MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI
EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO
Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.
Capítulo Quinto
LA GRACIA
Continuación y parte final.
5
El valor de las acciones divinizadas
Tratándose tan sólo de los primeros elementos de la verdad y de la vida cristiana, no puedo entretenerme en discurrir sobre las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo, que acompañan a la gracia.
Sería muy bello decir una palabra sobre esta nave —el alma divinizada por la gracia— munida de fuerza motriz interna y empujada por el soplo del Espíritu que agita las velas. Pero, a los que después del estudio de este silabario desearen proseguir en la escuela del catecismo, les recomiendo la obra que yo también utilizo: La grâce et la gloire, del Padre Terrien.
Aquí debo limitarme a las cosas más elementales, y por esto, sin más preámbulos, voy a explicar el significado de estas palabras: «la gracia… nos hace capaces de realizar obras meritorias».
Supongo tener delante a una persona honesta, no bautizada; un caballero a carta cabal, el cual, no solamente obra bien, sino que además, no mancilla su bella acción con ningún escondido fin poco noble; y junto a esa persona, otra en gracia, esto es, un cristiano, sin pecado mortal, que realiza el mismo acto bueno, con un fin recto.
En apariencia, las dos acciones son iguales; en realidad, su valor moral es inmensamente diverso.
Expliquémonos con claridad, para terminar para siempre con la confusión de un acto naturalmente honesto (que por cierto no es un mal) y un acto meritorio, o sea la confusión de hombre y de cristiano.
Y, como de costumbre, recurramos a un ejemplo.
Rothschild, el famoso banquero archimillonario, me entrega un cheque en el que está escrito: «páguese a la vista un millón» y abajo pone su firma. Me presento a un banco con el cheque. Todos me hacen reverencia; el cajero me da un millón; salgo entre las inclinaciones de todos.
Tomo el mismo cheque, y, en vez de molestar al señor Rothschild, escribo yo su firma. Más aún; como mi caligrafía es mejor que la del señor Rothschild, me ilusiono y espero. Mas ¡ay! Si voy al banco con un cheque semejante, la escena cambia. ¡Qué dinero ni qué reverencias! Me agarran, llaman a los carabineros, y me envían a ese colegio convictorio gratuito de la ciudad, que se llama prisión.
¿Por qué? ¿No es igual la firma? No. La misma firma, escrita por Rothschild tiene un valor; escrita por mí, tiene otro.
Del mismo modo, un mismo acto hecho por quien está en gracia, tiene un valor, es meritorio en relación a la vida eterna, es reconocido —estaba por decir— en el banco del paraíso; hecho por el que no está en gracia —no es un engaño, como la firma de Rothschild falsificada por mí—, es un acto bueno en el orden natural, pero que no puede evidentemente valer en el orden sobrenatural.
El que está en gracia, no es más un simple hombre; es un hombre divinizado; es hijo de Dios.
¿Y quién ignora que una misma frase, una misma palabra, cambia de valor según, sea la persona que la pronuncia?
El acto de un hombre tiene un valor humano; el acto del hijo de Dios, tiene un valor divino.
Por lo tanto, no basta ser caballeros, vivir honestamente, hacer bien. Esto es necesario, porque el orden sobrenatural no destruye, sino supone el orden natural, pero no es suficiente. Hay que elevar con la gracia la actividad humana; hay que ser, en otras palabras, cristianos.
Si se meditaran estos claros elementos de la religión, se terminaría de una vez con algunas muy manoseadas objeciones (por ejemplo ésta: basta vivir de acuerdo a la ley moral; no es menester practicar la religión); no se cometerían tantos pecados mortales con una enorme ligereza; y al juzgar las acciones de nuestra vida, al solucionar el problema que plantea, comenzaríamos a persuadirnos de que, sin la gracia, disipamos nuestros días y nuestras acciones generosas, ya que, lo que emana de la naturaleza sola, no tiene valor para la vida eterna.
San Pablo ilustró esta verdad en su primera carta a los fieles de Corinto con estas palabras: «Si yo hablara lenguas de hombres y de ángeles, y no tuviera caridad, soy como metal que suena o címbalo que retiñe. Y si tuviera profecía, y supiera todos los misterios, y cuanto se pueda saber, y si tuviera toda la fe de manera que traspasara los montes, y no tuviera caridad, nada soy. Y si distribuyera todos mis bienes en dar de comer a pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, y no tuviera caridad, nada me aprovecha».
En otras palabras —comenta Marmion, en su espléndida obra Cristo, vida del alma—, «los dones más extraordinarios, los talentos más excelentes, las empresas más generosas, las acciones más grandes, los esfuerzos más considerables, los sufrimientos más profundos, carecen de todo mérito para la vida eterna, sin la caridad; equivale a decir, sin el amor sobrenatural que nace de la gracia santificante como la flor sale del tallo».
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6
La gracia y el paraíso
Después de haber visto lo que es la gracia, queda aclarado cómo nos eleva al orden sobrenatural en esta vida, para hacernos conseguir la vida eterna, o sea el paraíso en la otra.
La Escritura nunca separa nuestra adopción divina de nuestro destino a la herencia misma de Dios y a su visión intuitiva.
La gracia, al respecto, es semejante a las lámparas encendidas, ocultas en vasos de tierra cocida, que Gedeón dio a sus trescientos valientes en la batalla contra los Madianitas. Cuando en el silencio de la noche rompióse el vaso, el enemigo fue desbaratado y puesto en fuga. Así nosotros: cuando nuestro cuerpo, frágil vaso de tierra, se haga trizas en la noche de la muerte, brillará la lámpara de nuestra alma, encendida con los resplandores de la gracia de Dios; el demonio será derrotado, y, como los valientes de Gedeón, cantaremos victoria.
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7
Los siglos cristianos y la gracia
Todos los siglos cristianos han discutido en torno a la gracia, y en mil debates fueron propugnados mil errores.
Las doctrinas de Pelagio, del siglo V —propagadas de un modo especial en África—, las cuales, enalteciendo la naturaleza y sus fuerzas, negaban la necesidad de la gracia, y el semipelagianismo de la Galia y de Casiano de Marsella, hallaron en San Agustín la refutación contundente, y en los Concilios la reprobación más rotunda.
Lutero y Calvino cayeron en el exceso opuesto; y para afirmar los derechos y la necesidad de la gracia, despreciaron y renegaron de la naturaleza, de la libertad y de las obras buenas. Pero el Concilio de Trento condenó también y lanzó un anatema contra los reformadores, anatema que se repitió contra Jansenio.
La doctrina Católica evita los dos extremos. No niega la naturaleza, ni lo sobrenatural; ni a Dios, ni al hombre; ni la libertad, ni la gracia.
Los teólogos (como lo comprueban las discusiones del siglo XVI, habidas «entre las escuelas de Molina y de Báñez) discutieron acerca del modo cómo se unen los dos términos; pero, como expresa Bossuet, los dos eslabones de la cadena fueron siempre sostenidos con mano firme.
En nuestra época ha triunfado, desgraciadamente, el naturalismo. Desde el Humanismo y el Renacimiento en adelante, nada se ha omitido para exaltar al hombre y para rechazar la gracia de Dios.
El hombre debe bastarse a sí mismo, gritan abiertamente algunos; la trascendencia debe dejar lugar libre a la inmanencia; el verdadero Dios somos nosotros, el pensamiento, la razón y la acción humanas.
Hasta los creyentes se hallan bajo el influjo de esta atmósfera deletérea, adversa a lo sobrenatural. No faltan espíritus superficiales que groseramente confunden la fraternidad, por ejemplo, de la Revolución Francesa, con la fraternidad cristiana (esta última importa nuestra adopción divina; elevados al orden sobrenatural, somos hijos de un mismo Dios, de un mismo Padre, y por esto somos hermanos; ¿qué relación existe entre esto y la ideología revolucionaria?).
Abundan los que tiemblan de emoción cuando leen a Séneca, Marco Aurelio o la invocación del deber de Manuel Kant (como si el deber, o sea, la actividad humana, moralmente buena, bastara y no fuera también necesaria la gracia que la divinice).
Por último, no es raro, el caso de encontrarse con cristianos que aprecian los Sacramentos, esto es, los canales de la gracia, desde un punto de vista puramente naturalista. Para ellos, la Confesión es una óptima escuela educativa, debido a la humillación que impone, el ánimo y el consejo que ofrece; el Matrimonio es un medio excelente para dar solemnidad al juramento de mutua fidelidad de los esposos; la Eucaristía es el símbolo tierno de una unión de todos los hermanos, reunidos alrededor de la mesa común.
De este modo se despoja a los Sacramentos de su característica divina, se desconoce su sobrenaturalidad, se hace caso omiso del efecto principal y esencial, para el cual Cristo los instituyó. Esto equivale a decir que se descuida, o al menos no se aprecia la gracia.
Un día, en el camino del Calvario, una mujer piadosamente delicada, abriéndose paso entre la muchedumbre se acercó a Jesús para enjugarle el dulce rostro con un blanco lino; y el Salvador imprimió en él su figura augusta. También nosotros debemos tomar nuestras almas y acercarlas a Él, para que su gracia les imprima su imagen bella y divina.
Es el único camino para poder organizar divinamente nuestra vida; para poder vivir, no como brutos, ni como simples hombres, sino como hijos de Dios; para poder decir con San Pablo en un sentido de cristiana altivez y con santidad de gozo: «Vivo yo, pero no soy yo quien vive; es Jesucristo quien vive en mí».
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RECAPITULACIÓN
El hombre es elevado al orden sobrenatural mediante la gracia.
La gracia:
a)
es un don de Dios, puesto que el hombre no tiene ningún derecho o exigencia a su divinización;
b)
es un don gratuito, porque, con toda nuestra actividad nunca podremos merecer superar nuestra naturaleza humana;
c)
nos es concedida por los méritos de Cristo, que es la única fuente de la gracia, de tal modo que no se puede separar a Jesucristo de la gracia;
d)
nos hace hijos de Dios, ya que Jesucristo, uniéndonos a Él y haciéndonos partícipes de la naturaleza de Dios, nos eleva a la dignidad de la adopción divina;
e)
nos hace capaces de obras meritorias, en cuanto que las acciones del hombre en gracia no constituyen una actividad puramente humana, sino una actividad divinizada;
f)
nos da derecho a la vida eterna, o sea al paraíso.
Después de haber contemplado las altas cumbres de la divinización, a las cuales el amor de Dios ha llamado a sus creaturas inteligentes, ahora tenernos que asistir a una caída desastrosa.
A un lado tendremos la creación, la elevación al orden sobrenatural y la caída de los Ángeles; al otro lado la creación, la elevación y la caída del hombre.
Doble escena, una y otra incomprensibles, si no las contemplamos bajo su aspecto sobrenatural.
