P. CERIANI: SERMÓN DEL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, gobernando Poncio Pilatos la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilina; hallándose sumos sacerdotes Anás y Caifás, el Señor hizo entender su palabra a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. El cual obedeciendo al instante vino por toda la ribera del Jordán, predicando un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados: como está escrito en el libro de las palabras o vaticinios del profeta Isaías: Se oirá la voz de uno que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas: todo valle será terraplenado, todo monte y cerro, allanado, y los caminos torcidos serán enderezados y los escabrosos igualados. Y verán todos los hombres al Salvador enviado de Dios.

Nos encontramos en el Cuarto Domingo de Adviento que, junto con el Segundo y el Tercero, nos presenta al Precursor de la Primera Venida de Jesucristo, San Juan Bautista.

Sus testimonios anuncian clara y solemnemente que Jesús de Nazaret es realmente el que había de venir, el Esperado, el Mesías.

Primero testimonió ante todo el pueblo, desde el comienzo de su predicación, anunciando que había que prepararse seriamente porque había llegado el tiempo en que toda la carne vería al divino Salvador.

Luego declaró ante los fariseos y escribas que él no era ni el Mesías, ni Elías ni el Profeta, y que en medio de ellos ya estaba el Prometido Salvador.

Por último, lo hizo desde el calabozo, enviando a sus discípulos para que fuesen a Cristo.

San Juan Bautista es la rectitud moral y la humildad llevadas al heroísmo; él predica la Ley Natural, así como Jesucristo promulgará más tarde la Ley Divina. Los dos lucharon contra la pseudo Ley, anquilosada y corrompida, de los fariseos.

Los temas de la prédica de San Juan pueden resumirse en tres:

1) Haced penitencia.

2) El Tiempo de la Venida ha llegado.

3) Ay de vosotros fariseos, raza de víboras…

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Para nuestra instrucción y edificación, consideremos las virtudes del Bautista.

Primero, se ha de considerar cómo el glorioso Precursor, desde su niñez hasta que empezó a predicar, estuvo muchos años en el desierto, llevando una vida ejemplar, en la cual se señaló especialmente en estas cuatro virtudes, que son las cuatro columnas en que estriba la perfección evangélica:

1°) Primero, con gran rigor se esmeró en la penitencia y aspereza corporal en todas las cosas que se puede ejercitar: en la comida, comiendo langostas y miel silvestre; en el vestido, vistiendo una vestidura tejida de pelos de camello y ciñéndose con una cinta muy áspera; en el aposento y cama, recogiéndose en alguna cueva, sufriendo con admirable paciencia los rigores del clima.

2°) Se ocupó en oración y contemplación muy elevada, teniendo, por singular privilegio, al mismo Espíritu Santo por maestro; el cual le enseñó con maravillosas ilustraciones y consuelos, con más abundancia que a Moisés, Elías, David y a todos los Profetas que le precedieron.

3°) Se esmeró en grande fortaleza y constancia, perseverando tantos años en estos dos géneros de ejercicios, penitencia y oración.

Y es muy probable que en este tiempo padeció gravísimas tentaciones y batallas del demonio.

4°) Se señalaba en la pureza de corazón, apartándose de culpas muy ligeras y creciendo en todas las virtudes.

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Llegado el momento previsto por la Divina Providencia, salió por las riberas del río Jordán a predicar el Bautismo de Penitencia en remisión de los pecados y preparar un pueblo perfecto para Cristo Nuestro Señor, diciendo: Haced penitencia, porque se acerca el reino de los Cielos.

Y acudió a él mucha gente de Jerusalén y de toda Judea para que los bautizase, confesando sus pecados.

El espíritu con que predicaba era, por una parte, celoso y terrible, como de un Elías, y, por otra parte, misericordioso y compasivo, como de un Moisés.

Con los fariseos y saduceos, que eran más duros, mostraba gran celo con palabras terribles y amenazas espantosas, diciéndoles: Linaje de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira que os amenaza? No os contentéis con tener por padre a Abraham, porque poco os aprovechará si vosotros sois malos, y de piedras hará Dios hijos de Abraham.

Pero a la muchedumbre del pueblo y a los publicanos y soldados acogía con gran misericordia, sin excluir a ninguno, dándoles consejos saludables para cumplir con sus oficios, de no hacer agravio a nadie y de hacer bien a otros dando limosna de lo que tuviesen, etcétera.

La materia de sus sermones era exhortar a penitencia, haciendo frutos dignos de ella; y a esto movía con la esperanza del premio eterno, porque se acercaba el Reino de los Cielos, y también con amenazas del castigo eterno, porque la guadaña estaba puesta a la raíz, y todo árbol que no llevare fruto será cortado y echado en el fuego.

El fruto de su predicación fue copiosísimo, porque innumerable gente de todos estados concurría a él, y le obedecían y se dejaban bautizar con tantas muestras de humildad y arrepentimiento, que confesaban sus pecados.

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Tanto creció la autoridad de San Juan con el pueblo, que llegaron a pensar si era por ventura el Cristo y Mesías prometido, y algunos le tenían por tal.

Pero el Santo Precursor, cuando lo entendió, al punto lo contradijo, diciendo: Yo os bautizo con agua; otro vendrá más fuerte que yo, a quien no merezco desatar la correa de sus zapatos; éste os bautizará en Espíritu Santo y fuego.

Debemos admirar la humildad de San Juan Bautista, la cual descubrió en tres actos heroicos en medio de su grandeza.

El primero, fue no envanecerse, ni con la vida tan áspera que hacía, ni con los excelentes dones y favores que recibía de Dios, ni por el aplauso del pueblo,ni por la grande opinión que de él tenían, ni por la grande honra que todos le daban. Lo cual es cosa rara, como dice San Bernardo, porque es de muy pocos y muy esclarecidos santos juntar humildad con inocencia y con santidad muy honrada y venerada.

El segundo acto fue confesar públicamente su propia bajeza y la grandeza de Cristo Nuestro Señor.

Por donde se ve cómo el perfectamente humilde, cuanto es más santo, tanto se tiene por más vil y bajo en los ojos de Dios nuestro Señor; y, no contento con tenerse a sí mismo en tal opinión, quiere que todos tengan de él la misma.

El tercer acto fue rebajar su bautismo, engrandeciendo el de Cristo, diciendo que el suyo era de agua sola, sin tener la virtud de perdonar pecados ni lavar el alma; y que otro vendría que los bautizaría con un bautismo por el cual les diese el Espíritu Santo y el fuego del divino amor.

El perfecto humilde apoca y desprecia sus obras en cuanto son suyas, y no quiere que los hombres hagan más caso de ellas de lo que merecen; pero juntamente engrandece las obras de Dios, y quiere que todos las estimen.

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Creciendo el rumor del pueblo, de que San Juan era el Mesías, enviaron los escribas y fariseos sacerdotes y levitas para que preguntasen quién era.

En sus respuestas San Juan descubrió cuatro actos heroicos de humildad que son fundamento de la vida espiritual en su supremo grado.

1°) Humildad que mostró el Bautista en confesar que él no era el Cristo.

Tan fundado estaba en no usurpar para sí la honra de Cristo, sino en darla a quien pertenece y se le debe, que confesó la verdad, y no la negó; y confesó que no era el Cristo.

Así como la soberbia echó del Cielo a Lucifer y sus ángeles, y del Paraíso a Adán y Eva, y ha echado en el infierno a muchos, y es señal de los réprobos, así la humildad conservó en su alteza a los Ángeles del Cielo, y al Santo Precursor, y a los Apóstoles de Cristo, los cuales con grande constancia desecharon cualquier adoración y honra de divinidad que les ofrecían.

2°) Heroica humildad del Bautista negando que fuese Elías o el Profeta.

En estas respuestas resplandece el segundo acto heroico de la humildad de San Juan, porque pudiendo decir de sí que era Elías, al modo que Nuestro Señor le llamó Elías en el espíritu, no quiso hacerlo; sino que, atendiendo al sentido en que se lo preguntaban, respondió que no lo era.

Porque el humilde, no solamente rehúsa la honra que no merece, sino también, cuanto es de su parte, la que merece y pudiera aceptar.

También hubiese podido decir con verdad que era el Profeta, pero respondió que no, en el sentido que comúnmente llaman profetas a los que dicen las cosas que están por venir, porque el humilde inventa modos para encubrir sus grandezas y huir de la honra que por ellas merece.

Al contrario del soberbio, que inventa modos cómo descubrir más de lo que es, por alcanzar la honra que no se le debe, aunque sea con mentiras.

3°) Humildad de San Juan en llamarse voz.

A la pregunta: Pues ¿quién eres? ¿Y qué dices de ti mismo? Respondió: Soy la voz del que clama en el desierto…

En esta respuesta resplandece el tercer acto heroico de humildad de San Juan, el cual de tal manera declaró el oficio que tenía de parte de Dios, que juntamente descubrió la nada que tenía de su cosecha.

La humildad no es ciega para conocer los dones que tiene de Dios, ni muda para confesarlos cuando es menester; pero entonces los declara con palabras humildes, en las cuales descubre la dependencia que tiene de Dios y la nada que tiene de sí, para que de todo se dé la gloria a Quien pertenecen.

4°) Humildad de San Juan, no excusándose al echarle en cara que bautizaba sin ser profeta.

Respondió San Juan: Yo bautizo en agua. En medio de vosotros está otro, que no conocéis: éste es el Mesías que ha de venir, el cual es mayor que yo, y yo no soy digno de desatar la correa de su calzado.

En esta respuesta resplandece el cuarto acto de heroica humildad que tuvo este Precursor.

No se excusó, pudiendo decir con verdad que bautizaba porque Dios se lo había mandado, no lo dijo; antes, quiso callar por no honrarse y autorizarse a sí mismo; porque el humilde gusta de ser reprendido sin culpa y no quiere descubrir lo secreto de su bondad, si no es cuando conviene para honra de Dios, la cual procura en todo.

Pero más lejos fue San Juan, porque delante de estos sacerdotes y levitas ratificó el testimonio que había dado de Cristo y de sí delante de todo el pueblo, apocando su persona y su bautismo, y engrandeciendo la persona y la misión de Nuestro Señor.

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Habiendo el rey Herodes tomado la mujer de su hermano, San Juan le reprendió, diciendo que no era lícito lo que hacía.

Debemos admirar y alabar la fortaleza y celo del Heraldo de Jesucristo, el cual, aunque tenía buena relación con Herodes, que le respetaba, sabiendo que era varón justo y santo; le oía de buena gana; pero, sin embargo, reprendió ásperamente su pecado público y escandaloso, aunque sabía que había de perder su favor.

Y aunque sabía San Juan que Herodes era cruel, y Herodías mucho más, y que deseaba matarle por estas reprensiones, no por eso se amedrentó ni acobardó, ni dejó de proseguir su oficio, exponiéndose a cualquier peligro y daño que le viniese; mostrando en esto su gran fortaleza y constancia y que no era caña movediza, sino columna de hierro y muro de bronce; porque, como no amaba su honra ni su vida, no temía perderla.

Pues bien, Herodes añadió a los males que había hecho el prender a San Juan y echarle en la cárcel.

Nuestro Señor permitió esta prisión de San Juan porque hasta entonces todo le había sucedido prósperamente, siendo honrado de todos y alabado y obedecido, y era menester que pasase por las persecuciones que pasaron los profetas y han de pasar los escogidos, para que, como había mostrado sus excelentes virtudes en la prosperidad, así las mostrase en la adversidad, y aumentase la corona de su gloria con la excelencia de su paciencia.

San Juan convirtió la cárcel en oratorio, pasando las noches en oración, como en el desierto, y de día no cesaba de enseñar a los presos y a sus discípulos, y desde allí los envió a Cristo Nuestro Señor, pidiéndole, como hemos visto, no que le librase de la cárcel, sino que a ellos librase de la ignorancia que tenían.

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Herodes, en el día de su cumpleaños, hizo un gran convite a los principales de Galilea, y entrando a danzar la hija de Herodías, agradó tanto a todos, que prometió el rey, con juramento, darle cuanto le pidiese, aunque fuese la mitad de su reino.

Ella, por consejo de su madre, pidió la cabeza de San Juan, y el rey, por cumplir su juramento, se la concedió.

Tengamos en cuenta la astucia y la crueldad de Satanás que, por medio de este tirano, movió el escuadrón de los vicios para cortar la cabeza del Bautista en odio de sus esclarecidas virtudes.

En efecto, levantó la glotonería del convite contra su templanza; la lujuria de Herodías, contra su castidad; la liviandad de la hija, contra su modestia; la vana alegría de los convidados, contra su gravedad; la prodigalidad y jactancia de Herodes en la promesa, contra su pobreza y humildad…; finalmente, la crueldad, ficción y embuste, la infidelidad y falsa religión se levantaron contra la mansedumbre, sinceridad, verdad y religión perfectísima de este Santo.

De este modo se cumplió en Herodes lo que dice David en el Salmo 73: “Que la soberbia de los que aborrecen a Dios crece siempre”; porque primero se hizo sordo a la corrección de San Juan, después le prendió y luego trató de matarle como raposa astuta, buscando colores aparentes para ello, con título falso de religión, por cumplir el juramento.

Vemos cómo la diferencia entre los predestinados y los réprobos no está en que unos pecan y otros no, sino en que los justos aceptan la corrección y se enmiendan, pero los condenados la desechan y vuelven su ira contra el que los corrige, como Herodes, hasta caer en el profundo de la maldad y en el abismo del infierno.

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Herodes envió un verdugo a la cárcel, donde estaba San Juan, para que le cortase la cabeza. Así lo hizo y la llevó a Herodes, el cual la dio a la hija de Herodías, y ella a su madre.

El Bautista aceptó la sentencia de muerte, alegrándose de morir por tal causa y conformando su voluntad con la divina, que lo permitía.

Es de creer que, hincado de rodillas, haría oración, primero por sus enemigos, diciendo a Dios; Señor, perdónalos, porque la pasión los ciega y no saben lo que hacen. Después oraría por sus discípulos, y últimamente por sí mismo, encomendando su espíritu en las manos de Dios; y de esta manera dio su cabeza con grande ánimo.

Podemos considerar la honra con que aquella alma santísima fue llevada al seno de Abraham. Y así como se alegraron muchos cuando nació, como dijo el Ángel, así, cuando entró en el Limbo, los justos se alegraron con especial alegría que Dios les comunicó en su entrada, y por las nuevas que les dio del Mesías que esperaban.

Finalmente, consideremos la gloria que ahora tiene en el Cielo, en premio de tantos y tan esclarecidos servicios como hizo a Cristo Nuestro Señor desde que le santificó en el vientre de su madre hasta que murió en la cárcel.

Aunque la vida fue breve, pues no pasó de treinta y tres años, los merecimientos fueron grandísimos, por la grandeza de su fervor.

Y así Nuestro Señor le sublimó en uno de los más altos tronos del Cielo, y le dio las tres aureolas y coronas preciosísimas, de virgen, de doctor y de mártir, y dos veces mártir, una con perpetuo martirio voluntario, con la pobreza, castidad y continua mortificación de su carne; otra, de martirio violento, derramando su sangre en testimonio de la verdad.

Invoquemos al gran San Juan Bautista para que nos alcance de María Santísima, Mediadora de todas las gracias, el don de la perseverancia final y la gracia de una buena muerte.