UN REMANSO DE MISERICORDIA ETERNA
En el corazón palpitante del Centro Histórico de Quito, donde la fe católica se entreteje con los hilos indisolubles de la historia hispanoamericana, se erige la Catedral Metropolitana, sede primada de la Arquidiócesis y baluarte inquebrantable de la tradición apostólica.
Fundada en 1535 por los primeros evangelizadores en esta Villa Real de los Andes, su construcción se remonta a los albores del siglo XVI, bajo la dirección de arquitectos como el extremeño Francisco Becerra, quien infundió en sus muros la solidez renacentista y el fervor barroco que caracterizan la Escuela Quiteña.
Consagrada en 1572 por el venerable obispo fray Pedro de la Peña, esta magna basílica ha sido testigo de los avatares divinos y humanos: desde la firma del Acta de la Junta Soberana en 1809 en su sala capitular, hasta el martirio del siervo de Dios Gabriel García Moreno, cuya sangre regó sus losas en 1875.
Pero entre sus naves y capillas laterales, destaca como un joyel de piedad la Capilla de las Almas, erigida en la nave diestra como un sanctasanctórum dedicado a la misericordia infinita de Dios para con las Almas del Purgatorio.
Esta capilla, nacida de la devoción profunda de las cofradías coloniales y de las familias patricias quiteñas, se concibió no solo como un sepulcro para los fieles difuntos, sino como un recordatorio vivo de la doctrina católica sobre la Comunión de los Santos, tal como la expone el Concilio de Trento en su sesión XXV.
En los siglos XVII y XVIII, durante el apogeo del barroco quiteño, las capillas como esta se multiplicaron en los templos andinos, impulsadas por la piedad de los fieles que, en cumplimiento de sus expiaciones y limosnas, erigían altares para sufragios eternos.
Así, la Capilla de las Almas devino en necrópolis de varones ilustres: Joaquín Pinto, el maestro de la Escuela Quiteña; Manuel de Samaniego, pintor de la Asunción virginal; Bernardo Rodríguez, frescoador de sus muros; e Ignacio de Veintemilla, presidente de la República, cuya tumba reposa en sus confines. Más aún, por devoción del arzobispo Federico González Suárez, se trasladaron aquí los restos de Juan Manosalvas de la Torre, cronista eclesiástico, como testimonio de la gratitud de la Iglesia por sus servicios a la fe.
Estos sepulcros, labrados en piedra y mármol con inscripciones latinas, evocan la costumbre medieval de las tumbas ad sanctos, donde los cuerpos de los justos aguardan la resurrección, intercediendo ya por los vivos.
El retablo mayor de la capilla, obra cumbre del barroco hispanoamericano, se corona con el grupo escultórico policromado de La Negación de San Pedro, atribuido al padre Carlos —ese jesuita quiteño del siglo XVIII cuya mano divina talló en madera la fragilidad humana ante la Pasión de Cristo—. En esta escena evangélica, extraída de los Hechos de los Apóstoles (Mc 14, 66-72), el Príncipe de los Apóstoles, con el rostro surcado por el remordimiento, niega al Divino Redentor al calor del brasero en el patio del Sumo Sacerdote, mientras el gallo anuncia su triple felonía. Esta negación, lejos de ser un baldón eterno, ilustra la doctrina tomista de la penitencia satisfactoria: así como Pedro, lavado en lágrimas de contrición, fue restaurado en su primado petrino, las Almas del Purgatorio, depuradas en el fuego purificador de la divina justicia (I Cor 3, 13-15), ascienden al Reino de los Cielos.
Flanqueando este presbiterio de expiación, dos lienzos magistrales custodian el misterio: a un lado, San Miguel Arcángel con la Balanza en el Purgatorio, donde el Príncipe de la Milicia Celestial, con alas de áureo fulgor y espada flameante, pesa las culpas de las almas en su balanza inexorable, separando el trigo de la cizaña según el juicio de Dios (Ap 20, 12).
Esta imagen, inspirada en la tradición agustiniana del Juicio Particular, nos recuerda que el Purgatorio no es un abismo de desesperación, sino un horno de caridad donde las deudas temporales se cancelan por los méritos de Cristo.
Al otro costado, La Santísima Trinidad dando Alivio a las Almas, revela al Padre Eterno, al Hijo encarnado y al Espíritu Consolador en un abrazo trinitario de misericordia, derramando rayos de luz sobre las figuras etéreas de los bienaventurados en vías de purificación.
Tal iconografía, fiel al Catecismo Tridentino, subraya la teología de la sufragación: las oraciones, Misas e Indulgencias de la Iglesia militante alivian las penas de la Iglesia penitente, acortando su tránsito hacia la visión beatífica.
En este día de la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, cuando la Liturgia Romana nos invita a contemplar el misterio de la muerte cristiana (Rm 6, 3-9), volvamos nuestros ojos a esta capilla como a un faro de esperanza escatológica. Recordemos a las Benditas Almas del Purgatorio, esas hermanas en la fe que, habiendo partido de este valle de lágrimas, aguardan la corona de gloria prometida a los que aman al Señor (St 1, 12).
Roguemos por todos nuestros seres queridos —padres, esposos, hijos e hijos espirituales— que, si aún penan en el fuego amoroso, hallen pronto alivio en la Sangre del Cordero inmaculado.
Elevemos nuestras plegarias con la Iglesia triunfante, implorando que, por intercesión de la Virgen Dolorosa y de San Miguel pesador de almas, esas preciosas almas crucen sin demora las puertas del Reino eterno (Ap 21, 21).
¡Oh Dios de misericordia, concede a tus siervos la refrigeración perpetua y haz que gocen de la bienaventuranza con tus santos! Así sea, en la fe inquebrantable de la tradición católica, que no muere con los siglos, sino que se robustece en la eternidad.



