CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
No solamente hay que vivir bien, hay que plantearse también de qué manera hay que morir.
Los necios, no pudiendo suprimir la muerte, no piensan en ella.
El cristiano, no sólo piensa en la muerte, sino que se prepara a ella y no se contrista, ni murmura desolado frente a la eternidad.
Veamos de qué modo enseña a afrontarla el cristianismo.
Vendrá para todos nosotros la hora de la partida de este mundo. No sabemos cómo, ni cuándo, ni dónde moriremos. Pero de una cosa estamos ciertos, tenemos que morir.
Sólo nos confortará el pensamiento de haber vivido en gracia, de haber divinizado nuestra vida, de haber hecho sobrenaturalmente el bien y cumplido nuestro deber.
Todo lo enseñado por la Santa Fe nos parecerá entonces la única verdad consoladora; la unión con Dios, mediante la gracia que nos conquistó Jesucristo con sus méritos, nos tranquilizará.
¡Felices de nosotros, si lo sobrenatural no ha sido una palabra vana en nuestra vida!
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Pero la Santa Fe nos enseña que no todo termina con la muerte, sino que entonces empieza la vida. Nuestra alma es inmortal.
Dios nos ha amado y nos ama infinitamente. Él nos ha creado, redimido, santificado, para unirnos eternamente a Él, que es nuestro primer principio y nuestro último fin.
Sin embargo, Dios respeta nuestra libertad; no quiere forzarnos; quiere una adoración libre y consciente.
El que muere en pecado mortal, opone a un amor infinito una ingratitud infinita. Si los sofistas, en vez de discurrir acerca de la posibilidad del infierno o al menos de su eternidad, meditasen estas dos cosas: la infinidad del Amor divino y la infinidad de la ingratitud humana, tendrían por refutadas sus objeciones.
Por lo tanto, la otra vida ya no ofrece la posibilidad de la enmienda del pecado o de la adquisición de nuevos méritos. La unión o la separación de Dios será definitiva.
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Después de la muerte tendrá lugar el encuentro con Jesús… Un instante…, y el Juicio Particular se efectuará. La sentencia será pronunciada. Será la palabra justa y definitiva que sellará para siempre nuestra suerte.
Nosotros mismos, durante nuestra vida, escribimos esa sentencia. Dios no nos deja faltar su gracia. Depende de nosotros prepararnos para un porvenir que será eterno.
Mientras tanto, nuestro cadáver será acondicionado en la casa mortuoria. En nuestras manos rígidas nos pondrán un crucifijo. Vendrán después parientes y amigos. Quizás alguien salude nuestros despojos con una oración y una lágrima, y ojalá sea una lágrima de gratitud por el bien que hemos hecho.
El mundo, por supuesto, continúa su marcha… Los muertos son enterrados y los vivientes pronto se consuelan. Pocos días, pocas semanas, y los recuerdos se debilitan, empiezan a desaparecer y se pierden por completo.
¡Pobres cementerios contemporáneos! ¡Qué distintos de los primitivos cementerios cristianos, de las catacumbas! Allá se oraba; acá se charla. Allá, las lápidas de los mártires y de los héroes ostentaban las palabras más simples y humildes de la Fe; ahora se profanan las sepulturas con inscripciones falaces, ridículas, cuando no con monumentos paganos y obscenos…
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Viniendo al tema del día, recordemos que el Salmista en su Salmo 41 expresa lo siguiente:
«Como anhela el ciervo llegar a las fuentes de agua así mi alma suspira por Ti, Dios mío. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente. ¿Cuándo iré y compareceré en la presencia de Dios? Las lágrimas son mi manjar de día y de noche, mientras cada día me dicen: ¿Dónde está tu Dios? Recuerdo y lloro mi suerte, desde el tiempo en que marchaba hacia el tabernáculo de Dios, entre los cantos de júbilo y las acciones de gracias de una multitud en fiesta. ¿Por qué estás triste alma mía? ¿Por qué te conturbas? Espera en Dios, que aún me será dado alabarlo. Él es mi salud y mi Dios».
Difícilmente se podría expresar mejor los sentimientos de las almas del Purgatorio, las cuales, a pesar de estar en gracia, no se unirán a Dios en la visión beatífica hasta que no se hayan purificado por completo.
Hagamos algunas consideraciones acerca de las Almas del Purgatorio.
En primer lugar, para comprender su existencia es necesario distinguir en todo pecado la culpa y la pena.
Aun en un tribunal humano, no hay que confundir esas dos cosas. En una transgresión de la Ley, el acto constituye una culpa, la que luego es castigada con una pena.
Ahora bien, la culpa, puede ser mortal o venial, según nos quite o no la gracia santificante, que es la vida del alma.
La pena que nos impone Dios por nuestras culpas, puede ser eterna (el Infierno) o bien temporal (como acontece cuando se comete un pecado venial).
Cuando después de haber caído en una culpa grave nos confesamos con las debidas disposiciones, obtenemos el perdón de la culpa y de la pena eterna; pero casi siempre queda por satisfacer una pena temporal en reparación del mal hecho.
Por esto el confesor, al absolvernos, nos impone la satisfacción o penitencia; y por esto también ofrecemos en expiación el bien que hacemos y tratamos de ganar Indulgencias.
Las Indulgencias son la aplicación de los méritos de Jesucristo y de los tesoros espirituales de la Iglesia, concedidas al que pone determinadas condiciones y sirven para satisfacer la pena temporal que queda después de la remisión de la culpa y de la pena eterna.
Puestas estas premisas, resulta evidente que, si uno muere en pecado mortal, tiene que cumplir una pena eterna y va al Infierno.
Si muere después de haber expiado sus culpas, mortales y veniales, y después de haber satisfecho todas las penas debidas por sus faltas, alcanza el Paraíso.
Si, en cambio, muere teniendo sobre la conciencia solamente pecados veniales o debiendo todavía descontar una pena temporal por culpas graves perdonadas, no es condenado al Infierno, pero no puede todavía entrar en el Paraíso; tiene que pasar por el lugar de la purificación, que precisamente se llama Purgatorio.
Son dos los tormentos de las almas del Purgatorio. Sufren:
a) La pena de daño, ya que permanecen separadas de Dios.
Sin embargo, esta separación no debe ser confundida con la de los condenados, porque las almas del Purgatorio poseen la gracia, están unidas a Dios por el afecto y un vivísimo deseo, aunque estén afligidas por no poder lanzarse en brazos de su Señor, a quien no poseerán sino después de una completa expiación y purificación.
Por lo tanto, no están desesperadas; sino que sufren con resignación, amor y esperanza.
b) La pena de sentido.
Ahora bien, puesto que en la otra vida ya no se puede adquirir mérito alguno, las Benditas Almas del Purgatorio no pueden obtener la liberación por sus propios esfuerzos. Pero estando nosotros unidos a ellas mediante la gracia de Jesucristo, y podemos sufragar por ellas, no aplicándoles nuestros méritos, que son siempre personales, sino las satisfacciones necesarias.
Mediante las plegarias, las mortificaciones, las obras buenas, las limosnas y la aplicación de las Indulgencias y especialmente del Sacrificio de la Misa, satisfacemos por estas Almas prisioneras y les obtenemos el poder ir hacia el Dios suspirado.
También en este caso, apresurando la unión bienaventurada de las almas del Purgatorio con Dios, cumplimos un acto de caridad que aumenta la gracia en nuestro corazón, o sea que nos une cada vez más al Señor. Unión con Dios y gracia; he aquí dos palabras que todo lo resumen y que, si fueran bien comprendidas, no se presenciaría el triste espectáculo de que la verdadera tumba de los muertos es el corazón de los vivos…
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El dogma del Purgatorio se presenta, pues, como el dogma más consolador.
Religión tan profundamente humana como la Católica no puede ser sino obra divina; y esto por la sencilla razón de que sólo quien creó al hombre pudo proponerle religión tan acomodada a él.
Cada misterio de nuestra Fe, lejos de repugnar a la razón humana y a los humanos sentimientos, viene a responder a una aspiración o idea que del mismo existe ya en el fondo de nuestro ser.
Por eso, guste o no, pese o no pese, es de fe que existe el Purgatorio, y que las almas allá detenidas pueden ser aliviadas por los sufragios de los fieles.
Mas, para quien no sea católico cabal, las razones de congruencia son importantísimas y las más propias para desvanecer injustos recelos y desarmar prejuicios ridículos.
Hablemos, pues, del Purgatorio.
Solía decir un impío que, en buena lógica, no hay medio entre ser ateo o creyente, dando a entender con esto que es de tal naturaleza la existencia de Dios, que una vez admitida esta verdad, lleva consigo todas las otras verdades y da pie a todos los deberes religiosos hasta la última práctica de la más minuciosa piedad.
Si existe Dios, y este Dios guarda para el alma humana un destino conforme a sus méritos, ¿es lógico que Dios tenga sólo dos sentencias en su tribunal justísimo, una de absoluta condenación y otra de absolución libre del todo y sin costas?
Incluso en las ideas de justicia, sobrado imperfectas, por cierto, que tenemos nosotros, ¿cabe que sólo haya dos suertes para el hombre, es decir, una para el hombre totalmente malo, que es el infierno; otra para el hombre completamente bueno, que es el cielo?
No, por cierto, y la razón salta a la vista… Además de los hombres que mueren en pecado mortal, y de los hombres que mueren sin deuda alguna para con Dios, hay una cierta clase media numerosísima que no es rematadamente mala ni completamente buena.
De ahí que para esta clase se necesite un castigo que no sea el de los rematadamente malos, sin que por ello se les deba conceder al punto la recompensa de los que son completamente buenos.
Ni lo uno ni lo otro es justo; no son completamente malos, por consiguiente sería injusta la eterna condenación; no son perfectamente buenos, de consiguiente tampoco tienen merecida de buenas a primeras la eterna bienaventuranza.
Tales almas, en rigor, ni son puras, ni son criminales; llevan encima el reato de pena temporal de culpas ya perdonadas; llevan consigo de este mundo el polvillo de cotidianas imperfecciones y negligencias, de que se libran apenas los corazones más acrisolados en la virtud. Y esto, que no llega a hacerlas enemigas de Dios, las hace, no obstante, desagradables a sus purísimos ojos, indignas de aquel lugar de absoluta y perfectísima pureza en que los escogidos, según frase bíblica, han de brillar como el sol en perpetuas eternidades.
¿Qué absurdo hay, pues, en admitir para esta clase intermedia un estado también intermedio, que sea también expiación de las faltas cometidas y una como purificación de las manchas que por ellas se contrajeron?
No sólo parece posible el Purgatorio, sino que es necesario que lo haya; y no se sabría explicar el dogma de la justicia de Dios en la distribución de los premios y castigos, si no lo hubiese…
Las culpas se borran con el arrepentimiento; la misericordia divina se complace en perdonar a quien la implora con un corazón contrito y humillado; este perdón libra de la condenación eterna, pero no exime de la expiación reclamada por la justicia.
¿Qué dificultad hay, pues, en admitir que Dios ejerza su misericordia, y que, al propio tiempo, exija el tributo debido a la justicia?
Mueren muchos hombres que no han tenido voluntad o tiempo para satisfacer lo que debían de sus culpas ya perdonadas; algunos obtienen este perdón momentos antes de exhalar el último suspiro.
La divina misericordia los ha librado de las penas del infierno; pero ¿deberemos decir que se han trasladado inmediatamente a la felicidad eterna, sin sufrir ninguna pena por sus anteriores extravíos? ¿No es razonable, no es equitativo el que, si la misericordia templa a la justicia, ésta a su vez modere a la misericordia?
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La doctrina de la Iglesia católica sobre el Purgatorio tiene dos partes: una que se refiere a la existencia de este lugar de expiación; otra que afirma la eficacia de nuestras oraciones para alivio de las almas allí sujetas.
Y si es razonable y conforme al buen sentido común la primera, no ha de parecer ciertamente menos la segunda. Veámoslo.
¿Qué enseña el Catecismo católico cuando habla de los sufragios por las almas del Purgatorio? Enseña sencillamente que, dada la comunicación de obras buenas que existe entre todas las almas unidas por la fe y por la gracia con su Cabeza Jesucristo, las oraciones de los que reinan en el Cielo pueden ser de gran intercesión ante Dios en favor de los que luchamos en la tierra; y que, asimismo, las oraciones de los que militamos todavía en la tierra pueden mover el corazón misericordioso de Dios para que se dé más pronto por satisfecho de las deudas de los que expían en el Purgatorio.
Enseña sencillamente que el lazo de comunión que liga a todos los miembros del Cuerpo Místico no se rompe en la otra vida más que con la reprobación final a que se hacen acreedores los que mueren en estado de culpa grave; que el Cielo, la tierra y el Purgatorio siguen formando una misma Iglesia, bien que en los tres estados distintos de triunfante, militante y purgante, y que finalmente en cada uno de estos tres lugares conservamos iguales vínculos de hermandad e igual mutualidad de recíprocos intereses.
Aun si la Iglesia Católica no hubiese consignado claramente entre sus dogmas de fe el dogma de que tratamos, todos lo profesaríamos sin necesidad de que se nos hiciesen largos discursos.
Digan lo que quieran el protestante y el librepensador, siempre el género humano ha creído lo mismo; siempre se han ofrecido sacrificios por los difuntos y se han rezado preces; nunca se ha dado por completamente roto con la muerte el lazo de hermandad que en vida nos unió con nuestros prójimos.
Efectivamente, la doctrina del Purgatorio es no sólo racional y equitativa, sino principalmente consoladora, y ella sola bastaría para granjearle al Catolicismo el dictado honorífico, no sólo de Religión de la razón, sino de Religión del corazón.
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Examinemos para terminar este último punto del dogma del Purgatorio.
Es el dogma más consolador porque es el de la condescendencia de Dios con nuestra fragilidad y miseria.
Conoce nuestro Criador que ni somos bastante precavidos para librarnos de todas las imperfecciones, ni tenemos bastante abnegación para imponernos en esta vida la competente expiación por ellas.
He aquí por qué, no satisfecha su bondad con ofrecernos tantos medios de rehabilitación acá en la tierra, nos proporciona medios de satisfacer aún después de ella, prorrogando en favor nuestro el tiempo de sus misericordias hasta más allá de aquel momento supremo y decisivo de la muerte, del cual depende la eternidad.
De suerte que vienen a ser el Purgatorio, con los sufragios, como un nuevo medio otorgado a nuestras tibiezas y negligencias por el divino Juez, cuya hora rigorosa de ejecución es la de nuestro último aliento.
Por medio de una ingeniosa transacción entre la justicia y la misericordia, transacción en la cual los derechos de ambas quedan intactos, se le otorga nuevo medio de pago al infeliz deudor, por el cual, incapaz ya de nuevos merecimientos, lo será, no obstante, de satisfacciones, para poder ser admitido en el Paraíso.
Y tan consoladora es esta doctrina, que sin ella sería imposible al alma humana no caer en los horrores de la desesperación.
Sin ella no queda medio alguno entre la temeridad presuntuosa de creerse salvado o los abismos de la desesperación más horrible.
Sin ella ningún consuelo le quedaría al pobre pecador abrumado entre la suma dificultad de satisfacer todas sus deudas en esta vida, y la absoluta impotencia en que se halla para satisfacerlas después de la muerte.
¿Y qué consuelo le quedaría a nuestro espíritu angustiado por la suerte de los seres queridos?
Si no existiese tal estado de expiación temporal, tendríamos casi por irremediablemente perdida aquella alma; ahora nos mantiene en la esperanza de su salvación la creencia de que, si no espiró en estado actual de pecado grave, por inmenso que fuese el resto de sus deudas, tiene asegurados medios de satisfacerlas, y por lo mismo asegurada en plazo más o menos lejano la posesión eterna de Dios.
¡Y cómo sube de punto lo dulcísimo de esta doctrina al considerar la segunda parte de ella, es decir, la relativa a la ayuda espiritual que con nuestras oraciones podemos prestar a nuestros hermanos que están expiando!
Con estas reflexiones, no sólo procuraremos afirmarnos más y más en la afable creencia del Purgatorio, sino que de ellas sacaremos nuevo estímulo para dedicarnos fervorosamente a la santa práctica del ruego por las Benditas Almas del Purgatorio.
La Iglesia nunca reza la Santa Misa ni el Oficio Divino sin incorporar allí una súplica por los Fieles Difuntos.
¡Dichoso en su hora postrera quien se haya mostrado en vida caritativo con los difuntos!

