenía aquel Niño en la tierra; lo que dijeron los Profetas, con lo que miraba con sus ojos; lo que el Ángel y pastores le habían dicho, con lo que tenía presente en aquel pesebre…

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Vayamos, pues, hasta Belén y veamos eso que ha sucedido, lo que el Señor ha manifestado…

Y encontraremos a María, y a José, y al Niño…

Y como María Santísima guardemos todas estas palabras, meditándolas en nuestro corazón…

Glorifiquemos y alabemos a Dios por todas estas cosas…