P. CERIANI: SERMÓN DE LA FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

En aquel tiempo, al ver Jesús las multitudes, subió a la montaña, y habiéndose sentado, se le acercaron sus discípulos. Entonces, abrió su boca, y se puso a enseñarles así: “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque a ellos pertenece el reino de los cielos. Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados. Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque serán hartados. Bienaventurados los que tienen misericordia, porque para ellos habrá misericordia. Bienaventurados los de corazón puro, porque verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque a ellos pertenece el reino de los cielos. Dichosos seréis cuando os insultaren, cuando os persiguieren, cuando dijeren mintiendo todo mal contra vosotros, por causa mía. Gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos.”

El Evangelio de esta Fiesta de Todos los Santos presenta las ocho Bienaventuranzas, que se resumen con la frase final vuestra recompensa es grande en los cielos.

¿Qué es, a fin de cuentas, el Paraíso del Cielo? Es la unión perfecta de nuestra alma con Dios, en el orden sobrenatural.

Por medio de la gracia nos hacemos hijos de Dios, y, por consiguiente, sus herederos. En este mundo, la Fe nos hace conocer a Dios mejor que la razón; la Esperanza nos infunde confianza de llegar al Cielo por la bondad de Dios; amamos a Dios con la Caridad sobrenatural, difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo; y esta posesión de Dios, esta divinización inicial, nos ofrece la mayor felicidad que podemos gozar ahora.

Todo esto no es más que una preparación; cuyo complemento ha de ser el Paraíso; cuando cesen la Fe y la Esperanza y sean substituidas por la visión de Dios; cuando la Caridad sea amor perfecto e inmutable; cuando la felicidad sea plena y completa, sin sombra de dolor.

Solamente cuando hayamos alcanzado a Dios, Ser infinito y perfecto, tendremos la verdadera felicidad. Teniendo a Dios, lo tendremos todo. Poseeremos a Dios como tienen derecho a poseerlo sus hijos; su conocimiento será nuestro conocimiento, su amor será nuestro amor, su gozo será nuestro gozo.

Nuestra felicidad será completa, a pesar de que será diversa en cada individuo. El grado de visión, de amor y de gozo en los Cielos estará en proporción con el grado de gracia y de caridad en que muramos; y en razón de esto último precisamente nos será concedida aquella «luz de gloria» que hará posible a nuestras almas la contemplación de Dios.

El que ha estado más unido a Dios durante la vida mortal, el que lo ha amado más, es evidente que entonces lo amará y gozará en grado mayor.

Si tuviéramos muchos vasos de distinta capacidad —dice Santa Teresita— y los llenáramos de agua, todos estarían perfectamente llenos y no desearían ni una gota más, pues todos tendrían agua en proporción a sus dimensiones; así los Bienaventurados son felices y no ambicionan mayor beatitud, porque cada uno de ellos está lleno de Dios, en proporción a la propia potencialidad, o sea a la gracia ganada en el tiempo.

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Consideremos ahora la verdadera doctrina del Catolicismo sobre el Culto y Veneración de los Santos.

Objetan los incrédulos y los protestantes que es absurdo que el Catolicismo mande dar a hombres como nosotros un culto que sólo se debe al Ser supremo, Creador de todas las cosas.

Efectivamente estamos de acuerdo en esto con la impiedad; y aun añadimos que, si eso mandase el Catolicismo, no sólo sería absurdo, sino blasfemo.

Pero, ¿de dónde han sacado los sabios incrédulos que el Catolicismo mande dar a los Santos el culto que sólo se debe a Dios?

El culto de Dios se da sólo a Dios; y ni la Virgen Santísima, ni los Ángeles, ni Santo alguno participan del mismo. La adoración sólo se tributa al Ser supremo, Creador de todas las cosas.

Nunca el católico más ignorante ha creído que María Santísima fuese diosa, ni San José, ni San Antonio, ni otro Santo cualquiera fuesen Dios.

¿Qué nos manda, pues, la Iglesia con respecto a los Santos? Nos manda sencillamente venerarlos.

Y esto puede hacerse indudablemente sin quitar al Ser supremo nada de lo que se le debe, antes aumentando su gloria y su alabanza.

Es singular lo que acontece con nuestros pobres enemigos. A trueque de impugnar a la Iglesia no vacilan en ponerse en contradicción con los sentimientos más naturales del corazón humano.

¿Hay algo más natural y más espontáneo que el sentimiento de la veneración? Sin ser católico, sin conocer siquiera el Evangelio, en todos tiempos, en todos lugares, el hombre allí donde ha reconocido en otro hombre un mérito cualquiera, una superioridad, una excelencia, se ha sentido inmediatamente movido a respetarla y a venerarla.

El pobre salvaje, lo mismo que el sabio ateniense y el positivista romano, ha dedicado cantos, lápidas, estatuas y monumentos a la memoria de sus héroes, bien lo fuesen en la guerra, bien en la ciencia, bien en la práctica de las virtudes civiles.

Sentimos la necesidad de venerar lo que por cualquier concepto es muy superior a nosotros, y extendemos esta veneración, este respeto, no sólo a las personas, sino a los mismos objetos inanimados que tuvieron con ellos algún contacto o relación.

Y cuando en algún museo se nos muestran tales objetos, sentimos, al mirarlos, algo más que singular curiosidad; nuestras manos no se atreven a tocarlos como si hubiesen de profanarlos; sentimos, en una palabra, veneración.

Pues bien, si esto pasa en lo humano, y lo sentimos todos y lo han sentido todos los hombres sin excepción; si el instinto de la veneración es innato, es natural, es espontáneo en el corazón humano, ¿será ridículo el Catolicismo convirtiendo este vago instinto en institución positiva? ¿Será absurdo si sanciona como precepto religioso lo mismo que el corazón encuentra ya sancionado por la naturaleza?

Todas las familias hablan con veneración de sus ascendientes, ¿y la gran familia cristiana no podría venerar a sus ascendientes célebres?

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Pero, ¿para quién debe exigir la Iglesia este noble tributo del corazón humano? Sólo ha de exigir veneración para los hombres verdaderamente virtuosos.

He aquí, pues, a quienes declara Santos la Iglesia. A los verdaderamente virtuosos. Donde ve el verdadero mérito allí lo va a buscar, y lo saca de la oscuridad y de la abyección en que tal vez yacía ignorado, y lo da a conocer, lo enaltece, lo coloca sobre elevado pedestal.

Con lo cual queda también contestado aquello que dice el incrédulo cuando llama a los Santos hombres y mujeres como nosotros. No son como tú, incrédulo infeliz; no son como tú, sino mejores que tú y mil veces superiores a la inmensa mayoría de los mortales que poblamos el mundo.

No a todos ni a cualquiera da la Iglesia el tratamiento y honor de la santidad. Incluso de los muchos que han alcanzado la eterna salvación y gozan de Dios, no todos, sino unos pocos son merecedores de tan alta jerarquía; sólo los que más se han distinguido, los que han sobrepujado el nivel común… Lo escogido entre millones, lo más depurado, lo que brota como privilegio especial, eso es lo que la Iglesia destina para poner ante los ojos de los fieles.

Para todos los demás, para la turba innumerable de los otros que han llegado felizmente al Cielo sin haber dejado sobre la tierra huella de extraordinarias y especiales virtudes, para éstos destina un día propio en el cual son todos solemnizados. Este es el día grande y magnífico de Todos los Santos.

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Hay otros impíos que trasladan la cuestión a otro terreno, y atacan las imágenes que representan a los Santos y la devoción que se les tributa.

La Iglesia Católica es protectora decidida de las bellas artes, y nadie ha hecho tanto como ella en favor de la pintura, escultura y arquitectura.

Esta honra nadie nos la niega: nuestras catedrales e iglesias principales son verdaderos museos, y en este concepto son visitadas y admiradas hasta por los que no profesan nuestra fe. Pero aun en las más modestas parroquias, rara es la que no conserva en su recinto alguna obra de arte.

Se ha de confesar, pues, que, si el Catolicismo tiene alguna imagen que no merezca toda la aprobación de los artistas, no es ciertamente por mal gusto ni por ignorancia.

El pueblo católico en general, al venerar a los Santos se fijan muy poco en la parte material de la imagen de madera o de tela; su alma va algo más allá de la simple representación material.

Su corazón ve allí, no la figura, sino el ser glorioso que reina con Dios en el Cielo y que tantas virtudes le enseñó en vida.

No veneramos a las imágenes por su mérito artístico; esa perfección la procuramos siempre que podemos; pero cuando no podemos, no por eso dejamos de amar la informe figura, porque no veneramos a ella sino a lo que representa.

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Y siguen las objeciones. Ahora salen con que las eficacias que se atribuyen a los Santos son puramente arbitrarias, y casi siempre supersticiosas. Preguntan: ¿por qué ha de haber abogado contra el mal de ojos, abogado para los partos, abogado para la dentadura, etc., etc.?

¿Y por qué no ha de haber tales abogados y quien crea en ellos? No es supersticiosa la creencia que atribuye una eficacia especial a la invocación de tal o cual Santo; esta creencia tiene su fundamento en un dogma formal del Catolicismo, que no se puede despreciar sin dejar de ser católico.

El Catolicismo enseña que los Bienaventurados en el Cielo no olvidan a sus hermanos que gemimos aún en la tierra, y que por nosotros oran y presentan a Dios el tesoro de sus preciosos merecimientos.

Los mortales podemos orar los unos en favor de los otros, ¿y no podrán en favor nuestro los poseedores de la gloria celestial? Y su mediación ante el trono de Dios, apoyada en los méritos de Jesucristo, es poderosísima en favor de nuestras necesidades.

El mismo pueblo sencillo, en el lenguaje que ha aprendido de la Iglesia, pide a María Santísima o a los Santos que le alcancen buena muerte, salud, alivio, etc. Pide que se lo alcancen, es decir, que logren se lo conceda quien únicamente puede concedérselo, que es Dios.

Hasta tal grado es exacto el lenguaje popular en este punto.

Por donde no reconocemos en los Santos ni en sus imágenes eficacia alguna directa en favor de nuestras necesidades, sino indirecta; es decir, no pueden curarnos; pero pueden alcanzar que Dios nos cure; no pueden salvar nuestra vida, pero pueden alcanzar que Dios nos libre de la muerte.

No hay ninguna superstición en esto.

Y si el pueblo fiel, para alcanzar de Dios buena vista, invoca a Santa Lucía, que es tradición sacrificó por Cristo la hermosura de sus ojos; o para alcanzar de Dios alivio en el horrible dolor de muelas, acude a Santa Apolonia, que fue cruelmente atormentada en las suyas por los enemigos de la fe; o para alcanzar de Dios el librarse de un incendio, suplica a San Lorenzo, que fue abrasado vivo…, hay allí un fundamento lógico y natural para esta especial invocación.

El pueblo podría invocar a cualquier Santo para aquella necesidad, pero invoca a ese que tuvo con ella más relación en vida. En esto es más filósofo el pueblo que sus ilustrados y apasionados mofadores…

Y si una Imagen sagrada es venerada en una comarca con especial veneración, es natural acudir a ella en las necesidades públicas de sequía, peste o guerra que experimente aquella comarca.

La superstición es siempre un abuso injurioso a la honra de Dios; pero no hay ni abuso ni injuria pidiéndole la gracia por mediación de sus servidores los Santos.

¿Qué injuria se le hace al rey, pidiéndole merced por conducto de su madre o de sus ministros? ¿No es esta la forma más natural de acercarse al trono? ¿No es esta una confesión de su grandeza y de nuestra pequeñez, que necesita tales intercesiones?

También en esto la impiedad se aparta del sentido común…

No hay, pues, idolatría en venerar lo que Dios quiere que sea venerado, es decir, la virtud y los hombres virtuosos; ni hay superstición en encomendarnos a las oraciones de quienes pueden favorecernos con ellas y merecen ser oídos por Dios con más benevolencia que nosotros.

No se deja, pues, de adorar a Dios en espíritu y en verdad, por más que se rindan a sus elegidos los homenajes que se les deben.

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Se llama Culto todo obsequio que se da a alguno. De este modo, el culto se divide en civil y en religioso.

Culto civil es el homenaje que tributamos a las personas constituidas en dignidad o autoridad, o a aquellas que por su mérito humano se han hecho acreedores a público respeto.

Culto religioso son los honores tributados a Dios, a su Madre Santísima y a sus Santos.

La Iglesia distingue tres clases de Culto: el superior, que sólo se da a Dios; el inferior, que se da a sus Santos; el medio, que dista mucho de ser el superior, pero que es mucho más que el inferior, y se tributa a María Santísima.

El primero se llama Culto de Latría. Adorar algo o alguien fuera de Dios es idolatría.

El segundo culto o inferior es el de Dulía. La palabra deriva del griego, e implica una actitud de «hacerse esclavo de» o una «predisposición a la servidumbre». La conexión etimológica entre «servidumbre» y «veneración» se entiende como un homenaje, o respeto o una muestra de honor hacia personas.

El tercer culto es el de Hiperdulía, reservado, como hemos dicho, a Nuestra Señora.

En estas tres clases, el culto puede ser interior y exterior. Interior, cuando es sólo el homenaje del corazón. Exterior, cuando se le acompaña con actos externos, como cánticos, inclinaciones, y demás ceremonias.

El interior algunas veces puede tributarse solo; el exterior nunca puede prescindir del interior sin pasar a ser mera hipocresía.

El culto que se da a Dios, se le da por sus infinitas perfecciones y en agradecimiento a los beneficios que su bondad dispensa de continuo a los mortales. El culto de Dios es, pues, culto superior y absoluto en toda la extensión de la palabra.

El culto que se da a Nuestra Señora y a los Santos, se les da en primer lugar por las infinitas perfecciones de Dios que en ellos resplandecen de un modo especial, por donde Dios es adorado en cada uno de sus Santos.

Pero se les da también por la excelencia propia, es decir, por las superiores virtudes con que nos sirven de modelo, por la intercesión con que pueden favorecernos ante el trono de Dios, y por los beneficios que su intercesión nos ha dispensado. Es, pues, culto de veneración, de invocación y de agradecimiento.

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¿Quiénes son Santos? Lo son los declarados por la Iglesia en virtud de lo que se llama canonización.

Son conocidos en el Catolicismo con el nombre de Santos aquellas personas de uno y otro sexo que se han distinguido en él por sus heroicas virtudes; virtudes que han recibido el dictado de heroicas por declaración expresa de la Iglesia después de un examen maduro y tan severo, que si para otro cualquier humano asunto se exigiese, se le encontraría hasta exagerado de puro minucioso.

Nunca, empero, lo es en demasía cuando se trata de cosa tan delicada. Así, y sólo así, declara Santos la Iglesia a aquellos de sus hijos a quienes cree dignos de tanto honor.

Esta declaración se reduce a cuatro puntos, y da una certeza firme, segura e infalible:

1° de que el alma de aquel católico goza de la gloria de Dios en el Cielo.

2° de que sus virtudes pueden servir de modelo a los que vivimos aún en este mundo.

3° de que aquel católico puede ayudarme con su intercesión a alcanzar de Dios ciertos favores.

4° de que su nombre puede ser citado con elogio, su vida honrada con públicas alabanzas, sus restos y sus reliquias pueden ser públicamente veneradas.

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Amemos a los Santos, que son amigos de Dios y hermanos nuestros.

Honremos a los Santos. Ellos honran a Dios y nos honran a nosotros.

Honran nuestra profesión y oficio, pues muchos lo ejercieron humildemente; honran nuestra condición, pues muchos fueron pobres; honran nuestro estado, pues los hubo casados, solteros, viudos, soldados, monjes…

Los hubo grandes por la inocencia, grandes por el arrepentimiento, grandes por las letras, grandes por las hazañas, grandes por la abnegación, grandes por la austeridad, grandes por los sufrimientos del martirio…

En ellos tenemos modelos para todo, en todo nos han mostrado el camino y nos han dejado huellas preciosas.

Sigámoslas sin vacilar, y aunque no lleguemos a santos canonizados, quiera Dios que seamos, a lo menos, imitadores de los Santos, y un día sus felices compañeros.