MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI
EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO
Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.
Capítulo Séptimo
LA BIBLIA
Hay un libro que nos revela la presencia de Jesucristo en la historia; un libro inspirado por Dios, que hasta «al espíritu escéptico y agudo de Enrique Heine —como observa Juan Rosadi— pareció el libro más digno de lectura: un libro, grande y vasto como el mundo, con las raíces en los abismos de la creación, y con la copa en el azul secreto de los cielos: aurora y ocaso, promesa y cumplimiento, nacimiento y muerte, todo el drama de la humanidad hállase en este libro, que es el libro de los libros»: la Biblia
No es éste el lugar de consignar y hacer mención de la enorme y vastísima literatura dedicada a la explicación, al comentario y a la discusión de la Sagrada Escritura. Sólo recordamos que la Biblia en sus dos partes —el Antiguo y el Nuevo Testamento— tiene a Dios como autor, habiendo sido escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo.
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1
La inspiración
La inspiración consiste en esto: que los escritores humanos —denominados hagiógrafos— si bien es cierto que han contribuido a escribir los diversos libros (de tal suerte que se habla del Pentateuco de Moisés, de las profecías de Isaías, de los Salmos de David y del Evangelio de San Juan), sólo han cooperado como instrumentos en manos de Dios.
Atenágoras los compara a la cítara que difunde sus armonías pulsada por la mano del artista; Clemente Romano los asemeja al embajador que habla en nombre de su rey; San Jerónimo parangónalos con la pluma que escribe, movida por el autor.
Dios es la causa principal de los libros sagrados; los hagiógrafos son la causa secundaria. Son «movidos y agitados» por Dios, como se expresa el Apóstol San Pedro.
Monseñor José Nogara, en sus Nozioni bibliche, al resumir admirablemente todo lo dicho sobre este asunto, dice que la acción divina implica en ellos tres cosas:
a) Ante todo, el influjo de Dios sobre la inteligencia del hagiógrafo, para que conciba rectamente la verdad que va a enseñar;
b) Influjo sobre su voluntad, para que quiera escribir fielmente;
c) una asistencia especial, para que convenientemente, exprese con infalible veracidad lo que Dios quiere.
Jesús invitaba a los judíos a escrutar las Escrituras; apelaba a ella como al testimonio de Dios en su favor; y aseveraba que «la Escritura no puede ser anulada», sino que debía cumplirse todo lo que sobre Él «está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos». Mientras no perezcan cielo y tierra, «no caerá una iota o una tilde de la Ley».
San Pablo escribía a Timoteo que «toda la Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar, para refutar los errores, para corregir las costumbres e instruir en la santidad»; y San Pedro recomienda que se le preste «atención, como a una lámpara que resplandece en un lugar tenebroso, hasta que despunte el día y la estrella mañanera nazca en nuestros corazones», puesto que «aquellos hombres inspirados por Dios han hablado por boca del Espíritu Santo».
Desgraciadamente, son muchos los que no hacen uso de esta lámpara, y la colocan bajo el celemín; otros abusan de ella con ligereza y se sirven mal de su contenido. El deber de leer la Biblia y el modo de leerla, son dos puntos que merecen ser tratados. Todos debemos recurrir a esa estrella esplendorosa encendida por la bondad divina y transmitida en los siglos, de una a otra generación, para que guie e indique el camino de la salvación.
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2
La lectura de la Biblia
La Biblia —proclama San Gregorio Magno, Papa— es la carta que Dios envía a su creatura.
Hay, pues, que leer esta carta divina, en la cual —al decir de San Ambrosio— encontramos nuestras victorias y nuestras alegrías.
¡Cosa extraña! Se devoran con avidez las obras antiguas; se dirigen miradas ávidas sobre todos los grandes monumentos de la literatura y de la historia; basta la noticia del descubrimiento de algunas Décadas de Tito Livio para que se alboroten, no sólo el mundo de los doctos, sino hasta los diarios; el delirio de alegría del Cuatrocientos, cuando los Humanistas desenterraban de las Bibliotecas los códices polvorientos y los escritos de la antigüedad pagana, conserva todavía un eco poderoso en el corazón de todas las personas medianamente cultas; un filósofo se avergonzaría si no conociese las obras de Platón, de Aristóteles, de Descartes, de Kant y de Hegel; un literato se avergonzaría de sí mismo si no hubiese meditado a Homero, a Virgilio, Petrarca, Dante, Ariosto, Tasso y Manzoni; en cambio, los cristianos no se preocupan en absoluto de leer la Biblia, de recorrer aunque sea una vez la carta de Dios a la humanidad, de estudiar esa Palabra escrita, la cual, junto con la Tradición oral, constituye la fuente purísima de la Revelación divina.
Los modernos hemos substituido el «libro» por excelencia, por nuestros opúsculos y manuales. Los hombrecitos de hoy —se quejaba Antonio Rosmini— desean libritos, a diferencia de los grandes Padres de la Iglesia y de los primeros secuaces fervorosos del Cristianismo naciente, que amaban la Sagrada Escritura.
La lectura y el comentario de la Biblia formaban parte de la Misa de los catecúmenos; los trozos de las Lecciones, de las Epístolas y de los Evangelios que aún se continúan leyendo en el Sacrificio Eucarístico, son un residuo de los usos antiguos.
La Biblia era entonces tan venerada y meditada, que los perseguidores tomaban eso como pretexto para librar sus batallas contra los cristianos. El año 303, Diocleciano publicaba un edicto por el que obligaba a los cristianos a hacer entrega de los libros sagrados; y el mismo Eusebio de Cesarea refiere cómo «una ingente multitud de mártires» sufrió tormentos gravísimos y la muerte por la Escritura.
Santa Irene fue quemada viva por no haber querido obedecer esta orden del tirano, y muchos creyentes llevaban sobre el pecho el Santo Evangelio.
Es magnífica la escena que se relata en las Actas de los mártires, a propósito de San Euplío. Habiendo sido conducido ante el juez Calvisiano por habérsele encontrado con los Evangelios, respondió a la pregunta del juez:
—»Sí, me han encontrado con ellos».
Calvisiano ordenó: «Léelos».
Euplío, abriendo el libro, leyó: «Bienaventurados los que sufren persecución…»
Después de un largo interrogatorio, le fue colgado al cuello el Evangelio que le encontraron cuando fue arrestado… Y después de dar gracias al Señor, dobló la cabeza que le fue cortada por el verdugo.
Todos los Padres, como lo demuestran sus obras, no hicieron más que comentar la Escritura. Su predicación se basaba en ésta, ya que no querían que resonara su palabra, sino la de Dios. San Juan Crisóstomo no dejaba pasar semana sin releer las cartas de San Pablo; y bastaría, para no centuplicar las citas, el nombre de San Jerónimo, para rememorar lo que para él significaba este libro.
Allá, sobre el Aventino de entonces, sobre la colina envuelta como en un manto de mística belleza y de históricos recuerdos, reuníase el casto cenáculo compuesto por Marcela, por Asela, Paula, Blesila, Paulina, Eustoquio, Leta y Fabio y otras nobilísimas vírgenes y matronas, y el gran Jerónimo iluminaba a esas sus piadosas y doctas discípulas las cuestiones más arduas del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Una biblioteca apropiada servía a aquellas almas ardientes de amor por la divina Escritura; el latín, el griego y el hebreo resonaban en sus labios, y, a imitación de sus hermanas en Cristo, Blesila no abandonó nunca ni los Profetas ni los Evangelios durante la larga enfermedad que debía arrastrarla al sepulcro.
De aquella escuela donde florecía la cultura y un sistema de pedagogía bíblica, San Jerónimo pasó a Belén y es sabido de qué manera en la soledad betlemita y a la sombra de los monasterios que se multiplicaban en la tierra de Jesús, coronó su obra de traductor y cultor de los Sagrados Libros.
«¡Oh, vuelva entonces —exclame hoy el cristiano con las palabras del Cardenal Maffi— vuelva la Sagrada Escritura a ser mi libro, y no caiga jamás de mis manos! Confórteme Job con su ejemplo, sacúdanme con su palabra los Profetas, agíteme San Pablo con su celo, conmuévame Israel con su historia de dolor y de bendiciones, aliénteme San Juan con su esperanza, sosténganme los Macabeos con su intrepidez, inspíreme David con el gemido de la plegaria, y, sobre todo, atráigame Jesús en el Evangelio. Nada nos debe impedir que cada día hagamos nuestra una página —aunque sea una sola— de la sagrada misiva que Dios se dignó enviarnos».
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3
Los protestantes y la Biblia
Esta exhortación —por el hecho simplicísimo de que hoy día los principios fundamentales de la religión son casi completamente ignorados— causará estupefacción a más de uno.
¿Pero cómo? —se dirá—. ¿Acaso la Iglesia Católica no es enemiga de la lectura de la Biblia? ¿Acaso no debernos a los protestantes una verdadera lluvia de Biblias, difundidas con profusión en todos los rincones del mundo, y de nuestro país?
No temo responder —aunque con ello aumente el estupor de los que hacen la objeción— que el verdadero enemigo de la Biblia es el protestantismo, no la Iglesia Católica, ya que, si no nos detenemos en las apariencias, es fácil comprobar estos hechos:
a) El protestantismo, a menudo traduce a su manera la Sagrada Escritura, introduciendo errores y herejías en su versión. Es claro, entonces, que la Iglesia prohíba la lectura de tales Biblias, porque, si bien es necesario beber agua, hácese también necesaria la prohibición de beberla envenenada.
b) El protestantismo se forja ilusiones creyendo que favorece el conocimiento de la Biblia al distribuir a troche y moche ediciones de la misma. El método se asemeja a la tentativa de hacer amar y leer a Dante, distribuyendo gratuitamente la Divina Comedia. Un libro —bien sea el libro de los libros— es una cosa muerta, si no lo vivifica la interpretación.
Un volumen es para un analfabeto papel útil para hacer envoltorio; el mismo volumen puede ser ininteligible para un hombre de poca cultura, y lo que es peor, puede ocasionar falsas interpretaciones.
Ahora bien, en la Escritura, como lo advierto el Apóstol San Pedro «hay cosas difíciles de entender» y la Iglesia Católica quiere que las ediciones de la Biblia en lengua vulgar, no sólo estén fielmente traducidas, sino que vayan acompañadas de las indispensables notas explicativas.
Lo que a primera vista parece una restricción, es una defensa de la Biblia, sugerida por el respeto que debemos a la palabra de Dios.
En cambio, a los protestantes se les debiera invitar a reflexionar sobre estas expresiones de San Jerónimo:
«Los agricultores, los albañiles, los herreros, los escultores en metales o madera, hasta los laneros y los escardadores y todos los que trabajan en diversos materiales y fabrican cosas de relativa utilidad, no llegan a ser algo sin un maestro que los instruya. Los médicos hablan de lo que se relaciona con la medicina; los herreros tratan las cosas que atañen a su oficio. Sólo en cuestiones de la Escritura todo el mundo se cree competente (…). Creen conocerlas la mujer locuaz, el viejo reblandecido, el sofista charlatán y el vulgo en general; y así, la destrozan y pretenden enseñarla a los otros antes de haberla aprendido ellos mismos».
c) Los protestantes son los principales enemigos de la Biblia, porque la entregan a cualquiera y le dejan la libertad de interpretarla. Los resultados son bien conocidos: cada secta protestante, a menudo cada persona, da una interpretación personal, en contradicción con las otras.
Lutero interpretó la Biblia en forma distinta que Calvino. Los Anabaptistas, seguros de ser inspirados directamente por Dios en la lectura de los Sagrados Libros, atribuyen los más extraños sentidos al texto sagrado. Y algunos, al leer en la Biblia que son «bienaventurados los que lloran», lloraban todo el día; otros, en obsequio al elogio bíblico de la alegría, se la pasaban riendo; para otros, la admonición de Cristo: «Haceos semejantes a los niños», era una exhortación a obrar como los niños, a jugar a la pelota, a correr y saltar y a hacerse lavar la cara; ni faltan tampoco, los que tomando a la letra la invitación de la Escritura: «Predicad sobre los tejados», en vez de profesar abiertamente la fe, se encaramaban sobre los tejados y desde allí predicaban a grandes voces, a los transeúntes.
Luego, los teólogos protestantes poco a poco asesinaron la Biblia; muchos de ellos, hoy día, no creen ni siquiera en la divinidad de Jesucristo, ni en los milagros; el racionalismo ha hecho estragos en sus filas; y al que les reprocha sus errores contestan sin inmutarse: «Perdonad. ¿No nos enseñó Lutero el libre examen de la Biblia? Yo leo e interpreto libremente. ¿Por qué me debo atener a la interpretación de Lutero? Si fuera así, ¡no tendríamos más remedio que volver al seno de la Iglesia Católica!»
Es inútil; hay que convencerse que, precisamente porque la Biblia no es la palabra del hombre, sino la palabra de Dios, no debe ser arrancada de toda la vida divina que palpita en la Iglesia de Cristo.
Los protestantes, que aseveran amar la Biblia, mientras la cercenan de la tradición y de la Iglesia, única depositaria e intérprete autorizada por Jesús, se parecen al que afirmara que ama mi cabeza y la separara del tronco. Semejante cercenamiento trae consigo la muerte, y no nos extrañemos de que en la Iglesia del Castillo de Wittemberg, donde el 31 de Octubre de 1517 fijó Lutero sus famosas tesis, y donde descansa hoy en su sepulcro, se haya colocado en el altar, en el lugar del tabernáculo, una Biblia.
¡Ah, no! El Libro Sagrado debe ser colocado y estudiado en conexión orgánica con la Iglesia viviente, con la Tradición perenne, con la historia; quien lo separa de todo eso, lo arruina.
Continuará…
