MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI: EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO – Capítulo Cuarto – LA GRACIA

MONSEÑOR FRANCISCO OLGIATI

EL SILABARIO DEL CRISTIANISMO

Libro de estudio y de meditación, no sólo para hombres pequeños, sino también para hombres grandes, no para ser leído en el tren o en medio del bullicio, sino en el silencio y el recogimiento, palabra por palabra, sin saltar de una página a otra, como lo haría el hermano Mosca del Convento de San Francisco.

Capítulo Cuarto

LA GRACIA

En una de las ceremonias del Bautismo, tan ricas en significado y en poesía, después que el niño ha sido purificado con el agua saludable en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, el Sacerdote toma un paño blanco y lo pone sobre el novel cristiano, pronunciando las siguientes palabras: «Recibe esta vestidura cándida e inmaculada; y llévala sin mancha ante el tribunal de Nuestro Señor Jesucristo, para que tengas la vida eterna».

¡Difícilmente se podría imaginar un símbolo más hermoso y sublime de la gracia que adorna nuestro espíritu de candor, haciéndolo divinamente bello y candidato del Cielo!

¿Qué importa si el ojo material y nuestra misma atención demasiado absorta en el resplandor alucinante de las imágenes sensibles, no contemplan esa íntima belleza, gloria y divinización de la naturaleza humana?

También el diamante a veces está oculto bajo una ruda incrustación; pero la mirada y el corazón del buscador no se detiene en ella, y sería necio el que, limitándose a considerar la superficie, olvidara el tesoro escondido.

Con demasiada frecuencia imitamos a los bárbaros y renovamos la escena tan a menudo sucedida después del descubrimiento de América o en las exploraciones del África. Al hábil mercader europeo que ofrecía muñecos, trompetitas y bagatelas, el salvaje entregábale, en cambio, oro y piedras preciosas. ¡Exactamente igual que nosotros que, por una nada de oro y de plata, renunciamos a la gracia! Parece que aún resonara, lacerante como un lamento, la exclamación de Jesús sentado junto al pozo de Jacob, cuando decía, con dulce tristeza, a la pecadora de Samaria: «¡Oh, si conocieses el don de Dios!»

¿Qué es la gracia? He aquí el problema que debemos afrontar en este capítulo. Es el problema de nuestra dignidad, no sólo humana, sino también divina; es el problema de nuestra grandeza sobrenatural.

El hombre siempre ha aspirado a su divinización.

Ser como dioses, fue la visión fascinadora que sedujo a Eva. Divinizar la naturaleza, fue el programa del paganismo, que adoró al sol y al cocodrilo, a las estrellas y a los emperadores. Hacer a Dios inmanente en el hombre: es la síntesis de toda la filosofía moderna, especialmente desde Manuel Kant a Jorge Hegel y Juan Gentile.

Bajo diversas formas, el vuelo de Ícaro se repite siempre en la Historia, y, a un movimiento de alas, de alas de cera, sobreviene la caída. No se llega a los astros; se cae al fango: sirva de recuerdo y de enseñanza la diosa Razón de la Revolución Francesa.

Cuando el hombre, con sus solas fuerzas quiere volverse un dios, cae en la ridiculez del engaño y en la desolación de las ruinas. Sólo Dios puede elevar al hombre, hacerlo partícipe de su naturaleza, deificarlo: y Dios realiza esto con la gracia.

En vista de esto, ¿en qué consiste tan excelso tesoro, del que debería interesarse toda persona seria, como de la cosa más preciosa y más necesaria de este mundo, mientras que la mayoría de los cristianos, por la enorme ignorancia del catecismo, se cuida tan poco de ello?

En el pequeño catecismo, la gracia se define: don gratuito del Señor, conferido por los méritos de Jesucristo, para hacernos hijos adoptivos de Dios, partícipes de su naturaleza divina, capaces de realizar obras sobrenaturalmente meritorias y de conseguir la vida eterna.

El comentario de esta definición, servirá para resolver la cuestión propuesta.

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1

El don de la divinización

Dios es amor. Lo han dicho San Pablo y San Juan. Nadie comprenderá algo de la gracia, si no se coloca en el punto de vista del amor infinito de Dios.

La misma creación es obra del amor, porque ningún ser tenía derecho a la existencia: aun en el orden natural, el hombre habría cantado la bondad de su creador. En el orden sobrenatural, desde luego, este canto se intensifica: es el Amor que quiere transformarnos, elevarnos, divinizarnos. He ahí lo que significa esta palabra: «la gracia es un don», —palabra, como recordé, pronunciada por Cristo.

Alguien, dentro de la atmósfera naturalista que nos circunda, ha comparado la gracia al brazo de una estatuita maravillosamente labrada por Miguel Ángel, para avergonzar a sus detractores. Los envidiosos, que no podían sufrir en silencio la grandeza de aquel genio, oyeron decir un día en Roma que los obreros de las excavaciones habían hallado una obra admirable de la antigüedad: una estatuilla que carecía de un brazo, pero deliciosa a la contemplación. Delante del Pontífice se encendió la discusión: Miguel Ángel criticaba la pequeña estatua y hallábale mil defectos; sus detractores no tenían palabras suficientes para elogiarla y con fina ironía la comparaban a las pobres obras de su execrado rival, Buonarroti. Miguel Ángel, después de haberse divertido con el espectáculo, le puso fin sacando del bolsillo el brazo que faltaba, exclamando: «La estatuilla es mía; la prueba la tenéis en este brazo. ¡Mirad cómo se ajusta!»

«También la naturaleza —observan algunos— es como la estatua de Miguel Ángel: le falta un brazo; y la gracia no hace más que completarla. Existen en nosotros exigencias imperiosas que piden lo sobrenatural; a sus detractores y enemigos que, para exaltar la naturaleza, desprecian la gracia, les decimos: Observad: la naturaleza es imperfecta; exige el brazo que le falta: lo sobrenatural».

Pero, no: las imperfecciones de nuestra naturaleza, tan evidentes o innegables, requieren de suyo un perfeccionamiento natural, esto es, correspondiente a u nuestro grado de hombres, así como la estatua sin brazos reclama, para ser completa, la parte que le falta.

La gracia, en cambio, es un don frente a nuestra naturaleza humana, ya que no tenemos derecho a ella o exigencia alguna: ¿qué exigencia hay en nuestra naturaleza de ser como Dios?

Si Dios nos diviniza, es por un efecto de su bondad inefable, de su amor; pero, ¡por favor, no hablemos de derechos nuestros!

La estatuilla de Miguel Ángel no tiene derecho a la vida, al movimiento, a la palabra, al pensamiento; menor aún es nuestra exigencia, nuestro derecho a la gracia, como quiera que entre el mármol de la obra maestra y la vida o el pensamiento hay un abismo mucho más pequeño que entre lo natural y lo sobrenatural, entre Dios y el hombre.

Nosotros —frente al don de la gracia— no poseemos más que la capacidad (llamada por los teólogos capacidad obediencial) de recibirla, en la hipótesis de que Dios nos la conceda; capacidad que es propia de una naturaleza espiritual, como la nuestra y la angélica, y falta en los brutos, en los seres irracionales y en las cosas puramente materiales.

Si se quiere penetrar y ahondar en el alma de nuestros místicos, o si uno desea embriagarse en los dulces y frescos manantiales como son Le laudi, por ejemplo, de Jacopone da Todi, hay que meditar y ahondar esta palabra: «la gracia es un don del amor divino»; entonces también se podrá cantar con el gran poeta predantesco:

O amor, divino amore, —amor che non se’ amato…
Amor, la tua amicizia —é piena di delizia
non cade mai en tristezza —lo cor che t’ha assagiato,

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Clama la lengua e’l core: —Amore, amore., amore!

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Gridiamo: —Amore, amore!

Entonces no se harán oídos sordos al rumor de la campana, tocada antaño en un monasterio de Florencia, por un alma virginal, la cual exclamaba a cada pulsación de la cuerda: ¡El amor no es amado! ¡El amor no es amado!

Este modesto librito no pretende ser otra cosa que un tañido de campana que repercuta en vuestro corazón y os haga proferir el mismo grito que trotaba del alma de María Magdalena de Pazzi.

***

2

El don divino y los dones humanos

Dios, por pura liberalidad, nos da este don, que, por consiguiente, se llama don gratuito, muy distinto de los dones humanos.

No sé si los se habrán entretenido alguna vez estudiando la psicología de los que en este mundo hacen un regalo. ¡Pobres dones humanos! ¡Cómo arrancan, a menudo, una voz irónica y de protesta hacia los que se los aproximan! ¡Cuántas veces se hace un regalo a una persona, porque se espera algo de ella! ¡A veces el regalo es semejante a una suma depositada en una Caja de Ahorros, hecha por quien mañana, no sólo retirará la suma, sino los intereses! ¡El pretendido altruismo de los regalos, con frecuencia no es otra cosa que el egoísmo munido de un prismático! Otras veces, el regalo es una recompensa por un favor recibido: no es un «do ut des», sino «un doy porque, ya me has dado»: en pocas palabras, un saldo de cuentas.

Y aun en la más ideal de las hipótesis; aun cuando un corazón abierto, sólo por impulso de generosidad hace donación al que no le ha dado, ni le dará nada, ¿no es cierto, por ventura, que también entonces el don presupone la persona beneficiada y sus dotes, y tiene como motivo el perfeccionamiento moral del benefactor?

Nada de esto sucede en el don de la gracia. El hombre no podía hacer nada para merecerlo; y Dios, concediéndolo por su voluntad, no aumenta en perfección o en beatitud. La naturaleza humana —la cual al ser elevada en Adán al orden sobrenatural no tenía méritos, y al ser, después de la caída, elevada tenía en cambio deméritos— recibía un don, del todo gratuito, que le fue concedido por los méritos de Jesucristo.

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3

El manantial de la gracia

El significado de estas últimas palabras no podría ser aclarado sino por la que sigue. Solamente exponiendo la historia de la caída y de la redención, se puede llegar a la única fuente de la gracia: el Verbo Encarnado.

La divinización de los Ángeles y del hombre, la justificación de las gentes que precedieron la venida del Mesías y de las que la siguieron, la adopción de los hijos de Dios y la gloria sobrenatural, es un océano inmenso, formado por diversos ríos: pero todos estos ríos tienen la unidad de origen: el Corazón de Cristo.

El amor de Dios produce la unión sobrenatural del hombre con Él, mediante la unión personal o hipostática de su eterno Hijo con nuestra naturaleza y con el sacrificio de Jesús.

El hombre no se vuelve Dios, sino por medio del Hombre-Dios, único mediador entre Dios y el hombre.

Por esto, en uno de los símiles más expresivos transmitidos por el Evangelio de San Juan, Jesús enseñaba: «Yo soy la verdadera vid. (…) Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede llevar fruto por sí mismo, si no estuviere en la vid; así vosotros, si no estuviereis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que está en mí y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque sin mí nada podéis hacer».

Unidos a Jesucristo, participamos de su vida divina, nuestra unión con Él —mediante la gracia— es el principio y el medio de nuestra transformación en Dios.

En otras palabras: la gracia es el hilo que debe unir a cada uno de nosotros a nuestro Jesús.

Conviene que nos detengamos un instante en la consideración de esta unión con Dios, mediante la gracia— unión admirablemente explicada por Monseñor Vigna con un episodio conmovedor.

Cuéntase en la vida de Murillo que, hallándose próximo a la muerte un viejo pintor español, hizo llamar a un sacerdote para que le administrara los últimos Sacramentos. Acudió el sacerdote y en seguida le llevó el Viático, acompañado por un niño, el cual, según la costumbre del país, agitaba el incensario.

Se oró largamente y el niño se aproximó al lecho con el incensario apagado. El enfermo lo miró, tomó un trocito de carbón y diseñó la imagen de Nuestro Señor Jesucristo sobre la blanca pared que estaba junto al lecho. Entonces el niño, después de haber observado la acción con el más vivo interés, dijo al anciano: «Yo también desearía pintar la imagen de Dios». El viejo, poniéndole una mano sobre la cabeza, le contestó: «Ten siempre a Dios contigo, si quieres pintar la imagen de Dios».

Dios —lo sabemos por la filosofía— está presente en todo, porque todo lo sustenta y en todos obra. Dondequiera que haya un ser, allá está Dios.

Todas las cosas, las vivientes sobre todo, y entre las vivientes, de un modo especial la inteligencia humana, poseen el ser y la acción que les participa el ser, la vida y la inteligencia divina. Est Deus in nobis: está Dios en el hombre, aun en el ateo que lo blasfema.

Pero, con la gracia, Dios está presente en nosotros de un modo más admirable, en cuanto nos transforma con su divina virtud, y nos constituye sus hijos adoptivos.

Continuará…