RAÚL CODENA: LA INMACULADA CONCEPCIÓN EN EL ARTE BARROCO DE LA ESCUELA QUITEÑA

GLORIA DE MARÍA Y DEVOCIÓN ETERNA DEL PUEBLO FIEL

En el corazón de los Andes, donde la fe católica se hizo carne y piedra, floreció durante los siglos XVII y XVIII la Escuela Quiteña, esa prodigiosa manifestación del genio hispano-criollo que elevó a la Santísima Virgen María, especialmente en su misterio privilegiado de la Inmaculada Concepción, a la más alta expresión de belleza teológica y artística. Ninguna ciudad del orbe católico ha amado a la Purísima con tanta ternura filial como Quito, la Atenas de América, donde la devoción inmaculista no fue moda pasajera, sino raíz profunda de su identidad cristiana.

Desde 1618, cuando el franciscano Fray Pedro Bedón fundó la primera escuela de arte en el convento de San Francisco, hasta los últimos resplandores del siglo XVIII, generaciones de artistas indígenas y mestizos, formados bajo la disciplina monástica, consagraron sus pinceles y sus gubias a la Madre de Dios. Y entre todas las advocaciones, ninguna alcanzó la gloria que la Inmaculada Concepción, declarada dogma de fe en 1854 pero creída y defendida en Quito con ardor inquebrantable desde siglos antes.

La Virgen de Legarda: Culmen de la Escultura Quiteña

Cuando contemplamos la Virgen de Legarda más conocida como la Virgen de Quito o del Panecillo, obra inmortal del gran Bernardo de Legarda (1700-1773), sentimos que el Espíritu Santo guio directamente las manos del escultor.

Tallada en 1734 para el altar mayor de la iglesia de San Francisco, esta imagen de 2,80 metros es la síntesis perfecta de la teología inmaculista y del barroco quiteño.

Sus alas de ángel-querubín, únicas en la iconografía mariana universal, proclaman la verdad de que María fue preservada del pecado original desde el primer instante de su ser.

El rostro, de una belleza sobrenatural, no es mera idealización estética: es la faz de la Mujer vestida de sol (Ap 12, 1), de aquella que aplasta la cabeza de la serpiente con su talón virginal.

Las manos delicadas, en actitud de ofrenda, y el manto azul estrellado que ondea como movido por vientos celestiales, nos hablan de la Asunción gloriosa.

Legarda empleó la técnica del policromado y estofado con maestría inigualable: el oro finísimo bajo los colores crea efectos luminosos que hacen que la Virgen parezca irradiar luz propia, como si la gloria del Tabor se hubiera posado en los Andes.

Los quiteños, desde 1976, cuando la monumental versión en aluminio fue colocada en el Panecillo, la contemplan como centinela de la ciudad, recordando que Quito está puesto bajo el manto inmaculado de María.

Miguel de Santiago y la Inmaculada de Guápulo

Pero, si Legarda es el rey de la escultura, Miguel de Santiago (1620-1706) lo es de la pintura quiteña. Entre sus obras maestras dedicadas a la Purísima, destaca la Inmaculada Concepción con Felipe IV y el Papa Alejandro VII, pintada hacia 1670 y conservada en el Santuario de Guápulo, ese primer santuario mariano de América dedicado a Nuestra Señora de Guadalupe. En esta tela monumental, óleo sobre lienzo, Miguel de Santiago nos presenta a la Virgen Inmaculada en toda su gloria dinámica, pisando la cabeza del dragón infernal con un gesto de triunfo celestial, mientras su cabellera ondulada cae en cascada y sus manos se juntan delicadamente sobre el pecho en gesto de oración humilde.

Pero es su mirada, tan inocente, con los ojos elevados al cielo en un éxtasis de pureza infantil, lo que cautiva el alma del devoto: una expresión de total entrega al Padre, como si la Niña María contemplara por primera vez los misterios divinos, llena de esa gracia original que la preservó inmaculada.

A sus plantas, los grandes defensores del dogma inmaculista rinden homenaje: Santo Tomás de Aquino, con su rostro de sabiduría seráfica y su pluma en mano, simbolizando la defensa teológica del privilegio mariano; reyes como Felipe IV de España, retratado en actitud de vasallaje piadoso, ofreciendo su corona terrena a la Reina del Cielo; emperadores como Carlos V, evocando el apoyo imperial a la doctrina; y papas como Alejandro VII, con sus vestiduras pontificales, afirmando la verdad eclesial con gesto de autoridad infalible. Estos rostros hermosos, modelados con una delicadeza magistral, irradian una luz espiritual que une lo sagrado y lo profano en una sinfonía de fe.

La técnica de Miguel de Santiago brilla aquí en su esplendor: el claroscuro acentúa el dramatismo barroco, creando contrastes profundos que realzan la figura central de María; las veladuras sucesivas otorgan a los rostros una suavidad etérea, casi incorpórea, mientras los pliegues angulosos de los mantos típicos del estilo quiteño generan una tensión espiritual que eleva la mirada del espectador hacia lo divino.

La Devoción Quiteña: Un Pueblo que Vive de María

En Quito, la Inmaculada no es sólo objeto de arte: es vida. Desde las procesiones del 8 de diciembre, cuando las calles se llenan de niños vestidos de ángeles y las bandas tocan el “Himno a la Virgen de Quito”, hasta las innumerables cofradías que aún hoy mantienen viva la tradición, el pueblo quiteño ha entendido que su historia y su ser están inseparablemente unidos a la Madre Inmaculada.

Cuando el volcán Pichincha amenazaba con destruir la ciudad en 1696, los quiteños llevaron en procesión la Virgen de Legarda y el volcán se calmó. Cuando las epidemias azotaban, era a la Purísima a quien acudían. Y cuando en 1854 Pío IX proclamó el dogma, Quito entero estalló en júbilo: ya lo sabíamos, decían los abuelos, ¡si nuestra Virgen del Panecillo lleva alas desde 1734!

En estas obras maestras de Legarda y Miguel de Santiago, Quito contempla su alma. Porque la Escuela Quiteña no fue nunca un estilo artístico más: fue teología hecha pincel, dogma hecho policromía, amor a María hecho madera y lienzo.

Y mientras exista un quiteño que rece el Ave María Purísima, sin pecado concebida, mientras una madre enseñe a su hijo a mirar al Panecillo y decir “ahí está mi Mamita del cielo”, la Inmaculada Concepción seguirá reinando sobre esta ciudad que se gloría de ser, por gracia de Dios y de su Madre Santísima, la Ciudad de la Virgen.

¡Ave María Purísima, sin pecado concebida!