MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI – EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO – Capítulo Sexto – CRISTO EN LA HISTORIA

MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI

EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO

Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.

Capítulo Sexto

CRISTO EN LA HISTORIA

Al trazar las grandes líneas de la vida cristiana para un joven de su aprecio, escribo Lacordaire:

«¿Nunca habéis advertido en el curso de vuestros estudios clásicos, la magia incomprensible y divina de la historia? ¿Por qué Grecia es para nosotros una patria que nunca muere? ¿Por qué Roma, con sus tribunos y con sus guerras, aún nos sirve de enseñanza con su invencible imagen y domina todavía con su extinta grandeza una posteridad que no es la suya? ¿Por qué los nombres de Milcíades y de Temístocles, por qué los campos de Maratón y las aguas de Salamina, lejos de ser tumbas caídas en el olvido, pertenecen a nuestra edad, son coronas entretejidas ayer, son aplausos que aún resuenan en nuestros oídos y conmueven nuestras entrañas? Doquiera me vuelva no puedo sobreponerme a su influjo; soy Ateniense, soy Romano; me detengo junto al Partenón y oigo en silencio —a los pies de la Roca Tarpeya— a Cicerón que me habla y me conmueve. Y es la historia la que hace todo esto».

Todo hombre culto aplaude a Lacordaire. Sólo el bruto carece de historia. Sentimos a nuestras espaldas los milenios del pasado, que nos empujan hacia adelante; y tenemos conciencia de preparar con nuestros libres esfuerzos el porvenir que ha de suceder a nuestra época. El eco de las cosas pretéritas repercute en la conciencia humana; y el individuo, el pequeño y minúsculo ser, sabe que es una nota en el gran canto de la humanidad.

¿Es un canto la historia de la humanidad? ¿Tiene un sentido, un valor y un precio?

Los pesimistas a lo Schopenhauer responden que no, y han llegado a la conclusión de que la historia es el inmenso manicomio, agitado y convulso, de los pobres locos que se llaman hombres. Rarezas y ridiculeces, odios y amores, besos y puñetazos, tentativas de construcción y guerras y matanzas y exterminios con su cortejo de locuras, son los constitutivos de la historia. Por eso han negado a Dios. Si Dios existiera, no sería más que el creador y el director de un manicomio.

El que admite a Dios, se rebela contra semejante juicio superficial de los acontecimientos históricos, que se detiene frente al desorden aparente y no sabe apreciar su significado.

Frente a un campo de batalla donde la lucha se hace feroz, si nos detuviésemos ante cada episodio y detalle menor, tomados aisladamente, llegaríamos a la conclusión de que asistimos a escenas carentes de toda racionabilidad. Pero si pasamos de los detalles mínimos a considerar la unidad del plan que desarrolla el general, entonces el pretendido manicomio resulta la actuación de un pensamiento único y se manifiesta su valor profundo.

Es lo que sucede en el estudio de la historia. No podemos encerrarnos en el instante que pasa o en nuestro pequeño yo, sino que sentimos el deber de abrazar las vicisitudes de los siglos transcurridos, el momento presente y las esperanzas del futuro.

Recapacitando en qué forma debe el cristiano concebir la historia, haremos una comprobación: doquiera nos volvamos, doquiera posemos la mirada, aparece ante nosotros, envuelto en los resplandores de vívida luz —ofuscada a veces por la nube de los prejuicios o de nuestra ceguera— la figura de Jesucristo.

Al claror de esta luz aprenderemos a comprender los acontecimientos, y —al decir de Francisco Acri— en Cristo veremos resueltos los enigmas no sólo de la naturaleza y del pensamiento, sino también de la historia.

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1

El concepto cristiano de la historia

¿Qué es la historia?

Cada uno de nosotros desenvuelve libremente en este mundo su actividad individual. Cada individuo es como una planta en la que crecen las hojas, las flores y los frutos de sus acciones; o mejor dicho, es como una fuentecilla de la que mana un arroyuelo de agua.

El conjunto de esos arroyuelos, el cúmulo de esas ondas individuales, forman el gran océano de la historia, acrecido a cada instante por las aguas que incesantemente se vuelcan en él.

Cuando se ha cumplido una acción, cuando una onda se ha unido orgánicamente con las restantes, el efecto subsiguiente ya no depende de nosotros, es la resultante del nuevo acto y la historia precedente.

Ahora bien: si creemos en Dios, si admitimos que Dios es el que creó a todos los seres, el que gobierna y todo lo provee, nos vemos forzados a suscribir estas conclusiones:

a) La historia no se desenvuelve caprichosa e irracionalmente. El hombre se agita —afirma Fenelon— pero Dios lo conduce, respetando, con todo, la libertad humana. La Providencia no sólo asiste a cada individuo, sino también, y mucho más, a la resultante de todas las acciones individuales, que constituye precisamente la historia.

Dicho en otra forma, en la historia debe existir un orden, un pensamiento, un sentido, aun a través del mal, de los errores y de las culpas de los individuos y de los pueblos.

Dios se sirve del mal —explica San Agustín— para sacar el bien. Por eso, cuando contemplamos los suplicios injustos y la muerte de Cristo, no decimos: «la historia es irracional», porque del mal, del dolor, de la iniquidad de Judas y de los crucificadores, sírvese Dios para salvar al mundo.

Cuando observamos los primeros pasos de la civilización, no nos limitamos a consignar los defectos, sino que buscamos el nexo entre ese principio y los ulteriores desenvolvimientos, o mejor, el nexo entre aquella aurora borrascosa y la civilización humana.

b) Para explicar el orden de la historia y para estar seguros de él no basta el hombre; se requiere Dios.

Es muy cierto, como lo observan los idealistas contemporáneos, que la historia es obra de los hombres; pero también la casa es obra de los albañiles y un libro se compone de letras. Quitad los ladrillos de una casa y la casa desaparece. Pero la casa es algo más y distinto de los ladrillos y de la obra de los albañiles, en cuanto realiza una idea, el plano del arquitecto, a cuyo, desarrollo han contribuido los albañiles y los ladrillos; y el libro es algo más que los caracteres tipográficos y las palabras que lo componen, en cuanto expresa un pensamiento que es el principio vivificador de las letras materiales de que consta.

Así sucede en la historia. Resulta de las acciones humanas; pero es algo más que ellas; es la realización del plan providencial de Dios, a través del libre concurso de los trabajadores, esto es, de todos los hombres.

¡Pobres de nosotros si la historia fuese solamente obra de los hombres! ¡Caeríamos en el caos completo!

Todavía más; los individuos tienen tan pocos méritos en lo que respecta a la historia, que nadie, al cumplir una acción, conoce el valor que tendrá en el tejido de los acontecimientos históricos.

¿Quién puede prever los efectos de un acto cualquiera? Sólo el dedo de Dios coordina cada arroyuelo en el vasto mar, que tiene su voz admirable, que no se ha de confundir con la voz de los pequeños mortales.

c) Luego, si la historia tiene un sentido, y éste aparece bien claro de las intenciones que mueven a cada uno a obrar, ¿cuál es el significado de la historia? ¿Cuál es su idea inspiradora, que la vivifica y que sintetiza todos los actos de los individuos, de las generaciones, de los pueblos, en una grandiosa y solemne unidad?

Es evidente que habiendo elevado Dios al hombre al estado sobrenatural, la actividad humana, desembocando en el mar de la historia, debe tener esta característica. La naturaleza no basta para explicar la historia; es necesario lo sobrenatural, que, conforme lo hemos visto, no destruye la actividad natural, sino que la eleva y la diviniza. El cristiano que pretendiera explicar e interpretar los acontecimientos históricos prescindiendo de lo sobrenatural, renegaría de su fe.

Obsérvese bien, para evitar equivocaciones, que —como lo demostré en mi obrita: Primi lineamenti di pedagogía cristiana— nuestro concepto cristiano de la historia, no es inferior, sino superior al concepto idealista o positivista de ella.

Cuando estudiamos la historia, comenzamos por establecer los hechos, para buscar e interpretar los documentos. Y de esa multiplicidad de noticias, llegamos a su síntesis, eslabonando todos los acontecimientos que han precedido o seguido al período estudiado, porque sabemos que el valor de un hecho depende no sólo de lo que es el hecho en sí mismo, sino también de su conexión con los demás hechos.

Pero no podemos detenernos en el significado natural del hecho. Ese aspecto es un escalón necesario para subir; pero no es el último de la escala. Cualquiera sea el momento de la historia, posee otro significado cuando lo consideramos en relación a lo sobrenatural.

d) Y ahora, he aquí nuestra tesis que trataremos de aclarar: El verdadero dominador de la historia y su última meta es Jesucristo.

Desde San Pablo a San Agustín, desde Bossuet a Vito Pornari, Cristo es saludado como el orden y la verdad de todas las cosas, cada una de las cuales coopera a su plan; Él es la perfección de todo, es la ley suprema a la que anhelamos, es el tipo en el que se amoldan las criaturas, el signo al que aspiran, el íntimo significado que contienen.

En el seno de la humanidad, no sólo observada en la exterioridad de los acontecimientos, sino en la intimidad de sus aspiraciones y de sus arranques, de sus caídas y de sus resurgimientos, en su cultura y en su vida, en todo está presente Jesucristo como principio, centro y fin de toda la historia.

Esta tesis es esencial no sólo para la visión y el estudio de la historia, sino también para nuestro comportamiento práctico. Si la tesis es verdadera, descubriremos en lugar elevado y glorioso la divina Persona del Maestro, en todo hecho de la historia, aun allá donde otros sólo ven el desorden; y todo acontecimiento escribirá al pie esta divisa que leemos en las catacumbas de Nápoles: Jesucristo es el vencedor.

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2

Jesucristo y el pueblo hebreo

Entremos, pues, por un instante en la biblioteca de la historia, en esta inmensa biblioteca rica en volúmenes.

Todo pueblo, toda edad, ha escrito uno con sus gestas, con sus lágrimas y a menudo con su sangre.

Los volúmenes vanse agregando a los volúmenes y así ha de continuar hasta la consumación de los siglos.

La parte de la biblioteca que no puede suscitar dudas de ninguna suerte respecto de nuestra tesis, se refiere a un pueblo singular, a una nación privilegiada, asistida de un modo sobrenatural por Dios: el pueblo hebreo.

Cristo es el centro de la historia de este pueblo.

Todos los hechos, todos los acontecimientos, toda su vida entera se refieren al Esperado de los pueblos, al Mesías. La edad de los Patriarcas; la edad de los milagros, de Moisés a Samuel; la edad de la profecía, de Samuel a Jeremías; la edad de las súplicas, desde Jeremías hasta la venida del Redentor, son la preparación de Jesucristo.

La historia profana, civil y exterior del pueblo hebreo —como lo ha demostrado luminosamente Fornari— se armoniza y sirve de envoltura y de sostén al progreso de la historia sagrada, religiosa, interior; sentimos avanzar a Cristo en la transformación de Israel en pueblo por obra de Moisés, y en nación por obra de Josué, y finalmente en Estado con la fundación del reino preparado por los Jueces y renovado después del destierro de Babilonia por obra de Esdras y Nehemías.

«Viene al mundo, como llega hasta nosotros una persona, cuyos pasos ya hemos escuchado anteriormente. El rumor de su venida fue débil al principio, como suele ser todo rumor que viene desde lejos, mas luego se lo siente fuerte y cercano; comenzado desde el principio y continuado luego sin interrupción, al final es tan claro, que todas las cosas parecían voces de anuncio».

Al igual que todos los pueblos, también el pueblo escogido tuvo su literatura. Es la parte de la Biblia llamada Antiguo Testamento, que constituye la admiración hasta del incrédulo. Todas esas páginas inspiradas, ora refieran acontecimientos históricos, ora canten himnos de esperanza, ora enseñen, no son más que un prefacio del Evangelio, como expresa Lacordaire, y resultan incomprensibles, si se prescinde de Jesucristo, prometido, profetizado, esperado e invocado.

En vano los Faraones intentan embrutecer a los Hebreos con la construcción colosal de unos monumentos de muerte, como son las Pirámides, pues están destinados por Dios para levantar en el seno de la humanidad el templo de la vida.

Las vicisitudes más variadas y dolorosas, desde el destierro de Babilonia hasta la pérdida de la libertad frente a las águilas romanas, no destruyen a este pueblo, que vive animado por una fuerza interior, sostenido por la certeza de ser el elegido de Dios para preparar la venida del Deseado de las gentes.

La idea mesiánica —como dice Lacordaire— circulaba por sus venas como su sangre más pura, y sin la cual, es imposible explicar su fe y sus destinos. También los hebreos contemporáneos que esperan al Mesías, como si no hubiera venido, atestiguan con la elocuencia de un hecho extraño cómo estaba arraigada en esa nación la expectación del Justo.

No me extiendo sobre este punto. Toda la historia sagrada es una prueba de lo que afirmo. Desde los campos de la Caldea con las promesas divinas hasta Abraham, hasta el juramento de Dios a Isaac, a Jacob y a Judá; desde los cantos nacionales y religiosos de David hasta las descripciones detalladas del futuro Mesías hechas por Isaías; desde las orillas del Éufrates, desde el destierro de Babilonia con la profecía de Daniel, hasta el anuncio de Ageo, podemos decir que Jesucristo ha sido el alma del pueblo judío.

El que pretendiera ignorarlo o suprimirlo de la historia de ese pueblo, imitaría al que quisiera entender un libro suprimiendo el pensamiento que lo inspira.

Continuará…