LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA
DEL SANTÍSIMO SALVADOR
En aquel tiempo, entrando. Jesús en Jericó, caminaba por ella. Y he aquí que un hombre, llamado Zaqueo, que era príncipe de los publicanos y rico, quería ver también a Jesús y saber quién era; y no podía conseguirlo, porque era pequeño de estatura. Y, corriendo delante, subió a un sicómoro, para verle, pues había de pasar por allí. Y, habiendo llegado a aquel lugar, mirando Jesús, le vio, y le dijo: Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que quedarme en tu casa. Y bajó corriendo, y le recibió gozoso. Y, cuando lo vieron todos, murmuraron diciendo que se había ido con un hombre pecador. Mas Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: Señor, doy a los pobres la mitad de mis bienes; y, si defraudé en algo a alguien, le devuelvo el cuádruplo. Díjole Jesús: Hoy ha venido la salud a esta casa; pues también éste es un hijo de Abraham. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que había perecido.
Este nueve de noviembre se celebra la Conmemoración de la Dedicación de la Basílica Romana de San Juan de Letrán.
Por lugares sagrados entiende la Iglesia aquellos edificios públicos, oficialmente bendecidos o consagrados por Ella y destinados al culto divino.
Aunque Dios está en todas partes y el universo entero es para Él un gran templo, ha sido práctica universal y de todos los tiempos destinar para su culto público lugares especiales.
En el Antiguo Testamento hubo un templo entre todos célebre y magnífico, que fue el Templo de Salomón, ampliación y perfección del primitivo Tabernáculo de Moisés, el cual construyó éste ateniéndose a las indicaciones del mismo Dios. Al de Salomón sucedió el Templo de Jerusalén, que fue el que honró con su presencia y su predicación Nuestro Señor, y cuya destrucción profetizó y lloró.
Cuando Nuestro Señor quiso el Jueves Santo instituir la Eucaristía y celebrar la primera Misa, se preocupó lo primero de buscar un lugar apropiado, amplio y bien aderezado. Este lugar fue el Cenáculo, el cual, por lo mismo, viene a ser como el primer templo cristiano.
Lo propio hicieron después los Apóstoles y sus discípulos inmediatos. Elegían ellos para sus asambleas religiosas: ora los palacios de los cristianos ricos que se los cedían espontáneamente, ora los cementerios subterráneos o catacumbas, ora las iglesias u oratorios, aunque estrechos y rudimentarios, expresamente dedicados al culto.
A principios del siglo III, se habla ya de un edificio de Roma destinado exclusivamente al culto, y a principios del siglo IV existían muchos más.
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Con la paz de Constantino, en el siglo IV (año 313), la cristiandad cambió de faz, y el culto divino comenzó a ser público y a revestir gran aparto y magnificencia, sirviéndole de marco las grandiosas Basílicas romanas, llamadas comúnmente “constantinianas”, por ser su fundador y dotador el mismo Emperador.
La Iglesia finalmente emerge para siempre de las sombras que a menudo cubrían la majestuosidad de sus misterios. Despliega a plena luz aquellos ritos cuya pompa y santidad completarán la victoria que la augusta verdad de sus dogmas y la belleza de su moralidad ya le han asegurado sobre el paganismo.
Naturalmente, a raíz del Edicto de Constantino, que concedía la libertad al cristianismo, se construyeron muchas iglesias. El carácter de esta época es triunfal: es ahora cuando se cumplen las palabras del Salvador: Lo que se susurraba al oído, predicadlo desde las azoteas.
Los arquitectos utilizaron para estas Basílicas los elementos aprovechables de las basílicas civiles, que estaban destinadas a los pleitistas y negociantes, y de las villas romanas o moradas de los poderosos. De las primeras tomaron la forma oblonga, los techos y las columnas interiores; de las segundas, el atrio; y de otras salas de reunión, el ábside.
La Basílica latina tenía de ordinario la forma de un vasto paralelogramo rectangular, precedido de uno o dos atrios con pórtico, y terminado por el ábside. El interior era, por lo general, de tres naves. La nave central estaba separada del ábside por el arco triunfal, bellamente decorado con mosaicos. En el testero estaba la sede o cátedra episcopal, y a ambos lados de ella los bancos para los presbíteros. Delante del ábside se alzaba el ciborio o templete, que cobijaba el Altar erigido sobre el sepulcro de un Mártir; y delante de éste se extendía el Coro de los cantores, donde había dos grandes tribunas o ambones para las lecturas y cantos oficiales.
El género de arquitectura basilical siguió imperando en Roma y sus cercanías por largo tiempo, pero, en los demás países, empezó luego a evolucionar y a transformarse en los diversos géneros de estilos eclesiásticos conocidos, a saber: el bizantino, el románico, el gótico u ojival, el del renacimiento, etc., y sus derivados.
Prescindiendo de los estilos y ateniéndonos tan sólo a la dignidad e importancia de las iglesias, éstas se clasifican en la actualidad del modo siguiente:
Basílicas Mayores, las siete principales de Roma; y Basílicas Menores, las demás de la misma ciudad y otras muchas iglesias y santuarios del mundo católico, que el Papa ha querido honrar con ese título o que lo han heredado por una costumbre inmemorial.
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Estando las iglesias destinadas al culto divino y a la celebración de los sacrosantos Misterios, ordena la Liturgia que, antes de comenzar la construcción del edificio, se bendiga el solar, los cimientos y la piedra fundamental, y que después, sea también bendecido o consagrado con toda pompa el edificio mismo y el Altar del Titular.
A esta Consagración solemne es a lo que se llama Dedicación de una Iglesia, ceremonia la más pomposa de todas las litúrgicas, y que cada año se conmemora con una fiesta de primera clase y con un rezo especial.
En la Bendición solemne de las iglesias sólo se usa el agua bendita, con la cual se purifica el exterior y el interior de todo el edificio. En la Consagración, empero, se usa además el Santo Crisma, con el cual unge el Obispo las doce cruces grabadas en los muros o en los pilares, en memoria de los doce Apóstoles, columnas de la Santa Iglesia. En esto se distinguen, a simple vista, las iglesias consagradas de las simplemente bendecidas. La mayor parte de las iglesias modernas están solamente bendecidas; en cambio, las antiguas eran casi todas consagradas.
La dedicación de estos templos se llevó a cabo con un esplendor cada vez mayor; los Obispos se congregaron allí en gran número, y el Padre de la historia eclesiástica nos ha conservado en relatos llenos de entusiasmo el recuerdo de estas augustas ceremonias.
Lo oculto o reprimido entre los muros de los templos irrumpió al descubierto. La pompa y la riqueza del culto, por espléndidas que fueran gracias a la generosidad de los discípulos patricios de Cristo, sobrepasaron toda medida desde el momento en que los emperadores cruzaron el umbral de la Iglesia.
Así como la fe, la esperanza de bienes futuros y la caridad fraternal habían sido hasta entonces el vínculo íntimo de los cristianos en todo el imperio, a partir de entonces las formas litúrgicas, convertidas en formas sociales, proclaman su poderosa catolicidad.
Exclama Eusebio de Cesarea: Si un solo templo, situado en una sola ciudad de Palestina, era objeto de admiración, ¡cuánto más maravilloso es el número, la grandeza y la magnificencia de tantas iglesias de Dios erigidas por todo el universo!
Durante mucho tiempo, el rito de dedicación consistió simplemente en la consagración del altar, con el depósito de las reliquias, y la solemne celebración de la Misa.
Más tarde, cuando se empezaron a consagrar al culto cristiano los templos paganos, se introdujeron ciertos ritos purificatorios, consistentes en oraciones, abluciones y unciones, que recuerdan mucho las ceremonias del Bautismo.
El desarrollo de la ceremonia actual de dedicación, tal como la describe el Pontificale Romanum, comenzó en el siglo VIII.
Las tradiciones de la Iglesia Romana nos enseñan que el Papa San Silvestre instituyó y reguló en detalle, ya en el siglo IV, los ritos que durante más de dieciséis siglos se practicaron en la dedicación de iglesias y altares.
Este pontífice tuvo magníficas oportunidades para practicarlas en la inauguración de las basílicas fundadas en Roma por la munificencia de Constantino. Este Emperador construyó, en su palacio de Letrán, una iglesia que dedicó bajo el título del Salvador, conocida con el nombre de San Juan de Letrán, se ha convertido en la sede del Romano Pontífice, Madre y Maestra de todas las iglesias de Roma y del mundo entero, como indica la inscripción en su fachada principal.
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Pues bien, el 9 de noviembre del año 324 fue el natalicio o la Dedicación de la Basílica de Letrán. El Emperador Constantino había mandado construirla en el 315.
El nombre oficial es Archibasilica Sanctissimi Salvatoris; es la más antigua y la de rango más alto entre las cuatro basílicas mayores de Roma, y tiene el título honorífico de Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput (Madre y Cabeza de todas las iglesias de la ciudad de Roma y de todo el mundo), por ser la sede episcopal del primado de todos los obispos, el Papa.
Dicho título se halla grabado con esa inscripción en la fachada del templo.
La Archibasílica se levanta en tierras de los Lateranos, noble familia romana caída en desgracia bajo Nerón, cuya propiedad pasó al dominio imperial. El palacio pasó a manos de Constantino I cuando se casó con su segunda mujer, Fausta, hermana de Majencio. A quien Constantino venció en la batalla del Puente Milvio, en el 312.
Los terrenos y la residencia de los Lateranos fueron donados al obispo de Roma, durante el pontificado del Papa Melquíades, en señal de gratitud del emperador a Cristo, que le había hecho vencer en la batalla del Puente Milvio.
El baptisterio de esta basílica es un edificio independiente de planta octogonal, forma típica de los baptisterios de los primeros siglos.
Antiguamente, todo este complejo lateranense fue la sede del gobierno eclesiástico, hasta el tiempo en que la corte pontificia se mudó a Aviñón. Al regresar los Papas a Roma, se establecieron en la colina vaticana, donde actualmente está la Santa Sede.
El Papa San Silvestre la dedicó al Santísimo Salvador y el baptisterio a San Juan Bautista.
La costumbre de dar a la iglesia el nombre de San Juan de Letrán, data de la época en que la atendían los monjes del monasterio de San Juan Bautista y de San Juan Evangelista, que estaba situado junto a ella.
Dicha iglesia, pues, es la catedral de Roma y en ella se halla la cátedra permanente del Sumo Pontífice. Es superior en dignidad a la Basílica de San Pedro y, en cierto modo, puede considerársela como la catedral del mundo.
Dos incendios ocurridos en el siglo XIV y el descuido que se tuvo con ella mientras los Papas estuvieron en Aviñón, hicieron necesaria una reconstrucción casi total. La Basílica fue nuevamente consagrada, pero esta vez, en honor de San Juan Bautista y San Juan Evangelista.
La conmemoración de la celebración de la dedicación de San Juan de Letrán se lleva a cabo en todas las iglesias católicas.
Si celebramos la Dedicación de nuestras iglesias particulares; si festejamos con alegría y satisfacción la de nuestras catedrales, parece justo y natural que celebremos todos los años en el mundo entero la Dedicación de la Iglesia madre, de la catedral del Papa.
Precisamente en ella se verificó la entronización o toma de posesión oficial de los Pontífices Romanos; en ella, desde el siglo IV, se celebran las solemnes funciones de la bendición de los Santos Oleos en el Jueves Santo, y dos días después la bendición de la pila bautismal; en ella fueron bautizados, durante siglos, millares de catecúmenos, y ordenados miles de sacerdotes que pertenecían a todas las diócesis de la cristiandad; en ella se veneró siempre y se venera también hoy la antigua imagen del Salvador.
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Nuestras iglesias son santas porque son posesión de Dios; son santas por la celebración del Sacrificio, por la oración y la alabanza que en ellas se ofrece al huésped divino.
Su dedicación las ha separado solemnemente, para siempre, de todas las viviendas de los hombres, y las ha levantado por encima de todos los palacios de la tierra.
Los ritos del día de su consagración a Dios no quedan vacíos de sentimiento ni de vida. Esto quiere decir que la sublime función de la dedicación de las iglesias, al igual que la fiesta que perpetúa su recuerdo, no se refieren tan sólo al santuario construido por nuestras manos, sino que se eleva a realidades vivas y más augustas.
En efecto, Dios no tiene más que un santuario verdaderamente digno de Él: su propia vida divina; luz inaccesible donde habita la beatífica Trinidad en su gloria.
Y a pesar de eso, esa vida divina, que no pueden cobijar dignamente los cielos y menos todavía la tierra, Dios se digna comunicarla a nuestras almas, haciendo que el hombre participe de su naturaleza por la gracia.
Todo cristiano participa de Cristo y, convertido en morada del Espíritu Santo, lleva a Dios en su cuerpo. El templo de Dios es santo, decía el Apóstol San Pablo, y ese templo sois vosotros.
San Agustín escribe: «Cada vez que celebramos la fiesta de la dedicación de un altar o de una iglesia, con tal de que lo hagamos con fe y atención y vivamos santa y rectamente, se opera en nosotros una edificación espiritual semejante a la de los templos hechos por mano de hombres. Porque Aquél que dijo: ‘Sois templos santos de Dios’, no miente, como tampoco mintió al decir: ‘¿No sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros?’ Por consiguiente, ya que hemos sido considerados dignos de ser templos de Dios, no por lo que nosotros valemos, sino por la gracia de Dios, trabajemos intensamente, con Su ayuda, para que el Señor no encuentre en su templo, es decir, en nosotros, nada que pueda ofender a su Majestad.»
Nuestras iglesias son para los Ángeles el punto de contacto del Cielo con la tierra; y por eso el Introito de esta Misa está tomado de las palabras que pronunció Jacob al salir de la visión en la que se le había aparecido la escala misteriosa, por donde subían y bajaban los celestes mensajeros:
Terrible es este lugar. Ésta es la Casa de Dios y la puerta del cielo: y se llamará el Palacio de Dios.
«¿No encuentro aquí ya, Padre mío, el reino que me has prometido?», preguntaba Clodoveo deslumbrado al entrar por primera vez en la iglesia de Santa María de Reims; y San Remigio le respondió: «Esta es la entrada del camino que lleva a él».
Todo edificio reservado al culto divino es símbolo de un templo más augusto, idéntico en todos los sitios; debemos dar gracias al que nos proporciona el poder gustar un año más las alegrías de esta gran solemnidad.
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San Bernardo tiene varios sermones sobre la Dedicación de las Iglesias. Meditemos algunas de sus enseñanzas.
Primero nos habla del Patriarca Jacob, que vio en sueños subir y bajar de los cielos a los Ángeles por una escalera. Más aún, nos asegura que también estaba presente el Señor de los Ángeles, y por eso exclama: Realmente, el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía.
Admira esta gracia y le abruma semejante condescendencia.
Y refiriéndose a nuestros templos, dice: Mucho más temible es este lugar, donde Dios reside de una manera más cierta y evidente.
Que ninguno lo desconozca ni lo ignore: Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios; así conocemos los dones que Dios nos ha hecho.
Sí, este lugar inspira temor y respeto: lo habitan hombres fieles, lo visitan los Santos Ángeles, y el mismo Dios está aquí presente.
¿Es posible que un Patriarca como éste ignorase que Dios está en todas partes? Tal vez se admiraba de algo más grande al decir: Realmente, el Señor está aquí.
Es cierto que Dios lo trasciende todo y está en todo lugar; pero si decimos: Padre nuestro, que estás en los cielos, es porque allí se manifiesta de un modo distinto y propio.
Él no cambia, pero se revela de diversas maneras.
Está en todas partes, lo abraza y dirige todo; pero cada cosa con un plan particular.
A los malos les da la vida y los encubre; a los elegidos les ayuda y los conserva.
Es el banquete y reposo de los del Cielo, y el juicio y condenación de los del Infierno.
Hace salir su sol sobre buenos y malos; pero mientras disimula la actitud de los malos, allí no aparece la verdad. En los malos Dios es ficción (disimula), en los justos verdad, en los Ángeles felicidad y en los condenados crueldad.
Por eso dijo Jacob: Realmente Dios está aquí.
Cuando hace llover sobre buenos y malos, es padre, y padre misericordioso, que espera la conversión de los hombres.
Cuando condena a los obstinados, es juez, y es horrendo caer en manos del Dios vivo.
También podemos decir que Dios está realmente aquí, si le servimos en espíritu y verdad. Porque el Señor no estaba realmente en aquellos a quienes les decía: ¿Por qué me invocáis Señor, Señor, y no hacéis lo que os digo?
El texto sagrado nos narra que el primer Adán fue colocado en el paraíso para que lo guardara y lo cultivara. Lo mismo hace el segundo Adán en la iglesia de los Santos, en la asamblea de los suyos, en el jardín de las delicias. Su complacencia es morar entre los hombres, y el Señor está en este lugar para guardarlo y cultivarlo.
De otro modo, si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. Y si el señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas.
Esta visión del Patriarca nos enseña que los Ángeles están aquí, subiendo y bajando. Suben al contemplar el rostro del Padre y bajan cuando nos atienden a nosotros.
Y termina preguntándose: ¿Cómo debemos vivir aquí?
Vivamos en la penitencia y en la esperanza.
Olvidemos lo de atrás, liberémonos, rechacemos y examinemos nuestra vida con espíritu contrito; y en adelante pensemos y deseemos ardientemente en lo que está delante.
Para esto estamos aquí. Esto es lo que se nos exige: borrar los pecados pasados y esperar los premios futuros.
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Luego se refiere al Rey David, y dice: Mucho tiempo más tarde, David, aquel rey tan insigne y profeta del Señor, movido por un santo pensamiento, consideró indigno que el Señor del mundo no tuviera una morada en la tierra, mientras que él residía en el palacio.
Nuestra alma vive en una casa magnífica, construida por el mismo Dios en persona. Me refiero a nuestro cuerpo, tan bien ideado, dispuesto y ordenado, que nos sirve de morada digna y agradable.
Y para nuestro cuerpo Dios creó otro palacio encantador, sublime e inmenso. Es el mundo sensible, mineral, vegetal y animal.
Sería una ingratitud disfrutar nosotros de esta casa y no pensar en dedicarle a Dios un templo.
Nuestra casa se derrumbará muy pronto; y si no nos proveemos de otra, quedaremos a merced de la intemperie. Dichosa una y mil veces el alma que pueda decir: Sabemos que si nuestro albergue terrestre, esta tienda de campaña se derrumba, tenemos un edificio que viene de Dios, un albergue eterno en el cielo no construido por hombres…
¿Somos capaces de levantar un templo al que dice con toda verdad: Yo lleno el cielo y la tierra? Esto nos llenaría de congoja y angustia si no le oyésemos decir a Él mismo: Mi Padre y yo vendremos a él y haremos en él nuestra morada…
Ya sabemos, por consiguiente, dónde prepararle una casa: únicamente su imagen y semejanza puede abarcarle… El alma es capaz de Él, porque ha sido creada a su imagen y semejanza.
Digamos con Santa Isabel: ¿Quién soy yo para que el Dios de la majestad venga a mí? Y con el centurión: Señor, no soy digno de que entres en mi casa…
¡Qué cúmulo de amabilidad y generosidad la de Dios, y qué grandeza y gloria la de las almas! El Dios del universo, que desconoce toda especie de indigencia, manda hacerse un templo en ellas…
Profundamente agradecidos empeñémonos en construirle un templo. Procuremos que viva primeramente en cada uno de nosotros, y después en todos juntos. Él nos ama como a personas individuales y como comunidad.
Ante todo, intente cada uno ser coherente consigo mismo, porque todo reino dividido queda asolado y se derrumba casa sobre casa. Y Cristo no se acerca a unas paredes que caen o a unas tapias ruinosas.
Así como el alma quiere tener siempre intacta la morada de su cuerpo, y cuando se dispersan sus miembros la abandona, reflexione por su parte qué debe hacer, si quiere que Cristo viva por la fe en su corazón, es decir, en sí misma.
Evite por todos los medios que sus miembros, memoria, inteligencia y voluntad, no estén discordes.
Que la inteligencia viva libre del error y esté en armonía con la voluntad: eso es lo que ésta desea.
Que la voluntad viva limpia de todo mal, pues eso pide la razón.
Que la memoria está completamente limpia y para ello borre todos sus pecados con una sincera confesión y un auténtico arrepentimiento.
El mejor templo que se puede presentar a Dios es, sin duda alguna, el hombre cuya razón no está engañada, ni su voluntad pervertida, ni su memoria manchada.
En la casa celestial, el conocimiento es incentivo del amor; aquí puede ser un gran obstáculo. ¿Quién puede presumir de un corazón intachable?
Aquí es muy fácil falsear la verdad y equivocarse. Allí reina el gozo de la verdad, porque está libre de toda mancha.
Aquella casa está fuertemente unida y es inconmovible. Esta otra, en cambio, como tienda de soldados, tiene poca solidez.
Aquella es la casa de la alegría. Esta la de la milicia.
Aquella la casa de la alabanza. Esta la de la oración.
Esta es la ciudad de nuestros trabajos, aquella la de nuestro descanso.
Si aquí vencemos, allí reinaremos; cambiaremos el casco por la diadema, la espada por el cetro y la palma, el escudo por la túnica dorada. El peto por la estola de fiesta.
Mientras tanto, es preferible sentirse acosado y no matado, soportar el peso del escudo y de la cota para no ser herido por las flechas incendiarias del enemigo.
Que María Santísima, Casa de oro, Arca de la alianza y Puerta del Cielo, nos proteja aquí en la tierra y nos lleve al Templo Santo de Dios en el Cielo.

