DECIMONOVENO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Y respondiendo Jesús, les volvió a hablar otra vez en parábolas, diciendo: Semejante es el reino de los cielos a cierto hombre rey que hizo bodas a su hijo. Y envió sus siervos a llamar a los convidados a las bodas, mas no quisieron ir. Envió de nuevo otros siervos diciendo: Decid a los convidados: He aquí, he preparado mi banquete, mis toros y los animales cebados están ya muertos, todo está pronto: venid a las bodas. Mas ellos lo despreciaron y se fueron, el uno a su granja y el otro a su negocio: y los otros echaron mano de los siervos, y después de haberlos ultrajado, los mataron. Y el rey cuando lo oyó, se irritó; y enviando sus ejércitos, acabó con aquellos homicidas, y puso fuego a la ciudad. Entonces dijo a sus siervos: Las bodas ciertamente están aparejadas; mas los que habían sido convidados no fueron dignos. Pues id a las salidas de los caminos, y a cuantos hallareis llamadlos a las bodas. Y habiendo salido sus siervos a los caminos, congregaron cuantos hallaron, malos y buenos; y se llenaron las bodas de convidados. Y entró el rey para ver a los que estaban a la mesa, y vio allí un hombre que no estaba vestido con vestidura de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí no teniendo vestido de boda? Mas él enmudeció. Entonces el rey dijo a sus ministros: Atadlo de pies y de manos, arrojadle en las tinieblas exteriores: allí será el llorar y crujir de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.
El Evangelio de este Decimonoveno Domingo de Pentecostés presenta la parábola del Convite del Rey a las Bodas de su Hijo.
Los judíos fueron los primeros invitados a reconocer al Mesías. Se negaron a venir, sometieron incluso a muerte a varios de los enviados del Señor y, debido a su obstinación, se autoexcluyeron del Reino de Dios.
Los gentiles fueron invitados en masa en lugar de los judíos. Pero Nuestro Señor les enseña que no basta con ser invitado al banquete de las bodas divinas; que no es suficiente sentarse al banquete, participar de los Sacramentos, practicar los actos exteriores de la fe; es necesario, además, tener la vestidura de boda.
Para participar en el banquete de la gracia, y en el de la gloria, es indispensable estar revestido de la gracia, que Dios nos dio en el santo Bautismo; es necesario haberla conservado siempre o, al menos, haberla recuperado por la Penitencia.
No es el título de cristiano quien garantiza un lugar en la Bienaventuranza; es la fidelidad a la gracia, el cumplimiento perfecto de todos los deberes, en una palabra, la santidad personal.
Sin ella, seremos rechazados, como este infeliz, y seremos precipitados en el infierno.
+++
Por eso San Pablo, en su Carta a los Efesios, nos amonesta: Renovaos en lo íntimo de vuestra alma, y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado según Dios en justicia y en santidad verdadera.
Es un llamamiento a la vida nueva en Cristo. Un poco antes les había exhortado a que no viviesen ya como viven los gentiles, en la vanidad de sus pensamientos, oscurecida su razón, ajenos a la vida de Dios por su ignorancia y la ceguera de su corazón.
Y les recuerda: No es esto lo que vosotros habéis aprendido de Cristo, si es que le habéis oído y habéis sido instruidos conforme a la verdad que está en Jesús.
Y concluye: Dejando, pues, vuestra antigua conversación, despojaos del hombre viejo, que se va corrompiendo detrás de las pasiones engañosas, renovándoos en el espíritu de vuestra mente, y revistiéndoos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas.
Después de decirles lo que deben evitar, haciendo una breve descripción de las costumbres paganas, muy semejante a la que encontramos en su carta a los Romanos, les indica cómo deben vivir: despojados del hombre viejo y revestidos del hombre nuevo.
Estas dos expresiones «hombre viejo» y «hombre nuevo» están inspiradas en el simbolismo del Bautismo, con su doble rito de inmersión y de emersión, que señala nuestra muerte a la antigua vida de pecado y nuestra resurrección a la nueva vida de gracia comunicada por Cristo.
El «hombre viejo» es, pues, el hombre carnal, viciado por el pecado y esclavo de las concupiscencias; mientras que el «hombre nuevo» es el hombre regenerado en Cristo, no dominado ya por el pecado y la concupiscencia.
San Pablo llega a decir que este paso de hombre viejo a nuevo es como una nueva creación; término que se corresponde con el renacimiento de que habla Nuestro Señor a Nicodemo.
+++
Es cierto que el cristiano ha sido ya despojado del «hombre viejo» en el Bautismo; pero sigue aún molestado por la concupiscencia, que procede del pecado y le induce al pecado; de ahí que el Apóstol diga a los efesios que sigan despojándose del hombre viejo, es decir, luchando contra las inclinaciones de la concupiscencia y liberándose poco a poco de los malignos efectos que trajo sobre nosotros el pecado, es decir, sus cuatro heridas.
Estas llagas del pecado original son la ignorancia, la malicia, la concupiscencia y la debilidad. Afectan a la naturaleza humana después de la caída de Adán, debilitando la razón, la voluntad, el apetito concupiscible y el apetito irascible.
Por la ignorancia, el intelecto se ve nublado y limitado en su comprensión, especialmente de las verdades divinas, y tiene inclinación al error.
Por la malicia, la voluntad, que debería estar ordenada al bien, se ve privada de ese orden, introduciendo la imperfección moral y la inclinación hacia el mal en las intenciones y acciones.
Por la concupiscencia, el apetito concupiscible desordenado, en lugar de estar moderado por la razón y la templanza, se inclina hacia lo deleitable y pecaminoso.
Por la debilidad, el apetito irascible se ve disminuido de sus fuerzas en orden a lo arduo y se vuelve vulnerable; lo que lleva a la fragilidad y a la dificultad para hacer el bien.
Todo esto pide una «renovación en el espíritu de su mente»; es decir, en los pensamientos y manera de ver las cosas, de modo que se transformen en el hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas.
+++
Este convite de bienes eternos rechazado para ocuparse de las bagatelas creadas y esta renovación del espíritu nos recuerdan una cita, famosa y profunda, de San Isidoro de Sevilla.
En el Libro Primero de las Sentencias, después de considerar la belleza finita de las criaturas y la belleza infinita del Creador, en la cual todo lo hermoso tiene la razón y el principio de su hermosura, el sabio Doctor dice lo siguiente:
Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada, que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina.
En el libro Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza, Leopoldo Marechal glosa este texto. Sus consideraciones nos pueden ayudar mucho para poner en práctica la lección de la Epístola y Evangelio de este Domingo.
Dice Marechal:
“El texto de San Isidoro tiene para mí la virtud de una síntesis. En sus dos movimientos, comparables a los del corazón, nos enseña un descenso y un ascenso del alma por la hermosura: es un perderse y un encontrarse luego, por obra de un mismo impulso y de un amor igual.
Con su tremenda vocación, el alma desciende a las cosas terrenas.
¿Por qué desciende? Porque las cosas la llaman con el llamado de la hermosura.
¿A qué la llaman las cosas? La llaman a cierta verdad y a cierto bien.
Y el alma, respondiendo a ese llamado del bien, desciende a las criaturas, en descenso de amor, porque quiere ser feliz con la posesión de lo bueno.
Y aunque su sed es legítima, comete un error, y es un error de proporciones el suyo; pues entre el bien que le ofrece la criatura y el bien con que sueña el alma existe una desproporción inconmensurable.
Es un error de proporciones el suyo, y anda ciego su amor. Y su amor anda ciego porque no abre los ojos de la inteligencia amorosa, capaces de medir las proporciones del bien al Bien y del amor al Amor.
Los antiguos enseñaban que amar no es poseer tan sólo, sino ser poseído: el amante trata de asemejarse al amado y tiende a substituir su forma con la forma de lo que ama, en un abandono de sí mismo por el cual el amante se convierte al amado.
El alma posee por la inteligencia, y es poseída por el amor; de ahí que le sea dado descender a lo inferior por inteligencia, sin comprometer su forma en el descenso; pero la comprometerá si por amor desciende a las formas inferiores, porque amar es convertirse a lo amado.
Por eso dice San Agustín: Si amas tierra, tierra eres; si cielo, cielo eres; si a Dios, Dios eres…
La criatura le ofrece un bien, y el alma se reposa un instante, nada más que un instante; porque no hay proporción entre su sed y el agua que se le rinde, y porque bien sabe la sed cuándo el agua no alcanza.
Y lo que no le da un amor lo busca en los otros; y el alma está como dividida en la multiplicidad de sus amores, con lo cual malogra su vocación de unidad; y corre y se desasosiega tras ellos, con lo cual malogra su vocación de reposo”.
He aquí el hombre viejo, que rechaza el convite a las Bodas…
+++
Muchos de los convidados no quisieron venir al convite, yéndose unos a su granja o campo, otros a sus negocios o bueyes, otros con sus esposas, y por eso no concurrieron al convite…
Pero… Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada… Para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él… Al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina…
Por eso continúa razonando Marechal:
“La intelección amorosa busca la verdad eliminando sus contradicciones por el desengaño.
Porque, si no conoce aún la desproporción amorosa que las criaturas revelan al que sabe juzgarlas, el alma engañada sale de cada experiencia con una insatisfacción de sí mismo y con un desengaño de la criatura: en cada insatisfacción de su anhelo vive un íntimo fracaso de amor; y cada fracaso amoroso no deja de traerle un despunte de meditación desconsolada, y es la meditación de su destino la que despunta y crece.
Por otra parte, cada nuevo desengaño de las cosas no sólo magnifica la distancia que media entre su anhelo del Bien absoluto y el bien relativo que le propone la criatura, sino que disminuye, por eliminación, el número de bienes terrestres que solicitan su apetito.
Con lo cual el alma ve agrandarse, por un lado, la magnitud de su vocación amorosa, y ve acortarse, por el otro, su posibilidad terrena en el orden práctico del amor.
Es así como el alma, en reducción de amores por el desengaño, va librándose de la esclavitud en que la tienen las cosas. A la solicitud amorosa de cada bien ha respondido el alma con dos movimientos: uno de ida y otro de vuelta.
Pero he ahí que se detiene ya, dubitativa y cavilosa; y esta primera inmovilidad del alma nos exige una gran atención. Está inmóvil y de pie: juzga y se juzga.
Su juicio recae sobre las cosas que la poseyeron; y como el juez está inmóvil y no desciende a ellas, las cosas ascienden al juez para ser juzgadas.
Juzga su vocación de amor, la frustrada. Y el tenor de su juicio podrá ser el siguiente:
Oigo que se me llama, y pienso que todo llamado viene de un llamador.
Me digo, entonces, que por la naturaleza del llamado es dable conocer la naturaleza del que llama.
Si la que yo escucho es una vocación o llamado de amor, Amado es el nombre del que me llama; si es de amor infinito, Infinito es el nombre del Amado.
Si mi vocación amorosa tiende a la posesión del bien único, infinito y eterno, Bondad es el nombre del que me llama.
Si el Bien es alabado como hermoso, Hermosura es el nombre del que me llama.
Si la Hermosura es el esplendor de lo verdadero, Verdad es el nombre del que me llama.
Si esa Verdad es el principio de todo lo creado, Principio es el nombre del que me llama.
Si reconozco ahora mi destino final en la posesión perpetua del Bien así alabado y así conocido, Fin es el nombre del que me llama.
Y como todos esos nombres asignados a mi llamador sólo convienen a la divinidad, Dios es el nombre del que me llama.
He ahí como el alma se ha encontrado a sí misma por la vía de la hermosura creada: se ha encontrado a sí misma como amante.
Y he ahí como ha encontrado en sí mismo, con la noción de la Hermosura Divina, el norte verdadero de su vocación amorosa y la verdadera figura del Amado.
Este personaje, desconectado de su Principio, fue hasta recién un mero fantasma; las criaturas, estimadas por él en ellas mismas y no en el Principio que las creó, también se le presentaron como fantasmagorías; nuestro personaje ha sido, en verdad, un fantasma debatiéndose con fantasmas.
Y en rigor de verdad, el que se sustrae a su Principio es un ente fantasmagórico.
Las criaturas responden con un “no” al amante móvil que desciende a ellas. Pero al juez inmóvil que las interroga le dan un “si”.
También San Agustín buscó a su Dios en las criaturas. Interrogué a la tierra —dice—, y me ha respondido: no soy tu Dios. Interrogué al mar, a sus abismos y a los seres animados que allí se mueven, y todos me respondieron: no somos tu Dios, búscalo más arriba.
Tal cosa niegan las criaturas: niegan ser el destino final del hombre, cuando el hombre las interroga por su destino. Y no se limitan a negarlo, sino que le dicen: búscalo más arriba, lo cual es ya una afirmación; y no sólo nos convidan a un ascenso, sino que se ofrecen, además, como peldaños.
Todo llamado viene de alguien que llama —se dijo el alma.
Y las criaturas dicen al que sabe oírlas: Somos el llamado, pero no somos el que llama.
Y negándose las criaturas, afirman al Llamador; lo afirman en sus Nombres Divinos.
Pues ellas dicen al que contempla su hermosura: Somos bellas, pero no somos la Hermosura que nos creó Hermosas.
Y al que medita su verdad enseñan: Somos verdaderas, pero no somos la Verdad que nos creó veraces.
Y dicen al que gusta de sus bienes: Somos buenas, pero no somos el Bien que así nos creó.
He ahí cómo ellas afirman “al que llama”: lo afirman en sus gloriosos nombres de Belleza, Verdad y Bien. Y lo afirman como Principio, llamándolo “el que nos creó”; y lo alaban como Fin, diciendo “somos el llamado hermoso, pero no la Hermosura que llama”.
Como en el Paraíso, la criatura sigue mostrando al hombre la imagen del Hermoso Primero. El que las interrogue, si es un juez equitativo, alcanzará el “si” gozoso que dan las criaturas cuando se niegan.
Las criaturas unirán sus voces múltiples y diferentes, para construir esa imagen de la unidad en la multiplicidad que llamamos un acorde: el alma, frente a las criaturas múltiples, verá la Unidad en la multiplicidad.
Y la multiplicidad de las criaturas, lejos de perder valor ante sus ojos, ha de adquirir entonces la plenitud de su valor. Pues, a los ojos del alma, las criaturas aparecerán referidas a su Principio creador y unificadas en Él.
El alma, después de haber visto la Unidad en la multiplicidad, ha de ver ahora la multiplicidad en la Unidad. Sólo entonces le será dado entender con San Agustín que la belleza es el esplendor del orden o de la armonía o de la justicia”.
+++
¿Cómo debemos escuchar la palabra que se nos dice en el fondo del corazón en cada momento, y nos llama y convida?
Dios nos habla, nos llama, nos convida…, es un misterio; es pues una muerte para nuestros sentidos y para nuestra razón; pues es propio de los misterios el inmolarlos.
La acción divina mortifica y vivifica al mismo tiempo; cuanto más muerte exige, más vida da; cuanto más oscuro es el misterio, más luz contiene.
Debemos morir a las bagatelas creadas para originar la renovación del espíritu
¡Atención!… Porque semejante es el reino de los cielos a cierto hombre rey que hizo bodas a su hijo. Y envió sus siervos a llamar a los convidados a las bodas… Pero muchos son los llamados y pocos los escogidos…
Por todo esto, recemos bien, como la Santa Liturgia nos enseña:
¡Oh Dios!, omnipotente y misericordioso, aleja propicio de nosotros todo lo adverso; para que, desembarazados de alma y cuerpo, Te sirvamos con libertad de espíritu.

