MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI – EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO – Capítulo Cuarto – LA GRACIA

MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI

EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO

Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.

Capítulo Cuarto

LA GRACIA

Continuación…

4

Los hijos de Dios

Los teólogos dividen la gracia en actual y en habitual.

La primera se reduce a un relámpago de Dios que ilumina la mente, a un estímulo de la voluntad, con el cual Dios nos azuza; es transeúnte como la obra, no es permanente como una disposición duradera.

A los pecadores y a los justos concede Dios en forma copiosa este rocío de gracias actuales, las cuales guían y sostienen a los primeros en la Justificación, y conservan y espolean a los segundos en el camino del bien.

No hablamos aquí de esta gracia, sino más bien de la otra, llamada gracia santificante o habitual, principio intrínseco y transformador, «cualidad divina, inherente al alma, semejante a luz cuyo esplendor, envolviendo y compenetrando a las almas, borra las manchas de la culpa y les comunica una radiante belleza», conforme enseña el Catecismo Tridentino.

Obra en nosotros una renovación interior, y para decirlo con Bellarmino, nos transforma en imagen de Dios, tornándonos puros y santos, y nos hace partícipes de la naturaleza divina, conforme a lo enseñado por San Pedro.

He aquí por qué Santo Tomás de Aquino ha podido escribir con razón que «la perfección que resulta, a una sola alma, del don de la gracia, sobrepasa a todo el bien esparcido en el universo». Nada hay, en verdad, en todo el orden natural, no obstante sus bellezas, que pueda ser parangonado a nuestra divinización y a lo que la produce.

Y el que ha estudiado el catecismo, no siente estupor alguno al leer en la vida de Santa Catalina de Siena escrita por el B. Raimundo de Capua, su confesor, cómo la santa, habiéndole sido mostrada un día por Jesús un alma cuya conversión había obtenido ella por la oración y la penitencia, exclamó: «¡Era tal la belleza de aquella alma, que ninguna palabra podría expresarla!» Y Nuestro Señor, indicándole ese divino esplendor, añadía: «¿No te parece graciosa y bella esta alma? ¿Quién es entonces el que no aceptará cualquier pena, para ganarse una creatura tan admirable?»

He aquí, pues, la buena nueva de Jesús, que nos ha enseñado a orar, invocando a Dios con el nombre de Padre: «Padre nuestro que estás en los cielos»; que no temía hablar así con la Magdalena: «Asciendo a mi Padre y Padre vuestro»; que amonestaba solemnemente a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo, si uno no naciere de nuevo no puede ver el reino de Dios», y que al maravillarse su interlocutor, respondía distinguiendo entre «los nacidos de la carne» y los nacidos del Espíritu Santo. Jesús vino al mundo —lo proclama San Juan en el prólogo de su Evangelio— para dar a cuantos lo aceptaran, y a los creyentes en su nombre «el poder de hacerse hijos de Dios, los cuales han nacido, no de sangre, ni de deseo de carne, ni de querer de hombre, sino de Dios».

El corazón del Evangelista exulta frente a esta verdad y en su Epístola llega a estas emocionantes reflexiones: «Observad» con qué amor nos ha amado el Padre, que nos ha llamado a ser hijos de Dios, y a que lo seamos. Ésta es la razón por la cual el mundo no nos conoce, porque no lo ha conocido a Él. Carísimos, desde ahora somos hijos de Dios; y aun no se ha manifestado lo que hemos de ser. Pero sabemos que cuando apareciere, seremos semejantes a Dios, porque lo veremos como Él es».

Y ¿qué otra cosa son todas las Epístolas de San Pablo, sino una constante predicación de los inefables misterios de la gracia y de la filiación divina?

Cuando escribía a los Gálatas anunciaba que «venida la plenitud de los tiempos, Dios mandó a su Hijo (…) a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en vuestros corazones, el cual clama: Abba, Padre. Así que ya no hay más siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero por Dios».

Expuso ampliamente la misma doctrina a los Romanos; estando preso dirigió su admirable carta a los de Éfeso, y en el momento en que se preparaba a revelarles el misterio oculto desde siglos, estaba tan extasiado en la grandeza del misterio de la adopción divina, por los méritos de Jesucristo, que olvidaba su triste condición y sus cadenas, para entonar, al principio de la Epístola, un himno de alabanzas y de agradecimiento al cielo. «Bendito el Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo, el cual nos bendijo en Cristo, con toda suerte de bendición espiritual; según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor; habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos en el Amado».

Son muy pocos hoy los que leen las Epístolas de San Pablo, y poquísimos entre los pocos lectores las comprenden, porque les falta esta clave necesaria para poder entender su sentido: esto es, la distinción entre el orden sobrenatural y el natural, el concepto de la gracia y de la adopción divina. Y es de lamentar que este fundamento del cristianismo sea poco tenido en cuenta aun en la predicación.

Se descuidan excesivamente las raíces, limitándose a una flor del árbol, sin observar esa flor en el espíritu vivificador que la ha producido y la anima. No sucedía así en los primeros siglos de la Iglesia. Las obras inmortales de los Padres griegos y latinos ponen de manifiesto que lo sobrenatural formaba el objeto principal de los sermones, de las homilías y de la catequesis.

San Agustín no temía extenderse en ese argumento hablando con los humildes pescadores de Hipona. El gran Doctor enseña en De Civitate Dei: «El Hijo de Dios, su único Hijo según la naturaleza, por una maravillosa condescendencia se ha hecho hijo del hombre, para que nosotros, que somos hijos del hombre por nuestra naturaleza, nos hiciésemos hijos de Dios por su gracia».

Así San Máximo, San Juan Damasceno y San Gregorio Niceno cantaban «el misterio de nuestra elevación sobrenatural», por la cual Dios «ha querido deificarnos», asimilándonos a Él mediante la gracia.

«El hombre —enseña San Gregorio de Nisa— que por su naturaleza no es más que ceniza, paja y vanidad, ha sido elevado por Dios del estado de creatura a la condición de hijo», y haciéndonos hijos de Dios «somos grandes, con la grandeza de nuestro Padre».

En Oriente y Occidente resonaban estas palabras: La nueva conciencia de haber sido hechos hijos de Dios, fue el buen anuncio de nuestra divinización que creó la nueva civilización, que no es solamente humana, sino cristiana. Era tan vivo y profundo el sentimiento del don divino de la gracia, que no quedaba dentro de los límites de la noción abstracta, sino que era un elemento radical de vida.

En los siglos de las catacumbas, la catequesis en preparación del Bautismo, infundía esta idea-fuerza, y esos catecúmenos comenzaban a vivir, no ya como brutos o como hombres, sino de acuerdo a lo exigido por la nueva vocación, a la cual eran llamados: la vocación de hombres divinizados, de hijos del Señor.

He aquí por qué San Leónidas se inclinaba sobre el pequeño Orígenes y le besaba el pecho con reverencia: las aguas bautismales habían hecho de su niño un templo de la gracia, un templo vivo del Espíritu Santo.

Allí radica la razón de tantas páginas; páginas que aun en la frialdad de la escritura traen hasta nosotros los arranques de la elocuencia patrística.

Cuando hablan de la gracia, los Padres exponen el dogma con los más vivos colores.

San Ambrosio compara a Dios con un artista que se acerca al alma, como el pintor se aproxima a la tela, y la pinta maravillosamente, de suerte que brille en ella el esplendor de la gloria y la imagen de la substancia del Padre: «débese a ese pincel que el alma tenga un valor tan grande… ¡Oh hombre!, tú has sido pintado: ¡pintado, digo, por el Señor tu Dios! ¡Qué excelente es el artista y qué admirable el pintor! ¡Guárdate bien de destruir en ti una pintura tan divina, hecha no de mentiras, sino de verdad, no son colores perecederos, sino con una gracia inmortal!».

San Cirilo de Alejandría recurre al ejemplo del sello estampado sobre la cera y de la efigie del rey sobre la moneda. Las almas reciben una señal misteriosa que imprime una forma a semejanza de Dios, señal que imprime la belleza del divino arquetipo y la imagen de nuestro Rey, de nuestro Dios, sin la cual no seríamos dignos de ser tenidos en cuenta en la repartición de los tesoros eternos.

San Basilio prefiere el símil del escultor, para explicar lo que es la gracia, mediante la cual se «comunica a las creaturas una santa participación de la belleza infinita de Dios». Como el mármol se vivifica y participa de la idea del hombre que lo trabaja, así el alma se transforma divinamente, cuando Dios esculpe en ella la efigie de su substancia.

Con otro poético parangón que le sugiere el sol, el mismo Padre continúa diciendo: «El Espíritu de Dios ha llenado el universo entero… Con su luz inunda interiormente a todos los que se le muestran dignos. Y así como cuando el sol diluye sus rayos sobre una tenue nubecilla, la nube se baña en centellas de oro y resplandece de claridad, así, al entrar en el alma el Espíritu de Dios, difunde en ella la vida, la inmortalidad y la santidad».

¡Cuántas veces, en los vuelos de su oratoria, el elocuente San Juan Crisóstomo saluda en el alma divinizada por la gracia a una lira de la cual el dedo de Dios arranca dulce música celestial!

¡Cuántas veces, después de estos espléndidos pensamientos y de haber puesto la celestial poesía del corazón al servicio del dogma, deducen los Padres, con lógica vigorosa, las más prácticas aplicaciones! La moral fluía como consecuencia del dogma, tal como aparece en forma inolvidable en una valiente exhortación dirigida por San León a los fieles de su tiempo: «¡Reconoce, cristiano, tu dignidad! —es como si aún se oyera al gran Papa; es como si lo contemplase en su amonestadora solemnidad—. Hecho partícipe de la naturaleza divina, no retornes con una conducta irregular a tu antigua vileza. ¡Acuérdate de qué cuerpo eres miembro y cuál es tu Cabeza! ¡Acuérdate que, arrancado del poder de las tinieblas, has sido transferido al reino de la luz!»

Educados con estos conocimientos de los principios fundamentales del Cristianismo, los cristianos ya no vivían como paganos, de acuerdo a la ley de los sentidos; sentían a Dios en sus corazones; se estremecían leyendo en el Evangelio que «el reino de Dios está dentro de nosotros»; vivían unidos a Dios; las persecuciones y las luchas no los amedrentaban; niños como Tarsicio, vírgenes como Inés y Cecilia, sonreían con una sonrisa nueva: era la alegría de almas divinizadas, reconocidas a Cristo Redentor y exultantes en la esperanza.

En vano busco hoy esta misma sonrisa sobre el rostro de muchos creyentes: no saben, no conocen el gran don de Dios.

Continuará…