P. CERIANI: SERMÓN DE LA FIESTA DE CRISTO REY

FIESTA DE CRISTO REY

En aquel tiempo: Dijo Pilatos a Jesús: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Respondió Jesús: ¿Dices tú eso de ti mismo, o te lo han dicho de mí otros? Replicó Pilatos: ¿Qué? ¿Acaso soy yo judío? Tu nación y los Pontífices te han entregado a mí; ¿qué has hecho? Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuese mi reino, mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los judíos; mas mi reino no es de acá. Le replicó a esto Pilatos: ¿Con que tú eres Rey? Respondió Jesús: Así es como dices. Yo soy Rey. Yo para esto nací, y para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz.

En esta Fiesta de Cristo Rey, es necesario recordar, con el Cardenal Pie, que nunca el divino fundador del cristianismo ha revelado mejor lo que debe ser un cristiano, sino cuando enseñó a sus discípulos la forma en que debían rezar.

En efecto, es en esa fórmula elemental donde es necesario buscar todo el programa y todo el espíritu del cristianismo.

Antes que nada, su triple preocupación es la glorificación del Nombre de Dios sobre la tierra, es el establecimiento del Reino de Dios sobre la tierra, es la realización de la Voluntad de Dios sobre la tierra.

Tal es eminentemente la Realeza suprema de Dios en los Cielos. Allí, su nombre es honrado por todos; su poder se extiende sobre todos; su voluntad es obedecida por todos.

Aquí en la tierra, nada se puede añadir a los derechos esenciales de lo alto.

Pero, si se trata de Realeza de Dios y de la de su enviado Jesucristo en el desarrollo exterior que el tiempo le aporta, nos ordena que ansiemos su gloria y que dispongamos de nosotros y de nuestras cosas para dispensársela.

Porque hay aquí nombres que quieren prevalecer contra su nombre, hay cetros que piensan elevarse sobre su cetro, voluntades que pretenden triunfar sobre su voluntad… Es decir, aquí abajo su reino es controvertido, combatido, obstaculizado.

Sus discípulos son los que, entre todas las vicisitudes de este mundo, toman incansablemente partido por la causa divina; son los que se encarnizan en querer una perfección que no se realizará nunca en el tiempo, puesto que aspiran nada menos que a ver a Dios y a Jesucristo glorificado, servido, obedecido sobre la tierra como lo es en el Cielo: ideal que no se les dará alcanzar enteramente, pero que se les pide procurar, y cuyo alcance final demostrará no haber sido un sueño inútil.

Como enseña el Catecismo de Trento, el Reino de Dios visible sobre la tierra es el Reino de su Hijo encarnado, Jesucristo, su Iglesia. En Ella Dios es conocido; en Ella su Nombre honrado y glorificado; en Ella se aclaman sus Derechos, se observa su Ley.

Pero, porque la Iglesia de Jesucristo realiza el Reino de Dios en el tiempo con una energía inmensa y una eficacia única, está destinada a encontrar sobre su camino obstáculos de toda clase y resistencias formidables.

Es verdad que se le dijo de reinar ya, pero de reinar en medio de sus enemigos. Y su soberanía será compartida, disputada, a veces rechazada, hasta el día en que todos sus enemigos serán puestos bajo sus pies: Oportet autem illum regnare, donec ponat omnes inimicos ejus sub pedibus ejus.

Es en esta lucha que se manifestarán los secretos de los corazones, y que se hará desde ahora el discernimiento de los buenos y de los malos, la división de los valientes y de los flojos, lo que quiere decir la división de los elegidos y de los réprobos, puesto que ni los malévolos ni los flojos entrarán en el Cielo.

Felices, pues, los hombres que nunca hayan vacilado entre el campo de la verdad y el del error. Felices los que, a partir de la primera señal de la guerra, se hayan alistado bajo el estandarte de Jesucristo.

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El Cardenal Pie presenta el ejemplo del Obispo San Emiliano y sus súbditos, cómo comprendieron y practicaron las primeras palabras del Padrenuestro; y concluye de allí lo que nosotros mismos debemos hacer so pena de contradecir nuestra Oración Dominical y los ejemplos de nuestros mayores.

Ahora bien, en la época de San Emiliano desde hacía casi dos siglos el islamismo ya había invadido inmensas regiones. Todo cedía, todo se plegaba delante de estas hordas feroces. Ningún brazo se atrevía a intentar detenerlos.

Pero había en Nantes un Obispo, hombre de fe y hombre de valor. En torno a este Obispo había toda una falange caballeresca de leales cristianos y de valerosos guerreros.

Emiliano, es el nombre del Obispo, puso en primer lugar a todo su pueblo en oración. Pero pronto se levantó, ya que su misma oración lo impulsaba a la acción. Cuando la patria está en peligro, todo ciudadano es soldado.

Ahora bien, en la hora solemne que acababa de sonar, lo que estaba amenazada era la patria de las almas, al mismo tiempo que la de los cuerpos; era el reino de Dios, al mismo tiempo que el reino de los Francos.

El Pontífice Emiliano arengó de este modo a su rebaño: “Oh todos vosotros, hombres fuertes en la guerra, más fuertes aún en la fe: armad vuestras manos con el escudo de la fe, vuestras frentes con la señal de la cruz, vuestra cabeza con el casco de salvación, y cubrid vuestro pecho con la coraza del Señor. Luego, una vez revestidos de esta armadura religiosa, oh soldados de Cristo, tomad vuestras mejores armas de guerra, vuestras armas de hierro mejor forjadas, mejor templadas, para derribar y machacar a estos perros furiosos. Podremos sucumbir en la lucha; pero es el caso de decir, con Judas Macabeo: «Es mejor morir que ver el desastre de nuestra patria y soportar la profanación de las cosas santas y el oprobio de la ley que nos ha dado la majestad divina»”.

Transportados fuera de sí por este discurso, verdadero modelo de arenga militar y sacerdotal, respondieron unánimemente los fieles súbditos: “Señor venerado y buen Pastor, ordene, mande, y, por todas partes donde usted vaya, le seguiremos”.

San Emiliano era Obispo; quería que la expedición tuviese un carácter exclusivamente religioso. Se revistió, pues, de los ornamentos sagrados, y celebró los santos misterios, durante los cuales administró la Sagrada Comunión a todos sus compañeros de armas.

No faltó nada a esta imponente solemnidad; incluso no se omitió la homilía, y aún resuenan los acentos del Pontífice:

“Hijos míos, instruidos por los preceptos saludables del Señor y formados en una escuela divina; vosotros y yo nos atrevemos a decir cada día: «Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu Nombre, venga Tu Reino, hágase Tu voluntad así en la tierra como en el Cielo». Hijos, ha llegado la ocasión de traducir en nuestros actos estas grandes palabras que Jesucristo nos ha enseñado. Agradezcamos a Dios, a nuestro Creador y Benefactor, que, por su bondad, nos reunió en tan gran número y que visiblemente consolidó nuestros corazones por su gracia. Roguemos devotamente para que haga verdaderamente de nosotros soldados de Su Nombre, soldados de Su Reino, soldados de Su Ley y de Su causa”.

Tras tales palabras, no quedaba otra cosa que partir. La santa falange se puso en marcha. Ni las lágrimas de los adioses, ni ninguna de las consideraciones y los afectos terrenales los detuvieron. Tenían la Esperanza como antorcha, los Sacramentos por alimento y su Obispo como jefe. Marchaban día y noche, hasta que llegar a Borgoña y encontrarse en frente del enemigo.

El acontecimiento mostró cuánto valía para ellos la experiencia militar de su jefe. Tres primeras batallas, llevadas a cabo con habilidad y sostenidas con valor, fueron coronadas por otras tantas brillantes victorias.

El triunfo parecía fijarse en las filas de los cristianos, cuando pronto, tras un cuarto hecho de armas, un nuevo y más formidable ejército de sarracenos vino a sorprenderlos de improvisto. El Pontífice hizo sonar la trompeta, reunió a sus soldados, los animó una última vez por su palabra inspirada…

Pero, mientras que hablaba, él mismo se vio envuelto por los batallones de infieles; hizo hasta los últimos momentos prodigios de valentía. Abrumado por el número, acribillado por golpes de espadas y lanzas, rodeado de muertos y moribundos, exhortó aún a los suyos: “Oh generosos soldados, sed constantes en vuestra fe y en vuestro valor; retomad fuerzas y aliento contra estos crueles paganos… Hijos, sois soldados, no de hombres, sino de Dios. Combatís por vuestra verdadera Madre, la Santa Iglesia, cuya voz clama venganza a Dios por la sangre de sus Santos. Allá arriba, con Cristo, una mejor suerte nos espera; allá está nuestra victoria, allá nuestra recompensa”.

Estas últimas palabras fueron también el último suspiro del guerrero; su alma, recibida por las manos de los Ángeles, fue introducida en las alegrías eternas.

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Tal vez me preguntaréis, si la historia del Santo Pontífice se terminó allí, y si fue todo el resultado de su expedición.

No, ni la historia ni la expedición de San Emiliano se terminaron con su derrota y su muerte. Su historia, incluso aquí bajo, sigue siempre desde hace siglos. La mano de Dios, año tras año, agrega nuevas páginas por algún nuevo prodigio operado sobre su tumba. Su nombre, sus hazañas permanecen populares sobre el suelo donde sucumbió; sus despojos son rodeados con amor y con veneración, y Borgoña, agradecida, no ha dejado de renovar todos los años su fiesta y su panegírico.

Finalmente, Nantes decretó el regreso solemne de Emiliano en sus muros, con tantas y mayores demostraciones que no podría desplegar para la recepción de ninguna majestad de la tierra.

La historia del Santo Obispo guerrero no terminó con su muerte.

En cuanto a su expedición, lejos de haber terminado con él, es mucho más verdadero decir que solamente había comenzado… Los campos de Poitiers, las figuras de Charles Martel, Silvestre II, Urbano II, las gestas de las Cruzadas, de los caballeros cristianos y de los monjes soldados…, son otras tantas páginas de la misma historia…

Frente a todas las traiciones modernas, intentemos permanecer los hijos de nuestros mayores y de saber combatir como ellos por el Nombre, por el Reino y por la Ley de Dios.

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¡Sí! Jesucristo es Rey. Es rey no solamente del Cielo, sino también de la tierra, y le corresponde ejercer una verdadera y suprema realeza sobre las sociedades humanas; es este un punto innegable de la doctrina cristiana.

Remonta alto esta Realeza universal del Salvador. Como Dios, Jesucristo es Rey desde toda eternidad; por consiguiente, al entrar en este mundo, ya llevaba con Él la Realeza. Pero este mismo Jesucristo, como hombre, conquistó su Realeza con el sudor de su frente, al precio de toda su Sangre.

Su Reino indudablemente no es de este mundo, es decir, no procede de este mundo; y es porque viene de arriba, y no de abajo, que ninguna mano terrestre se lo podrá arrancar.

Oíd las últimas palabras que dirige a sus apóstoles antes de subir al Cielo: “Me ha sido dado todo poder en el Cielo y sobre la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las naciones”.

Jesucristo no dice a todos los hombres, a todos los individuos, a todas las familias, sino a todas las naciones. La misión que les confiere tiene un carácter público, un carácter social.

Mientras tanto, la sociedad moderna no se propone reconocer como autoridades sino a aquellos “que se han levantado en armas y se han coaligado contra Dios y contra su Cristo”; aquellos que dijeron en alta voz: “Rompamos sus vínculos y echemos lejos de nosotros su yugo” (Salmo II, 2- 3).

Es decir, es necesario suprimir el concepto secular del Estado cristiano, la ley cristiana, el príncipe cristiano, y proclamar una teocracia, tan absoluta como ilegítima, la teocracia de la diosa política sin Dios.

La política, así secularizada, tiene un nombre en el Evangelio: se la llama “el príncipe de este mundo”, “el príncipe de este siglo”, “el poder del mal”, “el poder de la Bestia”. Y este poder recibió un nombre en el tiempo moderno… se llama La Revolución.

Con una rapidez de conquista, que no ha sido dado nunca al islamismo, esta potencia emancipada de Dios y sublevada contra su Cristo subyugó casi todo a su imperio, los hombres y las cosas, los tronos y las leyes, los príncipes y el pueblo.

Ahora bien, una última trinchera le queda por forzar: es la conciencia de los cristianos.

Por los mil medios de los que dispone, consiguió engañar la opinión de un gran número, conmover incluso las convicciones de los sabios.

Recibió inesperados auxiliares que, no solamente en el ámbito de los hechos, sino incluso en el de los principios, aceptaron y firmaron alianzas con ella.

Algunos otros, que persisten en hacerle una pequeña oposición, se acomodan bastante claramente a su opinión en cuanto al fondo de las cosas.

¿No parece llegado para ella el momento de realizar un asalto decisivo?

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Bien sabemos a cuál suprema tentación fue sometido Jesucristo. Satanás lo transportó sobre una alta montaña, y le dijo: ¿Ves todas esos reinos y su gloria? Bien, yo te daré todo eso si tú, postrado ante mis pies, me adorares.

A la palabra del seductor Cristo respondió: Atrás, tentador, ya que escrito está: Adorarás al Señor, y sólo a Él servirás.

La Iglesia, colocada en las mismas condiciones que su Maestro, no podría encontrar otra respuesta.

Hay un límite infranqueable para la Iglesia: esa frontera dónde las cosas humanas confinan con los títulos inalienables del alto dominio de Dios y de su Cristo sobre las sociedades terrestres.

Y si la firmeza invencible de la Iglesia debiera privarla de todo apoyo terrestre, de toda asistencia humana, y bien, ¡los Ángeles del Cielo se acercarían y la servirían!

En tiempo de San Emiliano, el gran enemigo del Nombre, del Reino y de la Ley de Dios era el islamismo. Emiliano y los nanteses tuvieron la gloria de enrolarse contra ese enemigo terrible, de resistirlo, de combatirlo, y en ello han sacrificado noblemente su vida.

Ante los enemigos del Nombre, del Reino y de la Ley de Dios, ante aquellos cuya divisa es “No queremos que Cristo reine sobre nosotros”, nuestro deber es oponer toda nuestra energía a las invasiones de esta potencia del mal.

No se trata de tomar las armas; el combate es principalmente una lucha de doctrinas. Nuestra resistencia consistirá, pues, en mantener nuestra inteligencia firme contra la seducción de todos los principios falsos y mentirosos; y para esto debemos formar nuestra conciencia en la escuela de la Fe.

Si la generación actual vive en la incertidumbre y la indecisión se debe a que la Fe no es ya la antorcha que guía sus pasos. Nuestros mayores buscaban en todas las cosas su dirección en la enseñanza del Evangelio y de la Iglesia; sabían lo que querían, lo que rechazaban, lo que amaban, lo que odiaban, y, a causa de eso, eran enérgicos en la acción. Nosotros, caminamos en la noche; no tenemos ya nada por definido, nada decretado en el espíritu, y no nos damos ya cuenta del objetivo hacia el cual tendemos. Por lo tanto, somos débiles, vacilantes.

Con doctrinas reducidas, con verdades disminuidas, se obtiene cristianos a medias; y con los cristianos a medias, la sociedad religiosa y la sociedad civil nunca vencerán al temible enemigo.

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La situación actual no permite ya esperar el triunfo social de los principios cristianos: No hay que chocar contra los imposibles.

Pero la Santa Iglesia tiene para ella el gran recurso que se llama el tiempo y su divino Fundador pronunció esta sentencia: Lo que es imposible para los hombres, no es imposible para Dios… Y la Esposa de Jesucristo experimentó a menudo durante su historia la realización de esta palabra.

Sería larga la enumeración de esas intervenciones manifiestas de la Providencia que hicieron revivir repentinamente en la sociedad cristiana las instituciones y los principios cuyo restablecimiento se había declarado imposible.

La lucha del cristiano contra lo imposible es una lucha decretada, una lucha necesaria. Porque rezamos cada día: Padre Nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo.

Así en la tierra como en el Cielo… ¡Pero es imposible!… ¡Sí!, es imposible; y es necesario trabajar aquí bajo, cada uno según sus fuerzas, para obtener toda la realización de este imposible que esté en nuestro poder.

Una sola generación no hace todo, y la eternidad será el complemento del tiempo. Aún un golpe, lo que nosotros comencemos, otros lo seguirán, y el desenlace final lo acabará.

El mal, que se produce desde los pecados de Lucifer y Adán, se producirá hasta el fin bajo mil formas distintas. Vencerlo enteramente aquí abajo, destruirlo por completo, y establecer sobre sus ruinas el estandarte en adelante inviolable del Nombre, del Reino y de la Ley de Dios, es un triunfo definitivo que no se dará a ninguno de nosotros, pero cada uno de nosotros debe ambicionar con esperanza contra la esperanza misma.

¡Sí!, con esperanza contra la esperanza misma. Y que lo entiendan esos cristianos pusilánimes, esos cristianos que se hacen esclavos del número y admiradores del éxito, y a los cuales desconciertan los menores progresos del mal… Aquejados como son, ¡quiera Dios que les sean evitadas las angustias de la última prueba!

Esta prueba, ¿está próxima?, ¿está distante? Lo que es cierto, es que a medida que el mundo se aproxima de su término, los malvados y los seductores tendrán cada vez más la ventaja. No se encontrará casi ya la fe sobre la tierra; es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas las instituciones terrestres. Los mismos creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias.

La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con Dios, dada por San Pablo como una señal precursora del final, irán consumándose de día en día.

La Iglesia, sociedad ciertamente siempre visible, será llevada cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas. Ella que decía en sus comienzos: El lugar me es estrecho, hacedme lugar donde pueda vivir, se verá disputar el terreno paso a paso; será sitiada, estrechada por todas partes; así como los siglos la hicieron grande, del mismo modo se aplicarán a restringirla.

Finalmente, habrá para la Iglesia de la tierra como una verdadera derrota: Se dará a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos... La insolencia del mal llegará a su cima.

Ahora bien, llegados a este extremo de las cosas, en este estado desesperado, sobre este globo librado al triunfo del mal y que será pronto invadido por las llamas, ¿qué deberán hacer aún todos los verdaderos cristianos, todas los buenos, todos los santos, todos los hombres de fe y de valor?

Enfrentándose a una imposibilidad más palpable que nunca, con un redoblamiento de energía, y por el ardor de sus rezos, y por la actividad de sus obras, y por la intrepidez de sus luchas, dirán: ¡Oh Dios! ¡Oh nuestro Padre!, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre así en la tierra como en Cielo; venga tu Reino así en la tierra como en el Cielo; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo…

¡Así en la tierra como en el Cielo! Murmurarán aún estas palabras, y la tierra se ocultará bajo sus pies.

Y como otra vez, tras un horrible desastre, se vio al senado de Roma y todas las instituciones del Estado avanzarse al encuentro del cónsul vencido, y felicitarlo por no haber desesperado de la República; del mismo modo el senado de los Cielos, todos los coros de los Ángeles, todos los órdenes de los bienaventurados, vendrán delante de los generosos atletas que habrán sostenido el combate hasta el final, esperando contra la esperanza misma.

Y entonces, este ideal imposible que todos los elegidos de todos los siglos habían proseguido obstinadamente, se volverá por fin una realidad.

En su segunda y última Venida, el Hijo entregara el Reino de este mundo a Dios su Padre

El poder del mal se habrá evacuado para siempre en el fondo de los abismos; todo el que no haya querido asimilarse, incorporarse a Dios por Jesucristo, por la fe, por el amor, por la observancia de la ley, será relegado en la cloaca de los desperdicios eternos.

Y Dios vivirá, y reinará plena y eternamente, no solamente en la unidad de su naturaleza y la sociedad de las Tres Personas divinas, sino también en la plenitud del Cuerpo Místico de su Hijo encarnado, y en la consumación de sus Santos.

Entonces, oh San Emiliano e incontables almas como la tuya, los volveremos a ver; y, después de haber trabajado como vosotros aquí abajo en la medida de nuestras fuerzas por la glorificación del Nombre de Dios sobre la tierra, por la venida del Reino de Dios sobre la tierra, por la realización de la Voluntad de Dios sobre la tierra, eternamente liberados del mal, diremos con vosotros el eterno Amén… Así es…

Tal es la gracia que les deseo a todos en esta magnífica Fiesta de Cristo Rey…

Padre Nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo…